Juan Carlos Rodríguez Ibarra

Socialismo sin miedo

Hablar largo y tendido con el presidente de la Junta de Extremadura no es empresa fácil. Aunque sea él, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, una de las personas más llanas y sencillas que se puedan encontrar, hoy en día, con mando en plaza. Lleva tantos, tantos años, trabajando tan duro y tan sin horario ni medida que es punto menos que imposible conseguir que lo deje, siquiera unas horas. Por eso se agradece que lo haya hecho tan generosamente, aparcándolo todo. O casi todo.

Desde luego, Rodríguez Ibarra sabía que el esfuerzo merecía la pena, porque tenía la oportunidad de poder hablar de Extremadura a lo largo y a lo ancho de su memoria. Repetidamente, los extremeños le otorgan su confianza, para desesperación del Partido Popular, que no logra hacer surcos en esta tierra que parece que hubiera sido socialista desde siempre. Pero no es así, no fue así…

Hubo un tiempo, casi próximo, en el que Extremadura no existía. O existía, pero sólo para unos pocos, que iban a sus despobladas tierras a cazar, que para eso eran suyas y no tenían que dar explicaciones a nadie. Eran los años que Juan Carlos Rodríguez Ibarra recuerda todavía con vergüenza y con pena. Aquellos sentimientos le obligaron a arremangarse y a empezar a poner remedio a tanta incuria y provocación. Eran los años —tan cercanos todavía— en los que en Extremadura, por no haber, no había ni paro. Sencillamente, porque no había ni parados ni ocupados; sencillamente, porque no había gente.

Rodríguez Ibarra lo explica y observa mi gesto… Sabe que está diciendo algo muy duro. Le cuesta explicar cómo era «aquello». Por fortuna, «aquello» no tiene nada que ver con «esto», con la Extremadura actual, donde cada niño tiene un ordenador en la escuela y donde, además de la sociedad de la información, funciona un socialismo sin miedo que ha entregado a la sociedad valores y garantías que Extremadura ya no se dejará arrebatar. Juan Carlos Rodríguez Ibarra está tan seguro de eso como de que sale el sol, todas las mañanas, en esta tierra que le ha devuelto con creces toda la vida y el afán que él le ha entregado.

Rodríguez Ibarra recuerda, con pasión, las luchas a cara de perro con los poderes fácticos de aquella Extremadura injusta. Pero también evoca con amargura las peleas con los socialistas de Madrid, con los Solchaga y los economistas, tan «brillantes», que aconsejaban no construir carreteras en su tierra porque, simplemente, nadie iba a Extremadura. Menos mal que Felipe González cayó en la cuenta de que para conseguir que pasaran los coches por Extremadura no era necesario fabricar automóviles sino construir carreteras. A algunos les costó entender una idea tan simple. Y todavía se están rascando.

Sólo un tema permite que Juan Carlos Rodríguez Ibarra deje de hablar de Extremadura: el Partido. Y eso puede ser estimulante y provocador, al mismo tiempo, porque el presidente de Extremadura es un socialista sin miedo, capaz de enfrentarse con el miedo que provoca, en otros, decir la verdad. Juan Carlos Rodríguez Ibarra utiliza la verdad para hablar de los errores de los suyos, para señalar con el dedo a Alfonso Guerra, para criticar a Felipe González, para reconocer sin ambages que «los guerristas no sabíamos ni conspirar contra el jefe». Su verdad no está aderezada con hiel, pero tampoco con azúcar: estoy hablando con una persona que no sabe templar gaitas, sin duda, porque nunca lo ha intentado ni le interesa.

Sobre todo, Rodríguez Ibarra tiene una ventaja. Cuando afirma: «Un día le dije a Felipe…», se puede estar seguro de que es verdad. Es de los pocos miembros de la familia socialista que le ha cantado las cuarenta a Felipe —nadie sabe cómo Felipe se lo consiente—, aunque, finalmente, sea el propio Felipe el que lo reconoce. Y, además, se lo agradece.

Hablar con Juan Carlos Rodríguez Ibarra, con largas y tranquilas horas por delante, es un viaje exhaustivo por la vida del socialismo democrático reciente, por los caminos de sus aciertos y los rincones oscuros de sus errores, por la gloria y la derrota. Es un viaje sin revueltas, porque a Juan Carlos Rodríguez Ibarra le gustan las carreteras rectas y anchas, como sus verdades. Nadie hablará con tanta rabia de la corrupción como él y nadie como él llamará a las cosas por su nombre. Sobre todo, explicará lo que hizo la derecha en aquellos años que ya no existen.

Ha detenido su trabajo para hablar del socialismo y de los socialistas, y está dispuesto a dedicarme buena parte de su tiempo… No todo. Tiene una cita con su hija. Y eso es sagrado.

Recuerdo bien aquella noche del 28 de octubre de 1982, aunque no precisamente la imagen de Felipe González y Alfonso Guerra asomados juntos al balcón del Hotel Palace. No vi la imagen aquella noche, sino al día siguiente, cuando la repitieron en televisión.

La noche de las elecciones yo estaba ocupado con el trabajo del Partido, peleando por el último voto. Estaba en un barrio de Badajoz, el Cerro de Reyes, mi barrio preferido. Era el símbolo de lo que, pensaba, sería la tarea del socialismo: un barrio humilde, pero en el que había mucha gente; había cuatro mesas electorales de mil votos cada una.

UNA NOCHE EN CERRO DE REYES

En ese barrio había ocurrido algo significativo en 1979, cuando yo era diputado: en unas viviendas sociales que había hecho el Gobierno de UCD, el día 31 de diciembre volaron todos los tejados, que eran de una especie de uralita. Yo estaba tomando una cerveza a mediodía con mi mujer, celebrando el fin de año, y vinieron unos vecinos a buscarme —como diputado que era—: se habían quedado sin techo. Le dije a mi mujer que se fuera para casa y yo pasé la Nochevieja con ellos, en manifestaciones y en asambleas ante el Gobierno Civil. Estuvimos haciendo manifestaciones y concentraciones en el barrio, todos los días, hasta que conseguimos una solución del Gobierno. Recuerdo, además, que el gobernador civil que había entonces alardeaba de que a aquel edificio nunca le había llegado una manifestación. Hubo mucha violencia, nos dieron muchos palos.

Siempre iba a ese barrio como interventor, en las elecciones, porque había mucho voto socialista y la derecha siempre había intentado dar «pucherazo». Allí siempre había violencia el día de las elecciones, el día del recuento. La noche que triunfó nuestro Partido, acudí como interventor —además de candidato—, y me quedé al recuento… Era tal la avalancha de votos que tenía el PSOE, que un interventor de Fuerza Nueva hizo repetir el recuento seis o siete veces. De tal manera que el recuento concluyó a las cuatro de la mañana. En algunas mesas obteníamos el 98 por ciento, en otras el 96 por ciento, pero aquel hombre, por un voto de Fuerza Nueva, nos hacía contarlo todo otra vez.

Cuando llegué al hotel donde todo el mundo estaba celebrando la fiesta —ya todo el mundo medio borracho—, me enteré de que habíamos obtenido 202 diputados. Mejor dicho, eran 201 diputados, pero había oído decir a Alfonso Guerra que faltaba uno.

Y ésa era la razón por la que yo no estuve presente en aquel primer momento, cuando Felipe y Alfonso salieron al balcón del Palace.

Estaba allí donde un voto era necesario para conseguir un diputado —como si fueran unas elecciones más—, cuando ya todo el mundo estaba celebrando la victoria.

La verdad es que entonces no hice ninguna reflexión, ninguna. Porque aquello fue una explosión. Cuando llegué al hotel y vi a todo el mundo celebrándolo, con aquella alegría… ¡Yo qué sé!… Me imagino que Felipe, a lo mejor, sí haría aquella reflexión, sobre lo que nos esperaba… Pero, para mí, era algo más emocionante, una mezcla de alegría y de lágrimas. Ver a viejos militantes de la República llorando y abrazándose… Aquello era muy emocionante. Éramos poca gente… No sé, creo que en esa noche no asimilamos lo que significaba para el futuro de España el que nosotros hubiéramos conseguido esa victoria. Tal vez, en el subconsciente, hubiera algo de «por fin hemos llegado» y «ahora se va a ver lo que es un partido de izquierdas de verdad…».

Lo que se me ha quedado grabado de aquella noche es el recuento, aquel esfuerzo, y luego todo el mundo muy contento, mucha gente llorando… En los viejos sí veía cierto gesto de preocupación. La gente tenía miedo. Había gente que pensaba que no nos iba a pasar nada bueno. La gente recordaba la República… Vi a algunas personas mayores que estaban muy ilusionadas, pero muy tristes a la vez. Creo que había una mezcla de mucha alegría y de mucho miedo: mucho miedo a la reacción de la derecha. Siempre ha habido miedo a la derecha, incluso en los años que hemos estado gobernando. Después, Ramón Rubial, en una reunión —no recuerdo bien si de diputados o de secretarios generales—, sí nos hizo una reflexión sobre lo difícil que iba a ser el papel que teníamos por delante y la resistencia que íbamos a tener. Nos dijo que no estuviéramos tan contentos, porque lo difícil llegaba entonces. Ramón nos echó un jarro de agua fría. Y esta actitud de los viejos me recordaba esa precaución que, además, a mí me ha acompañado durante todos estos años: siempre que ganábamos, siempre había un viejo que me decía: «Ten cuidado». Siempre, siempre. Es decir, me han echado el realismo encima. Yo veía alegría y temor… Y muchas lágrimas.

UNA IMAGEN QUE NUNCA IBA A ROMPERSE

Cuando vi la imagen de Felipe y Alfonso por televisión, la verdad es que no podía imaginar que aquello no fuera a durar para siempre. De verdad que no. Siempre he tenido un respeto infinito por la gente que llevaba militando veinte o treinta años en el Partido. Yo, en aquel tiempo, contaba probablemente sólo diez años de militancia y, cuando asistía a un Congreso y veía a un Nicolás Redondo, a un Múgica, a un Felipe, a un Alfonso, a un Llorente, que llevaban militando… Felipe llevaba 24 años en el Partido. ¡24 años en el Partido! Para mí, era una autoridad tan grande que todavía la sigo respetando, y me extraña que los que vienen detrás no sientan lo mismo… o a lo mejor lo sienten y no lo exteriorizan.

Por Felipe y Alfonso sentía predilección, por sus años de militancia y por su inteligencia: creía que estábamos ante un tándem que iba a poder con todo. No pensaba que eso se pudiera romper algún día; porque, además, siempre he creído mucho en la amistad dentro del Partido y en la bondad de la gente. Uno se afilia a un partido de izquierdas no solamente porque tenga en la cabeza un proyecto político —por lo menos, no fue mi caso—, sino porque tienes necesidad de unirte a personas que piensan y sienten como tú. Y, cuando eso se rompe, me siento muy frustrado.

Porque uno no entraba en el PSOE, en aquel tiempo, para gobernar. Ahora tal vez sí, pero entonces no. Yo cuando entré en el PSOE, ¿cómo iba a imaginarme que acabaría gobernando Extremadura si no sabíamos siquiera que iba a restaurarse la democracia?

Me afilié al Partido por una cuestión de inteligencia, creo. Porque lo fácil es dejarte llevar por lo que el ser humano lleva dentro: el egoísmo, el miedo a lo diferente. Mi tesis es que, para ser de izquierdas, hay que poner la inteligencia al lado del corazón, si no… ¿Quién quiere dar una parte de su salario para beneficio de otro? Nadie. «El salario es para mí; al diferente, lo rechazo, porque me da miedo; ayudar a la gente que no tiene…». Renunciar a todo esto necesita inteligencia. Yo entré en el Partido con esa idea y por eso me encuentro tan cómodo cuando estoy con personas que piensan lo mismo que yo. No es necesario que pertenezcan a mi generación. Es decir, yo estoy feliz con un Benegas al lado, o con un Corcuera, porque pienso que nos une la amistad, pero, sobre todo, porque tenemos las mismas ideas. Aunque con estas personas he discutido también con más frecuencia, casi a puñetazos, por defender lo mismo, pero desde diferentes perspectivas. Eran gloriosas las reuniones con Corcuera y Benegas, cuando nos reuníamos para hablar del País Vasco: al final, casi se pegaban, discutiendo. Pero la amistad nunca se ha perdido. Eso yo lo veía entonces reflejado en Felipe y Alfonso: veía que era verdad que pensaban de distinta forma, pero que había una amistad muy profunda en torno a unas ideas muy profundas, y que eso nunca se iba a romper.

No he entendido nunca las maniobras de poder en el PSOE porque yo no estaba en ese Partido por el poder. El poder era necesario, pero no por el poder en sí mismo. O sea, yo habría sido igual de feliz si hubiera estado en la oposición, porque lo que yo he defendido son unas ideas. Si después las llevas a la práctica, es el culmen, pero si no, me gusta estar con gente que piensa igual que yo, que defiende lo mismo que yo. A mí los congresos, antes, me gustaban mucho, porque había unas broncas monumentales. Decían que estábamos divididos, pero era mentira: eso no era división. (Para división, la que hubo después). En los últimos congresos, a mí no me parecía que hubiera peleas. Lo que había, simplemente, era tensión por ver quién pertenecería a la Ejecutiva, y eso, a mí, no me preocupaba.

NICOLÁS, COMO UNA PANTERA

Yo disfrutaba cuando, por ejemplo, Nicolás Redondo, casi se tira encima de mí, en 1976, en el XXVII Congreso, cuando pedí que no fuera obligatorio militar en la UGT para militar en el PSOE. Y Nicolás casi se me tira literalmente encima como una pantera. Porque eran unos estilos mucho más secos… pero, al mismo tiempo, mucho más amistosos. Es decir, se tiró encima de mí, pero luego nos tomamos un café en el bar que había en el hotel. Ésas sí que eran peleas de verdad, pero dentro de una fraternidad. Y eso es lo que yo veía representado en Felipe y Alfonso. Por eso no me planteaba que Felipe y Alfonso se pudieran pelear, ni que se peleara Nicolás Redondo con Felipe González… Porque yo creía que los dos estaban en lo mismo.

Después, cuando te enteras de que hubo un lío, que si este ministro sí y este ministro no, y no sé qué… Al principio me supuso un trauma. Yo no pretendo ir de buena persona, pero yo estaba en esto por otra cosa. Si rompen mi «club de amistad», el de la gente que piensa como yo, me deprimo. Y me deprimió mucho ver, después, que las cosas no eran así… Por eso yo creo que lo de la corrupción nos cogió tan a contrapié… Porque ¿quién iba a imaginar que alguien estuviera aquí para robar? ¡No te lo podías ni creer! Porque uno no entra aquí para hacerse rico, porque, si fuera así, te habrías dedicado a otra cosa, o te habrías afiliado a otro partido… Uno entra en la izquierda, porque, ¡coño!, tiene unas ideas muy profundas y muy fuertes; entre ellas, no robar. ¡Era increíble que eso pudiera pasar…!

Puede ser, naturalmente: a lo mejor yo veía el Partido desde una perspectiva muy romántica. Y, a lo mejor, si no lo hubiera visto romántico, no habría entrado. Es decir, yo no entro en un Partido porque lo considere un instrumento de poder, sino porque me emociona ver determinadas injusticias y eso me mueve… Porque, en fin, me parece que todo es muy injusto y creo que es necesario hacer algo para remediar esa injusticia. Yo sigo llorando cuando veo a un niño muriéndose de hambre en la televisión, sigo llorando… y me siento muy mal, por no estar haciendo nada. Pienso: si todo el mundo quiere que eso no ocurra, ¿por qué sigue ocurriendo?

ALFONSO Y FELIPE, ALMAS DIFERENTES

Yo creo que hubo dos motivos en la ruptura entre Alfonso y Felipe. Por una parte, nosotros hicimos una gran transformación de España, pero que no tenía emoción. Le faltaba emoción. Eso lo veo ahora, transcurridos veinte años de nuestra victoria en 1982. He visto intelectuales diciendo: «El PSOE nos defraudó». Pero nunca han dicho exactamente por qué. Entiendo que esa gente buscaba emociones fuertes, que existieron, pero que no las vivieron, porque no estaban en situación de poderlas vivir. Es decir, ¿es una emoción fuerte dar una pensión no contributiva a la gente? Yo creo que es una gran emoción, pero ellos no la sentían como tal, porque ellos no tenían ese problema. Pero si hubieran vivido en una región como la mía tal vez lo verían de otro modo. En Extremadura, la mayoría de la gente había estado trabajando toda su vida en el campo, sin que nadie hubiera cotizado nunca por ello a la Seguridad Social, y cuando terminaba su vida laboral se quedaban sin nada. De pronto, un Gobierno socialista les concede una pensión no contributiva, por no haber contribuido, y les restituye un derecho: ¡eso es revolucionario! Pero, para un intelectual, la revolución de verdad era la de Fidel Castro, aunque después quizá se asustaría… Los mismos que subieron al cielo a Fidel Castro, ahora, lo bajan al infierno, inevitablemente.

Tal vez dentro del Partido había dos almas: una, que estaba satisfecha de lo que estaba haciendo —Felipe—, y otra —Alfonso—, que veía que la acción política no tenía la emoción suficiente. Es decir, que debería haber habido otros gestos y otras personas para darle más emoción. Y al mismo tiempo, mientras hacíamos todo aquello —pensión no contributiva, jornada laboral de cuarenta horas, entrada en Europa, etcétera—, propagábamos un discurso distinto a lo que se hacía.

Hemos sido tan torpes que hemos hecho una política socialdemócrata con un discurso liberal. Lo cual es el colmo de la torpeza. Por ejemplo, la derecha hace una política liberal con un discurso socialdemócrata y, nosotros, al revés.

La falta de emoción, por una parte, y el discurso, por otra, produjo un choque. Daba la sensación de que se estaba haciendo realmente lo que decían que hacíamos, cuando lo que hacíamos era lo contrario de lo que se decía. Había un alma más realista, consciente de que se estaba llevando a cabo una transformación importante: Felipe. Y el alma más «romántica» era Alfonso.

Desde el primer día, hubo dos propuestas políticas diferentes. Yo recuerdo que Felipe, en una reunión, nos dijo: «Contamos con 202 diputados: no son suficientes para hacer nuestro proyecto». Y lo explicó: «Porque tenemos una sociedad que, aunque nos haya votado, es muy vulnerable; puede haber una huelga sanitaria, una huelga de educación, una huelga de empresarios y, todo eso junto, no lo paran 202 diputados». Y, sin decir más, nombró su Gobierno. Era un Gobierno para que no hubiera huelgas en la educación, para que no hubiera huelgas en la sanidad o en las empresas. ¡Era como si no hubiéramos tenido 202 diputados! Era un Gobierno para no asustar, y Alfonso, yo creo, no tenía miedo y quería un Gobierno que asustara. Eso explica que, en Sanidad, entrase Ernest Lluch, y no Ciriaco de Vicente, que era el ministro in pectore, y que entrara Miguel Boyer y no Eduardo Martín Toval o cualquiera de los que, más o menos, se intuía que podrían ocupar la cartera de Economía, o que entrara Solchaga y no otros.

FELIPE SE ASUSTÓ

Yo creo que Felipe se asustó. Tenía miedo a la experiencia chilena, a todos esos temas… Pero cualquiera pensaba —desde luego, yo lo pensaba, y Guerra también— que 202 diputados eran suficientes para hacer lo que queríamos hacer en aquellos momentos, y hacerlo sin contemplaciones. Felipe, no.

Si yo tuviera que dar la razón a alguno de los dos… No lo sé, pero yo creo que Felipe ha acertado más veces que Alfonso. Felipe acertó cuando dejó el marxismo: acertó, y los demás estábamos equivocados. Es difícil imaginar qué hubiera sido del Partido cuando cayó el Muro de Berlín… Felipe acertó, el cabrón… Acertó cuando hizo el referéndum y nos metió en la OTAN. En aquel momento, yo creía que él estaba equivocado. Sobre todo, porque estábamos sufriendo una experiencia personal: los que habíamos estado dos meses antes propugnando el «No a la OTAN», dos meses después estábamos diciendo lo contrario. Fue una campaña terriblemente dura: la gente tirándonos monedas, sacándonos pasquines… Yo no lo podía comprender, salvo que él tuviera otras muchas claves. Y yo creo que Felipe las tenía.

Si no hubiéramos dado ese paso, no estaríamos en la Unión Europea. ¿Y qué habría sido de este país si no estuviéramos en la Unión Europea? ¿Qué habría ocurrido si se hubiera hecho caso a la tesis de Alfonso y hubiéramos formado un Gobierno más duro y con menos miedo? No lo sé. No se hizo y, por tanto, es difícil saberlo… Aunque, seguramente, no habría ocurrido nada. Seguramente habríamos hecho las mismas reformas y, a lo mejor, con más fuerza, y no habría ocurrido nada.

Yo creo que, en aquellos momentos, el PSOE podía haber hecho lo que hubiera querido y nadie hubiera tenido fuerza para levantar la voz. Nadie. Creo que la sociedad estaba muy entregada, y los que perdieron, muy asustados. Y, sin embargo, yo tenía la sensación de que era Felipe quien estaba realmente preocupado de lo que podría venirse encima si actuábamos tal y como la militancia pensaba que íbamos a actuar. Y, en ese momento, se rompió la unanimidad. Es decir, Felipe quería una revolución muy tranquila, sin asustar, pero consiguiendo los objetivos; y Alfonso quería aplicar a rajatabla el programa socialista y con un discurso claro. Y lo que se hizo fue lo que dijo Felipe, es decir, aplicar las reformas casi sin que se notara, y con un discurso, además, que era lo contrario de lo que hacíamos.

SOLCHAGA, PROTAGONISMO Y SOBERBIA

Es posible que ese discurso fuera una cuestión de protagonismo o de soberbia de algunos miembros del Gobierno. Yo tuve una experiencia con Solchaga que abunda esa tesis. Antes de las elecciones de 1982, hubo un conflicto minero muy serio en Cala, en Huelva, y en Jerez de los Caballeros, en Extremadura. Y Felipe estuvo en la mina, acompañándonos, encerrado, y se comprometió firmemente a que, si él ganaba las elecciones, ese proyecto de minería iría adelante. Y, apenas se ganaron las elecciones, a los dos o tres meses, Felipe nos recibe a los mineros, a los representantes sindicales y a mí, que ya entonces era presidente preautonómico. Nos recibe en La Moncloa y, cuando ya tenemos el acuerdo casi cerrado, en la línea que había marcado Felipe y con la que se había comprometido, en ese momento, Felipe recibe una llamada de Fidel Castro, se levanta de la mesa y se va. (La llamada tenía su origen en la crisis de Granada, en América)[26]. Y, entonces, Solchaga, que estaba en la reunión como ministro de Industria, dice que si eso sale adelante, él dimite… Sólo llevaba en el cargo un mes. La situación es fácil de imaginar: todos los que estábamos allí éramos todos socialistas… Nos asustamos y acordamos que no le podíamos hacer eso a Felipe. De tal forma que, cuando Felipe volvió a la reunión, se extrañó de que nosotros empezáramos a retirar nuestra propuesta y a buscar una solución alternativa. Felipe nunca entendió lo que pasaba. Yo tampoco se lo he contado nunca, porque a lo mejor ya no le interesa… Pero es que Solchaga nos amenazó con la dimisión, ¡y lo habían nombrado hacía un mes…! Es decir, él no estaba de acuerdo con el proyecto y, por lo tanto, no se llevaba a cabo porque a él no le daba la real gana. Y si se hacía por orden del presidente, él se iba. Después, en la misma reunión, cuando Felipe empezó a extrañarse del asunto, se le dio a entender, más o menos, que había habido una amenaza de Solchaga. Si yo hubiera sido en ese momento presidente —pensé—, habría cesado a Solchaga. Pero Felipe no se dio por enterado. Y recuerdo a Juan Antonio Rosa, que era secretario general de UGT —después fue senador—, comentándolo, diciendo: «Este tío nos traerá problemas, porque echarle un pulso a Felipe al mes de estar en el Gobierno… Esto no va por buen camino».

Pero, al fin y al cabo, aquel era un tema poco importante, que sólo afectaba a doscientos y pico trabajadores. No estamos hablando de veinte mil. Pero el tío dijo que no. Puede imaginarse entonces la situación cuando hubo de hacerse la reconversión industrial.

Solchaga era un hombre que tomaba decisiones, simplemente, para demostrar que mandaba. Yo tuve otra experiencia con Solchaga, poco tiempo después: nosotros estábamos en contra de la central nuclear de Valdecaballeros y yo había comprometido mi continuidad como presidente en aquel asunto. Dije que si se abría Valdecaballeros, yo dimitía. Recuerdo una conversación con Felipe, en un helicóptero, cuando vino a Extremadura a inaugurar un colegio, en los primeros tiempos de su mandato, y me dijo: «Si España necesita Valdecaballeros, se abrirá». Y le dije: «Me parece muy bien, presidente, pero si España necesita Valdecaballeros y se abre, yo dimito». Y ahí quedó la cosa. Me dijo que hablara con Solchaga. Solchaga me recibió en su despacho, a las seis de la tarde, aproximadamente. Yo iba acompañado por dos consejeros míos. Y me dice el tío: «Bueno, mira, muchacho, como me caes simpático, te voy a cerrar un grupo». Valdecaballeros tenía dos centrales. Y le digo: «No, no, compañero. Yo no vengo a que me cierres un grupo, vengo a que me cierres los dos. Me da igual uno que dos, nosotros ya tenemos una central nuclear, que es Almaraz, y no vamos a poner una central nuclear en la cuenca del Guadiana, porque ahí tenemos todos los regadíos. Yo vengo a discutir contigo que estaría dispuesto a aceptar una central nuclear más si cambiamos la estructura económica de Extremadura. Pero mientras la estructura económica de Extremadura se base en la agricultura de regadío, tú no puedes poner una central nuclear ahí, porque la experiencia indica que, cuando ha habido algún accidente en Almaraz, se ha solventado como se ha podido. Pero si eso ocurre en Valdecaballeros, solamente con que se insinúe que hay un accidente, no vendemos ni un pimiento». Y Solchaga dijo: «¡Ah!, pues si te pones en ese plan, te mantengo los dos». Le contesté: «Bueno, esto no parece serio. Este país necesitará energía y tú tendrás hechas tus previsiones de cuánta energía necesita. Si necesitas siete mil megavatios, no puedes quedarte en seis mil; y ahora, porque te cabreas conmigo, ponerlo en siete mil». «Siéntate, que vamos a tomar un whisky. Bueno, venga, a lo mejor te cierro los dos, que ahora me estás cayendo simpático». Eso me dijo.

Y empezamos a hablar… y vuelve a decir: «¡Ah, mira! ¡Como te estás poniendo chulo, te cierro los dos!». Y en ese momento le dije: «¿Sabes lo que te digo? ¡Que te vayas a tomar por culo!». Se lo dije tan cabreado que llamó a Felipe y le dijo: «Acaba de irse el presidente de Extremadura y creo que va a dimitir, porque me ha mandado a tomar por culo…». En ese plan. No era ya una cuestión de intereses. No se trataba de que España necesitara algo o no, se trataba de que él, Solchaga, lo quisiera o no.

Solchaga tenía mucho poder porque Felipe se lo daba. Pero Felipe sí tenía una idea de cierto equilibrio territorial. Por ejemplo, el gas: cuando empiezan a desarrollarse los gasoductos en España y se empiezan a llevar a todas partes, Extremadura se queda sin gasoducto. Y vuelvo a hablar con Solchaga y me dice: «Oye, ¿tú fumas?». Le respondí que sí, y me dijo: «Pues imagínate que no fumas y que sólo fumas un puro al año. ¿Y vienes a pedirme a mí, al ministro de Economía, que te dé un Dupond de oro para encender un puro al año?». Eso fue lo que me dijo el tío. «Pero, bueno», le repliqué, «vamos a ver, ministro: si yo sólo fumo un puro, pero quiero fumar mil puros, tienes que darme el mechero, porque, si no, ¡nunca me podré fumar ni el puto puro que tengo! Yo te pido un gasoducto porque Extremadura necesita elementos de desarrollo. Si no tenemos carreteras, si no tenemos gasoducto, si no tenemos nada de nada, nunca habrá desarrollo».

Su tesis era «la tesis de la locomotora»: «Tú no te preocupes, porque, en el momento en que se desarrollen las zonas ricas, vosotros vais a recoger el rendimiento de ese desarrollo». Ésa era la tesis de Solchaga y de Boyer, la tesis de la locomotora. Con el riesgo de que, al final, la locomotora se abasteciera de la leña que iban echando los vagones que iban desguazando. Al final, el gasoducto se hizo porque Felipe lo quiso y Valdecaballeros se cerró porque Felipe lo quiso, pero estos ministros tenían una idea del desarrollo económico español que no era equilibrada, no era solidaria. Una posición ideológica que no podía compartir.

ESAS GENTES EN LAS QUE SE APOYÓ FELIPE

Seguro que Felipe tenía otra alternativa, otra gente a la que confiar la dirección económica del país. Seguro. Otra cosa es que Felipe no quisiera experimentarla. Pero había gente, dentro del grupo socialista, con unos planteamientos totalmente distintos de los de Solchaga y Boyer. No sé…

También, cada uno es hijo de su experiencia y de su historia y de sus raíces. Por buscarle una explicación: Felipe, cuando llegó a Madrid, se encontró en la más absoluta soledad, porque ni siquiera el Partido de Madrid le apoyaba. Todo lo contrario. Y encontró un empresario que le abrió las puertas —Sarasola, que el pobre ha muerto hace poco[27]—. Pero Felipe no conocía ese mundo. Felipe necesitaba, creo yo, que ese mundo creyera —un poco— en nuestros proyectos o, por lo menos, que no obstaculizaran nuestros proyectos. En aquel tiempo se hablaba de fuga de capitales, de muchas cosas… Por tanto, comprendo también que tuviera que tener a gente que no asustara, sino que fuera del «gremio». Y quizá ésa sea la razón por la que Felipe confió en personas que no asustaban.

Analizar las cosas hoy, y no ponerse en el año 82, es complicado. En 1982 teníamos miedo de que se fugaran los capitales, de que nos hicieran boicot por todas partes. Yo tengo la experiencia del Gobierno autonómico y, en muchas ocasiones, para conseguir un fin he tomado decisiones respecto a personas que debían actuar en mi Gobierno. Por ejemplo, yo puse de consejero de Obras Públicas al ecologista más importante que había en Extremadura: porque yo quería cerrar Valdecaballeros, pero no quería que ése fuera el objetivo principal de mi primer Gobierno. Nombrar consejero a la persona que con más fuerza se oponía a Valdecaballeros garantizaba mi estrategia política. Significaba tranquilidad en ese campo. Nadie en Extremadura creyó nunca que nosotros pudiéramos ganar la batalla contra las centrales nucleares y contra las grandes compañías eléctricas, que lo habían sido todo en Extremadura. Ese nombramiento daba una pátina ecologista a mi Gobierno y me permitía ir avanzando en ese camino, hasta que doblegamos la voluntad del Gobierno central. A lo mejor a Felipe le ocurrió un poco lo mismo. Ahora, estoy seguro de que se podían haber hecho otras políticas económicas, sin duda; y, sobre todo, otro discurso.

AQUELLA «LEY DE HIERRO»

Yo creo que es una injusticia brutal acusar a Alfonso Guerra de ser un elemento desestabilizador en el Gobierno y decir que, además, no planteaba alternativas. Alfonso tenía bastantes ideas. Pero no me cabe la menor duda de que su lealtad a Felipe González le llevaba a no plantear jamás una propuesta al Consejo de Ministros. Es decir, no me imagino yo a Alfonso haciendo propuestas en contra de los ministros económicos del Gobierno, con Felipe de árbitro. Ahora bien, que Felipe y Alfonso hablaban de esos temas fuera del Consejo de Ministros es seguro. Y que las discusiones que tenían eran, sobre todo, por estos ministros, por temas económicos, de eso no me cabe la menor duda. Creo que era imposible que Alfonso se dedicara a diseñar, en el Consejo de Ministros, propuestas contrarias a las que hacía el gabinete económico, porque eso sería una deslealtad enorme con el presidente. Yo creo que, cuando Alfonso se negó a compartir la Vicepresidencia del Gobierno con Boyer, fue porque no quería darle todo el poder económico. Yo creo, honradamente, que Alfonso no quería estar en el Gobierno y no quería ser vicepresidente. Él se ha hartado de decirlo en reuniones privadas. Cuando Felipe le ofreció ser vicepresidente del Gobierno, hizo algunas consultas, porque él no quería, y los demás, yo mismo, le aconsejamos que estuviera presente en el Ejecutivo. Pero yo no creo que Alfonso planteara, cuando ocurrió la crisis planteada por Boyer, que no quería compartir su Vicepresidencia con otro, sino que no estaba de acuerdo con la política económica que estaba dirigiendo el ministro de Economía. No se trataba de una lucha por el poder, por lo menos en lo que hace referencia a Alfonso, ni tampoco creo que fuese una lucha por el poder por parte de Boyer. Era una lucha por llevar adelante programas que eran radicalmente diferentes. Hay mucha maldad cuando algunos de los nuestros dicen que Alfonso no hacía ninguna propuesta en el Consejo de Ministros. ¡Es que no debía hacerlas! Es decir, un vicepresidente no hace propuestas en la mesa de un Consejo de Ministros; yo tengo un vicepresidente y no hace propuestas. Alfonso planteaba alternativas en el Partido y con Felipe. Por ejemplo, en el tema de la vivienda: Alfonso planteó un programa de vivienda muy ambicioso que se discutió en la Ejecutiva, y que fue desautorizado inmediatamente por Solchaga desde Londres.

Yo recuerdo muy bien el día que Alfonso planteó la «Ley de Hierro» de los beneficios empresariales. La planteó en un mitin, en un pueblo de Andalucía, con Sergio Ramírez, entonces vicepresidente del Frente Sandinista nicaragüense. Yo acababa de expropiar cinco fincas en Extremadura, y me procuró tanta emoción aquella expropiación que fui al mitin de Alfonso. Y Alfonso, cuando me vio, hizo una referencia a la reforma agraria extremeña, e hizo la propuesta de la «Ley de Hierro».

Yo sé que a Felipe le molestó muchísimo. Y después Alfonso dijo aquella frase: «Yo cocino los platos y Felipe los sirve». Eso fue el final. Esa frase fue definitiva. (Aunque al final, Felipe hizo una reforma fiscal que llegó hasta el límite de lo legítimo: el 48 por ciento para las rentas más altas; en ese punto se está en el límite de desincentivar el trabajo, porque pasando del 50 por ciento, una reforma fiscal puede fracasar).

Yo vuelvo a insistir en el desencuentro de discursos. Felipe no sólo estaba haciendo esa reforma fiscal y estaba repartiendo beneficios, además, Felipe hoy dice claramente que esa política era la suya. Es decir, cuando Felipe dice que «la inteligencia mayor de un rico es hacer que el pobre se convierta en rico», ¿qué está diciendo? ¡Que hay que repartir beneficios! Felipe creía que el discurso de Alfonso y de los que estábamos con él era un discurso que proponía repartir entre todos lo que había, a lo bestia, y Felipe siempre ha sido partidario de repartir los beneficios. Ahí es donde está la diferencia. A Felipe no le gustaba nada que se expropiaran fincas y se repartieran; le gustaba más que hiciéramos leyes para que se repartiera entre la gente el beneficio que se pudiera obtener de dicha finca.

Pero es cierto que Felipe vio aquello de la «Ley de Hierro» como una gran deslealtad por parte de Alfonso. Luego, Felipe le respondió en una frase: «Se gobierna desde Moncloa y no en Ferraz». Cuando se celebró el famoso Congreso —el XXXII o XXXIII, no lo recuerdo bien—, Felipe empezó a sentir que el Partido estaba tomando demasiado poder en la gobernación de España y puso una barrera inmediata: «Mire usted, aquí, yo soy el responsable del Gobierno». Es una tendencia muy propia de los que gobiernan. Tú tienes la sensación de que la cara te la parten a ti siempre, y después hay un grupo de personas de tu Partido que, unas veces con lealtad y otras sin ella, intentan decidir por ti. Y gobernar es muy complicado y es muy duro. Y cuando descubres que, a lo mejor, lo que se está diciendo desde tu Partido no es todo lo leal que debería ser para con el que está sufriendo las consecuencias de gobernar, sino que lo que se pretende es tenerte como una especie de tonto útil para que te partan la cara y otros sean los que hagan la política, entonces, inmediatamente, te revuelves. Cuando aprecias errores, no te preocupa, cuando aprecias deslealtad, cierto querer controlar, se rompe todo. Esto le ocurre a cualquier gobernante. Y eso fue lo que ocurrió entre Felipe y Alfonso.

EL PARTIDO Y FELIPE

A partir de ese momento, yo creo que Felipe pensó que ya no tenía un vicepresidente que le acompañara en su tarea, le ayudara y le quitara obstáculos, sino que tenía un vicepresidente que, desde el Partido, estaba intentando que él hiciera una política diferente. Y eso no lo consentía. En ese momento, creo, definitivamente se rompe la relación personal. Uno podía apreciar falta de lealtad en el otro, y éste estaba defendiendo el papel del Partido, que también es una posición muy razonable. Porque, sin el Partido, no hay nada, no somos nada. Felipe y Alfonso también tenían dos conceptos diferentes del Partido, seguro. Y era muy difícil que los dos entendieran que lo que hacían no estaba bien. Felipe tenía un concepto de Partido situado en un segundo plano, pero no había quien le convenciera de que él, que era el militante más disciplinado, también tenía más necesidad de este Partido. Felipe hoy, cada vez que escribe un artículo, lo pasa a la dirección del Partido para que se lo corrijan, lo censuren, o lo prohíban… o le den luz verde. Esto no lo hacemos ninguno. Yo escribo un artículo en El País y no se lo mando a José Luis Rodríguez Zapatero. Él sí.

Él tenía la sensación de que su idea del Partido era la correcta, y Alfonso pensaba que el Partido era un instrumento tan importante que un Gobierno no podía marginarlo y hacer que casi desapareciera. Porque es verdad que, sin el Partido, no hay Gobierno que resista. A la hora de la verdad, ¿quién sacó al Gobierno del atolladero de la OTAN? ¡El Partido! La gente dice que fue Felipe y no es verdad, aunque él puso una parte muy importante. Quien sacó del atolladero a Felipe fue el Partido. Porque, quince días antes del referéndum, a los secretarios generales nos llamaron al Partido para decirnos: «Señores, esto está perdido y aquí hay que echar el resto». Y todos salimos de Ferraz como balas, diciendo todas las barbaridades del mundo: el Partido dio la cara y ganó el referéndum, porque este Partido, cuando se organiza, es imparable.

Pero el Partido, a medida que se iban sucediendo elecciones, iba quedando en segundo plano, iba adormeciéndose, no tenía vida, no tenía actividad… Alfonso quiso dinamizar el Partido, que decidiera, que se discutiera la política que se estaba haciendo. Felipe no lo entendió, porque pensaba que, cuando se está gobernando, el Partido tiene que ser un acompañante leal que apoye lo que se hace. Sin embargo, Alfonso tenía otra opinión: pensaba que el Partido es un instrumento que pervive cuando ya no se gobierna y que tiene que estar vivo. Yo creo que llevaba razón Alfonso. Cuando Felipe abandonó la dirección, el Partido se quedó en nada: era un partido descoyuntado, no organizado, sin presencia, que se había hecho antipático, que estaba muy mal… y la prueba es cómo lo hemos pagado.

Yo presido un Gobierno y dirijo una Ejecutiva; a mí me pasa muchas veces lo que a Felipe, que la Ejecutiva me aburre. Porque a lo mejor he estado mucho tiempo discutiendo un asunto, dándole vueltas, hablando con gente, etcétera, y llego allí y a cualquiera, en un minuto, se le ocurre decir la primera gilipollez del mundo. Eso enerva muchísimo y da la impresión de que el Partido lo retrasa todo y no sirve para avanzar.

ALFONSO GUERRA ABANDONADO

En política, como en cualquier actividad humana, el factor humano es muy importante. Ante dos hechos iguales, dos personas reaccionan de distinta forma. Por ejemplo, José Borrell tuvo todo el poder y lo desaprovechó. Zapatero no tenía nada, se atrevió y lo aprovechó. Borrell, después de las elecciones primarias, tenía todo el poder para convocar un congreso extraordinario, convertirse en secretario general y quedarse con todo, pero no se atrevió. Le daba miedo. Y Zapatero, que no tenía nada, se presentó en el congreso por casualidad y prosperó. El factor humano.

En política no todo está escrito en los libros, ni todo funciona de acuerdo con estrategias. Felipe llegó a la conclusión de que en el Partido se estaba formando un contrapoder. Alguna razón le dimos también los «guerristas», en algunas ocasiones con mi oposición… Yo he discutido mucho con Alfonso de estos temas. Yo le decía: «Mira, yo tengo una idea de Partido que tú me enseñaste: al secretario general se le puede discutir, pero nunca se le puede hacer una putada». Y se la hicimos cuando nos pusimos en marcha para que Solchaga no fuera presidente del Grupo Parlamentario Socialista, porque Alfonso no quería. Y yo discutí mucho con él. Me moví e intenté conseguir votos para Martín Toval, pero era una cabronada.

Alfonso también estaba dolido. Había salido del Gobierno injustamente, como se ha puesto de manifiesto ahora. Tenía la sensación de que se le había abandonado, de que todo el mundo se le había ido… Alfonso era lo más importante dentro del Partido y, de pronto, se encontró solo, con cuatro amigos. Todos los demás le habían traicionado y tenía una herida abierta por la que respiraba, y por la que ha estado respirando hasta ayer. La tesis de Alfonso era comprensible: «¿Cómo vamos a permitir que este tío sea presidente del Grupo Parlamentario Socialista; este tío, que se está cargando el Partido, que está jugando con el enemigo, que…?». Llevaba razón: no lo podíamos permitir. Pero, al mismo tiempo, había otro factor: el Partido no funciona si al secretario general se le cuestionan decisiones. Más vale decirle que estamos contra él y que se vaya. Este proceso yo lo viví en la Ejecutiva famosa que se extendió de 1993 a 1996: fue horrible. Yo soy amigo de los dos y estaba en la peor de las situaciones, porque, cuando le daba la razón a uno, el otro me miraba para fulminarme. Pero mi tesis era: «Si no queremos a Felipe, vamos a organizar una alternativa contra él y por derecho. Ahora, si no organizamos la alternativa, hay que respetarlo, porque es el secretario general».

EL AMOR-ODIO Y LA ALTERNATIVA

Pero Alfonso nunca quiso plantear una alternativa a Felipe, porque, si hubiera querido hacerlo, lo habría hecho. Y nunca quiso porque cualquier alternativa pasaba por alguien que no fuera él mismo, y esto sí que es un factor humano comprensible. Alfonso nunca quiso dejar de ser el número dos, nunca. Igual que Felipe nunca quiso dejar de ser el número uno. Eso explica muchas de las cosas que nos han pasado.

Felipe nunca planteó una alternativa para sí mismo en serio, porque Almunia, o cualquiera de los que nombraba, era alguien que estaba por debajo de él. Y Alfonso nunca quiso plantear una alternativa porque, quien fuera, se convertiría en el número uno del Partido. Y eso no lo permitía. Siempre había una excusa, nunca era el momento. Yo me acuerdo que, cuando se propuso a Borrell, dijimos: «Bueno, este grupo va a proponer a un candidato, nosotros no». Alfonso se resistía siempre, nunca había nadie suficientemente bueno. Yo participé en algunas reuniones para formar una candidatura en el último congreso, y todo el mundo, dentro del «guerrismo», quería que fuera yo, incluida Matilde Fernández. Pero yo sabía que Alfonso Guerra no quería. No es que desconfiara de mí, es que no quería. Yo tampoco quería, aunque hubiera querido Alfonso, pero estuvimos en Sevilla, reunidos en su casa, y me di cuenta de que Alfonso no quería que hubiera alternativa.

Sucede que, finalmente, el Partido lo han parido entre los dos: Felipe y Alfonso.

Recuerdo una toma de posesión de José Bono, en 1995. Era una cena, en Toledo, y estaban presentes Joaquín Leguina, Txiqui Benegas y otros. Yo dije: «O mandamos a papá y a mamá al asilo, o esto no tiene arreglo. Al asilo, con todos los parabienes y la mejor paga del mundo, pero hay que mandarlos al asilo. De lo contrario, papá y mamá no nos van a dejar nunca ser mayores». Y nunca nos dejaron ser mayores. Hasta que hubo un congreso en el que las cosas empezaron a ser distintas. Ahora es cuando el Partido empieza a ser mayor.

Ellos dos, Felipe y Alfonso, son dos personas que, en la actualidad, tienen unas relaciones muy difíciles, pero son ellos dos. Ellos pueden decir lo que quieran el uno del otro, pero los demás no. Un amor/odio muy complicado.

Había también dos conceptos de vida distintos. Pero no eran conceptos propios de Felipe y Alfonso, sino del grupo de Felipe y del grupo de Alfonso. Todo lo que había alrededor de Felipe y de Alfonso era diferente, tenían raíces distintas, experiencias personales distintas… Yo no desautorizo a nadie, pero no es lo mismo proceder de la burguesía que proceder de la clase obrera. No es lo mismo haber ganado una guerra que haberla perdido.

Yo no meto en ese saco a Felipe, pero la forma de vida de los que le rodeaban… Felipe no hacía una vida escandalosa. Felipe ha tenido siempre una vida muy oculta. No ha veraneado nunca en lugares de fama, se iba a las playas de Huelva, al Coto de Doñana… Yo no creo que Felipe haya escandalizado a nadie con su actuación privada, pero ha habido mucha gente, entre los de su grupo, que sí lo han hecho. En el primer Consejo de Ministros del Gobierno socialista, cuando ganamos las elecciones de 1982, Alfonso dijo aquella famosa frase: «Hay que irse con un pañuelo de cuatro nudos y un botijo». Ya intuía que, a lo mejor, nos íbamos a dejar arrastrar por aquel ambiente que entonces empezaba a desarrollarse en España: la gente guapa. Y, en aquella mesa, hubo gente que calló. Para un grupo, eso no tenía importancia, pero para otro sí. Nosotros éramos gente simpática y, de pronto, nos convertimos en gente antipática. No por la política que hacíamos, sino por la vida que hacíamos.

EL TÁNDEM Y EL JUEGO SUCIO DE SOLCHAGA

A pesar de las peleas internas, se pudo llevar a cabo una acción de Gobierno activa, potente, eficaz; se pudo cambiar este país porque, durante un tiempo, contábamos con una autoridad enorme, moral y política, de estas dos personas: Felipe y Alfonso. Aquello era un valladar. Durante el tiempo que el tándem funcionó, no se podía pasar más allá de ellos dos: tal era su autoridad. Felipe y Alfonso, en un Comité Federal, daban miedo. En los debates —y se celebraban muchos en el Comité Federal—, si te respondían… bueno, ¡te querías morir! Era tal la capacidad que tenían, la dialéctica, la seguridad en sus ideas que… Yo recuerdo que, una vez, me atreví a pedir más competencias para las Comunidades Autónomas, y Felipe… casi me apabulla. Y, además, tenían la habilidad de parecer más autonomistas que tú, ¡cuando era mentira! ¡Si Felipe nunca ha sido autonomista! Y Alfonso muchísimo menos. Pero eran capaces de defender su modelo autonómico como el más autonomista del mundo, «frente a estos tíos —pensaban—, que vienen aquí de las comunidades estas, que se creen que, porque sean presidentes, tienen derecho a pedir todas las competencias de golpe…». En fin, ellos controlaban datos que tú no tenías. Por ejemplo, los temas de los nacionalismos y asuntos parecidos: tú estabas en tu región y no tenías una visión muy clara de la España que iba a formarse. Era muy difícil discutir con ellos.

Esa bronca larvada dentro del Partido la percibía muy poca gente, porque donde ambos aparecían, Alfonso era el defensor a ultranza de Felipe y de su política. Yo creo que Felipe nunca se lo ha agradecido a Alfonso; y la bronca no se produjo antes gracias precisamente a Alfonso. Yo no sé qué pensaría Alfonso, para sí, pero cuando los militantes estábamos descontentos, cuando creíamos que había que hacer las cosas de otra forma, el que te daba confianza no era Felipe, sino Alfonso.

Nadie podrá decir ahora que él no defendió la política de Felipe a machamartillo, intensamente y con más fervor que el propio Felipe. Y la militancia estaba encantada, porque creía que estábamos haciendo lo que había que hacer; unos, porque lo hacía Felipe y, otros, porque Alfonso lo avalaba. La fuerza consistía en que los dos defendían lo mismo, en público y en reuniones internas.

Alfonso molestaría a Felipe en otros aspectos, pero, públicamente, aquella unión era la garantía que teníamos nosotros, los «guerristas», de que aquello iba bien. Porque, cuando se convocó la huelga general, Alfonso fue quien llamó a la gente para que nos movilizáramos y defendiéramos a muerte la política de Felipe. Si Alfonso no nos llama, no sé qué hubiera ocurrido. En esa ocasión hubo gente que se dejó todo por el camino. Matilde Fernández, por ejemplo, fue una víctima de la huelga general. La gente dejó sus secretarías generales y se enfrentó con Nicolás Redondo. Porque lo dijo Alfonso.

En aquel tiempo, todos sabíamos que Solchaga estaba jugando suciamente con Felipe. Porque si había dinero, tenía que habérselo dado a Felipe para que hubiera podido hacer política con ese dinero. Resulta que no había un duro antes de la huelga, y así se afirmó en veinte reuniones… Y, transcurrido un mes, va Nicolás Redondo a casa de Solchaga y aparecen trescientos mil millones de pesetas. Eso sí que es jugar sucio. Yo no sé si eso lo sabía Alfonso y no sé si lo sabía Felipe. Yo creo que no lo sabían ninguno de los dos. Porque Felipe juraba y perjuraba que no había margen, ni una peseta. Y sí había margen. Un mes más tarde, lo hubo. Y todos arriesgamos mucho. Yo tenía en Extremadura un pacto con UGT y se rompió, porque yo dije: «No puedo firmar un acuerdo con un sindicato que está haciendo una huelga general a mi Gobierno». Felipe tiene que reconocer que Alfonso lo salvó muchas ocasiones.

EXTREMADURA, LA TIERRA INEXISTENTE

Yo entré en política a principios de los setenta, con el único objetivo de ir contra la dictadura, pero sin ningún afán de protagonizar la vida política. Tanto es así que, en 1977, cuando se formaron las primeras listas para diputados, yo no iba en la candidatura, porque no quería ser diputado. Y Alfonso Guerra insistió de tal forma que tuve que presentarme en esa candidatura. Al final, me convenció para ir de número tres, bajo palabra de que yo no iba a ser diputado. Nunca supe si me engañó o se equivocó, porque se lo he preguntado mil veces y nunca me ha dado una respuesta. Pero lo cierto es que yo iba en contra de mi voluntad, que me llevé un gran disgusto cuando salí elegido diputado y que pensé que, pasados los cuatro años de legislatura, yo volvería a mi vida profesional, a la enseñanza, que me gustaba mucho. Después, las cosas se complicaron y ya no solamente tenía que ir de número tres, sino que me obligaban a ir de número uno… porque las cosas habían ido muy bien, habíamos sacado tres diputados en vez de uno. El número uno era Luis Yáñez, que regresó a Sevilla, y la lista extremeña, de nuevo, quedaba vacante.

En 1978 se formalizó la preautonomía extremeña y se constituyó una Asamblea Preautonómica, que presidía Luis Ramallo, en la que había hay dieciocho miembros de UCD, seis del PSOE y uno del PCE. Cuando se eligió a Ramallo, los socialistas —que estamos más acostumbrados a la democracia— exigimos un debate de investidura, cosa que a UCD ni le sonaba. Nosotros elegimos a nuestro candidato para hacer el discurso de investidura. Como yo era el más joven de los seis socialistas, me encargaron a mí que hiciera el debate. Por supuesto, seis contra dieciocho, era imposible. Pero yo hice mi discurso: estuve dos o tres horas hablando… Y de nuevo la misma historia: volvía a ser el candidato del PSOE por ser el más joven, no por mis méritos ni porque yo quisiera. En diciembre de 1982, después de las elecciones generales, en la Asamblea Preautonómica extremeña estábamos once miembros del PSOE y trece de UCD. Dos miembros de UCD me votaron a mí y me convertí en presidente preautonómico sin quererlo. El Partido, entonces, decidió que yo fuera el candidato a presidente. Hubo una gran pelea interna, en un comité regional que empezó a las seis de la tarde y terminó a las siete de la mañana, hora a la que yo acepté ser candidato. Quiero decir esto porque yo nunca, de verdad, le he tenido ningún apego al cargo público, sino todo lo contrario. Con lo cual, deduzco que he hecho apuestas excesivamente arriesgadas con la secreta esperanza de perder. Y eso, al final, se ha convertido en un círculo vicioso, de tal manera que, cuanto más arriesgada era la apuesta y ganaba, más prestigio acumulaba. Y más encadenado estaba.

TIEMPOS DE MUCHA DIFICULTAD

Extremadura era una región que no tenía nada. Solo había dos poderes: el poder de la tierra, los terratenientes, y el de las cajas de ahorro y las compañías eléctricas. El resto no existía. Y, de pronto, aparece un Gobierno socialista, joven, sin experiencia de gobierno. La primera reflexión seria: el asunto de Valdecaballeros se convirtió en un símbolo de que Extremadura era una región con un poder autonómico de verdad y no quería producir más energía nuclear. Emprendimos una campaña contra Valdecaballeros y conseguir su cierre fue lo que nos confirió, de verdad, el prestigio. Hasta entonces, nos habían votado como se vota al presidente de la Diputación.

Extremadura era una región que no tenía conciencia de autonomía, como muchas otras. La idea que se tenía de autonomía se expresaba en preguntas: ¿para qué servía? ¿Para que hubiera más políticos? ¿Para que costara más dinero? Nadie creía en ella. Ganada la batalla de Valdecaballeros, la gente empezó a pensar que teníamos una fuerte responsabilidad y un gran poder. Eso provocó un efecto que me aterrorizaba: en una región que no tenía nada, la gente consideraba que ya había un poder de verdad y que iba a respaldar algunas decisiones que el pueblo iba a tomar autónomamente.

En Extremadura estaba pendiente, desde la Edad Media, la redistribución de la tierra. Se había intentado en dos o tres ocasiones y siempre había fracasado. Se intentó más en serio con la República, aunque se habían formulado otros intentos de reforma agraria, en el siglo XVIII, con Jovellanos, en el siglo XIX, con Mendizábal, pero eran remedos de reformas agrarias. Al final, hubo unos ochenta o noventa mil jornaleros que fueron propietarios de las tierras. Después, UCD hizo una ley que era papel mojado.

Cuando empezamos a gobernar nosotros, la gente pensó que había llegado el momento de hacer una reforma agraria. Y empezó a producirse una tímida ocupación de fincas. Aquello hubiera ido a más si la Junta de Extremadura no toma la decisión de ocupar ella misma las fincas. En aquel momento, casi todo el mundo consideró peligrosa esa acción de la Junta de Extremadura, tildándola de intervencionista y cutre, pero fue una medida que consiguió detener una revuelta de consecuencias incalculables. Expropiamos cinco fincas: la que pertenecía a la hermana del marqués de Cubas, la de la duquesa Falcó, una finca en Mérida, de la familia López de Ayala, la finca de la duquesa de Alba… Eso frenó a la gente. Pensaron: «Si hay un Gobierno que está dispuesto a hacer una reforma agraria, no hace falta que la hagamos nosotros espontáneamente».

Fueron tiempos de muchas dificultades: la poca burguesía emprendedora que había en Extremadura pensó que era inútil hacer negocios porque había un Gobierno socialista duro y radical. Pensaban que si abrían una fábrica, se la expropiaríamos. Pero hoy puedo decir que los propietarios de tierras en Extremadura nunca nos agradecerán lo suficiente lo que hicimos. Porque, si no llego a hacerlo, no sé cómo hubiera terminado. En Extremadura había miles de jornaleros que no tenían nada que perder. Era como la película de Los santos inocentes[28]. Extremadura, hace veinte años, era eso. La gente estaba en los pueblos esperando a que alguien les contratara; y estaba viva esa terrible frase que las mujeres decían a los maridos cuando llegaban a su casa: «¿Te ha caído jornal?». Y había gente a la que no llamaban nunca, no solamente porque eran rojos, sino porque eran débiles. Era terrible; la gente, en el resto de España, no sabe lo que era esto. Era como un pase de prostitutas esperando a que el cliente eligiera a la mejor. ¡Los jornaleros se paseaban por delante del señorito demostrando su fortaleza para que les contrataran! Se contrataba al que más aceituna cogía, al que más tomates cogía… El jornal ascendía a lo que quería el dueño. No había legislación, ni Seguridad Social. Los jornaleros del campo nunca tuvieron desempleo agrario. Estaban a lo que caía. El que podía aguantarlo, se quedaba, y el que no, se marchaba. En los años sesenta se marcharon un millón de extremeños —que se dice pronto—: la mitad de la población. Hoy, si alguien visita cualquier pueblo de Extremadura, comprobará que, en los años sesenta, ese pueblo tenía, por ejemplo, 6.000 habitantes; hoy tiene 2.000. Todo era así. Todos los pueblos de Extremadura redujeron a la mitad su población. Abandonaron su tierra miles de extremeños. Este pueblo no tenía ni fuerza para sublevarse.

Los poderes fácticos de Extremadura nos recibieron mal, con desprecio. Pensaban que aquello del «triunfo de los socialistas» había sido una casualidad que duraría poco. Ellos tenían el dinero, el poder, la prensa, todo. Nosotros sólo teníamos votos, que era lo que no tenían ellos. Al final, esto ha ido cambiando y hoy puedo decir que contamos con el apoyo de estos sectores. Pero, al principio, sí que nos enfrentamos a la resistencia de los sectores que tenían el poder económico. Sobre todo, a la de los propietarios de la tierra y a la de las cajas de ahorro y las compañías eléctricas. En esos frentes es donde más resistencia había.

TANTA GENTE SIN NADA

Naturalmente, Extremadura era una región tan desigual que había más gente que no tenía que gente que tuviera: nosotros conseguimos representar a la gente que no tenía. Yo puse en marcha una estrategia basada en mantener un núcleo de voto duro y, a partir de ahí, ir avanzando a otros sectores de la población. Y ha dado buen resultado. Hicimos una política claramente socialista y de izquierdas, sabiendo claramente que había un sector de la población que no la apoyaría nunca. Es más, sigue sin apoyarla. En Extremadura hay un 38 o 39 por ciento de la población que no vota nunca socialismo, pase lo que pase, esté la región como esté, hagamos lo que hagamos. Yo creo que es una cuestión de tradición: que les juraron a sus padres en el lecho de muerte que nunca votarían a los rojos. Estoy convencido.

Las fincas extremeñas, antes, tenían relación con el prestigio, aunque a sus propietarios les costara dinero. Las tenían para venir los fines de semana y presumir en Madrid de que tenían fincas en Extremadura. Pero no les daban dinero, les costaban dinero. Ahora, de pronto, comienza a formarse un sector agrario muy competitivo, que está produciendo mucho. Eso explica el crecimiento de la región y ellos están satisfechos. No digo el sector empresarial nuevo, sino esa medio-nobleza rancia extremeña, los que no nos van a votar nunca, aunque ahora están mucho mejor que antes. Los nuevos empresarios, creo, nos votaron por primera vez en las últimas elecciones. Es más, yo creo que la mayoría absoluta nos la dieron ellos. Porque nosotros, en 1995, perdimos la mayoría absoluta; era el peor momento de los socialistas y, en democracia, cuando un Partido pierde la mayoría absoluta, es muy difícil que la recupere; todo lo contrario, empieza a declinar. Y, en 1999, recuperamos la mayoría absoluta. Estoy seguro de que se debió al voto del empresariado extremeño. Se trata de una derecha nueva, formada recientemente, una burguesía empresarial que, creo, ahora vota al PSOE, pero no es un voto fijo: si le va bien, nos vota, y si no, no.

Las cajas de ahorro habían estado tradicionalmente al servicio de la derecha. De pronto, llegamos los socialistas y nos hicimos cargo también de las cajas. Tuvimos críticas de todo tipo. Todavía sigue habiendo una desconfianza hacia los políticos en las cajas de ahorro. Pero, desde que los políticos están presentes en esas instituciones, las cajas de ahorro van en España como nunca. Las Cajas de Ahorros de Extremadura y de Badajoz, que estaban en la ruina —las iban a comprar Caja Madrid y La Caixa—, son hoy empresas muy saneadas, teniendo en cuenta las dimensiones de Extremadura. Y gestionadas por políticos. Ahora quieren suprimir la cuota de los políticos, introducir iniciativa privada… En fin, quieren cargarse las cajas de ahorro. Pero, al principio, ésos eran temas tabúes, sagrados para ellos. Como la tierra: la consideraban irrenunciable, para su único uso y disfrute.

EL DESPRECIO DE ALGUNOS DE «LOS NUESTROS»

Debo reconocer que Felipe a mí nunca me presionó. Jamás me dijo qué era lo que no tenía que hacer en Extremadura, aunque sí, en algunas ocasiones, me aconsejó lo que había que hacer. En 1996, por ejemplo, yo pronuncié un discurso sobre la incorporación de Extremadura a la nueva revolución tecnológica de la información. Aquellas palabras surgieron después de muchas conversaciones con Felipe sobre este asunto. Felipe me abrió los ojos para que la región entrara por ese camino. Pero ni de Alfonso ni de Felipe tuve nunca críticas. Ni siquiera cuando arreciaron las críticas por las expropiaciones de fincas. No sé si eso le gustaba a Felipe. A Alfonso, sí. A Alfonso le gustaba porque me llamaba, me felicitaba y me animaba. Felipe nunca me habló de eso. Pero si le hubiera disgustado, yo creo que me lo habría dicho. Felipe conoce bien esta tierra y conoce bien Andalucía. Tiene el sentimiento de lo que han sido estos territorios. Yo no me sentía acosado nunca. Sí me sentía acosado por otros en el Partido. Por Solchaga, Boyer, Almunia, etcétera. Esta gente sí hablaba despectivamente de mí y de mi política. Decían que era una política antigua, que era una política socialista arcaica, que no tenía ningún sentido… Ellos pensaban, igual que la derecha, que aquí los ciudadanos eran analfabetos y que no importaba lo que se hiciera, porque no reaccionarían… El «socialismo de Puerto Urraco», eso decían. Esa frase terrible —hacía referencia a los sucesos de Puerto Urraco[29]— era muy hiriente. La inventaron ellos. Unieron «socialismo» y «Puerto Urraco» para describir Extremadura como una sociedad rural, triste, gris, tercermundista. Esa expresión me molestó y me dolió mucho. Sobre todo, me dolía saber que había salido de gente de mi Partido.

Las expropiaciones de fincas no se hicieron por razones económicas. Se llevaron a cabo, como he dicho, en parte, para evitar males mayores. Y, en segundo lugar, porque, al final, era un ejemplo pedagógico de lo que había que hacer con el campo. Nosotros no teníamos industria, sólo teníamos el campo, y había que hacerlo funcionar.

Si expropias la finca de la duquesa de Alba, que es un apellido muy ilustre, otro propietario con menos nombre empieza a temerse lo peor. Y la gente empezó a cultivar la tierra. Lo que ocurrió es que la reforma llegó tarde, porque llegó al mismo tiempo que Europa comenzó a prohibir algunas producciones. Por una parte, nosotros obligábamos a la gente a que pusiera sus fincas a producir y, por otra parte, Europa entregaba dinero para que no se produjera. Ésta ha sido la contradicción de la reforma agraria en Extremadura y en Andalucía. Llegamos tarde. Aquí se peleaba por lo que, en otras regiones, se hacía desde el punto de vista urbano. Seguramente, en Barcelona, la disputa se fijará respecto a la distribución del urbanismo. Porque la reforma agraria la hicieron en el año 1492, con los Reyes Católicos: ahora lo que reparten es urbanismo. Pero, en Extremadura, lo que había era tierra, no urbanismo, y era lo que se repartía.

El Gobierno socialista de Madrid desempeñó un papel clave en el despegue industrial de Extremadura. Con dos acciones: una, construir una autovía, la autovía Madrid-Badajoz, y prolongarla después hasta Lisboa. Eso ha sido fundamental, porque nos ha abierto una salida que no teníamos. Extremadura no llegaba a ningún sitio. Extremadura tenía una situación geográfica muy complicada, porque la frontera portuguesa era hermética: nos encajonaba entre Madrid y la nada. La situación geográfica histórica explica muchas cosas.

UNA AUTOVÍA QUE PASÓPOR ENCIMA DE SOLCHAGA

Felipe abre una vía, la autovía, cuando Solchaga no creía en ello. Por la misma razón del puro: «¿Cómo vamos a hacer una autovía por una zona por la que no circulan coches?». Y Felipe dijo: «Si no se abre, nunca va a haber coches que circulen». En aquel tiempo, costó ciento cuarenta mil millones de pesetas. Se inauguró en 1992 y se construyó entre 1988 y 1992. Es verdad que, con los datos en la mano, el índice de circulación de vehículos no justificaba una autovía: era «antieconómico» en aquel momento, pero tuvimos un apoyo. Y el segundo apoyo fue el siguiente: Felipe tuvo una idea —que suena a risa si no fuera porque nos hizo un gran favor—: declarar muchas zonas extremeñas en «declive industrial». Si no había industria, ¿cómo iba a haber declive? Pero aquello permitió que, en algunas zonas, hubiera subvenciones a fondo perdido del Gobierno central de hasta el 60 por ciento. Es decir, en un negocio de cien millones de pesetas, el Gobierno ponía sesenta. La Junta de Extremadura aportaba más ayudas, de modo que implantar un negocio en Extremadura casi salía gratis. Esa actuación permitió que hubiera mucha gente que empezara a apostar por la industria.

Las primeras industrias que empezaron a florecer fueron, sobre todo, las de transformación agroalimentaria. Existía una conciencia de males históricos irremediables, por ejemplo, la peste porcina. Había una cabaña ganadera que estaba a punto de desaparecer: el ganado porcino, el jamón. Cuando yo llegué a la Presidencia de la Junta, en 1983, había sólo 2.500 madres ibéricas, porque había una peste porcina desde hacía cuarenta años y todo el mundo pensaba que era endémica y que no se podía eliminar. Por lo tanto, la peste porcina africana mantenía nuestras fronteras cerradas. Es decir, que el jamón nos lo comíamos nosotros, porque no se podía vender fuera. Había una raya, que era la raya roja, que impedía sacar productos del campo extremeño. Hoy hay 120.000 madres ibéricas, es decir, la ganadería de cerdo ibérico está tan asegurada que el Ministerio de Agricultura se ha visto en la obligación de redactar una norma para que se pueda identificar al cerdo ibérico.

NO HABÍA PARO PORQUE NO HABÍA GENTE

Así que las primeras industrias fueron las agroalimentarias, que eran las más fáciles de organizar en mi región. Era necesario transformar sus productos agrarios y no venderlos a granel, como se hacía antiguamente. (He inaugurado, recientemente, una fábrica de arroz. Extremadura es la segunda potencia europea de arroz, por encima de Valencia, con diferencia. Pero toda la vida nos hemos dedicado a producir arroz y venderlo a Valencia. Subvención actual: cero euros; en tiempos de Felipe González, 60 por ciento).

Y se ha empezado a diversificar la producción. Porque la gente ha visto que los negocios que se montaban en toda la región —en toda— funcionaban bien. En un pueblo de dos mil habitantes se puede encontrar una fábrica importantísima o una siderúrgica prodigiosa, como la de Jerez de los Caballeros: la mejor de Europa.

Todo, a fuerza de sufrimiento. Cuando yo fui a Madrid a pedir una siderúrgica en Extremadura, mientras se estaban desmontando todas las siderúrgicas españolas, las carcajadas se oyeron en todo el Ministerio… Hoy es la mejor siderúrgica de España, con diferencia.

Pero fueron esos dos aspectos —la desaparición de las fronteras gracias a las vías de comunicación y las ayudas del Gobierno central— los que permitieron la inversión.

La educación pública en Extremadura era rudimentaria, tercermundista. Escuelas malas y una tradición lamentable: los niños, a los once o doce años, abandonaban el colegio y se iban a trabajar. José María Maravall, también desde el Gobierno, hizo una labor espectacular. La educación, no solamente en Extremadura, en toda España, dio un salto cualitativo impresionante. Hoy, la Universidad de Extremadura está formando a 29.000 universitarios. De ellos, aproximadamente 25.000 son extremeños. Por fuerza, eso es beneficioso para la región. Son universitarios que están trabajando en la región, haciendo proyectos y actuando en la sociedad de la información. Yo creo que ésa es nuestra salvación, pero hace falta otra generación.

Extremadura estaba muy atrasada. Era la nada. Daba miedo. Y, ahora, el esfuerzo ha sido tan enorme que, en cualquier dato estadístico, de cualquier fuente, puede observarse que las dos regiones que más han crecido, desde el año 1995 hasta hoy, son Baleares y Extremadura, con una media del 4,8 Baleares, y 4,6 nosotros. Este crecimiento, a lo largo de seis años, es un gran crecimiento. Estamos en un circuito y somos los que damos las vueltas más rápidas. ¡Por supuesto!, algunos, sobre todo la derecha, dicen: «Oiga, que ustedes siguen siendo los últimos». Estamos dando las vueltas más rápidas, ¡pero nos llevaban mil vueltas de ventaja! En Extremadura no había ni índice de paro: ¡no había paro porque no había gente! La diferencia era tan brutal entre la España desarrollada y ésta, que no se puede medir el esfuerzo de la región por los índices, sino por cómo avanza y cómo progresa.

Cuando yo llegué a la Presidencia de Extremadura, había un 34 por ciento de población activa agraria. Hoy tenemos el 14 por ciento. Siete puntos por encima de la media española. Es cierto que todavía hay gente en el campo que sobra, pero también la había en la mina, y los mandaron a su casa con la prejubilación… En Extremadura no mandan a nadie a su casa. ¡En Extremadura, esa población, del 34 al 14 por ciento, se ha incorporado a otros trabajos por huevos! Ese porcentaje ha sido asumido por otros sectores, pero sin ayuda de nadie. Además, ahora ya no tienen la espita de la emigración. Ahora se quedan aquí, y resulta que teníamos 130.000 parados, y ahora 57.000. Y con una incorporación activa de la mujer al trabajo. Ahora, Extremadura ha empezado a entrar en el camino de la modernidad.

UNA PROPUESTA IMPARABLE

Yo lo tuve muy claro cuando, en 1999, en las elecciones, nosotros hicimos la campaña y ganamos las elecciones con el discurso de la sociedad de la información. Y hay que tener valor para ir a dar un mitin a un pueblo de 2.000 habitantes, diciéndoles: «Yo les voy a meter a ustedes en la sociedad de la información, en una revolución tecnológica en la que nunca hemos estado». Y la gente votó esa propuesta. La gente sabe que cuando no estuvimos les fue muy mal. Y sin comprender muy bien, a lo mejor, qué es lo que se proponía, nos votó. Yo me di cuenta de que nuestra propuesta era imparable cuando gané las elecciones con ese discurso. Hay gente que comprende que eso es bueno aunque, como siempre en esta región, los poderes fácticos son bastante incrédulos.

Hasta hace muy poco tiempo, no se han creído que nosotros somos los primeros en la revolución tecnológica. Por fin. El Washington Post publicó un domingo, en dos páginas, en portada la primera, un reportaje en el que se señalaba claramente que Extremadura era la primera región en Europa que estaba rompiendo el imperio de Bill Gates. Ahora hay un ordenador por cada dos niños en toda la región. Pero eso no se podría sostener si tuviéramos que pagar a Bill Gates la cuota de utilización. Entonces, se nos ocurrió hacer un software libre, basado en Linux, que nos cuesta 400 millones de pesetas. Nos ahorramos 5.000 millones de pesetas todos los años. Para que esos niños estén «conectados» y que los centros de salud estén «conectados», tendríamos que pagar una licencia que no puede soportar la Administración. Por eso hemos hecho nuestro propio software, y todas las revistas especializadas en el mundo lo cuentan: «Un pequeño territorio en España le hace la guerra a Bill Gates».

Nosotros estamos enseñando primera lengua extranjera a los cuatro años. Ahora que el Gobierno del PP propone la primera lengua extranjera a los siete años, nosotros, a los cuatro, y el año que viene será a los tres. Los niños empiezan en nuestra escuela a estudiar inglés a los cuatro años; cuando tengan ocho, ya sabrán inglés y empezarán a estudiar un segundo idioma. Así que, cuando salgan de las escuelas, con dos idiomas, más su idioma nativo, sabiendo lo que ofrece esta nueva sociedad… Yo creo que Extremadura será otra región.

TENER VOZ

Y creo que lo que ha ocurrido en Extremadura es que la gente necesitaba tener voz. Es decir, Extremadura tenía el sentimiento de que no era nada, de que no contaba en nada, de que no figuraba en nada. Y quería ser. De pronto, se encuentran con alguien que es capaz de ganarse una voz en España. Eso, para los extremeños, es más decisivo que comer. «Por fin se cuenta con nosotros —piensan—. Por fin pintamos algo. Esta gente lo hará mejor o peor, pero como nadie había hecho nada…». Cualquier cosa que hagas se nota más. En Extremadura, una biblioteca se nota más que en Madrid. Este pueblo quería voz, y cuando se encuentran con un presidente que tiene voz, que se le escucha, que se le oye —unas veces mejor y otras peor—, que se le entiende más o menos… Creo que eso es lo que a la gente le da confianza, fe. «Somos alguien, estamos en España, contamos». Creo que ahí está la clave. No era tanto hacer carreteras ni posibilidades de vivir mejor… no. Era darles a los extremeños un lugar en España. Hoy, los extremeños se sienten muy orgullosos de que uno pregunte por el presidente de Murcia y nadie sepa quién es, y, en cambio, si se pregunta por el de Extremadura, todo el mundo lo sabe. Eso a la gente le gusta. Porque, durante mucho tiempo, no sabían ni que existía Extremadura.

Otro éxito ha sido mantener a la gente en los pueblos. Era una política muy cara, muy difícil y, políticamente, muy arriesgada. La prueba es que hemos perdido votos en las ciudades. Porque la política más fácil es invertir en ciudades. Hacer llegar abastecimiento de agua a un pueblo de mil habitantes es costosísimo, y hacerles una piscina, más. Es más cómoda la política que tenían antes los gobiernos de derechas: echar a las gentes de los pueblos. Llevar la banda ancha a todos los pueblos de la región… Eso no lo hace el mercado, nunca. Mantener a la gente en los pueblos, ha sido, creo, el mayor éxito de nuestra política y la que más satisfacción ha dado a la gente. Yo siempre digo: «Antes, vivir en los pueblos era un castigo: no había ni luz, ni agua, ni teléfono, ni asfalto… ni nada. Hoy es un lujo, hoy lo tienen todo».

LOS MÁS CHULOS

Para entender cómo se hizo la reconversión industrial hay que situarse en aquel momento —ahora las cosas se ven desde otra perspectiva—. En aquel momento, yo sí entendí muy bien lo que ocurría, y la gente del Partido se preguntaba por qué éramos nosotros los que teníamos que mandar a los trabajadores a su casa. Yo creo que la gente, los ciudadanos, son bastante listos y, en cada momento, encargan a los partidos que hagan determinadas cosas que otros no pueden hacer. Y una reconversión industrial no puede hacerla un gobierno de derechas. Pero la izquierda sí: teníamos la incomprensión de los ciudadanos, pero a la vez, una cierta confianza de que, cuando se hacía, es que no había más remedio. No se podía entender que un Gobierno socialista fuera cruel con los suyos. Lo que la gente del Partido pensaba era: «No es posible que nosotros hagamos esto». Pero, al mismo tiempo, se concluía: «Debe de ser absolutamente necesario, porque Felipe lo hace…». Pero sí se discutían los ritmos. ¿Por qué todo de golpe…? ¿No se puede aplicar la reconversión en un sector durante un año y otro al siguiente…? «¡No eche usted a cinco mil obreros a la calle! ¡Eche usted, si no queda más remedio, a mil quinientos! Pero poco a poco…». Eso era lo que se discutía y lo que se echaba en cara a los ministros económicos. No se trataba de discutir la medida en sí: la mayoría —sin entender de economía, que no entendíamos— pensábamos que, cuando Felipe lo hacía, sería necesario. Lo que ya no veíamos con tan buenos ojos era la forma de hacerlo y, sobre todo, la velocidad… Y ese aire chulesco: «Ustedes, los de la derecha, no han sido capaces de hacer una reconversión, y ahora venimos los socialistas, que somos los más chulos, y nos llevamos por delante a treinta mil obreros». Eso era lo que la gente no soportaba. En Extremadura no tuvimos que dar muchas explicaciones, porque aquí no hubo reconversión industrial. Sencillamente, porque no había industria.

La reconversión industrial y la política económica del Gobierno también provocó el enfrentamiento entre Nicolás Redondo y José Luis Corcuera. En ese conflicto ocurrió en parte lo que sucedió entre Alfonso y Felipe. Los militantes creían que una conversación de Felipe lo arreglaba todo; que era un problema de enemistad personal y no de concepciones políticas diferentes. El día antes de la huelga general, la esperanza consistía en que, si se reunían los dos —Felipe González y Nicolás Redondo—, se acabaría el conflicto. Porque vivíamos en unos momentos donde no se sospechaba de nadie; se tenía una idea tan cabal de la gente, que se pensaba bien de Felipe González y bien de Nicolás Redondo. A nadie se le ocurría que se quisieran hacer daño.

Pasado el tiempo, uno cree que UGT no se portó todo lo bien que debía con el Gobierno socialista. UGT, como casi todos los ciudadanos, le exige más a un gobierno de izquierdas que a uno de derechas, cuando lo lógico sería lo contrario: que a la derecha se le pidiera más y a la izquierda, menos. El caso es que la ruptura con UGT nos deslegitimó mucho. Sobre todo hizo mucho daño a los que creíamos en la coexistencia del sindicato y el Partido. Porque nuestra idea se basaba en que había un Gobierno que tenía dos patas: el sindicato y el Partido; si te falla una de las patas, se te cae el proyecto. Y esa pata falló. Hay una ruptura con el sindicato hermano, UGT, y a los que creemos en la socialdemocracia clásica, nos deja groguis, porque el proyecto está cojo. Es verdad que hizo daño también a los que pensaban que Nicolás Redondo representaba a un sector que pedía reparto. Y la huelga general contra el proyecto socialista también los deslegitimó mucho.

FELIPE TAMBIÉN SE EQUIVOCÓ

Con el paso del tiempo… Yo hoy me quedo con Felipe González más que con Nicolás Redondo. Creo que fue excesivo: ¡hacernos una huelga general por un plan de empleo juvenil que ni siquiera había salido del cajón! Es posible que también influyera el factor humano. Y es posible que el sindicato no tuviera otra cosa que hacer más que pedir reparto, que también era su papel. Ahora bien, algo falló cuando no hubo capacidad de entendimiento. No sé si fue error del Partido, del sindicato, de los puentes… Pero nos habría ido mucho mejor si no hubiéramos terminado como terminamos. Es evidente que nos hizo un daño enorme. Ahora, visto con la perspectiva del tiempo, entre Felipe y Nicolás, me quedo con Felipe. Pero entre Nicolás y Boyer, yo me quedo con Nicolás.

No sé si en el origen de la confrontación entre Felipe González y Nicolás Redondo había dos concepciones distintas de lo que debía ser el socialismo, o si había un problema de enemistad personal… Yo creo que hubo un problema de entendimiento. Yo comprendo que el presidente del Gobierno no podía hacer lo que querían los sindicatos… Pero de ahí a no tener en cuenta a los sindicatos, también hay un trecho. Creo que también Felipe tuvo su parte de responsabilidad. No le hubiera costado nada mantener encuentros más frecuentes con UGT, discutir algunas políticas, variar el ritmo, como en el caso de la reconversión industrial… A lo mejor, quizás, hubiera convenido establecer unas reglas de juego… Hacer lo que pedía UGT no era sensato, pero tampoco lo era tenerlos constantemente enfrente. No sé si era posible: unos decían que sí, otros que no. Los puentes no funcionaban… Ramón Rubial iba todas las semanas a tomarse un cafelito a la sede de la UGT, a ver si conseguía algo.

De José Luis Corcuera tengo la mejor de las opiniones. Creo que es uno de los políticos más listos que hay en España, de los que mejor analizan la situación, y de los que, en aquel momento, analizaban muy bien la relación Partido-sindicato.

Corcuera, en un principio, en la reconversión industrial, fue el sindicalista más duro de la negociación. Gracias a él, hoy muchos obreros reconvertidos están recibiendo unas pensiones que para sí las quisiera cualquier trabajador. Al final, José Luis dejó el sindicato y entró en el Gobierno. Yo creo que, en ese momento, se consuma la ruptura entre el sindicato y el Partido, cuando Felipe nombra ministro a un sindicalista y no nombra ministro al sindicalista que dice Nicolás Redondo, sino al que él quiere. Yo creo que, entonces, se rompió definitivamente cualquier tipo de puente, de entendimiento. Porque Corcuera era el hombre que unía al Partido y al sindicato, era un hombre muy bien valorado por Felipe y era la mano derecha de Nicolás Redondo. Cuando todo se rompió, al final, se quemaron las naves: uno decide colocarse en un lugar y el otro, en el lado opuesto.

¿ESTUVO DETRÁS ALFONSO?

No es verdad que, en aquella crisis, Alfonso Guerra estuviera detrás de Nicolás Redondo. Por lo que yo sé, no es verdad. En aquel tiempo, tan traumático para nosotros, Alfonso Guerra estuvo claramente a favor de Felipe González, absolutamente volcado. Alfonso Guerra fue el que nos citó a los secretarios generales regionales, cuando ya estaba convocada la huelga general, y nos puso en movimiento para defender al Gobierno. Alfonso Guerra decía que era fundamental que la huelga fracasara, para el futuro del Partido y para el futuro del Gobierno. Movilizó a tanta gente como pudo y sacó de UGT a más de una persona que estaba tan ricamente instalada; hubo quien se quedó tirado en el camino porque rompió amarras con UGT. Alfonso les hizo ver la importancia de luchar contra UGT para que la huelga no triunfara. No es verdad que Alfonso Guerra conspirase contra Felipe en esta ocasión, es mentira. Los que conspiraban eran, supongo, los que negaban a Felipe González la capacidad de maniobra económica para parar esa huelga y los que, después, pactaron con Nicolás Redondo los efectos de la huelga. El que traicionó a Felipe González, en mi opinión, fue Solchaga. Y el equipo económico. Yo no sé con qué se hubiera conformado UGT. Y no sé qué pensaría Felipe cuando, un mes después, apareció el dinero. Fue un desgaste innecesario y absoluto.

Aquella fue una huelga política, como un ajuste de cuentas contra el Gobierno socialista. Se imbricaron muchos factores. Uno, la chulería… Aquel lenguaje era imperdonable. Sobre todo, cuando hay gente que pasa necesidad. En segundo lugar, yo creo que en este país había ganas de hacer una huelga general, desde hacía muchos años: no fuimos capaces de hacérsela a Franco y había ganas de hacerla. Ahora bien, creo que era una huelga política, porque las razones no justificaban una huelga general: un sindicato de clase haciendo una huelga general por el sueldo de los funcionarios… Yo creo que la gente estaba cabreada porque estábamos haciéndonos antipáticos.

Al principio, en los años ochenta, nosotros éramos gente «simpática». Yo creo que la gente quiso darnos un escarmiento. Los ciudadanos empezaron a percibir que nos comportábamos como si fuéramos la razón pura y dura, que sólo nosotros teníamos la razón, que lo que había que hacer era sólo lo que decíamos nosotros, porque lo decíamos nosotros, porque teníamos mayoría, porque éramos socialistas, etcétera. Empezaron a tener la sensación de que el país estaba secuestrado. Los ciudadanos consideraban que éramos un Partido necesario, deseado, pero, al mismo tiempo, habíamos perdido la credibilidad y la proximidad, la cercanía. Pero sigo pensando que somos deseados porque nos vuelven a votar después… Nos dejaron un mensaje: «No deje usted que la economía mande: le hemos elegido a usted no para que haga las cosas mejor que la derecha, sino para que haga cosas que no puede hacer la derecha, y de forma distinta y con un lenguaje distinto a como lo hace la derecha». Si alguien se detiene a leer el programa electoral de 1988 - 1989, no encontrará una sola idea a la que asirse. Es pura literatura. Felipe lo explicaba como si hubiera algo. Pero, desde el año 1987 para acá, no se dice nada. Es bastante difícil que alguien se entusiasme con eso. Los ciudadanos detectaban una forma de gobernar del PSOE instalada en la pura razón, la pura economía. La política quedaba a un lado.

ILUSIÓN, IDEOLOGÍA… Y ECONOMÍA

Después de la huelga general hubo otras elecciones y volvimos a ganar. Eso nos condujo a pensar que llevábamos razón. No recuerdo si es por esa época cuando empieza a liarse el grupo ese… el «sindicato del crimen».

Lo cierto es que el Partido se cierra y, cuando uno se cierra por temor a una especie de conspiración externa, algo muy grave ocurre. Porque, al final, de tanto cerrarte, terminas por no ver la realidad.

De todos modos, lo que creo es que hay mucha gente en España que vota socialismo no porque quiera mejores condiciones económicas, sino porque quiere otra forma de hacer política: quiere entusiasmarse con algo. ¿Por qué perdemos votantes? Mi tesis es que, cuando nosotros hacemos lo mismo que la derecha, pero mejor, no vamos a ningún sitio. Porque la capacidad de gestión se da por supuesta a los gobernantes. A los que tenemos un nivel de vida aceptable, votar al Partido Socialista por razones económicas no nos satisface, porque, por razones económicas, votamos a un partido de derechas: siempre nos saldrá más barato. Votamos a un partido de izquierdas porque esperamos que transforme la sociedad, que haga algo distinto, que le dé un nuevo impulso a la sociedad, que entusiasme con un proyecto, que, aunque proporcione menos beneficio económico, proporcione más satisfacción personal y humana. «No sólo de pan vive el hombre», decía el Evangelio, y hay mucha gente que no vive sólo de pan, que tiene su vida resuelta… Un proyecto socialista puede atraer a esa gente, a fuerza de ideología y de ilusión. Y la ideología desaparecía en aquellos tiempos. En los últimos programas electorales no hay ideología, hay pura gestión. Yo no me entusiasmo con la gestión.

Yo creo que Felipe, después de la huelga, quería cambiar. Organizó un congreso en el que intentó darle al Partido un nuevo protagonismo y hacer una Ejecutiva más fuerte. Recuerdo que nos reunió a Joan Lerma y a mí, y nos dijo: «Se acabó el cuento de que mandéis delegados a la Ejecutiva. A vosotros os quiero dentro, y quiero elegir una Ejecutiva fuerte, y quiero que el Partido recupere el pulso». Yo creo que Felipe sí se dio cuenta de que era necesario cambiar… Felipe aceptó muy mal la huelga. La entendió como una injusticia. Yo creo que no estaba preparado, y la vivió con un gran dolor. Creo que ésa ha sido la única vez que, tal y como yo lo vi, quería abandonar, porque consideró que no era justo: era el presidente del Gobierno que más mejoras y más transformaciones sociales había conseguido. Y le hicieron una huelga general. Felipe era un hombre dolido y casi vencido. Perdió mucha ilusión; creo que, aquel año, Felipe se desfondó. Reaccionó, como buen político que es, pero comenzaron los líos dentro del Partido, empieza la corrupción… Y todo se derrumba. Creo que el Partido ya no tenía respuesta. Cuando una cosa viene mal, viene todo seguido.

JUAN GUERRA: DOS, UNO Y NINGUNO

Lo ocurrido con Juan Guerra, el hermano de Alfonso, fue un error político. Todos tuvimos la culpa. Nadie es capaz de reconocer que en su familia puede haber cosas… Tienen que ser los amigos los que te lo hagan ver. No le dimos crédito porque nos contaban historias… Decían que era un hombre que estaba haciendo muchos favores, sin cobrar… Recuerdo una historia que me contaron… Al parecer le había comprado un coche a uno por hacerle un favor. Como se decían tantas burradas de nosotros, costaba trabajo creerlas. Yo veía que, en algunos medios de comunicación, decían cosas de mí que eran falsas, y no tenía por qué creer que lo que decían de otros era verdad. Había mucha difamación. Y eso también nos perjudicaba…

Decían cosas horribles de nosotros. Cuando yo ocupé la Presidencia de la Junta de Extremadura, tuve que hacer una rueda de prensa en la vivienda oficial, porque decían que yo me había hecho una vivienda con grifos de oro, bañeras romanas… Y lo decía la propia izquierda. Porque se supone que los que venimos de clase humilde, cuando llegamos al poder, venimos a enriquecernos. Y se supone que, como no hemos comido nunca caliente, nos vamos a hartar de comer caliente. Nadie discutía nunca que el obispo o el gobernador civil tuvieran un palacio, pero que el presidente —socialista— de la Junta tuviera una casa… Todo el mundo lo criticaba, incluso la izquierda.

Alfonso Guerra tenía muchos hermanos. Y alguno de ellos lo estaba pasando muy mal. Y lo comparabas con la derecha: ningún tipo de la derecha hubiera permitido que un hermano mayor, como el que tenía Alfonso, estuviera cobrando el PER. Eso era de alabar.

Como se difama tanto, uno tiene la tendencia a no creer…

¿Quién se podía creer que Roldán estuviera robando? Si era un hombre al que todo el mundo apreciaba, si lo veíamos en los funerales de las víctimas del terrorismo y lo elogiábamos. ¿Es que Felipe González iba a nombrar ministro a Roldán sabiendo que era un sinvergüenza?

LOS LADRONES NO ESTABAN EN EL «GUERRISMO»

Respecto al asunto de Juan Guerra, yo le dije a Alfonso: «Esto se salda con una dimisión». Y Alfonso me dijo: «Ya he dimitido y no me la han aceptado». Alfonso dice que dimitió y no le dejaron. Es difícil saber si era verdad. Un sector del Partido se encargó de hacer del caso un escándalo superior a la dimensión que verdaderamente tenía, y que hoy podemos constatar. Había quien estaba todo el día para arriba y para abajo con el «caso Juan Guerra»: parecía el ladrón mayor del reino, y luego resulta que los ladrones de verdad no estaban en el «guerrismo». Estaban en otro lado. ¿Dónde estaba Mariano Rubio? ¿Dónde estaba De la Concha? Ahí sí que había datos que nunca nos atrevimos a poner encima de la mesa. Y eso sí que lo hablé yo con Felipe. «He oído que el De la Concha ese se ha divorciado, y que la mujer le pide tres mil millones de pesetas… ¿Este tío de dónde saca tres mil millones de pesetas? ¿Cómo se puede ser presidente de la Bolsa y ganar seis mil millones de pesetas? ¿Me lo puedes explicar?». No recuerdo qué me contestó exactamente, pero, más o menos, me dijo que no había nada que sospechar…

Alfonso negó a Felipe que lo de su hermano fuera cierto y Felipe le creyó. Por eso hizo la apuesta de «dos por el precio de uno». Si eso hubiera sido así, tendría que haber dimitido Felipe también, porque eran «dos por el precio de uno». Si era cierto que le engañó y Felipe comprometió en el Parlamento «dos por el precio de uno», tendría que haber dimitido. A ver si la historia le da la razón… o a ver si es que era verdad que Alfonso Guerra le presentó la dimisión y no se la aceptó. Porque si Alfonso Guerra hubiera dimitido, si hubiera presentado la dimisión y se la hubieran aceptado, hoy Alfonso Guerra sería Zapatero. En ese caso, Alfonso Guerra habría seguido su carrera con toda la dignidad del mundo, y cuando se provocara la crisis del Gobierno con la dimisión de Felipe, ¿quién se hubiera hecho con ese congreso? Alfonso, sin duda. Porque el «guerrismo» tenía mucha fuerza y, ante la afirmación de la dimisión de Felipe, Alfonso le habría sustituido… si Alfonso hubiera estado bien situado, si hubiera dimitido… Pero las cosas no sucedieron así. Lo cierto es que, en ese momento, la estrella de Alfonso Guerra empieza a palidecer… Y se comienza a librar la gran batalla dentro del Partido. Porque había un interés especial en eliminar a Alfonso Guerra y todo lo que representaba en el Partido.

Yo no sé si a raíz del asunto de Juan Guerra y otros casos de corrupción, Felipe empezó a sentirse incómodo con Alfonso en el Gobierno. Existía una ruptura absoluta entre los dos y se pone de manifiesto en la Ejecutiva que se formó en el XXXIII Congreso. Era la peor Ejecutiva en la que yo he estado. Yo creo que era la peor que ha habido en la historia. Era una Ejecutiva dividida en dos: siempre se planteaban los temas de tal modo que sólo había dos posibilidades, o blanco o negro. La culpa la tuvimos todos. Esa Ejecutiva no tendría que haber existido. Las medias tintas nunca me han gustado. Ésta es mi forma de entender el Partido. Aquello no era «ni chicha ni limoná». Ni siquiera se estaba allí porque se tuviera la confianza del secretario general. Era una pelea sin sentido que hacía sufrir a mucha gente. Todo el mundo quería alinearse y comprobar que los demás también estaban alineados, y había personas que no querían estar alineadas, excepto con lo que consideraban razonable y sensato.

Es posible que Felipe estuviera más cómodo con los «renovadores». No lo sé. Parecía evidente que Felipe no estaba cómodo con Alfonso, pero también es cierto que Felipe se portaba bien con mucha gente que pertenecía al sector de Alfonso. No creo, de verdad, que Felipe estuviera pensando: «Voy a marginar a esta parte del Partido porque me molesta», sino: «Tengo una ruptura con Alfonso».

LOS «GUERRISTAS» LO HICIMOS MAL

Yo no quiero convertirme en juez de nadie, porque los hechos son como son, y los factores eran muchos. Ahora bien, pienso que cuando uno no está de acuerdo con el secretario general, plantea una alternativa. Esto es lo que yo no he entendido del «guerrismo», porque siempre he sido leal al Partido y, sobre todo, con la persona que lo encabezaba. En mi «cultura» de Partido se establece que el secretario general es una persona a la que se le tiene lealtad absoluta. Se discute mil veces, pero uno debe explicar su opción. Si se quiebra la confianza con el secretario general, o le presentas una alternativa o te marchas a tu casa. Yo creo que en el «guerrismo» lo hicimos mal desde que empezó la ruptura entre Alfonso y Felipe, al querer estar… no sé para qué, si para influir, o para molestar, o para fastidiar, o para impedir que las cosas fueran por donde no queríamos.

Felipe ya había dado un paso muy claro hacia el «sector renovador» del Partido cuando dijo la frase aquella: «Se gobierna desde Moncloa, y no desde Ferraz». Que fue tanto como decir: «Respecto al Partido… puede usted quedarse con él, puede usted intentar utilizar a la gente que quiera, que el Partido no va a influir en este proyecto». Incluso en la campaña de 1993, Felipe intentó organizar una oficina electoral fuera de la sede del Partido. Porque Felipe tenía la sensación de que se le hacía la vida imposible. Creía que él tenía las ideas muy claras y que no era capaz de llevarlas adelante porque estábamos ahí, fastidiando. Y buscaba siempre comprensión y apoyo en el otro lado.

En aquella reunión Ejecutiva, en la que Felipe planteó organizar una oficina electoral fuera de Ferraz, se acordó que Felipe hiciera un Comité Electoral. Felipe me llamó dos días después: «No soy capaz de componer el Comité Electoral». Y le contesté: «Pero, ¡coño!, ¿no te ha dicho la Ejecutiva que hagas tú el Comité Electoral? Pues hazlo tú. La Ejecutiva te ha dado poderes para que hagas lo que te salga de las narices… Haz el favor de hacerlo». «Sí, pero es que si pongo a fulano, no sé qué…». Le dije: «Mira, Felipe, no te escudes en nada: si te han dicho que lo hagas, hazlo. Yo te apoyo. Si yo no te apoyara, no te habría dado facultades para hacerlo, no habría votado a favor de la Ejecutiva».

A Felipe le daba miedo tomar decisiones que pudieran ofrecer una imagen de división más profunda en el seno del Partido, porque eso repercutía electoralmente. Estuvimos viviendo una ficción de unidad que era falsa. Felipe tomó su camino, y yo lo critico: ese camino no era el mejor, como se puso de manifiesto con los acontecimientos posteriores que nos llevaron finalmente al desastre. Hubiera sido más honrado, por nuestra parte, no haber estado presentes en esa Ejecutiva. Si no nos quieren, nos vamos y construimos una alternativa. Pero no se formulaba una alternativa, porque nadie quería ser esa alternativa. Todo el mundo quería influir… y esas cosas, así, no funcionan.

Felipe me explicó así su ruptura con Alfonso: «Nosotros estábamos haciendo una obra en la que vosotros no creíais, y creíais que esto no era socialismo y esto es socialismo. Y nosotros hemos hecho esto, y esto, y esto, y vosotros nunca lo habéis creído, y, al final, el que llevaba razón era yo». Felipe hace la crónica de su mandato y es verdad que se cuentan muchos logros. Y era en ese punto donde fallaban las cosas.

Pero Felipe nunca habla con rencor de Alfonso. Nunca. Es más, cada vez que habla de Alfonso, siempre añade: «Alfonso, que es tan listo, sin embargo no veía esto, y esto, y esto…». Lo dice en un sentido cariñoso, no despectivo. Cuando se produce la separación entre los dos, también hay una desbandada general: hay personas que se unen a Felipe y le doran la píldora y lo separan radicalmente de Alfonso, y hay personas que se quedan con Alfonso y, seguramente, hacen lo mismo. Yo creo que faltó algo… Creo que quedaban sólo dos o tres personas con mucha lealtad: Corcuera, Benegas y yo. Benegas es un hombre que me encanta, una de las cabezas más privilegiadas que tenemos en el Partido, y quien más sabe de lo que ocurre en País Vasco.

EL MINISTERIO SOMBRÍO Y UNA HISTORIA INEXPLICABLE

Nunca he entendido la etapa del último Gobierno socialista. No entendí la decisión, de Felipe o de quien fuera, de colocar a Garzón como número dos. Algo habría para que lo señalaran como número dos, pero ello suponía, ni más ni menos, que desplazar a todos los históricos del partido, como a Javier Solana, por ejemplo. Alguna razón habría, y es verdad que muchos pensamos que se trataba de terminar con la corrupción. Y menos comprendí que, una vez que Garzón iba de número dos en la lista de Madrid, no fuera ministro de algo, porque creo que estaba en esa lista para ser ministro, y que ésa era su ambición. Y fue menos comprensible todavía que Belloch ocupara el Ministerio de Justicia e Interior, y que Margarita Robles fuera la número dos de Interior. Es decir, yo nunca entendí que un Ministerio de Interior se pudiera poner en manos de dos jueces, porque un juez, por propia formación profesional, debe jugar con una absoluta limpieza, y eso, en un Ministerio del Interior, no siempre se da. Yo nunca he estado en un Ministerio del Interior, pero me imagino que, de vez en cuando, las colaboraciones extrañas que se producen no son consecuencia de la buena voluntad de la gente, sino de dinero, de pagar… Le he preguntado a Felipe, mil veces, por esta circunstancia: que hubiera dos jueces en el Ministerio; y nunca me ha dado una explicación razonable. Yo creo que ésa es la parte más inexplicable de la historia de ese Gobierno Socialista. ¿Qué se pretendía conseguir? ¿Terminar con la corrupción? De acuerdo, pero si se había destinado a un juez para ello, no se le utiliza, se le expulsa de mala manera y, encima, se le cabrea. Luego vienen las venganzas… Porque todo lo que hizo Garzón fue una venganza contra nosotros.

Felipe no quiere hablar de estos temas, de Garzón, de Belloch… Temas de seguridad, de terrorismo… no los trata. Habla del terrorismo genéricamente. Puede justificar algunas decisiones que se tomaron, pero no… Al menos, a mí, jamás me ha dado una explicación profunda de temas de Interior, de temas de terrorismo… Por eso no sé explicar qué es lo que sucedió. Sí sé, y eso se lo he dicho muchas veces al interesado, que Corcuera nos hizo un mal servicio al dimitir, porque, si no hubiera dimitido —y dimitió por su cabezonería vasca—, seguramente las cosas habrían funcionado de otra manera. No sé cómo, pero de otra manera. No habría entrado Asunción, ni Belloch. No sé qué habría ocurrido, pero todo hubiera sido distinto. Y, desde luego, a mí me ofrece muchas más garantías Corcuera que cualquiera de los que llegaron después. Porque creo que Corcuera es un hombre honrado, es militante del Partido y tenía una idea muy clara de lo que perseguíamos. Él dice que el Tribunal Constitucional actuó bajo presión para declarar inconstitucional el artículo famoso de la «ley de la patada en la puerta», con la intención de que él dimitiera.

Yo no creo que los ministros de Interior que vinieron después de Corcuera mejoraran la imagen de ese Ministerio, al precio de tanto deterioro y tanto daño. Porque, cuando Garzón se va, y organiza ese escándalo… Cuando detienen a Sancristóbal y, primero, hace unas declaraciones diciendo que era una conspiración contra Felipe y después se convierte en testigo de cargo… No, creo que no, que Interior no daba imagen de más limpieza. Yo creo que, para explicar todo esto, alguien debería tener la valentía de decir que la «transición democrática» no fue tan ejemplar. Nuestra transición, pienso yo, está llena de porquería. Y nosotros la heredamos. Se hicieron muchas cosas que eran necesarias, porque no fue una revolución. No se acabó con el régimen, sino que hubo que hacer una especie de compadreo con todo el mundo… Yo no creo que la gente se convirtiera en demócrata de la noche a la mañana: había muchas personas que estaban implicadas en el régimen anterior y, de pronto, se hicieron demócratas. No, no. Yo creo que hay muchos agujeros negros. Y alguna vez habrá que averiguar qué hay detrás.

El último equipo de Interior, sobre todo Margarita Robles, hizo mucho daño al PSOE. Belloch tenía aspiraciones políticas y, seguramente, no buscaba dañar al Partido. Al final, él quería ser el líder del Partido, desde mi punto de vista. Pero sí quería construirse una imagen a costa de lo que fuera, pasando incluso por dejar mal a los que habían estado antes en el Ministerio del Interior. Respecto a Margarita, yo creo que fue absolutamente desleal con nuestro proyecto.

ALFONSO Y EL TRABAJO SUCIO

Yo creo que se ha sido muy injusto con Alfonso. ¿Por qué Alfonso se «carga» a Rodríguez de la Borbolla? ¿Por voluntad propia o porque se lo ordenan? ¿Y Alfonso Guerra a quién coloca al frente de Andalucía? A Manuel Chaves. Fue él quien lo destinó allí. Es decir, como mínimo, Chaves le debe algo a Alfonso Guerra: haberlo nombrado para dirigir Andalucía. El pago que después han tenido con él ha sido muy ingrato. Es comprensible que Rodríguez de la Borbolla le odie. ¡Pero Manuel Chaves…! ¡Si él llevó a Chaves a Andalucía! O, cuando se «cargaron» a Rafael Escuredo: ¿quién eliminó a Escuredo? ¿Y quién se llevó las culpas por la defenestración de Escuredo? Se las llevó Alfonso, pero se lo «cargó» Felipe…

Alfonso hizo, a veces, el trabajo sucio para Felipe. En cualquier caso, no vayamos a comparar la etapa de Alfonso Guerra dirigiendo el Partido con la etapa de Almunia, o la última etapa de Felipe; porque puede que Alfonso Guerra apartara a alguien porque le molestara, pero, con Almunia, no quedó ni uno. Compruébese en Andalucía, provincia a provincia: no queda ni uno. Ni en Castilla y León. En Galicia queda Francisco Vázquez[30]

Es muy injusta la imagen que se tiene de Alfonso Guerra. Yo creo que Alfonso Guerra no tenía el control del Partido que se le atribuye. Lo que ocurría era que determinadas personas pensaron que, estando cerca de Alfonso Guerra, podían conseguir sus objetivos y, cuando no los conseguían, le echaban la culpa a él. Más «guerrista» que Zapatero no había nadie. Yo conocí a Zapatero con los «guerristas». Después, por las razones que fueran, cambió y se alineó con los «renovadores».

Yo nunca he sentido la sensación de persecución que se atribuye a Alfonso. Todo lo contrario. Yo creo que ayudaba mucho a la gente. Solamente actuaba cuando creía que el Partido necesitaba cambios; entonces, eso sí, él movía los instrumentos para realizar esos cambios. También es cierto que él tenía esa responsabilidad, ¿no? El poder era Felipe. Nos hemos equivocado todos. El que mandaba era Felipe y Alfonso Guerra era la imagen… Alfonso hacía el trabajo del policía malo, y estaba bien que fuera así. Pero el poder era Felipe. Nos equivocamos todos. El que mandaba era Felipe, y Alfonso tenía la imagen… En el fondo, todos añoramos tener un Alfonso Guerra al lado.

Yo fui la primera persona con la que habló Alfonso Guerra cuando dimitió. Vino a Cáceres y tuvo una conversación privada conmigo. La explicación que a mí me dio fue la siguiente: había presentado la dimisión porque Felipe no tenía confianza en él y ya no tenía lugar en ese Gobierno. Añadía que Felipe le había aceptado la dimisión. Ésta es la explicación que me dio a mí. Luego dio otras explicaciones en el congreso del Partido, en Cáceres, pero ésta es la que me dio a mí.

Yo creo que, en ese momento, se acabó el Partido. Con la dimisión de Alfonso, el Partido perdió cualquier peso en el proyecto y dejó de marcar estrategias; dejó de ser una máquina electoral y, a partir de ese punto, el PSOE naufragó constantemente. Hasta ahora. Alfonso era el que mantenía el Partido en tensión, en vilo, el que utilizaba el Partido para apoyar a Felipe González siempre… Cuando se decide romper la disciplina en el Grupo Parlamentario votando en contra de Solchaga —nosotros cometimos el error—, ocurrió que, por única vez, no se apoyaba a Felipe González. Pero salvo en ese caso, no conozco ninguna etapa en la que Alfonso Guerra haya sido desleal desde el Partido con el Gobierno. Sólo en esa ocasión.

El Partido se puso en manos de personas —Cipriá Ciscar, Joaquín Almunia y otros— que le dieron la vuelta completamente, que terminaron con todo, arrasaron con todo… Era rara la Ejecutiva en la que no había un cambio de secretario general en cualquier provincia. Todas: una a una fueron cambiando. Era sistemático. Yo me salvé, seguramente porque no pudieron conmigo, pero dieron la vuelta a todas las federaciones…

FELIPE ME SALVÓ DE LA VENGANZA

Hubo un tiempo —allá por el año 1988 o tal vez en 1989— en que se llevó a cabo una operación para apartarme de la dirección en Extremadura. Yo creo que, detrás de todo, estaba el «grupo de Chamartín» y Alejandro Cercas, con el que hoy tengo una gran amistad. Cuando percibí que, efectivamente, existía una operación para «eliminarme», le pedí una entrevista a Felipe y fui a verlo a La Moncloa. Y le dije: «No hace falta, Felipe, que emprendáis ninguna operación, porque yo sé que, cuando el “aparato” se pone en marcha, es imparable. Vais a tardar, calculo yo, un año y medio en echarme, pero no es necesario: eso es agotar energías y dividir el Partido. Ya tienes la solución: me voy. Cuando quieras que no esté al frente de los socialistas extremeños, no hace falta que envíes a nadie ni que organices ninguna operación: yo me voy al instante. Puede haber razones que a mí se me ocultan, y que pienses que yo no soy la persona adecuada, por lo tanto, no hagas una guerra, por favor, porque va a deteriorarnos mucho, vamos a perder las elecciones y, al final, vais a ganar. Y como sé que vais a ganar y a mí no me apetece la guerra, me voy». Felipe me dijo: «Vete tranquilo, que no hay guerra. Se acabó. Si hay alguna guerra, en este momento se ha acabado. Vete para casa; vete para tu pueblo, no hay problema, yo tengo confianza».

Yo no sé si Felipe sabía lo que estaba en marcha, pero lo paró. Felipe y su «aparato» han tenido siempre claro que a mí no había que hacerme la guerra, porque yo, si tal batalla se planteaba, me iba. Y, seguramente, por esa razón, yo me salvé cuando el Partido quedó en manos de los «renovadores». No lo sé; tampoco le pedí explicaciones. Pero, seguramente, ésa fue la razón: siempre se ha sabido en el Partido que a mí no hacía falta tocarme las castañuelas para que abandonara. Yo me iba solo. Cuando tú no muestras aprecio al cargo ni tienes ganas de fastidiar, ni de joder… No lo sé, pero ésa puede ser la explicación.

Yo creo que los «renovadores» querían otro Partido. Ellos pensaban que se podía perder Extremadura y que no ocurriría nada si, a cambio, se ganaba Cataluña, se ganaba Madrid y se ganaban zonas que a ellos, seguramente, les interesaban más. Esto Almunia siempre lo ha pensado y lo ha dicho. Almunia, cuando era candidato, tuvo una conversación conmigo en la que me dijo que lo imprescindible era ganar en algunas zonas, y Extremadura no estaba entre ellas. Tenían la idea de que Extremadura aportaba pocos diputados. No era como Andalucía, o Cataluña, donde no da igual ganar que perder, porque pueden establecerse diferencias de veinte o treinta diputados. Aquí, como mucho, te «colaban» uno o dos…

Y después, y sobre todo: no nos querían. A mí esa gente me desprecia. Yo creo que me desprecian porque tenemos dos formas distintas de ver la vida, la sociedad… El libro que ha escrito Almunia[31] indica claramente el desprecio que me tiene. Escribió un capítulo dedicado exclusivamente a los «barones». Yo no existo. No es que me preocupe no estar en el libro de Almunia, pero si habla de los «barones»… parece que uno de los «barones» del Partido era yo. Y no existo. Es el desprecio de personas que no nos veían con buenos ojos: nos veían como una rémora, como un obstáculo. Preferían gente más en su línea, un Julián Santamaría, que les venía bien; en esa operación querían promocionar a Julián Santamaría, que es de Mérida…

CORRUPCIÓN Y PREGUNTAS SIN RESPUESTAS

Al final se impuso el mensaje de la corrupción, caló en la sociedad.

No quiero ser sectario, pero si, en 1993, nosotros hubiéramos perdido las elecciones, no habría ocurrido nada. Es decir, todos esos escándalos habrían sido una anécdota. Hay unas declaraciones del señor Anson en la revista Tiempo en las que se afirma que habían organizado una conspiración para terminar con Felipe «como fuera», incluso arriesgando la estabilidad del Estado. Es muy grave.

Yo creo que los casos de corrupción no se pueden ocultar, ni estábamos preparados para aceptar que existían. Teníamos una idea tan idílica de lo que significaba pertenecer al Partido Socialista, que no te entraba en la cabeza que alguien estuviera corrompiéndose. Ahora bien, el exceso de crítica sobre hechos aislados…

¿Qué sucedía? Que había doscientos o trescientos mil militantes, muchos de ellos ocupaban cargos de responsabilidad y miles de alcaldes. Pero, cuando se trata de corrupción, siempre se habla de Mariano Rubio, de Luis Roldán, pero no se va más allá: porque fueron tres o cuatro. El PP, junto con muchos medios de comunicación, tuvo la habilidad de hacer una herida de la que no fuimos capaces de recuperarnos. No importaba lo que hiciéramos: se dimitía por las cosas más absurdas, por las cosas más tontas.

Si comparamos cómo son ahora las cosas y cómo eran antes, fue una injusticia lo que les ocurrió a Barrionuevo y a Corcuera. Es decir, cuando un guardia civil le pega un tiro en la cabeza a una terrorista en la entrada de un piso, se investigaba de arriba abajo y de abajo arriba, porque pudiera tratarse de una utilización ilícita del poder por parte del Ministerio del Interior. Sin embargo, cuando un etarra aparecía colgado en un monte del País Vasco, con un tiro en el lado contrario de donde tenía la pistola, resulta que era un suicidio… Y si hablamos de hechos semejantes, puedo poner ejemplos y no parar: Lasa y Zabala, o el terrorista que, al parecer, iba detenido por la Guardia Civil, y se tiró a un río y se ahogó; se trajeron médicos desde Suecia para hacer autopsias, se hicieron diez autopsias, se demostró que no estaba muerto cuando se tiró, que se ahogó… Bueno, pues dicen que lo mató la Guardia Civil.

Yo creo que, honradamente, hubo una persecución brutal contra nosotros. Yo creo en la inocencia de Barrionuevo y de Corcuera. Estoy convencido de que nosotros no inventamos la guerra sucia, que la guerra sucia se hacía… desde que existe ETA. Y me imagino que seguirá habiendo guerra sucia. Yo no puedo comprender que a nosotros se nos tratara tan mal en este asunto, sólo lo puedo entender si tengo en cuenta la irresponsabilidad del PP. Es decir, la persecución formaba parte del plan para quitarnos el poder «como fuera».

EL GAL ES LA TRANSICIÓN

A Barrionuevo lo condenaron con unas pruebas que valían en unos casos y, en otros casos, no valían. Es decir, el testimonio de Sancristóbal valía para un caso y, para otro, no valía. Lo condenaron a base de testimonios sin confirmar. Lo única prueba aportada para condenar a Barrionuevo era la existencia de una llamada, desde una comisaría del País Vasco, diciéndole a Barrionuevo que tenían a Segundo Marey…

En cuanto al GAL… Yo creo que el GAL es la transición. Yo no estoy dispuesto a que mi Partido pase a la Historia como el que inventó la guerra sucia contra ETA. En primer lugar, porque la guerra sucia estaba inventada desde hacía tiempo. No en vano, hay cuarenta y tantos muertos antes de que llegáramos al Gobierno y veintisiete, después, con nosotros en el poder. ¿Por qué el ministro del Interior anterior a nosotros, Martín Villa, hoy está felizmente retirado con cuatro mil millones de pesetas de indemnización y Barrionuevo fue a la cárcel? ¿Por qué? ¿Por qué Suárez preside hoy la Asociación de Víctimas del Terrorismo sin haber ido a un funeral de una víctima en su vida? Sin embargo, los que se tragaron todo el sufrimiento fueron a la cárcel. De verdad: no lo puedo comprender. ¡Me sublevo!

Lo malo es que aquellos asuntos se mezclaron, además, con la historia de la corrupción económica. Pero ahí tampoco son todos iguales. Es decir, el tío que se corrompe para llevarse dinero a su casa es más corrupto que el que se corrompe para darle dinero al Partido. Yo sé que hay gente que piensa que es una doble moral intolerable, pero no es lo mismo. Y lo está diciendo alguien que en la puta vida ha cogido dinero para el Partido. Nunca. Y ofrecimientos he tenido. Pero no es lo mismo hacer un negocio para que el Partido pueda hacer una campaña, que hacerlo para enriquecerse uno mismo. Yo no lo justifico, pero distingo.

Los de la derecha tienen votos y, además, tienen dinero, tienen medios de comunicación, tienen poder económico, financiero, tienen todo. Nosotros no tenemos más que votos. Es una lucha desigual. Y de vez en cuando, a lo mejor, ha existido tentación de intentar equilibrar la balanza. Yo lucho en Extremadura contra la derecha en condiciones de inferioridad. Pero es el cinismo lo que me saca de quicio. ¿O es que alguien cree que el Partido Popular se está financiando legalmente? Yo no tengo pruebas, por lo tanto no puedo acusar, pero nadie me podrá decir que la cinta magnetofónica del caso Naseiro es falsa, porque es verdad. Y quien se benefició de ello se llama Zaplana, que puede ser presidente del Gobierno. No es justo: no es justo que, porque una decisión judicial establezca la invalidez de una prueba, esta gente pase a la Historia como los «limpios» y nosotros como los «marranos» de la política española. ¿Pero esto qué es? Y Ángel Sanchis, forrado de millones… —si será malo que hasta Franco lo procesó cuando tenía gasolineras en Extremadura—, este tío… ¿Cómo es posible que Zaplana dijera en esa cinta magnetofónica que «yo estoy aquí para ganar dinero, para hacerme rico» y que Corcuera haya sido procesado por comprar unos pendientes a las señoras de algunos responsables de Interior?

No reaccionamos ante la corrupción porque no estábamos preparados para asumir que pudiera existir. Ahora sí. Ahora ya sabemos que puede haber gente que se corrompa y estamos excesivamente vigilantes. Pero antes no estábamos preparados y no supimos cómo reaccionar. Además, algunos de ellos, ni siquiera eran de los nuestros. ¿Qué clase de socialista era Mariano Rubio? ¿Por qué teníamos nosotros que endosarnos la responsabilidad de un tipo que se lleva no sé cuántos millones de pesetas? Llegó un momento en que todo lo que ocurría —lo malo— caía en la espalda de los socialistas, y era muy injusto.

Yo creo que a Felipe le dolió más la corrupción de la beautiful people; le dolió mucho lo de Mariano Rubio, mucho, porque pensaba que esa gente no se iba a corromper nunca. A lo mejor, en los casos que afectaban directamente al Partido, pensaba que había razones que pudieran explicar alguna actuación. Pero, con esos personajes, creo que se llevó una gran decepción. Es verdad que Felipe les apoyó hasta el final. Desde luego, yo no digo que los «renovadores» fueran corruptos… Pero es verdad que, por afinidad, por proximidad sociológica, Felipe se sentía más cómodo en ese ambiente.

REVOLUCIÓN Y EMOCIÓN

La dirección del Partido, hasta ahora, me ha permitido decir lo que pienso honradamente. Yo creo que a nadie le molesta que alguien le señale los errores, si sabe que no tienes intención de destruirlo, en política o en cualquier otro aspecto. Yo siempre fui leal con Felipe y con Alfonso, pero también fui capaz, al mismo tiempo, de cantarles las verdades del barquero, a los dos.

Y lo mismo ocurre con Zapatero. Nuestras relaciones fueron malas, al principio. Pero ahora, creo, son bastante mejores. Sencillamente, porque le hablo con la misma claridad con que hablaba a Felipe y a Alfonso. Y estoy seguro de que Zapatero, ahora mismo, agradece lo que le digo.

Perdimos las elecciones en 1996, pero sólo por 300.000 votos de diferencia. Yo creo que eso se explica porque nosotros siempre somos un Partido deseado y, en aquel momento, ya no teníamos la credibilidad de años anteriores. Por eso perdimos por tan poca diferencia, porque la gente quiere a este Partido. Éste es un Partido de una importancia capital en la vida política española, tanto si está en el Gobierno como si está en la oposición. Sin nosotros no se podría hacer nada. Ahora bien, la gente también sabe que hay veces que, a lo mejor, es necesario que gobierne la derecha, para llevar a cabo políticas que nosotros no podemos hacer. Por ejemplo, los ciudadanos pensaron que el Partido Popular podría solucionar el tema del terrorismo y, si no lo hace, es por errores suyos. Pero, a nosotros, cuando no nos quieren en el Gobierno, nos quieren muy cerca del Gobierno. Porque saben que éste es un Partido fundamental en la estructura de España. Nosotros no tenemos más que el voto y el territorio. Ellos, los dirigentes de la derecha, pueden hacer el proyecto que les dé la gana, de una España unida o desunida, su proyecto sale siempre adelante, con libertad y sin libertad, con democracia y sin democracia, con golpe de Estado o sin él: la derecha siempre hace su proyecto. Pero ¿cómo vamos a querer nosotros romper un Estado, si es lo que necesitamos para hacer la política que queremos? ¿Cómo vamos a querer nosotros cargarnos España? Si no tenemos España, no tenemos nada… aunque sea solamente para llevar adelante nuestro proyecto. Un socialista sin Estado no es nada. Y, en ese aspecto, también hubo una gran contradicción en el seno de nuestro Partido: había personas que creíamos que el Estado era fundamental y otras pensaban que no, que todo era un producto contable, y de liberalismo y de mercado. Pero sin Estado, un proyecto socialista no tiene futuro.

En mi opinión, hicimos una revolución sin emoción en España. El país que nos encontramos y el país que dejamos no se parecen en nada. España es, en la actualidad, un país sin miedo al golpe de Estado, moderno; conoció una expansión hacia el mundo y la entrada en la Unión Europea; se llevó a cabo una política de igualdad social extraordinaria, en educación, en sanidad: se universalizó casi todo; se aprobaron pensiones para gente que nunca las había tenido…

Creo que fue una revolución, pero sin emoción. Y se explicó mal: no se utilizó un lenguaje transformador, sino un lenguaje de gestión. Yo creo que Felipe González hizo una gran tarea en España. Solamente le quedó por hacer una cosa: conseguir que no hubiera una España con dos velocidades; es decir, un cierto reequilibrio territorial. Esto no lo hizo, seguramente, porque no le dio tiempo. Pero España no puede seguir teniendo unas regiones muy desarrolladas y otras poco desarrolladas. Yo he aprovechado la oportunidad. Es por eso que me mantengo aquí, en Extremadura.

Y he decidido repetir —esto puede parecer una petulancia o una impertinencia—. En Extremadura no hubo reconversión industrial. Así que la reconversión industrial soy yo.