José Bono

Ante el espejo

Sentarse a conversar con Pepe Bono, sobre cualquier asunto, es… sufrir las consecuencias. Porque todo es previsible, cordial, perfecto, insoportablemente «natural». Porque, como todas las mañanas, Pepe Bono se habrá mirado en el espejo y habrá llegado a la aplastante conclusión de que todo está en su sitio y que no hay motivo alguno para cambiar las cosas de lugar, ni la historia de su rincón, ni el gesto de su rostro, ni su verdad del lugar en la que duerme, tranquila, junto a su conciencia. Como la clave del éxito consiste en no decepcionar a su espejo, con pretexto ni sobresalto alguno, José Bono se dispone a ser el que siempre ha sido. No hay razones para aceptar el riesgo de separarse, ni un milímetro, de la imagen elegida.

Pese a todo, José Bono no renuncia a un sentido del humor que hace más llevadera la conversación, que provoca la risa, la carcajada incluso. Magistral resulta su evocación de los tétricos momentos previos al temido fusilamiento, en la noche del 23-F, en los que, haciendo gala de una flema insuperable, se permite el lujo de tranquilizar a un aterrorizado Leopoldo Torres asegurándole que «las balas no hacen daño». Magistral es también su descripción de la noche del triunfo electoral en la que acaba por llevarse al huerto al pobre gobernador civil de la provincia, para el que llega a pedir un aplauso del «respetable» público socialista. (Es seguro que aquella noche el gobernador tuvo muy claro a quién iba a votar en las siguientes elecciones).

En fin, José Bono es insuperable cuando hace de José Bono.

Por eso no encaja bien ni se puede creer —aunque Bono empleara algunos minutos en intentar convencerme— que aún recuerde el «miedo escénico» que le producía venir a Madrid y acudir a las reuniones del Comité Federal, y tener que relacionarse con unos y con otros compañeros del Partido: «Porque yo soy de pueblo y a mí aquello me sobrepasaba». Pero como él no muestra más interés que yo en semejante asunto, sonríe —él siempre sonríe— y pasa página.

Se detiene en lo que quiere detenerse, pasa como por ascuas en lo que, a estas alturas, ya considera anecdótico. Por ejemplo, su conocida condición de «guerrista» furibundo, más que ningún otro; mucho más que el propio Alfonso Guerra. Me cuesta Dios y ayuda no acabar yo también en el «huerto» que él me tiene preparado de antemano.

En la memoria de José Bono no hay lugar para la introspección, ni hay dudas, ni sufrimiento, ni un segundo para la reflexión. Piensa que no hay tiempo para eso ni se trata de eso. Bono viaja, a toda velocidad, por su camino hacia la gloria, hacia sus inatacables, espectaculares, mayorías absolutas, y sólo hace parada y fonda en sus duelos al sol con los sucesivos Gobiernos socialistas que se opusieron a sus razonables apuestas en Cabañeros o en las Hoces del Cabriel. Es inevitable detectar un claro regodeo en su enfrentamiento con el propio Felipe González, a propósito de todas aquellas batallas. En ese punto, José Bono desacelera su marcha triunfal. Se escucha un silabeo y su deleite como ruido de fondo de la propia historia que va reconstruyendo minuto a minuto: «Felipe me dijo, y yo le dije, y entonces él me dijo…». Aunque es de justicia reconocer que, en esta parte del relato de sus «hazañas bélicas», José Bono reproduce, como nadie, algunas de las más conocidas tácticas de Felipe González para esquivar el cuerpo a cuerpo y despistar al enemigo. Sólo que Felipe, como se dice vulgarmente, no sabía bien «con quién estaba hablando».

No hay un monumento al sarcasmo más logrado que cuando José Bono asegura que las cosas que sucedían en Madrid, en el Partido, «me venían como de lejos, porque yo estaba aquí —en Toledo—, a lo mío». Porque, a la hora de la verdad o a la de la conspiración, José Bono estuvo siempre en el lugar adecuado, en el momento oportuno. Y por si yo tenía alguna duda, él se encarga de añadir a su evocación, tan personal, la reproducción literal: ¡las actas! ¡Las actas de sus intervenciones en el Comité Federal! Bono denunciaba entonces la resistencia de la Dirección del Partido, y de Alfonso Guerra, a tomar medidas contra la corrupción. Merece la pena la secuencia y trasladarse con la imaginación al dramatismo de aquellos debates, en los que el protagonismo de José Bono se alzaba por encima del silencio.

José Bono se oculta detrás del enigma para no explicar las razones de su conversión paulina a la militancia «antiguerrista», consciente, sin duda, de que así provoca la especulación más perversa, y se comporta y habla como lo que es: un poder inamovible en su feudo.

Este José Bono nada tiene que ver con aquel candidato, sudoroso, que enjugaba en el pañuelo la ansiedad y la angustia cuando soñaba con ese otro poder no alcanzado: el del Partido. Afortunadamente, para este José Bono, que se mira en su espejo, eso no es el objetivo de este libro.

Un año antes de que los socialistas llegáramos al poder, viví directamente aquel fatídico día del 23-F. Estaba en la Mesa del Congreso y la primera impresión que tuve al ver a Tejero fue de gran sorpresa. Casi anuló mi capacidad de reflexión durante unos instantes. No tuve duda de que se trataba de un golpe de Estado. No caí en la tentación de pensar que era un grupo de la Guardia Civil que entraba en el Congreso para librarnos de un supuesto atentado de ETA. No me ocurrió como a la esposa de un diputado, que llamó a Pepa Molina, la mujer de Donato Fuejo, diciéndole: «Ha sido espantoso, tiros y todo, pero no te preocupes, que cuando salía, ya entraba la Guardia Civil». Lo primero que sentí fue miedo, temía por nuestras vidas, porque estaban disparando en el interior del Congreso. Los tiros resonaron como bombas, y la actitud de los guardias era la de unos facinerosos que iban a cometer un grave delito; no era la disciplinada presencia de un ejército rebelde.

La sensación que tuve es que, otra vez, nuestros esfuerzos habían sido inútiles y, en ese macabro juego de la oca, un juego al que tantas veces nos han sometido los «salvapatrias» de turno, nos metían otra vez en la casilla del pozo, en la de la cárcel. Recuerdo que, yendo al baño, me preguntó Miguel Ángel Martínez: «¿Qué crees que pasará?». Y le contesté: «Pues que pueden matarnos…». Leopoldo Torres me comentó: «Oye, ¿harán daño las balas?». Y, como si fuese experto, le dije: «No, creo que no». Leopoldo Torres y yo, la semana anterior, habíamos contratado un seguro de vida para los diputados, y la única broma que se permitió fue pasarme un papelito con una cuenta: «350 diputados por 30 millones, igual a 1.050 millones». Debajo de los números, una anotación: «La ruina de La Unión y el Fénix», que era la compañía con la que habíamos contratado el seguro.

Mi sensación fue que estábamos cercanos a la muerte y, especialmente, se acrecentó ese sentimiento cuando sacaron del hemiciclo a Felipe González, a Alfonso Guerra, a Adolfo Suárez, a Agustín Rodríguez Sahagún, a Manuel Gutiérrez Mellado… y no sé si a algún otro[32]. En ese momento, en el acta que redactamos en el Congreso, que es un acta secreta, Víctor Carrascal y yo escribimos: «Se impuso un espeso silencio…», y creo que en el acta finalmente apareció: «El silencio era lúgubre».

El asalto se produjo durante la investidura de Calvo Sotelo. Don Leopoldo no era un líder en quien los socialistas tuviéramos mucha esperanza. El Gobierno se encontraba en estado de descomposición, los rumores de golpe eran intensos, aunque, hasta el momento del asalto al Congreso, no supimos que era más real de lo que pensábamos. Pero no tuve sensación de que los socialistas podíamos ganar las elecciones siguientes hasta que, en el mes de mayo, los miembros de la Mesa del Congreso fuimos invitados a las elecciones francesas. En los días que estuvimos en Francia, todos tuvimos una sensación de libertad que aquí no disfrutábamos.

UN APLAUSO PARA EL GOBERNADOR

El inicio del juicio por el 23-F, el «pacto del capó», las componendas para buscar, más que una solución, una salida al golpe de Estado, dejaban en precario la libertad y la democracia. Por eso mi sentimiento respecto de la probable victoria del PSOE no empecé a barruntarlo hasta el mes de mayo de aquel año 81. En el fragor de la campaña electoral francesa, y oyendo los comentarios de los diputados de UCD que estaban con nosotros, nos percatamos que UCD se descomponía y que nos tocaría gobernar. La corriente de ilusión hacia el PSOE vino después, pero, en 1981, lo que estaba claro era que UCD desaparecía. Nos quedábamos sin adversario.

Un año más tarde, el 28 de octubre, en una noche bien diferente a la del 23-F, los socialistas ganamos por mayoría absoluta[33]. El día de las elecciones voté en Salobre (Albacete), mi pueblo, por la mañana y me fui a Albacete. Me llamó el gobernador civil, de UCD, para decirme que había ido a verle un grupo de personas, más bien adineradas y de derechas, para trasladarle el miedo que sentían ante una victoria del PSOE. Le dije que no tenía ningún motivo para temer. Ya se daba por descontada la victoria… No se habían abierto las urnas aún, pero todos teníamos la sensación de que la victoria ya se había producido. Traté de tranquilizarle con mis mejores palabras y argumentos, pero sin demasiado éxito; me dijo: «Mira, yo te voy a dejar un altavoz portátil, por si esta noche hay alguna dificultad. Tú, como jefe del PSOE en Albacete, podrás calmar a los grupos más exaltados que pudieran celebrar su victoria con algún tipo de acto que pudiera intranquilizar a la población…». Yo dejé el aparato aquel en el maletero de mi coche y le dije que no iba a utilizarlo: «Es más —añadí—, te invito a que, como gobernador civil, esta noche vengas a la sede del PSOE, donde te vamos a recibir como a una autoridad legítima». Al principio lo dudó, pero me llamó a las seis de la tarde preguntándome si mantenía la invitación y cuánta policía necesitábamos para garantizar el orden cuando él llegara. Le respondí que lo que necesitaba es que no hubiese ni un solo policía en la sede del PSOE. Efectivamente, a las once de la noche se presentó el coche del gobernador: creo recordar que era un 1.500 negro, antiguo, con el banderín de su autoridad. La calle estaba absolutamente llena de gente y recuerdo que contribuí —físicamente— a abrir paso al coche para que llegara hasta la misma puerta de la sede del Partido. Al menos dos mil personas ocupaban el lugar y, cuando el gobernador se bajó del coche oficial, pedí un aplauso para el representante del Gobierno democrático de España. Le aplaudieron todos y vi entonces lágrimas en algunos compañeros mayores que, sin duda, afloraban por tantas emociones contenidas. Todavía, cuando lo recuerdo, se me ponen los pelos de punta. Le invité a una copa de cava —en un vaso de plástico—. Estuvimos siguiendo el escrutinio, se quedó una media hora y se fue con los mismos aplausos con los que había llegado. Y, naturalmente, muy sorprendido.

Tuve entonces la seguridad de que, por primera vez en la historia de España, iba a gobernar un partido que tenía tanto interés en lograr el progreso de su pueblo, como que ese progreso no se dirigiera contra nadie. Recuerdo que cuando se iba, el gobernador me comentó: «Me han preguntado las personas a las que recibí esta mañana que dónde duermen esta noche. Pero ahora, después de esto, comprendo que no hace falta que abandonen sus domicilios». Y, en tono de broma, le respondí: «Algunos no suelen dormir en sus domicilios, pero no por razones políticas, sino sentimentales. Diles que pueden seguir con sus aventuras, porque ahora, incluso, las podrán hacer públicas, en la medida en que va a gobernar un partido progresista».

ANA O VICTORIA

La guerra civil acabó en el 39. Pero sus secuelas aún estaban presentes y afectaban a mucha gente. Es probable incluso que algunos, habiendo mantenido comportamientos indignos durante la posguerra y la dictadura, sintiesen su propia conciencia atribulada. Sin embargo, lo que yo percibí fue la grandeza de un Partido que se había dejado a muchos militantes y seguidores en las tapias de los cementerios y del exilio. Esa noche, el único sentimiento que afloraba de modo generalizado era la ilusión, la reconciliación, el deseo de progreso e incluso de olvido. No percibí ningún sentimiento de revancha.

No quería que se terminara aquella noche de elecciones. Y, en cierto modo, no acabó, porque no me acosté. No pude festejarla con mi familia porque mi segunda hija, Ana, había nacido cuatro días antes. Por cierto, Landelino Lavilla, junto a quien había estado en la Mesa del Congreso, me dijo: «¿La llamarás Victoria?». Le contesté que la familia iba por un camino y la política por otro… y que ese nombre era más propio de monárquicos.

Pasamos la noche en blanco, disfrutando de los resultados electorales de pueblo en pueblo, entre abrazos, felicitaciones y lágrimas de emoción. Por oleadas, la gente estuvo entrando y saliendo de la sede del Partido hasta las diez de la mañana; personas que antes nunca habían dicho lo que pensaban aparecían por allí, y unas traían el carné de militante de su madre, o la sentencia de muerte de su padre, y todas con la emoción que aquellas circunstancias les producían. Desde el punto de vista político, lo único que hice a la mañana siguiente, antes de volver a casa, fue visitar de nuevo el Gobierno Civil para que me dieran los resultados oficiales. El gobernador me preguntó: «¿Cómo pensáis hacer la transmisión del poder?». Le contesté: «Tranquilo. Habrá investidura y, por lo menos, durante dos o tres meses estarás en tu puesto». Y le veía… no nervioso, sino generosamente dispuesto a compartir su experiencia. Le expliqué que nosotros no teníamos nada que hacer, aunque hubiéramos ganado las elecciones, hasta que el Congreso de los Diputados invistiera como presidente a Felipe González.

CUANDO TODA ESPAÑA HABLABA DE JUAN GUERRA

Sentí alegría al ver por televisión aquella imagen de Felipe y Alfonso en la ventana del Palace; no podía imaginar que hubiese entre ellos ningún tipo de disenso o de discrepancia, por mínima que fuera. Más bien creía que lo que existía era un perfecto reparto de papeles y una amistad antigua, profunda y permanente. Después, al ir conociendo más su relación verdadera, ha ido cambiando mi interpretación de aquella imagen de la ventana. Creo tener suficientes datos para afirmar que la relación entre Guerra y González tuvo un componente político mucho más fuerte que el afectivo o el amistoso. Lo cual no significa que no hubiera acuerdo y entendimiento en lo que era esencial; pero, quizá, rara vez cenaron juntas las familias o se reunieron para celebrar juntos los acontecimientos personalmente importantes fuera de la política…

Empecé a percibir diferencias entre ellos, en cuanto al modo de dirigir la acción de Gobierno, seis o siete años después. Por ejemplo, en el nombramiento de Pilar Miró como directora general de Radiotelevisión Española: ésta no fue una decisión consensuada. Yo estaba más en la línea de lo que defendía Alfonso Guerra que de lo que defendía Felipe González. Tenían discrepancias en aspectos relativos a la política social y Alfonso se situaba en posiciones más solidarias, más cercanas a las personas con menos capacidad económica, a la gente más humilde; Felipe, por su propia condición de presidente, cultivaba una imagen más condescendiente con los poderosos, con el mundo de la banca o de la empresa. Recuerdo que, en las reuniones, Alfonso siempre se manifestaba más cercano a los planteamientos reivindicativos de los sindicatos, y no es que Felipe estuviera en contra, pero hacía consideraciones en las que no eran absolutamente coincidentes.

Con Alfonso mi relación era de confianza, y aunque alguna vez también le escuché críticas al jefe del Gobierno, éstas nunca fueron inmisericordes, al menos en aquella primera etapa. Luego hubo discrepancias más fuertes, y Juan Guerra resultó ser un elemento muy importante, tal y como yo percibo la historia de ese divorcio político. No pretendo decir que fuera el único, pero sí que recuerdo una reunión de la Comisión Ejecutiva en la que yo mismo dije: «Toda España habla de Juan Guerra, ¿cómo no vamos a hablar aquí de él? Y debemos alegrarnos de que se le absuelva si es inocente y alegrarnos si le condenan y es culpable. El PSOE no ha nacido para defender a nuestros familiares». Aquello cayó bien en los círculos que entonces se denominaban «renovadores», y no tanto en aquéllos con los que yo simpatizaba, los «guerristas». Pero si a Alfonso le sentó mal, a mí no me lo dijo; simplemente me comentó, en una comida posterior a aquella reunión: «Ya has prejuzgado a Juan Guerra». Ni siquiera dijo «a mi hermano». Yo le expliqué que no era un prejuicio, sino la expresión de lo que creía que debía decir.

Después hubo discrepancias palmarias. Por ejemplo, cuando Felipe propuso a Solchaga como portavoz del Grupo Parlamentario. Pero nunca pensé que aquellas diferencias, que yo achacaba más al carácter o a la influencia de amigos de unos y de otros, iban a acabar con su relación de un modo tan definitivo.

Las primeras diferencias graves se visualizaron con el cese de Alfonso Guerra como vicepresidente del Gobierno. Anteriormente se habían podido percibir muchos movimientos, pero entonces se produjo una visualización clara. Y fue en ese momento cuando pude apreciar un verdadero divorcio entre los llamados «renovadores» y los llamados «guerristas». Siempre creí que el Partido fue muy leal con el Gobierno y aguantó bien aquella afirmación de Felipe González: se gobierna desde La Moncloa y no desde Ferraz. Y también aguantó bien algunos nombramientos que no siempre se recibían con satisfacción. El Partido funcionaba casi exclusivamente para dar apoyo a nuestro Gobierno, y lo hacíamos de un modo ilusionado, entusiasta y sin necesidad de que se impusiera disciplinariamente. Había una responsabilidad compartida y predominaba la idea de que era necesario defender a aquel Gobierno en todo momento, porque eran muchas las amenazas que tenía, tanto desde las viejas posiciones golpistas como desde algunos sectores económicos.

LA DISTANCIA ENTRE MADRID Y TOLEDO

Mi dedicación, intensa y exclusiva al trabajo en Castilla-La Mancha, desde el año 1983, me mantenía alejado de esa conflictividad que podía ir larvándose entre el Partido y el Gobierno. Algunos compañeros me acusaron de haberme convertido en uno de los arietes más duros contra Alfonso Guerra, de cambiar de caballo de forma rotunda. Incluso me han llamado traidor. Pero no tengo conciencia de haber sido ni una cosa ni otra. Lo que sí es cierto es que, más que cambiar de caballo, como Saulo, me caí del mío.

Con Alfonso Guerra tuve una enorme decepción, que pertenece más al ámbito personal que al político. Y, además, no estoy dispuesto a hacer daño a nadie con mis palabras, ni con mis recuerdos; tampoco a Guerra. Solamente revolvería en mi memoria si tuviera que defenderme de alguna acusación que considerara indigna. ¡Esa acusación, la de traición, se ha hecho a tanta gente en el Partido…! A presidentes autonómicos como Chaves, hoy presidente del Partido además, a Jerónimo Saavedra, a Collado, a Marcelino Iglesias; a responsables como Quijano, Cercas, Antolín, Cipriá Ciscar…; a Teófilo Serrano, o a Carmeli Hermosín, a viejos amigos como Luis Yáñez, a expertos tan relevantes para nuestra organización como Luis Pérez o Nacho Varela… Tantos «traidores», entre comillas, deben tener explicación distinta de la deserción o la infidelidad. Pero habiendo pasado el tiempo, no quiero remover sucesos que, por mi parte, aunque no están olvidados, sí están cicatrizados.

Mi relación con Guerra había nacido en los contactos que se llevaron a cabo con motivo de la formalización de la «Platajunta»[34] y con motivo de las sucesivas reuniones entre el PSOE y el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván, en el que yo militaba. Se proponía una unificación de ambos partidos y yo era un firme partidario de aquella relación. Cuando se estaba construyendo esa unidad, dentro del PSP, Tierno Galván era el más reacio. Recuerdo que, en el Congreso de Torremolinos, la primera votación fue contraria a la unidad. Se leyeron notas e incluso algún telegrama de saludo a aquel Congreso por parte del Felipe González, de Willy Brandt y de François Mitterrand, para que los compañeros vieran que no íbamos a ser mal recibidos en el PSOE y en la Internacional Socialista. Así conseguimos ganar los partidarios de la unidad, pero por escaso margen.

Alfonso Guerra, cuando entramos en el PSOE, tuvo conmigo un comportamiento generoso. No éramos «patas negras» y algunos nos veían como intrusos, pero él me hizo un hueco en el Partido y también me hizo un hueco en sus afectos. La relación siempre era jerárquica, de superior a inferior. Ha sido una constante en las relaciones de Guerra con los compañeros; no ha habido un trato de igualdad prácticamente en ningún caso sino más bien de subordinación aceptada. En cuanto a los planteamientos políticos, mi coincidencia con él era total. Yo estaba mucho más de acuerdo con lo que Guerra representaba que con lo que podían representar sus detractores dentro del Partido. Le veía más cercano a mí, incluso desde el punto de vista de nuestra historia familiar y social, quizás porque yo tampoco era hijo de catedrático ni tenía una historia aristocrática, digamos, dentro del socialismo. A Felipe González se le veía distante. Si lo pudiéramos comparar con una procesión, Felipe era el santo que iba en las andas y Guerra era el cura que ponía orden en las filas y que decía hacia dónde debía dirigirse aquella procesión; era el que estaba en la cercanía. Felipe, sin embargo, en aquella época, era una especie de Yahvé que no podía ser nombrado, ni invocado, ni tocado más que por un grupo muy selecto de escogidos. Yo lo percibía extraordinariamente distante.

Guerra tenía mucho poder en el Partido. Su palabra era ley, incluso, a veces, sus pensamientos. Y había quien interpretaba lo que pensaba, en ocasiones en contra de su propia voluntad. Es famosa la anécdota de Pepote de la Borbolla, que un día se acercó a Guerra y le dijo: «Yo quiero ser de los tuyos, dime qué debo hacer». Alfonso le respondió: «Mira: hay una raya que separa a los míos de los que están contra mí». De la Borbolla insistió: «Pues dime dónde está la raya». Y Alfonso: «¡Ah, no! ¡Esa raya la cambio yo todos los días!». No sé si esta conversación será cierta o no, pero pone de manifiesto el poder, la gran seguridad que Guerra tenía en sí mismo y, también, una arbitrariedad evidente.

No entré en la Ejecutiva del Partido hasta 1990. Y, en mis conflictos con el Gobierno, que han sido importantes, el enfado contra mí provenía tanto de Guerra como de González. Cuando me posicionaba en contra de alguna decisión del Gobierno central para defender a Castilla-La Mancha, no sólo tenía enfrente al ministro de turno, sino a González y a Guerra. He sufrido cada vez que algunos compañeros consideraban mi actitud de defensa de Castilla-La Mancha como una deslealtad con el Partido o con el Gobierno. Uno de los hechos más llamativos fue un telegrama que recibí para que me abstuviese de legislar sobre la Universidad. Entonces eran muchos los que, desde el Ministerio de Educación, decían que la Universidad de Castilla-La Mancha no debía existir; hacían bromas hablando de «Harvardcete». Pero me tomé muy en serio que Castilla-La Mancha debía tener Universidad y actué indisciplinadamente ante aquel telegrama. También lo hice cuando me dijeron que Cabañeros iba a ser un campo de tiro y lo declaré Parque Natural. Lo recuerdo como una verdadera hazaña, sobre todo, por poder mantener aquella decisión, dado que algunos se incomodaron de una manera extraordinaria. Narcís Serra, entonces ministro de Defensa, casi me echó de su despacho, pero le dije que en aquel despacho tenía algo que hacer y que no me iba… Eran conflictos ante decisiones del Gobierno central que no acepté cuando perjudicaban a Castilla-La Mancha.

Para mí, el momento más duro de todos llegó con motivo de la autorización gubernamental de un trasvase de agua del Tajo al Segura. Declaré con rabia que el Gobierno había tomado una decisión «ilícita, injusta y arbitraria». Ganamos en el Tribunal Supremo, pero dos años después. Estuve a punto de tirar la toalla… No me faltaban motivos; porque, en defensa de nuestra posición, hubo una manifestación contra el trasvase y un chico de las Juventudes Socialistas, Francisco Ruiz Cazalla, cayó al pantano de Buendía y se ahogó. Fue un momento durísimo. Desde entonces, decidí no callar ante el disparate de política «grantrasvasista» del ministro Borrell. Quería hacer de España un queso gruyer, lleno de túneles y acueductos.

Durante bastante tiempo, hasta finales de los ochenta, estuve alejado de la dirección del Partido y, aunque pertenecía al Comité Federal, no hablé nunca en él. Me encontraba tranquilo y cómodo en cualquier lugar de Madrid, excepto en Ferraz, en donde se apoderaba de mí una especie de miedo escénico. No porque nadie me lo impusiera; era fruto de mi carácter, de mi timidez. Luego me he dado cuenta que otros se sentían como yo, pero entonces de esto no se hablaba.

Recuerdo que, para mí, fue un importante avance dar una conferencia en el club Siglo XXI, en 1989. Iba nervioso, incómodo, me resultaba difícil hablar con la fluidez con que lo hacía en mi tierra. Me presentó Juan Luis Cebrián, que entonces era el director de El País, a quien conocía muy poco, pero le pregunté si me quería presentar y lo hizo. Y aquel acto, con independencia de su relevancia política, que era escasa, me ayudó a ganar confianza en mí mismo, a perder timideces y a mostrarme como era, también en Ferraz.

UN DIOS MENOR

En 1983 yo no esperaba ser el candidato a la Presidencia de Castilla-La Mancha. Recuerdo que la propuesta fue estudiada en una Comisión Ejecutiva. Me llamaron, primero Alfonso Guerra y luego Felipe González, para decirme que aceptara. Lo hablé con mi mujer y no lo dudé. Pero no tenía muchas esperanzas de ganar porque, en Castilla-La Mancha, hasta en las últimas elecciones de la Segunda República, cuando en España ganaba el Frente Popular, aquí ganaban los monárquicos. Era una región, entonces, con una imagen muy conservadora. ¿Quién iba a pensar que aquí, pasado un tiempo, fuéramos a batir el récord de todas las autonomías, con cinco mayorías absolutas consecutivas del PSOE?

Ser candidato no representaba ningún sacrificio. Había entrado en el Partido en 1969, había sido abogado en el Tribunal de Orden Público, me había enfrentado a la dictadura, había sentido los zarpazos del poder totalitario. Estábamos en un momento en el que la acción política me la planteaba casi como un servicio a la sociedad. No tenía necesidad de renunciar a ninguna ambición política en Madrid porque, en realidad, yo nunca he salido de provincias. Era diputado «de a pie» por Albacete, en donde tenía mi casa, y vivía la política con intensidad, recibiendo cada lunes a más de treinta personas en el despacho de diputado que tenía en la sede del PSOE.

Las personalidades con que contaba entonces el PSOE en Castilla-La Mancha eran muy relevantes: Virgilio Zapatero, en Cuenca; Leopoldo Torres, en Guadalajara; Paco Ramos, en Toledo; Manolo Marín, en Ciudad Real… Yo era el último de la fila y, probablemente, todos los que he citado tenían muchos más méritos e incluso más capacidades que yo para haber sido candidatos a la Presidencia de Castilla-La Mancha. Pero en aquel momento se estaba eligiendo a un «dios menor»: no era la hora de los importantes, y yo no era importante.

Cuando entré por primera vez en Toledo, siendo ya candidato, me encontré en una enorme valla con mi fotografía. Fue la primera vez que me vi en semejante tamaño, y alguien había escrito debajo: «Se busca». Quien me acompañaba dijo: «Esta noche tenemos que venir a borrarlo». Y yo le contesté: «Déjalo, todavía no me conoce nadie…». Y no lo borramos. Efectivamente, yo era entonces un perfecto desconocido, y sólo cabía modestia y trabajo paciente.

MILITARES, MARQUESES, CUNEROS Y OBISPOS

Soy de un pueblo pequeño de la provincia de Albacete, Salobre, y conocía mi tierra. En 1983, había 80.000 viviendas en Castilla-La Mancha que no tenían váter. Recuerdo que di aquellos datos en un discurso en donde el Rey estaba presente y me preguntó que dónde hacían sus necesidades. Le contesté que en la cuadra, en el corral o donde podían. Había 118 núcleos de población sin luz eléctrica. Teníamos un nivel de analfabetismo del 16 por ciento en términos absolutos y severos, pero casi el 40 por ciento de la población manifestaba no haber leído nunca un libro o no entender lo que leían. Éramos la única región de España que no tenía Universidad, pero teníamos dos centrales nucleares. En fin… con estos datos, el cuadro queda compuesto. La verdad es que en Castilla-La Mancha no se había reclamado la Autonomía. Algunos, incluso, en un editorial de El País, recuerdo que la calificaban como «un invento», y llevaban razón. Lo que ocurre es que ha sido el mejor invento que le ha ocurrido a esta tierra en su reciente historia. Y ahora, de entrada, se puede decir algo que hasta la derecha acepta: que hoy Castilla-La Mancha tiene quien la defienda, tiene voz y su voz se escucha.

Nunca he sido cercano al nacionalismo, pero me he hecho regionalista en el contacto con la realidad de mi tierra. Me he impuesto como un deber moral defender a esta tierra y hacerlo de manera autónoma. No porque se tenga Estatuto de Autonomía se es autónomo. La autonomía es la capacidad para defender un proyecto sin dependencias jerárquicas de otro poder que puede anularte. Cuando tomé posesión de mi cargo, juré defender a Castilla-La Mancha, no al PSOE ni al Gobierno central, sea del partido que sea. Por eso he intentado ser autónomo de mi partido, de los medios de comunicación, no estar de rodillas ante nadie, aunque tampoco de espaldas, y, sinceramente, se ha producido un avance espectacular. Pero, sin ser nacionalista, he querido generar un sentimiento de pertenencia y arraigo a esta tierra, de orgullo personal en relación con el lugar de donde se es, lo que ha tenido efectos positivos de autoestima.

Seremos, junto con Cataluña, la única región de España que tendrá sus capitales de provincia unidas mediante una red de alta velocidad ferroviaria; somos la región de España con menos conflictividad laboral, los que tenemos el índice más bajo de deuda per cápita y, sin embargo, por ejemplo, estamos entre las primeras regiones de España en crecimiento económico: nuestras exportaciones se han duplicado en los últimos cinco años. Por dar algún dato significativo, desde que tenemos competencias en materia educativa, gastamos 103 millones de pesetas [620.000 euros aproximadamente] más de lo que gastaba el Gobierno central antes de transferirlas, y 113 millones de pesetas [cerca de 680.000 euros] más que hace un año en materia sanitaria, cuando aún era competencia del Gobierno de Aznar.

En términos políticos, representamos una posición progresista, moderada, respetuosa con quien no piensa del mismo modo, y eso me ha permitido conseguir lo que parece un milagro laico: cada día y medio laborable del último año, hemos firmado un acuerdo con el Gobierno de Aznar. Sin embargo, cuando gobernaba González y no estábamos de acuerdo (Hoces del Cabriel, Cabañeros, Plan Hidrológico…), nos supimos oponer. Enfrentarse cuando era preciso al Gobierno de Felipe González y poder pactar con el de José María Aznar ha generado un patrimonio difícil de medir. En Castilla-La Mancha hay mucha gente que vota al PP en elecciones generales y al PSOE en las autonómicas. Aznar ganó en Castilla-La Mancha por 130.000 votos en las elecciones generales y nosotros ganamos por los mismos votos al PP en las autonómicas.

En el 83 aquí, en Castilla-La Mancha, los poderes fácticos se podían dividir en tres grupos: el poder militar, que en Toledo era muy importante, el económico y el eclesiástico.

En Castilla-La Mancha, y concretamente en Toledo, hay una presencia notable de jefes y oficiales del ejército. Cuando llegué, uno de los periódicos más leídos era El Alcázar, que no era precisamente misericordioso con nuestro Gobierno; y hasta he llegado a recibir amenazas de muerte anónimas por instalar una biblioteca en el Alcázar de Toledo. Pero, poco a poco, y con independencia de cuál sea el voto mayoritario que se produzca dentro del colectivo militar, hoy no hay inquietudes ni mutuos reparos, a pesar de que la Fábrica de Armas se ha convertido en sede de la Universidad y de que el Alcázar de Toledo alberga la tercera biblioteca más importante de España. Para mí, este capítulo militar se cerró cuando instalamos esta biblioteca y dije aquello de que «las armas rinden honores a los libros». La Asociación de Excombatientes me llamó pidiéndome que albergara en ella los archivos de la Guerra Civil de los excombatientes franquistas. Desde el punto de vista social, di por saldado ese proceso de evolución mutua, de un Ejército que ha servido lealmente con la Constitución y de una sociedad que ha dejado de verlo como el Ejército victorioso de una Guerra Civil.

Desde el primer momento, centré mi actividad en los problemas económicos de la región, sabiendo de antemano que Castilla-La Mancha no tendría futuro si no éramos capaces de ser un foco de atracción empresarial y de inversión. Los empresarios suelen elegir instalarse, entre otras razones, allí donde menos conflictos se producen, y Castilla-La Mancha es la región de España con menos horas perdidas por conflictos laborales. El «efecto frontera» con Madrid, la pujanza de Albacete, hacen que hoy pueda decir, sin ningún tipo de reserva, que son muchos los empresarios que nos ven sin recelo y no son pocos los que están más tranquilos con mi Gobierno que con uno del PP. El Partido Popular es un avispero de problemas. Se llevan muy mal entre los propios dirigentes y eso es un foco de desconfianza.

La derecha del terrateniente, del adinerado por las rentas de la tierra, no es políticamente relevante en Castilla-La Mancha. Incluso las grandes fincas de caza y los grandes latifundios hoy pertenecen más a la aristocracia bancaria que a la de sangre. Mantengo con todos una relación cordial. Aquí se hizo una asociación, dirigida por un abogado muy extremista, para defender lo que decían que eran los derechos de caza amenazados, y hoy tenemos una ley de caza que se ha hecho con el consenso de prácticamente todos los propietarios de cotos; porque la caza, además de una actividad de ocio, es una industria que enriquece a esta región. Yo no recuerdo ningún conflicto serio con los «ricos» que tienen propiedades en la región. Electoralmente, lo mismo pesa el marqués que su pastor. Pero hay algo de lo que me siento orgulloso: en mi región no hemos cultivado el odio social, y esto acaba dando buenos resultados y rindiendo frutos. Aquí hay gente muy de derechas que respeta a mi Gobierno y sabe que yo soy el primer defensor de sus derechos. La paz social es muy importante y la conflictividad es un fenómeno raro en el paisaje regional.

Mayor resistencia encontré, sin embargo, en quienes podríamos denominar los dirigentes de la derecha política, personas acostumbradas a mandar en el antiguo régimen, imbuidos de la idea de que yo era un realquilado con derecho a cocina que me iría pronto, porque ésta era una región que ellos creían que les pertenecía.

También tuve que enfrentarme con la práctica de los cuneros. Castilla-La Mancha está muy cerca de Madrid. En 1911, un periódico llamado El Manchego, publicaba estos versos: «Si aspiras a diputado, / busca distrito en La Mancha. / Allí, no siendo manchego, / segura tienes el acta». Y aquí hemos tenido cuneros muy famosos y seguimos teniéndolos: esa clase política que cree que su mérito depende de llevarse bien con las cúpulas madrileñas; básicamente, son partidarios del PP, aunque también hay alguno del PSOE.

También la Iglesia me recibió sin echar las campanas al vuelo. Don Marcelo González Martín[35], a quien el día 4 de marzo de 2003 entregamos la Medalla de Oro de Castilla-La Mancha, me recibió en el año 1984 con una pastoral agria porque no declaramos festivo el día de San José. Se debió a la equivocación de un consejero, que creyó que el 19 de marzo de aquel año era domingo. Don Marcelo acababa aquella pastoral, que se leyó en todas las iglesias, diciendo: «¿Qué se puede esperar de un presidente que no venera ni respeta al santo de su nombre?». En aquella época, el obispo de Sigüenza (Guadalajara) me impidió ser padrino en el bautizo de una niña porque, pese a ser cristiano, soy socialista. En Cuenca estaba, ni más ni menos, monseñor Guerra Campos[36]… Es decir, que de la Iglesia en Castilla-La Mancha no puede afirmarse que estuviera en la línea más progresista del Vaticano II. Pero ahora puedo recordar que fui al entierro de Guerra Campos, aunque me pusieron al lado de Blas Piñar en el protocolo; a don Marcelo le hemos concedido la más alta distinción regional, y él ha tenido la cortesía de regalarme el pectoral con el que entró en la diócesis primada, cuando le nombraron cardenal.

Por cierto, no ha habido en España un Gobierno que haya sido tan favorable a los intereses de la Iglesia como el de Felipe González. La enseñanza religiosa recibió un impulso que no había tenido en tiempos de UCD ni en el franquismo, y eso lo reconoce la Iglesia. La renovación de los acuerdos con la Santa Sede se hizo de manera consensuada y, gracias a ellos, la Iglesia recibe hoy del Estado más dinero del que se llevaría por la cruz que los ciudadanos hacemos en la declaración de la renta. El principal problema que tuvimos con la Iglesia surgió con la legalización del aborto, porque ahí chocaban una posición de orden moral, muy respetable, por parte de la Iglesia, y una obligación por parte del Estado de legislar para todos los ciudadanos, y no sólo para los católicos. Yo tuve una discusión con un obispo de la región que me recriminaba que no contestase públicamente a la ley del aborto, siendo cristiano. Le dije: «Señor obispo, si a su casa llega una señora diciéndole que ha abortado, ¿usted llama a la policía para que la metan en la cárcel porque ha cometido un delito?». Y él me respondió: «No, no. Mire, señor presidente, la Iglesia está para perdonar». Y, naturalmente, le repliqué: «O sea, ¿que la Iglesia está para perdonar y yo estoy para condenar? No acepto el trato».

Siempre he defendido que el aborto entraña un fracaso, y no conozco a ninguna mujer que haya ido a abortar alegremente; pero tampoco creo que el Estado deba ser el brazo secular de la Iglesia, porque la libertad de conciencia es uno de los principios de nuestra Constitución. No estamos en un Estado clerical ni en un Estado confesional, aunque algunos gobernantes creamos que el mensaje de Cristo podría muy bien inspirar políticas progresistas y, concretamente, políticas del PSOE.

Los obispos, las jerarquías y los sacerdotes me han recibido, con alguna excepción, de manera fraternal. Y cuando ha habido algún problema en el orden institucional, por suerte, hemos sabido resolverlos. Pero debo reconocer que la Iglesia me ha tratado generosamente. Quizá la clave haya estado en que me han visto como a un amigo. No me pedían cuentas de lo que hacían mis compañeros socialistas en el Gobierno. Nunca recibí una crítica directa por ser socialista, exceptuando aquella del obispo de Sigüenza. Y, sin embargo, son numerosas las reuniones que he propiciado, en esta época y en la anterior, entre la cúpula del PSOE y la jerarquía católica. Reuniones, encuentros, superación de dificultades… He hecho de correa de transmisión de unos y de otros. Incluso ahora, José Luis Rodríguez Zapatero me ha encargado alguna tarea en esa dirección y creo que van bien las cosas.

La derecha, sin embargo, miraba con recelo esas buenas relaciones. Digamos que había una tradición política española que consideraba a la izquierda como anticlerical y a la derecha como la propietaria de Dios. Si en ese sentido les he roto esquemas, es su problema. Imagino que a algunos dirigentes del PP les gustaría verme ateo y anticlerical; pero en eso han fracasado, porque yo soy como soy, y aunque no he hecho exhibición personal, tampoco he negado mi fe.

Un momento muy importante en ese acercamiento entre la Iglesia y mi Partido fue cuando a Felipe González le dieron el premio Carlomagno. Felipe me preguntó si podría conseguir que don Marcelo dijera la misa de acción de gracias en Aquisgrán. Hablé con él, se lo pedí y, después de evaluar las razones por las que le invitaban y las posibles dificultades, fuimos en el avión desde Barajas, junto a Felipe, sus ministros y su familia, hasta Aquisgrán, donde don Marcelo pronunció una homilía cargada de afecto a España y a sus gobernantes.

El acercamiento entre mi Gobierno y la Iglesia se pudo apreciar también el primer año en el que don Marcelo me pidió que fuese a la procesión del Corpus, después de una tradición interrumpida en la que dicha procesión, normalmente, la presidía una autoridad civil, por lo general el ministro de Justicia. Yo evalué aquella invitación y accedí a ir. Desde entonces han venido cambiando muchas cosas en la relación del PSOE con la Iglesia en la región. Al fin y al cabo, de los alcaldes socialistas de Castilla-La Mancha, más del 60 por ciento se confiesan católicos.

EL PARTIDO POPULAR EN HUELGA

En la historia de los Gobiernos socialistas hubo un momento que marcó un antes y un después, que fue la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Lo hicimos mal, creo que trabajamos mal en aquella ocasión. Dimos a la huelga del 14-D tanta importancia que ayudamos a la propia convocatoria. Aquel día mucha gente fue a la huelga no tanto por los motivos que se invocaban desde los sindicatos, sino porque la batalla política que dimos en contra contribuyó a que se transformase en una huelga política. La participación de la oposición, del PP y de los empresarios en contra del Gobierno de Felipe González fue especialmente decisiva para aquel éxito. Se lo apuntaron Marcelino Camacho y Nicolás Redondo, pero no fue menos un éxito de los empresarios y de la derecha. De esa época, la conciencia más clara que tengo es la oposición de la UGT al Partido y la posición tan contraria de Nicolás Redondo al PSOE. Y también la posición del PSOE, tanto de Felipe González como de Alfonso Guerra, contra Nicolás Redondo.

Antes de aquella huelga general habíamos tenido un primer aviso de los ciudadanos. Desde mi punto de vista, ese aviso serio fue el referéndum de la OTAN; fue un gasto enorme tener que esforzarnos tanto para ganar lo que en aquel momento era casi una decisión personal de Felipe González. Como salió bien no hay que aplaudirlo, pero los socialistas hicimos un gran esfuerzo, primero de autoconvencimiento y, después, de convencimiento a la sociedad española en un tiempo récord. Nos acostamos contrarios a la OTAN y nos levantamos favorables a ella. En aquella ocasión, Felipe ejerció su liderazgo de un modo verdaderamente magistral y, por los resultados, acertado.

Aunque, en mi opinión, percibí que nos apartábamos gravemente de la sociedad cuando toda España hablaba del «caso Juan Guerra». Incluso los medios de comunicación públicos le dedicaban extensos espacios informativos. Pero en la Ejecutiva del Partido pasábamos meses sin hablar de ello. Parecíamos autistas, y ése era el principal síntoma de que algo no estaba funcionando de manera adecuada.

LOS «BARONES», UN PODER FRENTE AL PODER

Llegó un momento en que los poderes autonómicos comenzaron a emerger frente al poder central de la dirección de un Partido que, por otra parte, tenía una tradición muy jacobina y muy centralista. Recuerdo que Miguel Boyer, cuando apenas disponíamos de mil millones de presupuesto, afirmó que la causa del déficit público eran las autonomías, lo cual era un despropósito absoluto. Los ministros, en general, no veían con buenos ojos el poder emergente de las Comunidades Autónomas, aunque se trataba de un proceso imparable. Las Comunidades Autónomas iban creciendo en poder, en presupuesto, mientras algunos ministros creían que el Estado acababa y empezaba en el paseo de la Castellana… Y junto a esta consolidación de las autonomías, se producía la circunstancia de que algunos secretarios generales del Partido en una región eran, al mismo tiempo, presidentes autonómicos, y esto les daba un cierto poder ante la dirección federal. Cuando ese proceso se inició, yo no tuve dificultades en lo que al Partido se refiere, porque mi relación personal entonces con Guerra permitía que se superaran esas diferencias.

Nunca tuve dificultades con Guerra en lo que al desarrollo del poder autonómico se refiere, quizá por la relación personal que manteníamos. Pero es cierto que el Gobierno no veía bien el creciente poder de lo que ya entonces se llamaban los «barones» del PSOE. Recuerdo que celebramos una reunión de presidentes autonómicos socialistas en Toledo, e iba a venir el responsable de la Ejecutiva Federal, Abel Caballero; pero en el último momento decidió no hacerlo porque pensó que podría ser malinterpretado. Nos decía que no era una reunión orgánica, y yo le argumenté: «Pues claro que no es orgánica, es una reunión institucional». Pero no estaba bien visto que los presidentes autonómicos nos reuniésemos o que tuviésemos contactos al margen de Ferraz.

En mi caso, el creciente poder de Castilla-La Mancha no se veía mal en los ámbitos del Partido, porque se me consideraba leal en la dirección que marcaban quienes lo gobernaban. Mis problemas fueron, en cambio, con el Gobierno. A veces costaba poder hablar con los ministros incluso por teléfono, o que respetasen el decreto de protocolo en virtud del cual en las Comunidades Autónomas éstos estaban subordinados protocolariamente al presidente. Los de Interior y Defensa eran los que más se resistían a aceptar que la representación del Estado en la Comunidad no eran ellos, sino el presidente de la Comunidad.

De los «barones» de entonces, sólo quedamos dos, Juan Carlos Rodríguez Ibarra y yo, porque Manuel Chaves, entonces, era ministro. Pero aunque no se viera bien ese poder autonómico emergente, sí se valoraban, y yo creo que se valoran, los votos. Por tanto, si los resultados eran favorables, los más jacobinos tenían que tragarse algunos sapos que no eran de su agrado. Guerra era el que tenía la fama de jacobino, pero recuerdo el desprecio con el que el Ministerio de Educación nos trataba, concretamente su titular, José María Maravall, y la poca consideración que se tenía hacia el hecho autonómico de manera generalizada. Recuerdo que, en una ocasión en que Maravall me citó en Madrid para hablar de la Universidad, me hizo esperar hora y media hasta que me recibió, y no me agradó. Pero yo quería traerme la Facultad de Bellas Artes a Cuenca y aguanté ese tiempo y el que hubiera sido necesario.

Algunos nos veían, en cierto modo, como personas que usurpábamos el poder que ellos habían alcanzado. Y a los que destacaban más entonces, como Joan Lerma, probablemente les tenían más inquina. Pasado tanto tiempo, y sin que yo tenga una relación fluida con Lerma, creo que no fueron justos en el trato que le dieron como representante de la Comunidad Valenciana; ni fue justo el que dieron a Rafael Escuredo, que tuvo que dejarlo; o el que daban a Joaquín Leguina. Y, si hiciéramos un repaso, probablemente saldría alguno más.

Pero también he vivido, incluso he sufrido, la desconfianza de algunos sectores del Partido. Venir del PSP no era un buen origen. Empezar, al mes de ser presidente autonómico, proclamando que Cabañeros era un lugar digno de ser respetado tampoco parecía un buen comienzo. Me miraban no con desprecio, sino con asombrado desprecio. ¿Cómo se me ocurría plantear aquellas cosas? Por eso cuando, diez años después, el Congreso de los Diputados votó Cabañeros como Parque Nacional, hice algunas llamadas a quienes más se habían opuesto; no las hice, ni mucho menos, con intención de humillarles, pero sí con la intención de recabar una justa reparación. Llamé a Narcís Serra, que ya entonces era gran amigo mío. Al propio Felipe González le dije que esperaba que comprendiese la alegría que sentía porque él hubiese votado sí al Parque Nacional de Cabañeros. Apenas me contestó, duró poco la conversación, pero no fue desagradable, aunque no le debió de gustar mucho. Ocurrió que incluso el Rey se interesó por este asunto. Me decían que yo ponía en peligro la defensa nacional… En fin, tonterías para asustar a los niños chicos.

Siempre defendí que el Partido era un instrumento, y jamás comulgué con la tesis de Lenin de que era preferible equivocarse con el Partido que acertar sin él. Yo era «guerrista», pero las tesis del «guerrismo» nunca las clavé como dogmas en la puerta de mi casa. Y a las pruebas me remito. Creo no exagerar si digo que hoy mantengo la misma posición que entonces, y que lo que yo hacía era una broma al lado de lo que hoy resulta común y ordinario. En ese sentido, fui un adelantado. Mis discrepancias de entonces no suscitarían hoy ninguna crítica en actuaciones de otros presidentes autonómicos. De hecho, cuando Ibarra y yo firmamos el Plan Hidrológico con Aznar, recibimos la bendición de Zapatero. En las épocas de González, a principios de los ochenta, aquello hubiera sido motivo de expediente disciplinario, porque entonces era la época del fotógrafo, la época en la que «el que se movía no salía en la foto».

Otro de los enfrentamientos que me dieron fama de desleal y peligroso en algunos círculos del Partido fue el que mantuve con Borrell por las Hoces del Cabriel. Pero, al final, los hechos son contundentes; estoy donde estoy, y algunos de los que me acusaban de traicionar la línea oficial no están ni en la línea oficial ni en el Partido, de modo que aquellas acusaciones no me preocupan lo más mínimo. Borrell es una buena persona, pero en una época estuvo poseído de una cierta soberbia técnica, y todo había de hacerse como él decía. Creía que la autovía entre Madrid y Valencia sólo podía hacerse del modo que él proponía, y, al final, tiene el trazado que yo apunté, y los coches pasan y no ha ocurrido nada especialmente grave. Pero le disgustó mucho que me opusiera.

En cierta ocasión, Felipe González me llamó a capítulo, con motivo de las Hoces del Cabriel, para decirme que el lunes siguiente entrarían las máquinas. Yo le dije que no, porque lo iba a impedir la Guardia Civil. Fue uno de los momentos más duros de mis discusiones con González. Esto ocurrió en 1994. Felipe, entonces, me recordó que yo no tenía competencias respecto a la Guardia Civil, y yo le dije: «Sí, sí, pero ordenarás lo que te plazca a través del gobernador civil». «Ah, por supuesto», me aseguró. «Pero es que el gobernador civil no te va a hacer caso a ti sino a mí», le dije. «Pues lo cesaré…». «Bueno —admití—, lo cesarás el viernes siguiente, que hay Consejo de Ministros, pero el lunes no van a entrar». Y, efectivamente, el gobernador civil fue cesado y yo lo nombré consejero de Administraciones Públicas. Y no entraron las máquinas.

Felipe llegaba hasta el límite, pero al ridículo… nunca; porque es muy inteligente. Y cuando volvía de aquella reunión, pensé que yo también tendría que dimitir; que si el jefe del Gobierno insistía, tendría que abandonar el cargo. Era una época en la que Felipe prefería defender el criterio de los ministros antes que ceder en un asunto de esta naturaleza. Yo jugaba con alguna ventaja: primero, porque Borrell no era la estrella del Gobierno, y segundo, porque Rubalcaba y Serra me echaron alguna mano. Y, luego, porque mi oposición a los deseos de González era firme pero era amable, nunca fue estridente; incluso en los momentos más graves, procuraba colar alguna sonrisa…

Recuerdo también cuando, en relación con Cabañeros, Felipe me decía: «Bueno, esto lo exige la defensa nacional…». Me contó una película en su despacho, y veía que yo asentía a lo que él iba diciendo, que era que Cabañeros fuera un campo de tiro. Y empezó a hablarme de economía, de política internacional… Y, cuando me iba, me dio las gracias y me dijo que, al día siguiente, me enviaría no sé qué documentos. Le contesté: «Bueno, se los enviarás a mi sucesor, porque yo, desde este momento, no soy presidente de Castilla-La Mancha. Si tú crees que la defensa nacional está afectada por mi decisión sobre Cabañeros, yo vuelvo atrás en mi decisión, pero será el último decreto que firme». Se quedó muy sorprendido, porque yo aceptaba: no quería interferir en sus planes de la defensa nacional, pero no iba a seguir como presidente. Él tuvo clara mi posición desde el mismo instante en que se lo dije. Se quedó en silencio y luego me respondió: «Tú verás».

Yo, naturalmente, salí de La Moncloa muy confundido. Esperé acontecimientos y declaré Cabañeros Parque Natural. Y no me llamó nadie durante meses, no sonó ni un teléfono oficial. Después hubo personas que me llamaron por teléfono para darme la enhorabuena por lo que había hecho, por el comportamiento que estaba teniendo… Pero, durante algún tiempo, Felipe estuvo molesto conmigo por aquello. Hoy día no, en absoluto. Además, Felipe González valora a la gente que mantiene su criterio. Le gustan los «jesuseros», le gusta que lo halaguen y le den la razón, pero valora también a quien tiene criterio.

Lo pasé mal en el asunto de Cabañeros; pero con los siguientes conflictos, el trasvase o las Hoces del Cabriel, sabía que había más gente en el Partido a mi favor que, por ejemplo, a favor de Borrell.

EL HOMBRE QUE QUERÍA SER MÁS ALTO

Aunque he firmado muchos acuerdos con el Gobierno del PP, la verdad es que con Aznar no tengo ninguna sintonía. Me han dicho que se enfadó mucho porque hice un comentario sobre dos fotografías. En una yo aparecía más alto que él y en otra, posterior, él aparecía más alto que yo, e hice el comentario de que, o yo había encogido o él se había puesto alzas, y aquello le incomodó, según me han reconocido amigos del Partido Popular.

Con Aznar me reuní en 1996 y no he vuelto a estar con él. Cuando nos hemos encontrado en actos públicos le he guardado el respeto que me merece el jefe del Gobierno de España, pero no tengo con él sintonía personal. Sin embargo, hay en su Gobierno personas con las que me llevo bien, incluso con algunos tengo una relación de amistad. Cuando en el Gobierno del PP aceptaron mis propuestas sobre las Hoces del Cabriel yo no podía rechazarlas porque me las ofreciera el PP; y cuando en el Plan Hidrológico Nacional, a Ibarra y a mí nos dieron lo que pedíamos, tuvimos que firmar; y si en materia de transferencias sanitarias me dan 17.000 millones más de lo que inicialmente pedía el PP de Castilla-La Mancha, ¿cómo iba a decir que no? Tengo mucha mejor relación con el PP del Gobierno que con los dirigentes del PP de Castilla-La Mancha. Pero eso no está mal visto en mi Partido; incluso Zapatero, en alguna de estas «discrepancias», me ha llamado para felicitarme o para darme la enhorabuena por la negociación.

YO DI LA SEÑAL DE ALARMA

Cuando Guerra anunció su dimisión, en un congreso de los socialistas en Extremadura, existía entre nosotros una relación de afecto sincero. Yo ya sabía que iba a dimitir, porque me había enseñado una carta que había dirigido a Felipe unos meses antes. Era una carta de dimisión en la que pedía que no se hiciera coincidir su salida con la de Carlos Solchaga. Así que yo sabía que Guerra iba a dejar de ser vicepresidente del Gobierno. Lo que aún no tengo claro es si dimitió o lo cesaron. Pensé que, en aquel momento, comenzaba el principio del fin del PSOE en el Gobierno. Porque el binomio González-Guerra había funcionado bien, había dado buenos resultados y su ruptura quedó a la vista de la opinión pública en ese momento. Fue entonces cuando calculé que iban a ir incrementándose las discrepancias y haciéndose públicas las que, hasta entonces, permanecían en ámbitos discretos. Sabía que el poder lo tenía Felipe y que los españoles a quien querían era a Felipe González. Respecto a Alfonso Guerra, unos le temían, otros le teníamos afecto, pero la corriente mayoritaria de afecto hacia el PSOE se debía a Felipe González. Y tuve miedo de que la llamada beautiful people del PSOE tomase el poder. A mí, francamente, no me agradaba que Solchaga tuviese más poder porque, sin hacer ningún juicio negativo de su persona —no tengo motivos para hacerlo—, su política nunca me pareció la acertada, y sus modos de expresión menos acertados todavía. Si más tarde me desligué del «guerrismo» fue por una razón muy clara: yo era leal al Partido, leal a mis ideas y a mis principios; intentaba serlo a mí mismo y a Guerra; pero, en un momento determinado, estas dos lealtades entraron en contradicción, y opté por seguir siendo leal a mí mismo, a mis principios y al Partido, aun corriendo el peligro de que no se me comprendiera.

Fui uno de los primeros en lanzar señales de alarma ante el asunto de la corrupción, así como frente al enroque pasivo que comenzaba a percibirse claramente en la dirección. Invoco el testimonio de las actas de la Comisión Ejecutiva Federal y las cintas grabadas que existen en Ferraz. Naturalmente, yo tengo una copia. Volver a escucharla creo que deja las cosas meridianamente claras:

«José Bono.— […] Añade que no comprende cómo, a estas alturas, se pregunta por cuál sea la acusación que nos hacen en relación con Filesa y que de lo que nos acusan es de haber recibido varios millones de pesetas a cambio de no se sabe qué; y cree que debemos responder sí o no y asumir la responsabilidad que se tenga que asumir» (Acta de la CEF, día 25 de abril de 1994).

«José Bono.— Afirma que la causa más importante de la derrota electoral ha sido la corrupción y, singularmente, los casos de Luis Roldán y Mariano Rubio. Considera que el golpe recibido el 12-J sólo podremos superarlo si los ciudadanos perciben que reaccionamos positivamente. Nuestra parálisis podría ser interpretada como desánimo o indiferencia. Propone una política más cercana a la realidad y afirma que no deberían tener puestos directivos quienes no quieren que ganemos las elecciones.

»Cita como medidas concretas a adoptar: la prohibición de las sociedades meramente instrumentales cuyo objetivo es la evasión de impuestos; la posibilidad de modificar la Ley Electoral para acercar más a los electos y los electores; efectuar transferencias a las Comunidades Autónomas en cumplimiento del pacto suscrito hace dos años; aceptar el servicio militar profesional…» (Acta de la CEF, día 18 de julio de 1994).

Lamentablemente, la realidad venía a darme la razón. Hablé con insistencia y reiteración contra la idea —tan generalizada como cómoda— de que lo importante era la situación económica. Muy pocos compartían mi análisis político:

«José Bono.— Considera que estamos tratando una materia importante y que no vale restarle trascendencia diciendo que España tiene otros problemas. “La corrupción es uno de los problemas que tiene España […] y de los graves”. Lamenta que se haya concedido más tiempo a las declaraciones de Juan Carlos Rodríguez Ibarra sobre la necesidad de renovar a toda la dirección que a la corrupción y añade que “en cinco años que llevo como miembro de la dirección se ha gastado más tiempo en la CEF en criticar las recientes manifestaciones de Ibarra que en estudiar los Filesas y otros [asuntos], y eso es peligroso. Desde hace tiempo se ha tratado de quitar importancia a un fenómeno que es grave y que, entre otras consecuencias, nos ha hecho perder las elecciones. Aún recuerdo a quienes mantenían que hablar de corrupción era un planteamiento histérico y defendían que lo políticamente importante era la situación económica”. “No se trata —añade— de celebrar autos de fe socialistas ni juicios morales, sino de impedir que se repitan casos tan graves de corrupción como los que hemos padecido”» (Acta de la CEF, 8 de julio de 1996).

GARZÓN, FELIPE Y LAS CAUSAS DE NUESTROS MALES

Quizá por eso no resulte extraño que yo presentara a Garzón a Felipe González, y que Garzón entrara en las listas… Fue una especie de vacuna contra el fenómeno de la corrupción, y dio sus frutos de una manera tan clara que el Comité Federal, por unanimidad, votó que Garzón fuese el segundo de la lista de Madrid, incluso antes que Solana. Hoy, pasados ya diez años, tengo la convicción de que en aquella votación se pretendía resolver la situación en la que habíamos entrado, más que hacerle un favor a Garzón. Yo no tenía poder en el PSOE —ni lo tengo ahora— para colocar a nadie en el segundo lugar en la lista de Madrid. Sólo hice una propuesta de entrevista entre Garzón y González; quien tomó la iniciativa fue González y quien adoptó la propuesta fue el Comité Federal. Y no sólo por presiones de González, porque la votación fue unánime. Cada uno votó lo que quiso y todos votaron a favor, probablemente porque todos queríamos ganar las elecciones del 93. ¿Garzón influyó en aquel resultado? Unos creemos que más, otros creen que menos.

Creo conocer bien a Garzón y tiene, como todo ser humano, sus defectos y sus virtudes. Pero Garzón no se inventó a Roldán, como tampoco se inventó a Pinochet ni a tantos otros a quienes ha perseguido. Hacer un juicio de intenciones sobre las resoluciones de un juez ni me corresponde ni quiero hacerlas, pero tengo la impresión política de que hubo un momento en el que a Garzón ya no sólo se le trató sin la consideración que, según algunos, se le debía —yo no entro en eso—, sino evitando la consideración interesada que el PSOE debía haber tenido. A Garzón se le trató, cuando abandonó las tareas de Gobierno, de un modo desconsiderado. E intuí que aquello podría tener consecuencias y lo avisé, pero mi poder era muy escaso cuando Garzón entró y cuando salió. Felipe, en aquellos años, en torno a 1995, estaba muy… no diré «pasado de rosca», sino demasiado sobrepasado por acontecimientos que le superaron y que desconoció en su origen. O no les atribuyó la importancia debida, y luego fue incapaz de controlarlos de una manera adecuada. Yo creo que no es exagerado decir que, cuando Garzón se va, Felipe no estaba en su mejor momento como gobernante. Hubiese podido controlar la situación, pero creo que ya estábamos en la pendiente de caída.

De todos modos, si yo tuviera que hacer un diagnóstico de la causa de nuestros males, diría que Roldán se lleva la palma y Mariano Rubio le anda muy cerca, y, con ellos, cuantos participaron en fenómenos de corrupción de una manera tan llamativamente escandalosa. Es decir, la culpa de nuestros males no la tienen Belloch, ni Garzón, ni Margarita Robles… La tienen Roldán, Mariano Rubio, Juan Guerra y todos los que no quiero recordar. Creo que, en los momentos de decadencia, no es posible culpar de la pendiente inclinada a los que están resbalando por ella. Hubo causas previas para que nuestra decadencia se iniciara y esas causas son los casos que he citado. Los que colocan el plano inclinado por el que nos vamos deslizando son, básicamente, todos esos personajes y, también, quienes no consideraban importantes los indicios de sus actuaciones delictivas.

El comportamiento de Barrionuevo y Corcuera —es evidente— difiere mucho del que tuvieron Asunción y Belloch; el de los primeros se corresponde más con una antigua cultura de Partido, y el de los últimos, más con un planteamiento de salvar la situación sin asumir responsabilidades del pasado. Recuerdo cuando un detenido de ETA —no recuerdo bien su nombre, tal vez se llamaba Arregui— murió después de ser detenido, en la época de Rosón[37]. Algunos miembros del Ministerio de Justicia decían en el Parlamento: «Estos rosónidos —en referencia a Rosón— se han cargado a Arregui». Era una expresión que pretendía ser exculpatoria de quienes la hacían. En nuestro caso, no se llegó a circunstancias tan graves como ésta, pero en esa época éramos víctimas de la conspiración que Anson narró con posterioridad, y probablemente no se tuvo conciencia clara de que nuestros enemigos políticos no estaban dentro, sino fuera. Algunos, quizá, quisieron salvarse, o pensaron que se salvaban, tratando de convencer a nuestros adversarios de sus bondades particulares o personales, de las que yo no dudo.

Creo que si en algunas regiones como Castilla-La Mancha, Extremadura o Andalucía los ciudadanos han seguido apoyando de una forma mayoritaria a los socialistas, el secreto está en la cercanía, en no aislarse en una burbuja, creyéndose los halagos y renunciando a las críticas o rechazándolas. El secreto está en la cercanía, un elemento esencial, y, luego, en el trabajo. Mi carácter me obliga a trabajar de manera intensa, por tanto, ahí, no me cabe ningún mérito. (Si me tumbo en la playa, me aburro). Trabajar con intensidad, estar cercano, conduce a que muchas gentes, incluso de derechas, nos den su confianza, porque saben que somos leales a lo que juramos y que, para defender a esta región, no lo harían con más fuerza los de la derecha. El CIS ha publicado recientemente una encuesta en la que se pregunta: ¿usted cree que su presidente autonómico defiende a su Comunidad? Ganamos en Castilla-La Mancha, a gran distancia de Juan José Ibarretxe y de Jordi Pujol: diez puntos de diferencia. Eso me satisface. Porque los ciudadanos valoran mi esfuerzo.

En cualquier caso, las elecciones de 1995 fueron muy difíciles en Castilla-La Mancha. Ganamos por los pelos. Fue una victoria a la que, en mi opinión, contribuyeron dos cosas: una, la ayuda de la oposición; los dirigentes del PP estaban muy mal preparados para gobernar y los ciudadanos lo percibieron. Y, en segundo lugar, tomé una posición que me llevó a decir en un acto público que, entre Aznar y Roldán, yo también votaría a Aznar, pero que yo no era Roldán, y traté de explicar esa circunstancia. Algunos se quedaron muy sorprendidos. Pero los alcaldes que perdieron las elecciones entonces, cuando deberían haberlas ganado, las perdieron por Roldán, sin duda. Nosotros ganamos por un punto y medio, y el Partido Popular llegó a quedarse a 14.000 votos.

No sé a quién habría que hacer responsable de los errores de la última etapa de Gobierno socialista. Si tuviese que hacer un juicio moral, mi veredicto sería otro del que emana del meramente político. El máximo responsable siempre es el que más aplausos recibe, el que más gloria recibe y el que más honores acumula, y por eso, políticamente hablando, el máximo responsable siempre es el jefe del Gobierno. Pero éste es un juicio meramente político. Si hiciera un juicio de otra naturaleza, personal, moral o de intenciones, no me atrevería a culpar a Felipe González. Es uno de los políticos más importantes y más decisivos para el progreso que ha tenido España en la época moderna. Felipe González acabó con el ruido de sables, consolidó la democracia, remató el ingreso de España en Europa, generalizó el sistema de pensiones, el de la sanidad y el de la enseñanza. Y cerró una etapa de odio social que había nacido en España a principios de siglo y que se acrecentó extraordinariamente en la época de la Guerra Civil y la posguerra. Por tanto, mi juicio no puede ser más favorable ni mi calificación más alta.

Entre las servidumbres o defectos del Gobierno socialista, creo que hubo una cierta soberbia, en el sentido de creerse que el poder no tendría fin, que la mayoría parlamentaria llevaba aparejada la razón en todo. En lo que a la comunicación se refiere, fuimos verdaderamente desastrosos. Querer ignorar que el pueblo español es más indulgente con un gobernante incompetente que con episodios de corrupción tan graves como los que nos ocurrieron fue un grave error. Cuando al jefe del dinero se lo llevan los guardias y al jefe de los guardias se lo llevan a la cárcel por llevarse el dinero, las cosas no pueden ir peor.