Sin rencor
Resulta particularmente difícil hurgar en la memoria de un hombre que, como Javier Solana, confiesa pudorosamente que es feliz y que es capaz de vivir sin rencores. Porque en esa memoria se han borrado todos los rastros del desasosiego y la enemistad, de la ambición y de la ansiedad. Ocurre que Javier Solana vive moderadamente a gusto dentro de su piel, quizás porque se ha avenido a hacerle un sitio, en su interior, a una tristeza que no suele hacer ruido. Ella ocupa un lugar en sus maletas cada vez que su dueño tiene que hacerlas con febril rapidez; no es pesada, no incomoda. Incluso se esconde, más aún, cuando oye a Javier repetir que es feliz y hace el relato pormenorizado del triunfo, razonable, de su vida. Pero ella, la tristeza, está ahí, debajo de su corte de pelo a cepillo, en su mirada todavía ingenua y despistada, entre las dudas de su tono de voz, a veces inaudible.
Está ahí esa tristeza, llena de la cordialidad exuberante y sincera con la que me acoge, y me convence, de que él, en realidad, ha sido un hombre afortunado. Está delante de mí un insólito Javier Solana, forzosamente «varado» por una lesión en un pie; lo que no le impide dar vueltas alrededor de la mesa mientras habla.
Da vueltas también alrededor de todos los años en los Gobiernos de Felipe González. Porque Javier Solana estuvo en todos; fue el único que estuvo siempre junto a Felipe. «Fueron años fantásticos», asegura.
Y lo fueron. Al menos para él, que tuvo «la suerte» de ser el primer ministro de Cultura de los Gobiernos del PSOE, cuando toda la acción política caía como agua en el desierto. Disfruta cuando cuenta cómo se le arrimó toda la izquierda y cómo la derecha no parecía demasiado incómoda, porque no hubo vetos contra nadie y porque —esto lo digo yo— Javier Solana nunca ha sido un provocador.
«Besos y abrazos» le llamábamos muchos, porque ése era su latiguillo para concluir una conversación, aunque no se estuviera despidiendo. Fueron los años del éxito, de las decisiones, de la esperanza… Se entusiasma como un niño cuando recuerda «aquella decisión de que los museos fueran totalmente gratuitos. Fue fantástico y causó un impacto tremendo». Luego sonríe y no le importa reconocer que «aquello fue un poco demagógico, porque la gente tiene que saber que los museos necesitan ayuda»…
Enseguida llegaron los años difíciles que pusieron a prueba su flema y su buen ánimo. Lo primero, la OTAN. «La primera, en la frente», el bautismo de fuego y de realidad que le despertó de aquella ambigüedad calculada, tan mal calculada. Javier Solana lo recuerda como «aquel enorme esfuerzo» que todavía hoy le acentúa los surcos de la cara, le enciende la mirada, le apaga la voz: «Enorme, enorme; aquello fue muy duro, para Felipe, para todos».
Pero no logra, hurgando en los recuerdos, pensando en voz alta, que surjan nombres y apellidos de gentes con las que tuvo enemistad o distancia en aquella guerra civil que dividió a la izquierda de este país. Porque Javier Solana conservó a los amigos, restañó las heridas y explicó lo inexplicable.
Habla en voz baja de Alfonso Guerra. Pero lo suficientemente claro. Solana fue un «renovador» silencioso, que estuvo donde quiso estar, pero del que es imposible recordar ninguna estridencia. Sencillamente, porque nunca fue su manera de andar por la vida. Caminaba por el PSOE suavemente, con la tranquilidad del que anda por el pasillo de su casa. Llegaba a las reuniones de la Federación Socialista Madrileña en aquella Vespa que hacía volar por los aires su bufanda roja y sus melenas. Y se estaba allí hasta que se quedaba convencido de que había dejado muy clara su forma de pensar sobre el papel del Partido, sobre qué hacer con el poder y con aquella sociedad española que comenzaba a sacudirse el plomo de las alas. No llevaba la cuenta de cuántas veces se anotaban sus palabras de suave disconformidad, ya que, por lo demás, eran pocas. Él prefería decirlas fuera del territorio enemigo, en aquellas cenas junto a José María Maravall, junto a Alfredo Pérez Rubalcaba, junto a Joaquín Almunia. Y aun así, le gustaba hablar poco y escuchar mucho. Porque la locuacidad, el ardor y la vehemencia los guardaba, celosamente, para los mítines y para convencer a los militantes: los encandilaba con aquel socialismo posible que se le subía al corazón —y a la cabeza— en cuanto ponía el pie en la tarima.
Suavemente, Javier Solana va repasando su ir y venir por todos los Gobiernos socialistas. Sólo cuando tropieza con un brusco y escondido recodo se escuchará el ruido del agua encrespada y de las corrientes más vivas. En ese recodo le aguarda una llamada de teléfono y la voz de Felipe González para pedirle, para explicarle, para decirle… aquello: que ya no sería, como siempre, el número dos de la lista de Madrid, que lo exigía Garzón y la razón… electoral. Con la misma devoción que seguirá hablando de Felipe González, Javier Solana estalla de sinceridad sin maquillar: «Me dolió, me dolió de cojones».
Tampoco pudo ser el sucesor de Felipe, porque la vida suele ser circular y le esperaba en Bruselas la Secretaría General de la OTAN, todo un reto de gloria. Pero eso no puede ocultar aquella otra memoria, aquella llamada, aquel desconcierto. Felipe lo sabe, igual que sabe, con toda certeza, que Javier Solana no le guarda rencor. Nunca lo tuvo.
En las vísperas de las elecciones de 1982 —después de tantos años en la oposición—, veíamos cómo la posibilidad de llegar al Gobierno se hacía realidad: empezamos a trabajar en programas porque teníamos la certeza de que queríamos responsabilidades de Gobierno. Recuerdo las reuniones con Felipe, cuando analizábamos diferentes esquemas, analizábamos las prioridades, etcétera. Desde que supe que iba a ser ministro de Cultura, tenía en la cabeza la idea de hacer un gesto simbólico que pusiera de manifiesto nuestro interés fundamental por la cultura, y el mismo día que tomé posesión fui a visitar, a su casa, a Vicente Aleixandre, que era el Premio Nobel vivo que teníamos en España. Era un acto de reconocimiento de los valores de la literatura, y aquella visita se convirtió en un acontecimiento. Al día siguiente, la foto de ese encuentro con el escritor sirvió para poner de manifiesto algunas de las líneas de acción del Gobierno respecto a la cultura y a los bienes culturales.
Una vez sentado en mi despacho, las expectativas que habíamos despertado nos aconsejaban elegir, para determinadas responsabilidades —ya lo habíamos decidido antes—, a personas carismáticas, como Pilar Miró, o como Jaime Salinas. Queríamos que estos nombramientos, y otros, marcaran nuestro deseo de situar la cultura en la vida social —y en la vida política—, y nuestra aspiración de dar participación a la gente en el ámbito cultural.
Otro de mis objetivos fundamentales era la creación de infraestructuras culturales y la regularización de los medios de comunicación del Movimiento. Era éste un proceso que el Gobierno anterior no se había atrevido a culminar. Los socialistas lo hicimos; consideramos que era responsabilidad nuestra dar salida a esa estructura de medios de comunicación, que en aquel momento representaba un aparato de poder en manos del Estado, y transferirla a la iniciativa privada. Tuvimos clara desde el principio la idea de que había que normalizar esa situación: un país democrático no podía tener una prensa pública, con todo lo que eso significaba. Yo tenía la ilusión de que esa transferencia hubiera sido aprovechada por los trabajadores de los medios para crear cooperativas, pero no pudo ser, excepto en un caso. La gente que trabajaba en esos periódicos estaba ya desmoralizada por todo lo que había ocurrido en los últimos tiempos y no se atrevió a dar ese salto.
Empezamos a trabajar sobre esos objetivos. Pero el recuerdo que ha quedado más claro en mi mente de aquellos primeros días de Gobierno es aquella foto de Felipe González en la División Acorazada Brunete… Seguro que esa imagen perdurará, durante muchos años, en el recuerdo de mucha gente, igual que en el mío.
HABLAR CON FELIPE MUCHAS HORAS
Felipe y yo habíamos hablado, durante horas y horas, sobre el futuro Gobierno. Y, desde el principio, sin hacer muchas reflexiones sobre si yo estaba disponible para el puesto de ministro de Cultura, teníamos claro que queríamos darle a la cultura el impulso que la derecha no le había dado. Para los dos era importante, más allá del ministerio sectorial, dar sentido a la acción cultural dentro de la política: era decisivo que la cultura impregnara toda la acción gubernamental. Creo que acertamos, y que lo hicimos con cierto esplendor.
En este país había tanto que hacer, tanto, tanto… Pero había también tantas, tantas ganas, en todos los sectores… Yo no quería hacer solamente relaciones públicas —podía ser una tentación—: queríamos desarrollar una infraestructura duradera que sirviera, además, para borrar esa imagen de la cultura como una página superficial de la acción del Gobierno. Y lo hicimos solos, o en cooperación estrecha con la iniciativa privada; trabajamos muchísimo con la Fundación Juan March. Incorporamos la iniciativa privada en operaciones de gran envergadura, por ejemplo, en Albacete: habíamos elegido esta provincia para probar cómo, con un esfuerzo relativamente modesto, desde el punto de vista económico, se podía elevar, se podía dar un impulso notable, en un período corto de tiempo, a la vida cultural.
Yo diría que el tono cultural del país era… de «medio pelo», pero todo el mundo tenía el deseo de trabajar y de cooperar. Para mí, ese empuje hacia el cambio fue enormemente satisfactorio. No encontré, prácticamente, adversarios en el otro lado, ni gente que no quisiera participar o que no quisiera sumarse a ese movimiento entusiasta. En determinados momentos, tuvimos algún problema con algún sector de la derecha; pero, en general, el mundo de la cultura se volcó con nosotros.
No tuvimos que vencer resistencias de tipo corporativo o personal. Fue tal la esperanza que se generó que incluso algunos sectores de la derecha compartieron la nueva dinámica. El Gobierno de los socialistas suscitó un gran sentimiento de cooperación y deseos de que todo saliera bien.
Recuerdo alguna reacción negativa de la derecha, como la concesión del Premio Cervantes a Rafael Alberti. Tampoco se me ha olvidado aquella especie de monocrítica que se me hacía, desde algún medio de comunicación —de forma abstracta, pero muy insistente—: se me acusaba de dirigismo cultural, del monopolio de la cultura de izquierdas. Fueron campañas persistentes, pero no obtuvieron ninguna aceptación por la mayoría de la sociedad… Era tan grande el deseo de que aquellos aires de antes, que lo habían impregnado todo, fueran borrados; era tan grande el deseo de que la vida política, la vida social y la vida cultural cambiaran de dirección…
Hasta entonces, no se había hecho en nuestro país política cultural, en el sentido en que lo entendíamos nosotros, los socialistas. Había habido algunos gestos, eso sí: por ejemplo, el regreso a nuestro país del Gernika, algunas exposiciones… Pero no se había trabajado una política cultural en el sentido amplio del término. Ése era un gran reto, y yo pienso que, honestamente, lo culminamos bastante bien. Creo que nuestros primeros ocho años de Gobierno —por lo menos esa etapa— fueron bastante bien valorados por los ciudadanos.
No me quiero poner flores pero, en todas las encuestas, yo salía bien valorado como ministro de Cultura… Lo más importante de ese período fue el cambio radical que dimos a la estructura cultural; fue un cambio radical, y general, que sobrevivió durante mucho tiempo. Para nosotros no existía la cultura de izquierdas o de derechas, pero nuestra política cultural era de izquierdas. Lo que pretendíamos era facilitar la cultura para todos; la política de izquierdas que podíamos hacer pasaba por conseguir que la cultura fuera de calidad y llegara al máximo de ciudadanos posible. Eso es lo que puede hacerse desde el Gobierno con una perspectiva de izquierdas: generar un clima que permita una máxima calidad cultural, evitar las «culturas malas» y aplicar unas políticas activas que permitan que la cultura sea accesible para la mayoría. Para nosotros, si no era de calidad, no era cultura, y nuestro esfuerzo iba dirigido a que ésta fuera distribuida de manera asequible, que la pudiera disfrutar el mayor número posible de personas. Ésos eran nuestros retos fundamentales y, en gran medida, los cumplimos. Los historiadores lo valorarán.
UNA TENTACIÓN DEMAGÓGICA
De toda mi experiencia en Cultura, la tarea que más satisfacciones me dio fue la puesta en marcha de decenas de infraestructuras culturales, muchos auditorios, en ciudades y en pueblos grandes; recuperamos también un centenar de teatros en toda España. Hoy no estamos los socialistas en el Gobierno, pero ahí ha quedado esa infraestructura extraordinaria para uso de millones de ciudadanos…
Además, tuve que afrontar grandes retos, como el de la ampliación del Museo del Prado. A propósito del Prado… Recuerdo una anécdota que todavía me hace sonreír: había que restaurar Las meninas y Felipe me dijo: «Mira, haz lo que quieras, pero ya sabes que si nos equivocamos en esto, es más grave que si nos equivocamos en cualquier otra iniciativa del Gobierno». Pero salió fantástico. Después, iniciamos la negociación de la colección Thyssen, se creó el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofia, que hoy es una de las grandes realidades culturales…
Pero lo más importante que conseguimos los socialistas, a mi juicio, fue que se generara el respeto a la cultura y que se empezara a involucrar a la cultura en la escuela.
Recuerdo que una de las medidas que aprobamos fue la entrada gratuita a los museos. Vista con la perspectiva actual, realmente, fue una decisión un poco demagógica… Pero, entonces, fue un bombazo: ¡los museos, gratis! En uno de nuestros primeros Consejos de Ministros aprobamos la gratuidad en la entrada a los museos. Ésa fue, seguramente, la mejor campaña publicitaria que pudimos hacer para que la gente visitara los museos… Hoy, bien analizada la decisión, creo que aquello tenía una cierta carga demagógica, como ya he admitido, pero teníamos que hacer un esfuerzo para que la gente acudiera a los museos. Fue un gran aldabonazo por lo que aquella frase significaba: «¡A partir de mañana, los museos, gratis!». Tuvo un valor de cambio tremendo; tuvo un valor simbólico extraordinario. Si repasáramos en las hemerotecas aquellos días… Sí, ¡fue un bombazo! No lo volvería a hacer, porque creo que los museos no pueden ser gratuitos; pero, en aquel momento, era necesario hacerlo para poner en valor esas instituciones. Hoy, en cambio, pediría a la sociedad que contribuyera a que los museos fueran mejores con su propio esfuerzo personal, no solamente con los impuestos. Pero, en cualquier caso, fue tremendamente eficaz. Honestamente, no recuerdo ninguna otra decisión importante en la que me equivocara de manera catastrófica. Pudo haber ocurrido con la restauración de Las meninas, con la limpieza del lienzo, pude haberme equivocado… Lo pasé mal hasta que Vallejo y Alberti, las dos primeras personas que vieron el cuadro ya limpio, dieron el visto bueno. Quedaron encantados con el trabajo, pero yo no me tranquilicé hasta que les oí decir: «Éste es el cuadro que nunca hemos visto». Las meninas, con sus tonos azules… Yo había pasado una angustia profunda mientras se hacían las tareas de restauración.
También me quedaron asignaturas pendientes. Me hubiera gustado profesionalizar más la industria cultural, cuyo peso en las sociedades modernas es muy importante. Me hubiera gustado impulsar la industria cultural, aunque es algo que se hizo después, cuando yo ya no estaba en el Ministerio.
Pero creo que, como ministro de Cultura, viví una época dulce, no tuve grandes acusaciones ni complicaciones…
HUYENDO DEL SECTARISMO
Nuestro afán por distribuir el poder, por repartir las responsabilidades, provocó algún problema. Pero era un riesgo que estábamos dispuestos a correr, aunque fuera grande, porque era la primera vez que estábamos en el Gobierno. Teníamos una clara intención de no ser sectarios y hubo una enorme generosidad. Cuando alguna gente nos acusaba de egoísmo… ¡Un camelo inmenso! ¡Todo lo contrario! Nos comportamos —me comporté— con una enorme generosidad. Queríamos, además, dar la sensación de que el nuestro era un Gobierno de izquierdas, pero en el que todo el mundo tenía cabida. Eso nos parecía vital para construir la democracia y para que toda la sociedad se pudiera sentir representada. Fue uno de los grandes activos de la primera parte de nuestro mandato, ¿no? Un Gobierno de izquierdas, de jóvenes socialistas que quieren hacer un país y que quieren construirlo con todos. Y el que no quisiera, que se autoexcluyera. Creo que la sociedad española lo pudo percibir así. Seguramente ha sido uno de nuestros activos más importantes. Hubo un gran pacto entre todos los sectores democráticos, las clases trabajadoras, las clases medias, los profesionales… Era un pacto implícito, no explícito; ese pacto «sobreentendido» era el que nos había llevado al Gobierno, el que nos permitió movilizar tantos entusiasmos.
Ya en mis primeras conversaciones con Felipe —cuando veíamos en el horizonte nuestra llegada a La Moncloa— teníamos claro que queríamos ser un Gobierno nacional, y que queríamos hacer un país moderno, un país a la altura de los países europeos, un país que provocara el orgullo de pertenecer a él, llevarlo a Europa y situarlo en la modernidad. A la vez, queríamos un país justo, teníamos que poner en marcha toda la estructura de lo que podríamos llamar la «sociedad del bienestar», inexistente entonces, o en pañales. Sabíamos que teníamos que hacer lo que le hubiera correspondido hacer a una burguesía moderna, que no lo hizo, porque en España esa burguesía nunca existió. Pero, fundamentalmente, queríamos hacer un país donde todo el mundo cupiera, un país profundamente democrático. Y que nunca jamás pudiera sufrir una nueva marcha atrás.
En aquellos momentos, ni Felipe ni yo intuíamos que podríamos llegar a chocar con algunos sectores del Partido y, más concretamente, con la UGT. No pudimos imaginar que no iban a entender la apuesta del Gobierno por una economía de libre mercado.
Pero no olvidaré nunca —fue algo brutal— las grandes peleas y las grandes discusiones que tuvimos con los sindicatos. Sin embargo, con José Luis Corcuera, hombre de confianza de Nicolás Redondo, recuerdo debates muy fructíferos; nos entendíamos perfectamente con él, incluso en la pelea. Con Nicolás fue todo distinto. Si hubieran dejado a Corcuera como máximo dirigente de la UGT, habríamos llegado a entendimientos decisivos. (José Luis hizo cosas fantásticas; le ganó al Gobierno negociaciones fantásticas, con una capacidad… ¡Hicimos muchísimas cosas! Fue un sindicalista de primera).
Pienso que hubo una falta de visión, por parte de Nicolás, para entender qué se necesitaba para que el país saliera adelante sólidamente, qué había que hacer, en el ámbito de la economía, para que pudiéramos sentar las bases de nuestro Estado de bienestar, para hacerlo de verdad, no sólo sobre el papel. Por ejemplo, todo aquel follón que nos montaron por la reconversión industrial… Yo viví todo el proceso de la reconversión con gran sufrimiento, pero con el convencimiento de que había que hacerla. Había que poner trabajadores en la calle, algo durísimo, pero se trataba de hacerlo de la mejor manera y con las máximas garantías posibles. ¿Que se nos pudo escapar el tono en alguna declaración pública, especialmente a Carlos Solchaga o a Miguel Boyer? Es posible, pero lo que está claro es que hicimos lo que teníamos que hacer.
Pienso que no hay manera de explicar una medida como la reconversión a quien va a padecerla. No puedes convencer a una persona que va a perder su puesto de trabajo, que se va a la calle. Es imposible, por mucho que se lo expliques. Eso es una tontería. La sociedad tiene que entender esas políticas, pero nunca podrá entenderlas aquel al que «le ha tocado la china», aunque se lo expliques por activa y por pasiva. Quizás se podía haber presentado de una manera más cuidada… Pero yo creo que Felipe siempre lo hizo así: no habrá en las hemerotecas una frase de Felipe sobre ese tema que pueda ser criticable y, digamos lo que digamos, la comunicación siempre le correspondía a Felipe.
Pero con Nicolás Redondo pinchamos. No porque Felipe —como algunos han querido interpretar— pretendiera imponer a Nicolás la certeza de que él era el que mandaba, sino porque era Nicolás el que quería mandar en Felipe. Esa relación es muy difícil de explicar… Por ejemplo, visto desde la perspectiva actual, el contrato de inserción juvenil era un proyecto fantástico. Se lo cargó Nicolás Redondo, ¡por narices! ¡Cuando habíamos resuelto un problema grave que afectaba a la gente joven, y a muy bajo precio, va Nicolás y la arma! ¡Hay que ver lo que han sido después los sindicatos! ¡Hay que ver cómo han actuado cuando los socialistas ya no estábamos en el Gobierno! ¡Lo que hubiéramos podido hacer nosotros en el Gobierno con unos sindicatos con una mentalidad un poco más abierta! Nicolás no supo adaptarse a la situación. Y no pudo adaptarse por problemas psicológicos, y por problemas de otra índole que otros podrán contar mejor que yo.
NICOLÁS NO LO SOPORTÓ
Lo que sí tengo claro es que Nicolás sentía una cierta frustración porque no creía que Felipe iba a dar lo que dio de sí. Nicolás tenía gran respeto por Felipe, pero Felipe se convirtió en un primer ministro muy importante, un gran líder, un «monstruo» nacional e internacional. Y Nicolás no lo soportó. La envidia, la frustración, tienen en esa confrontación un papel importante. No lo sé, pero podría haber gente que dijera, aunque sin razón: «Oiga, que esto lo hemos hecho entre todos». Entonces, aparecen los celos; es como un puente en el que unos se quedan encima y otros debajo. Felipe en lo que sí tuvo suerte fue en que no tuvo problemas internos en el Partido respecto a su liderazgo. Nadie le quería quitar el puesto.
Tony Blair tiene un ministro de Economía que, si pudiera, lo mataría para ocupar él su cargo, pero sabe que no podría ocuparlo. Alfonso tenía la misma certeza: que él no podría ponerse en su lugar. Y los que sí podrían haberlo hecho, no pusieron trabas.
Hay una relación que va surgiendo poco a poco… Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, por diferentes razones, creen que son los padres de Felipe González. Eso es así. Mucha guerra psicológica —y muy negativa—, más allá de la política. Porque, en realidad, en la política, tampoco había tantas diferencias. Ante la aplastante evidencia de una personalidad como la de Felipe, que ellos temían que se encumbrara a los cielos, que se convirtiera en un ser intocable, Alfonso intenta pararle por la vía del Partido y Nicolás por la vía del sindicato.
No debemos olvidar, en este contexto, que Mitterrand llegó al Gobierno muy poco tiempo antes que nosotros, con una política que llevó a Francia al desastre, a dos devaluaciones… y a tener que deshacer más tarde todo lo que habían hecho. El mundo era el que era y nosotros teníamos que jugar en ese mundo si queríamos entrar en Europa. Estaba claro que lo que había pasado en Francia no podía ocurrirnos a nosotros. No era posible aplicar una política que no tenía cabida en el concierto internacional en el que España quería insertarse. Insisto: podíamos matizar pequeñas cosas, pero la línea fundamental de cambio, no. Este país debía reconocer y asumir que la inflación era negativa, que se había producido un cambio radical en las relaciones internacionales —son los años de Ronald Reagan y Margaret Thatcher— y España era un país que estaba situado en los dos dígitos de inflación sistemática. No podíamos entrar en el entorno europeo así: había que hacer una reconversión industrial en España, que era un país con una carga corporativista tremenda, con una derecha económica corporativista, nada liberal, nada, en absoluto. La derecha económica servía a sus propios intereses, había sectores productivos enteros que había que abrir, porque ni servían a los intereses generales del país, ni servían a nadie. Sólo servían a unas corporaciones, ya fueran corporaciones de empresarios o de trabajadores. Había que abrir estos sectores, y más valía que se abrieran, porque los Gobiernos anteriores no habían sido capaces de hacerlo. Políticamente, yo defiendo las decisiones que tomamos. ¿Lo podríamos haber hecho con más sutileza? De acuerdo, eso siempre es posible. Pero no nos engañemos: no era la sutileza lo que podía cambiar las cosas.
Yo percibí que Boyer era una personalidad fuerte, y que Alfonso Guerra y él no se llevaban bien, no se respetaban. Uno pensaría que el otro era un «pelón», y el otro, que el contrario era un pedante. No sé… Pero lo cierto es que no se querían, no se estimaban. Y también es cierto que Alfonso Guerra nunca puso una alternativa a esa política económica liberal encima de la mesa. Es decir, yo no la puse tampoco, y yo sentía rabia, pero rabia contra la realidad. A mí, lo que me daba rabia era que la realidad fuera así. Sufrí horrores con las reconversiones industriales, y prediqué en los mítines, y traté de justificarlas, haciendo de tripas corazón, y explicarlas de la manera más abierta posible. Y fui a ver a los mineros, a Gijón, y a otros lugares… Hice todo lo que pude hacer, pero no tenía respuesta para aquella situación. Mi rabia se debía a aquella realidad, que era así de dura y así de jodida… Yo me peleaba contra la realidad, pero no la podía cambiar… Era así de jodida la cosa. En Francia habían muerto algunos obreros de la reconversión siderúrgica… Aquí hicimos una buena reconversión industrial, lo que ocurría era que no se quería que se hiciera, y este Gobierno tenía que hacerla. De ahí nuestra rabia, la rabia de Alfonso. La mía era menor, la verdad, porque Alfonso era más vengativo… A mí me molestaban tremendamente algunas políticas, tremendamente, pero me molestaban porque no quería que se hicieran. Pero yo no tenía otras… Acepto que se podían haber evitado ciertas actitudes, sobre todo por parte de Boyer… Pero nuestra frustración se debía a la realidad, y como no podíamos sustituir la realidad por otra, te tenías que rebelar contra el que representaba esa realidad, con Boyer, con el que te decía que «la vida es así».
Pienso que en aquella huelga general tan injusta hubo un error, hubo sólo un error. Se acumularon todas las tensiones de la reconversión industrial, de algunas medidas de trabajo… Había, sin duda, un malestar subterráneo entre los sindicatos y el Gobierno. La pregunta es por qué la gente optó por los sindicatos. Yo creo que llegó un momento en que la izquierda dijo: «Voy a darles un capón. Que no les abra la cabeza, pero voy a darles un capón». El éxito de la convocatoria fue importante porque nosotros fuimos leales en aquella ocasión y dejamos hacer. La derecha se volcó, los empresarios se volcaron también apoyando la huelga… Recuerdo que, desde la ventana del Ministerio —me había quedado a dormir en el Ministerio—, yo veía la calle de Alcalá vacía, como si hubiera habido una guerra mundial: no había ni un alma, hasta que empezaron a llegar los piquetes…
A Felipe, la huelga le hizo mella. Al menos desde el punto de vista personal. Pero no sé si se sentía responsable de la misma o de no haber sido capaz de frenar a Nicolás. La vivió como un fracaso personal, como un fracaso del país. De todos modos, Felipe no es una persona que exprese sus interioridades de manera clara, pero sé que, para él, fue un fracaso.
Las relaciones con UGT fueron tremendas. Recuerdo la dureza y el dolor que nos produjo cuando teníamos ya encima lo de la PSV y todo aquello. Ellos ya sabían dónde estaban —el estrepitoso fracaso de la cooperativa de viviendas—, toda esa «merdé» en la que estaban metidos, y yo también lo sabía… ¡Y te llevan a la huelga, y te reclaman la deuda histórica, cuando debían de estar pensando en otras cosas, en pedirte «por favor, sácame de este agujero»! ¡Tremendo, tremendo!
Respecto al apagón de TVE, me sorprendió que Pilar Miró no lo calculara, porque yo creo que todos temíamos que iba a haber algo gordo. Y no sabría decir exactamente si teníamos alguna esperanza de que los sindicatos jugaran a amagar y no dar; no puedo recordar si alguna vez pensamos que no iban a ganar. Honestamente, no sabría decirlo. Yo sabía que la enseñanza iba a parar y que los transportes iban a parar. Al final, hubo miedo; porque en los últimos días había una sensación de «operación militar», por parte de Comisiones Obreras, del PP…
El papel del que administra el Presupuesto es repartir, pero… Todavía me arrepiento de algunas faenas enormes de «gasto» que le hice a Solchaga, cuando él estaba en Economía. En Educación, por ejemplo. Se las hice porque entonces yo tenía más peso que él para conseguir dinero. Me arrepiento porque el país pasaba por unos momentos difíciles, con un déficit muy grande y con dos devaluaciones, una de ellas, durante una campaña electoral. Yo entiendo que al ministro de Educación no le queda otra que poner énfasis en el gasto público… Pero una cosa es ponerle énfasis, y otra cosa es «cuánto» y «cuándo». Después de la huelga general nos metimos otra vez en un agujero de riesgo económico muy importante. Solchaga ha sido un ministro socialdemócrata como pocos en el mundo, en el sentido más… Él no lo explicitaba, no lo decía, y parecía que era la bestia parda, pero, la verdad, si analizas las cifras de aquellas épocas… Solchaga fue tratado duramente, pero en sus cuentas públicas fue donde le metimos todos los goles. Aparentemente, él tenía un discurso que algunos pensábamos que no coincidía con la realidad. Hoy, cualquiera puede investigar los datos para comprobar que sí coincidían con la realidad, con la verdad.
ALFONSO Y LA CUESTIÓN DE FONDO
Yo no puedo aportar todos los datos sobre la salida de Boyer del Gobierno: no los tengo. Felipe tenía en mente hacer una crisis relativamente rápida. Nos reunió a algunos —creo recordar que fue una mañana de domingo— y nos dijo: «A ver qué os parece». Tenía algunas ideas, había pensado en el relevo de Fernando Morán, quizás en cambiar algunas direcciones… Pero se complicó la cosa, porque, en ese momento, Boyer le dijo: «A mí me tienes que nombrar vicepresidente». A Felipe se le complicó la cosa… pero, seguramente, Boyer pensaba: «Esto se me va de las manos, se me van las reformas, necesito más poder…». Yo pienso que cada uno es cada uno… En fin, se fue Boyer, salió Morán, salió Julián Campo y yo entré de portavoz. Paso a ser el que da la cara. Creo que Felipe hizo la crisis tan pronto porque necesitaba cambiar a Morán… Felipe vio que no podía conseguir los tres grandes objetivos que pretendía: establecer relaciones con Israel, negociar con Estados Unidos el tema de las bases y encauzar la permanencia en la OTAN, más toda la cuestión europea. La parte europea fue la que le dejó hacer a Morán.
El fondo de la confrontación entre lo que significaba Alfonso y la posición de los que nos definíamos como «renovadores» era clara. La experiencia de Gobierno, la entrada en Europa y la visión de cómo evolucionaba el mundo significaban, para muchos, la necesidad de adaptarse. Lo he tenido claro siempre. Lo que no podíamos hacer era cambiar la sociedad, hacer que algunas gentes vivieran mejor y, luego, abandonarlas… Me preocupaba que la gente pensara: «¡Este tío está loco, se va quedando atrás, se dedica a mejorar la situación de la gente, y luego, la deja tirada!». Me obsesionaba que la gente que había mejorado su situación se nos fuera a la derecha. Eso no podía ser: teníamos que acompañar a esa gente. Yo estaba convencido de que, para eso, tenía que cambiar también nuestra manera de hacer las cosas. Lo que no es posible es seguir siempre igual, continuar en lo mismo cuando cambia la realidad, de la que tú estás orgulloso —porque ha cambiado, y la has cambiado tú—. «Ya he cambiado la sociedad. Ahora la abandono y yo sigo haciendo lo mismo». ¿Estamos locos? Yo pensaba que no acompañar a la gente que nos había seguido era una asimetría y una contradicción total.
Desde esa certeza, Felipe lo vio clarísimo: si has apostado por el cambio, ahora tienes que dedicarte a atender la realidad que tú has conseguido cambiar. Por supuesto, también tienes que echar una mano a los que se hayan quedado atrás, pero tu centro de gravedad no puede estar ya donde no está el país. Y este país ya no estaba en algunas cosas… No estaba en estructuras de partido cerradas, por ejemplo. Estaba en la oxigenación, en la ampliación, en la conciencia de que había que hacer las cosas técnicamente mejor. (Sin duda, el Partido Popular es un ejemplo de que se puede, técnicamente —aparentando que no—, ser una tremenda máquina de poder). Y eso es lo que creía Alfonso: que había que construir una maquinaria de poder dura, dura y dura. Lo que ocurría es que él no era capaz de darle la pátina de modernidad necesaria. De ahí mi crítica fundamental —ya al final de nuestra etapa de Gobierno— a eso que se ha llamado «guerrismo»: «Mire usted, si la sociedad ha cambiado, si estamos en Europa, si se dan estas condiciones, y estas otras… ya no podemos hacer lo mismo que hacíamos cuando estábamos en el arroyo. No puede ser. Y, además, esa actitud no es de izquierdas». Ese encastillamiento… El Partido abandonó a una parte importante de la sociedad. No hace mucho, viajé en helicóptero de Cáceres a Madrid y sobrevolé Getafe: ¡vi más chalés adosados en ese municipio del sur de Madrid que en las urbanizaciones residenciales de Majadahonda! Pedro Castro es el alcalde de Getafe que ha conseguido que esa población tenga una Universidad, que haya más bienestar… ¿Y qué va a hacer Pedro Castro ahora? ¿Abandonar y decir que se va a dedicar solamente al «arroyo»? ¡Saldría por la ventana! ¡No volvería a ser elegido!
Lo que se le tiene que decir a la gente que ha mejorado su nivel es que tiene que pagar impuestos, pero, una vez que han llegado arriba, no puedes quitarles toda su riqueza y decirles que lo tienen que devolver todo en impuestos. A la persona que ha subido un escalón no le puedes decir ahora que tiene que pagar impuestos para que baje, otra vez, ese escalón, porque subirlo le habrá costado mucho esfuerzo. Y esos detalles hay que comprenderlos, para eso debe utilizar la sensibilidad un político de izquierdas inteligente. Naturalmente, le voy a quitar un poquito a ese ciudadano que ha ascendido, para que el que está abajo pueda subir otro poquito. Pero si le quito todo lo que ha ganado, si le cargo impuestos excesivos, se cagará en mis muertos y dirá: «Que venga otro Gobierno y me suba otra vez el escalón».
Estos razonamientos son obvios hoy, pero, entonces, estábamos empezando… La izquierda, el PSOE, vivió toda una transición ideológica y política. Cuando se habla de Tony Blair y de la «Tercera vía», habría que recordar que el PSOE ha sido el partido de izquierdas que fue capaz de transformarse de la manera más inteligente, con un líder valiente que echó el marxismo por la borda. Blair, para «cargarse» el marxismo en el Partido Laborista, tuvo que echarle valor; nosotros lo hicimos en una sola noche, en Barcelona, mientras cenábamos, Felipe y yo. Fue antes de entrar en el Gobierno, en 1978, después de las elecciones, y lo llevamos al congreso del Partido. Yo era el responsable de comunicación del Partido y llamé a Felipe desde el hotel, y le dije: «Yo creo que hoy hemos escrito una primera página…». Y él decía: «Que no, que no…». Y yo insistía: «Ya verás». Fue la decisión del siglo: se llevó al congreso y lo ganó bien la Gestora. Se arriesgó mucho con la única intención de modernizar el Partido. Luego, vino todo el lío, pero… En fin, lo hicimos. Hicimos cosas tremendas para modernizar el Partido.
Y buena parte de ese proceso de modernización se llevó a cabo mientras gobernábamos, con muchas tensiones. ¿Cómo no iba a haber tensiones? Si nosotros no hubiéramos tenido el final que tuvimos, de escándalos de corrupción… ¡El PSOE es un partido heroico! Si no se nos hubiera venido encima todo aquello de la corrupción, todo aquello de la gente desleal, podríamos habernos detenido a pensar en el cambio profundo de adaptación de un partido de izquierdas a la realidad moderna que nosotros habíamos conseguido. Es algo que hoy alaba todo el mundo: gobernamos el país, hicimos de España lo que es en la actualidad, un país respetado… Es impresionante.
Pero, desgraciadamente, no todo puede ser perfecto. Tuvimos tres lastres graves: un problema sindical mal resuelto, un problema interno —un Partido enquistado, quizás, también, porque Felipe no pegó un puñetazo en la mesa— y una corrupción escandalosa. Pero, afortunadamente, las democracias tienen capacidad para generar los mecanismos que impidan que te perpetúes en el poder. Eso está bien. Pero nosotros tendríamos que haber dejado la responsabilidad del Gobierno un poco mejor.
Los enfrentamientos con Alfonso se producen desde el principio, cuando él comienza con sus dudas: «Sí quiero entrar en el Gobierno», «No quiero entrar en el Gobierno»…, todas aquellas chorradas. Algunas veces, ponía condiciones. Por ejemplo, que se desarrollara una estructura determinada en la Presidencia, en La Moncloa. Alfonso era un hombre de poder, de control de poder, con unas ideas muy simples respecto al conocimiento de la realidad, muy simples para la complejidad de la realidad. Hoy, Alfonso está «desaparecido». Cuando aparecen algunas declaraciones suyas, son las mismas declaraciones que podía haber hecho hace veinte años, o dentro de veinte años. Ahora, él diría que la globalización es mala. Se apunta siempre a la última, pero no ha dicho nada constructivo, nada positivo; en el sentido de mirar hacia adelante, nada. Yo creo que él es, sobre todo, un hombre de poder. Y tengo que reconocer que eso lo hizo muy bien. Fue capaz de ganar elecciones con orden, con concierto. Pero Alfonso no tuvo nunca el coraje —si es que de verdad quería hacerlo— de poner una alternativa sobre la mesa. Supongo que no lo hizo porque no quería arriesgar la unidad interna del Partido o porque no le quedaba más remedio. Se puede pensar lo que se quiera, pero lo cierto es que no supo llevar a la práctica su alternativa, insisto, si la tenía. Lo real es que nunca jugó a las claras, siempre por debajo, del modo más difícil y más oscuro. Aunque es verdad que, en el Gobierno, mantuvo cierta lealtad: una vez que decidió formar parte del Ejecutivo, lo hizo lo mejor que supo, desde su posición…
ENHEBRAR LA ACCIÓN DEL GOBIERNO
Felipe llegó a la conclusión de que el portavoz del Gobierno debía ser ministro. Se decidió por mí, pero me lo había anticipado muchísimo antes de nombrarme. Casi desde que empezamos en el Gobierno, me decía: «Tú acabarás siendo portavoz del Gobierno». ¿Por qué no lo hizo desde el principio? Porque no quería que abandonase el Ministerio de Cultura. Cuando se dio cuenta de que el portavoz tenía que ser un ministro capaz de enhebrar toda la acción del Gobierno, yo debería haber ocupado, para la portavocía, la mitad de la jornada normal, pero la verdad es que yo llevaba una vida de locos, disparatada, tenía gente que me ayudaba mucho, pero trabajaba como una bestia, tenía reuniones… mil cosas. Pero yo creo que conseguimos recuperar un cierto contacto con la gente de los medios, los contactos personales. Trabajaba para los dos ámbitos, como ministro de Cultura y como ministro portavoz. Un buen reflejo de todo lo que tuve que trabajar es que lo hice con barba… Yo creo que no salió mal. Todavía estábamos en una situación relativamente buena.
Cuando dejé el cargo de portavoz, asumí la cartera de Educación; relevé a José María Maravall. Había pasado ya la huelga de los estudiantes, y a mí me correspondió la negociación con los profesores. En el Ministerio de Educación, cada uno de nosotros pasó su ciclo: a José Mari le tocó la Iglesia y le tocó el conflicto con los estudiantes; yo tuve la suerte de conseguir cerrar el acuerdo con los profesores, que fue importante, y terminé la reforma educativa que había abordado, con mucho esfuerzo, José Mari. En mi etapa, dimos un impulso importante a la Universidad y la investigación. Yo dirigía el Consejo de Rectores. Las grandes reformas que hicimos en Universidad e investigación fueron importantísimas. Se pacificó el sistema educativo; sacamos adelante en el Congreso la reforma educativa, la LOGSE, por unanimidad. Recuerdo los aplausos, los diputados en pie… aquello fue un exitazo tremendo. Y, después, empecé a llevar Deportes. Nos pusimos a trabajar en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Trabajamos sobre cuatro grandes líneas de acción para Barcelona 92. La verdad es que nos salió muy bien.
EDUCACIÓN; NO FUI UN APAGAFUEGOS
De mi etapa como ministro de Educación recuerdo que… Hubo reacciones tremendas por la aplicación del sistema educativo que habíamos puesto en marcha, por todo lo que supuso. Y toda la derecha se me echó encima. Decía que yo no negociaba, que no dialogaba, que no sé qué y no sé cuántos… La verdad es que cuando me hice cargo del Ministerio, lo primero que hice fue volver a tomar contacto con todos los sectores, y se empezó a tener una sensación de mayor flexibilidad en la negociación. No fue una rendición, aunque algunos la presentaran así. No negociamos más que lo que ya estaba negociado: no se cambió nada, pero daba la impresión de que se habían hecho grandes modificaciones…
No es cierto que yo fuera de apagafuegos en la crisis que se había abierto con los profesores, y no dimos más de lo que deberíamos haber dado. La negociación con los sindicatos de profesores de la enseñanza primaria y secundaria nos salió bien, no hubo huelgas. Y con los profesores universitarios lo conseguimos hacer bien también, sin huelgas, sin tensiones. Tuve la gran suerte de tener orden, no tuve líos. Luego, entró Alfredo Pérez Rubalcaba…
Yo estaba convencido de que la reivindicación de los profesores «tocaba», porque se les había obligado a una reforma y había que darles un incentivo de naturaleza económica. Pero no hicimos ningún disparate en la negociación. Yo tenía la suerte de que en Hacienda estuvieran José Borrell y Elena Salgado, con los que me llevaba muy bien; Alfredo Pérez Rubalcaba, que era mi secretario de Estado, también tenía una buena relación con Hacienda. Pero Borrell, que era secretario de Estado en Hacienda, entendía muy bien estas cosas y me ayudó mucho a sacar el tema adelante.
Hicimos la Ley de Reforma Universitaria, que salió muy bien. Aquello fue fantástico, en el Parlamento, con Convergència i Unió, con el PNV, todo el mundo —excepto el PP, por supuesto—. Recuerdo que me aplaudieron muchísimo en el Parlamento; de aquellos debates salí muy satisfecho.
Después… tengo que decir que estoy muy orgulloso de cómo llevé el problema de los rectores, de cómo los impliqué a todos ellos en la reforma de los planes de estudio de las universidades. Eso salió muy bien. Con los rectores tuve una relación fantástica y me comprometí muchísimo. Me tenían respeto y yo los respetaba: éramos colegas y esa circunstancia hizo más fácil la negociación. (Honradamente, creo que nosotros teníamos una visión clara de lo que era la Universidad y la investigación; y del PP no se puede decir lo mismo). Luego, tuve un problema serio cuando reduje las carreras. Porque yo creía, y creo, que las carreras se pueden hacer en cuatro años en vez de en cinco.
LA POLÍTICA EXTERIOR Y EL PRESTIGIO RECUPERADO
No quiero ser injusto con los políticos de la transición, porque en aquella etapa también se llevaron a cabo tareas muy importantes para la normalización internacional. Sin embargo, para los Gobiernos de UCD era mucho más difícil gobernar… Hubo que hacer la Constitución, hubo que hacer frente a grandísimos problemas… No en todos los períodos históricos se puede hacer todo. Adolfo Suárez hizo cosas extraordinarias también, pero no pudo dedicarle a la política exterior todo el esfuerzo que, quizás, hubiera deseado. Además, nosotros, que formábamos parte de una «familia» europea, nos dimos cuenta de que UCD no era un grupo sólido para mantener planteamientos internacionales. O, tal vez, no quiso tenerlos.
Nuestra política exterior apostó por el consenso y por la continuidad, de manera que yo me apoyé en lo que había dejado Paco Fernández Ordóñez, que fue muchísimo, muchísimo. Los socialistas nos habíamos trazado un objetivo de normalización general en nuestras relaciones exteriores.
De Latinoamérica nos preocupaba mucho aquella «década perdida». Nadie daba un duro por América; nosotros sí. Y colaboramos mucho con países de la zona.
Hicimos un esfuerzo serio de recuperación del prestigio exterior, por aparecer como un país moderno, de cuarenta millones de habitantes. Estuvimos en Naciones Unidas, estuvimos en el Consejo de Seguridad —yo estuve allí—, y logramos un reconocimiento que nunca habíamos tenido. Buscamos también un entendimiento europeo con peso. Y establecimos una política que fructificó en unas relaciones espléndidas con el mundo árabe. Y todo eso, creando unas relaciones sólidas con Estados Unidos que se revisaron desde la lealtad, pero también desde el respeto mutuo.
En Europa entramos en un momento apasionante. Trabajábamos de cara a 1992 y de cara al mercado único. Felipe desempeñó un papel protagonista y España contaba con equipos muy sólidos… (Últimamente he vivido momentos duros en los que he podido comprobar que España ha desaparecido).
En aquella época, yo tenía, por ejemplo, reuniones para preparar algunos Consejos importantes con los franceses, con los alemanes; celebrábamos reuniones en París, en Bruselas… Tocábamos todos los palillos que se podían tocar, y, prácticamente, España no estuvo al margen de nada de lo que tuviera una cierta relevancia en aquella época. En el golpe contra Gorbachov, por ejemplo, uno de los primeros países que dio la cara fue España, con Felipe. Felipe tuvo una visión clara en el tema de la reunificación alemana, quizás con una visión más larga e intuitiva que otros países. Eso nos dio buenos resultados porque Helmut Kohl fue un apoyo firme en la consolidación de nuestra política de integración en Europa. Kohl fue un gran amigo del Gobierno socialista de Felipe González; se le escuchaba, y era una voz que apostaba por lo que España debía haber significado siempre —de no haber sido lo que fue—: una España europea.
OTAN, MOMENTOS AMARGOS
El Partido Socialista, desde la oposición, había articulado aquel eslogan: «De entrada, no», y tuvimos que hacer nuestro proceso de reconversión… Como en tantas otras cosas, la Historia no pasa en balde. La Historia enseña, y no solamente enseña, sino que cambia las realidades, como he dicho tantas veces. El tema de la OTAN fue un tema enormemente difícil, y a mí me hizo pasar días duros, muy duros… Pasé momentos muy amargos intentando conciliar el avance de nuestro país hacia la homologación europea, hacia los países de nuestro entorno, y el mantenimiento, al mismo tiempo, de una posición duramente «antiatlántica». Hoy, todo sería mucho más fácil, porque ahora todos los países, no solamente los que forman parte de la Unión Europea, sino los que son candidatos a la Unión, quieren entrar en la Alianza Atlántica.
Nosotros, desde la oposición, creíamos que realmente podíamos mantenernos al margen de la OTAN. Durante aquella época lo creíamos casi todos, y yo también, por supuesto. Creía que realmente existía la posibilidad de desempeñar un papel…, de tener en la política exterior un margen de maniobra mayor… Todas esas ideas que creíamos que tenían margen… Pero, poco a poco, se fue poniendo de manifiesto que todas esas ideas entrañaban una gran dificultad de plasmación, que tenían una utilidad, digamos, marginal. No debemos olvidar que, durante el período en el que se replantea nuestro posicionamiento respecto a la OTAN, el Gobierno de Felipe González hizo una operación delicadísima, de gran profesionalidad política: llegamos a un entendimiento con los países árabes para el reconocimiento de Israel. Es decir, que el margen de maniobra que le quedaba libre a nuestro país para hacer operaciones de peso fuera de las instancias del ámbito de la Unión Europea y de la OTAN era cada vez más estrecho y más marginal. Y ésa fue la razón política por la cual evolucionamos en la dirección, digamos, «proatlantista». Saber si, personalmente, hicimos a gusto esta evolución… Unos más a gusto, otros, menos a gusto. Pero yo creo que la reflexión fundamental era ésa. La razón de estar fuera de las alianzas era dar a España un margen más amplio de maniobra política en el exterior… Por su Historia, por no haber participado en la Guerra Mundial, por sus relaciones con el mundo árabe; había varias razones que podrían darle un valor añadido a la política exterior del país. Ése era el análisis político, independientemente del razonamiento sentimental, basado sobre todo en la procedencia política de cada uno… Aquel «De entrada, no», por tanto, buscaba adquirir un valor añadido de autonomía. Pero cuando España ya tiene formulada la opción europea, el proyecto inicial se limita. Insisto: se solucionó de manera muy inteligente el tema árabe-israelí. Coincidieron en el tiempo ambas cosas: la política exterior mediterránea y la política exterior europea y atlántica.
Para reconocer la verdad, la decisión de convocar el referéndum de la OTAN fue una decisión complicadísima y dificilísima, quizá insensata desde el punto de vista político, puesto que es verdad que, normalmente, no resulta lógico cargar sobre la espalda de los ciudadanos una decisión tan importante. ¡Cuántos ciudadanos nos decían: «Haced lo que queráis, hacedlo; pero cargad vosotros con la responsabilidad, no nos la carguéis a nosotros»!
En el resultado del referéndum —en el hecho de que ganara el «sí» a la entrada en la OTAN— fue decisiva la participación de la derecha española. Una vez más, la derecha de este país, sin darse cuenta de dónde estaban los intereses nacionales, intentó jugar solamente a hacer el mayor daño posible a los socialistas, y defendió el «no» a la OTAN, tomando una posición que nadie comprendía. No lo comprendieron los españoles, no lo comprendieron los europeos, no lo comprendieron los norteamericanos… Nadie en el mundo comprendía que un partido de la derecha española se posicionara de la manera que se posicionó Alianza Popular ante este asunto. Fue, de algún modo, un revulsivo que movilizó, con una cierta sensación de rabia, a la mitad de los socialistas.
Recuerdo el último acto de campaña: fui con Felipe en el coche al Palacio de Deportes y al llegar… aquella multitud con banderas rojas, diciendo «OTAN, sí». Era toda una respuesta de antiposicionamiento respecto a la derecha. Recuerdo que hice miles y miles de actos durante la campaña. Y cuando había posibilidades de hacer un mitin con más serenidad, siempre planteaba, en defensa de nuestras tesis, que un país tiene que tener bien definidas dos cuestiones: cómo quiere ser —cómo se quiere gobernar— y con quién quiere estar en el mundo. Ésas son las dos grandes respuestas que un país tiene que darse. Les recordaba a aquellas gentes que, hacía muy pocos años, nosotros habíamos aprobado, también por referéndum, una decisión fundamental: cómo queríamos ser. Queríamos ser una democracia, queríamos tener un Estado de Autonomías, queríamos que el poder militar estuviera sometido… Todas esas cuestiones las definimos en un referéndum. Y, ahora, teníamos que definir la segunda cuestión: «con quién», «dónde queremos estar». La pregunta era si queríamos estar en Europa, y con el vínculo que la mayor parte de los europeos tenían, o no. Éste era el esquema que yo racionalizaba sobre el porqué del referéndum.
Yo defendí nuestra posición con convencimiento, pese a que, tiempo atrás, como toda la izquierda, había mantenido posiciones radicales contra la OTAN. Recuerdo que pensaba… lo que pensábamos todos.
Fue la adaptación de una izquierda, de la izquierda española sobre todo, que no sale de la Segunda Guerra Mundial sin haberse mojado, más bien sale del bando de los perdedores. El tremendo aislamiento de nuestra política, en general, y de nuestra política exterior, en particular, nos había llevado a situarnos, al comienzo, en posiciones izquierdistas más extremas que la media europea. Nosotros sentíamos que teníamos un país que seguía sin poderse explicar del todo. Su aislamiento, el hecho de que no hubiera participado ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundial —sobre todo en esta última—, que había salido de una dictadura donde ninguno de los temas que se debatían en Europa se debatían en el nuestro, y tantas cuestiones más, nos situaban en desventaja política e ideológica. Y por lo tanto, por mucho que tuvieras relaciones con el Partido, por mucho que viajaras…
Evidentemente, lo que ha sido fantástico, desde mi punto de vista, es que haya habido en España una izquierda con tanto sentido de la nación, que se haya adaptado tan rápidamente, que haya ganado el tiempo perdido por el aislamiento español tan rápida e inteligentemente, y con una capacidad de reflexión y de acción asombrosa. Porque es verdad que, para decidirnos a dar el «sí» a la OTAN, nos basamos en reflexiones que quemaban etapas muy rápidamente. Hicimos una de las campañas más modernas que se habían hecho en Europa. Y lo hizo un Partido que salía de las catacumbas.
LA IZQUIERDA HERIDA
Nosotros queríamos, a toda costa, una España que no tuviera marcha atrás —desde el punto de vista de la acción—, que tuviera bien asentada su convivencia interna y bien asentadas sus relaciones dignamente con los demás. No queríamos una operación de entrada en las estructuras de la OTAN por la puerta de atrás. De ahí arranca, en cierta manera, nuestra crítica a la decisión del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo. Por eso tuvimos que hacer los socialistas algo un poco más duro, con un coste político considerable, con un riesgo político mayor, sin duda. Pero una vez que se asimiló, se pudo cerrar ese tema. Si hubiésemos entrado en la OTAN a la manera de Calvo Sotelo, nunca se habría cerrado esa cuestión, siempre habría sido un tema de confrontación. Lo importante fue que, una vez que ya habíamos dado pasos de gigante en la entrada europea, aquel Gobierno hizo movimientos decisivos, muy al inicio, en el tema europeo. Hicimos una operación muy delicada con el tema de Israel y evitamos el peligro de quedarnos como un país no integrado. Eso hubiera supuesto carecer de cualquier influencia en los foros internacionales; hubiera sido imposible, por ejemplo, que hubiéramos organizado la Conferencia de Madrid sobre Oriente Medio.
Teníamos una gran preocupación: que la gente no entendiera nuestra evolución respecto al tema de la OTAN. Por supuesto, fue la decisión más difícil que tomó aquel Gobierno. Y, precisamente, por la gran preocupación que teníamos de que nuestros votantes no entendieran este nuevo discurso de los socialistas, nos volcamos en una campaña dificilísima, dificilísima, dificilísima… Es verdad que hubo presiones sobre Manuel Fraga; hubo presiones de sus colegas —imagino—; y no solamente sobre Fraga, sino sobre la ultraderecha en general, la ultraderecha política, la ultraderecha social… En el Partido se interiorizó el convencimiento de que no se podrían entender algunos aspectos de lo que se identificó como la corrupción sin entender esto.
El tema de la OTAN produjo muchas heridas en la izquierda. Se nos acusó —a los socialistas— de maniqueísmo, de atrincheramiento en la posición de «conmigo o contra mí». La verdad es que, una vez que tomamos la decisión de someter el tema a referéndum, teníamos no sólo el derecho, sino la obligación de jugar todas las cartas, de explicarlo hasta la saciedad. No es que fuera un derecho, es que era nuestra obligación hacerlo, porque llevábamos al país a una situación límite. Y ya que arriesgábamos convocando un referéndum, no se podía perder, no se podía perder… Hicimos todo lo posible, nos volcamos en la campaña electoral tratando de explicar, de la mejor manera posible, la situación, pero tratando de explicar, con toda crudeza, también, las consecuencias. Yo comprendo que hubo gente para la cual ese momento fue un momento de gran dificultad; para nosotros, también. Porque podíamos fracasar. De ahí viene el convencimiento de Felipe de que aquella opción, hacer el referéndum, fue un error. Y es verdad: si se llega a perder el referéndum, no habría existido salida posible. Felipe no quería ni podía asumir el «no». La verdad es que aquella no fue la decisión más sabia que tomamos en nuestras vidas.
Hay que ponerse en aquellas circunstancias, y ante un Partido que puede perder un referéndum. Y éste no era precisamente sobre si hay que dar de comer a las vacas estabuladas. No era una consulta sobre un asunto menor. Era una de las preguntas más difíciles que un país puede hacerse. Y no podíamos fallar en aquel referéndum, si fallábamos en aquel referéndum, teníamos que abandonar, no podíamos representar al país.
Por lo tanto, díjerase o no se dijera quién iba a gestionar el «no», la gente tenía que saber que un fracaso en un referéndum de esa naturaleza implicaba la lógica salida del Gobierno y de la persona que había organizado el referéndum. En un caso semejante, no podíamos estar obligados a quedarnos: habríamos fracasado. Habríamos fracasado en la pelea. (Felipe ya lo había hecho, el día que perdió el congreso del Partido). No puede obligarse a un gobernante a gobernar lo que no desea. La sociedad puede optar por lo que quiera, «a» o «b»; lo que no se puede hacer es obligar a un dirigente a que haga «a» o «b». Un dirigente tiene que hacer lo que él crea conveniente en un momento dado. No le puedes decir a un responsable político que gestione lo que cree que no es correcto. Eso no es democrático en ningún caso. La verdad es que, precisamente porque Felipe estaba firmemente decidido a marcharse si se perdía el referéndum, la convocatoria del referéndum pudo ser un poco irresponsable. Pero una vez que optamos por aquella decisión, lo cierto es que nos concentramos en ganar. No llegamos a discutir qué haríamos si el presidente se iba.
Fue muy duro. Fue durísimo todo aquello. Hubo mucha gente que sufrió mucho, que lo pasó muy mal… Recuerdo las tensiones que tuve con algunos amigos, fuera de la vida política, amigos universitarios, o amigos míos, colegas de la Universidad… Lo que sí es verdad es que ninguno de ellos abandonó mi círculo de amistades por esa razón. Yo hice lo posible por convencer, explicar, justificar ante todo el mundo nuestra opción; no me oculté de nadie. Me pitaban… pues me pitaban; me insultaban… pues me insultaban; me querían… pues me querían; me aplaudían… pues me aplaudían. Pero no me oculté nunca.
GARZÓN: UNA DECISIÓN DOLOROSA
Cuando Felipe inicia aquella campaña para llevar el proyecto socialista a los independientes, yo era ministro de Asuntos Exteriores y estaba muy implicado en muchas tareas. Me enteré de aquellas cenas, de que Felipe y Garzón se veían y… que se veían en lugares públicos, hablando con José Bono, y todas aquellas cosas. Pero yo estaba en Pensilvania, con el Rey. El Gobierno americano le proponía entonces al Rey un gran viaje por Estados Unidos… Recuerdo que yo estaba allí, en Pensilvania, y me llama Felipe y me dice: «Mira, ocurre esto; Garzón pide el número dos por Madrid. Tú siempre has sido el número dos… Entonces, hay que tomar una decisión, pero no la vamos a tomar sin tu consentimiento». Yo le dije: «Bueno, déjame pensarlo, déjame pensarlo, ahora estoy muy ocupado, estoy aquí con el Rey y no estoy para decisiones; pero si hay que tomar decisiones… ahora mismo me lo pienso. Me imagino que será importante para que me llames ahora». Yo me di cuenta de que, para Felipe, era crucial aceptar las exigencias que le planteaba Garzón. Pero también percibí su actitud de enorme respeto hacia mí. También yo he sido siempre muy sincero con Felipe, y, bueno… Aunque sabía que él tenía que hacer aquello, en su momento le dije lo que pensaba.
La apuesta por los independientes no me pareció mal, en principio. No me parecía mal. Lo que ocurrió fue que hubo independientes e independientes. Hay independientes de verdad e independientes que dependen de otros. Puedo jurar que es la primera vez que hablo de esto y de Garzón en particular. Mejor dicho: la segunda, porque la primera fue aquella conversación desde Pensilvania, por el teléfono móvil…, fue un minuto. Se lo dije al Rey, y él se llevó un disgusto terrible, por mí, claro.
Yo viví el problema de la corrupción en el desconocimiento más absoluto, hasta que se empezó a publicar. Para mí, todo fue una tremenda sorpresa. Porque había que tragar… A Roldán lo conocí un verano, durante unos sanfermines, en Pamplona. Lo conocí a través de una persona de Zaragoza, que era amigo suyo, porque a él no lo conocía de nada. Y, en la Guardia Civil, lo volví a ver una vez que fui a Oropesa…
Pienso que si de algo se tiene que arrepentir el PSOE es de no haber tomado decisiones antes de que aquello pudiera suceder, de no haber actuado, quizás, más rápidamente. Hubo cosas mal hechas, pero, sin duda ninguna, había un convencimiento de que todo aquello era imposible que nos sucediera a nosotros. Teníamos que haber estado con los ojos bien abiertos. Puedes estar gobernando con gente mala, pero teníamos que haber tenido algunos dispositivos para que aquello no ocurriera. Pero nos ocurrió. Punto. ¡Y bien caro que lo hemos pagado! Pero jamás tuve ningún problema por ese tema fuera de España; nadie me hablaba de la corrupción. Jamás vi una mala cara, una pregunta, nada. Y pasábamos por uno de los momentos más difíciles cuando me eligieron como secretario general de la OTAN; y tampoco entonces hubo la más mínima repercusión.
De la gravedad de la corrupción y sus consecuencias no había necesidad de hablar con Felipe. Estaba claro, y él sabía todo lo que estaba en juego, y trataba de arreglarlo, en la medida de lo posible. Y luego… la campaña que se organizó y todo aquello… Yo ya no entré en aquellos asuntos, porque viajaba mucho y no podía estar en el día a día. Pero las dimisiones en cadena… El acoso del PP fue asqueroso, asqueroso; eso sí lo viví, y lo viví muy mal. Eso sí que pudo afectarnos, porque aunque fuera al final, cayeron todos, hasta el ministro de Defensa. Entramos en el caos y, pese a los esfuerzos de Felipe, no pudimos hacer nada… nada.
No es cierto que la memoria de los Gobiernos socialistas se haya cubierto con el olvido y la corrupción. Yo todavía me encuentro con personas que me saludan, y me abrazan, y me dicen: «¡A ver si vuelve usted y a ver si vuelve usted a gobernar!». Es verdad que la derrota electoral fue un shock muy grande. Pero no se ha olvidado todo lo que hicimos, ni mucho menos. Es verdad que la derecha ha hecho todo lo posible por ocultar nuestros logros, porque su obsesión era no sólo hacerlo olvidar, sino que no hubiera pasado, que no hubieran existido esos trece años de Gobierno de la izquierda, de una izquierda moderna y tolerante.
MANERAS DE VIVIR
Yo vi, claramente, que Felipe se impuso, desde el principio, una forma de cómo hacer las cosas; por ejemplo, él no hacía inauguraciones. Eso era para otros. Felipe no quería hacer ese tipo de cosas, y yo pienso que, quizás, tenía que haber tenido un poco más de presencia. Tenía que haberse mostrado más como un gobernante cercano a la gente, y no solamente como gobernante pegado a las necesidades del país, en términos abstractos. Eso es, quizás, lo único que Felipe no hizo bien como gobernante, porque no quiso hacerlo. Hacía magníficamente las campañas; la gente le quería, pero marcaba una distancia en el día a día. No salía de La Moncloa, nunca fue al cine —aunque antes tampoco lo hacía—, no salió nunca a la calle y, claro, la proximidad es importante en un gobernante…
En Europa, llevó a cabo tareas decisivas que la gente apreciaba, y por eso lo admiraban. Pero es verdad que nunca se decidió a viajar, a acudir a reuniones, a visitar lugares… Y ya no iba a cambiar. Yo sí que lo hacía: yo era muy cercano a la gente, iba a los colegios, iba a las universidades, porque creo que hay algo en la tarea de gobernar que necesita algo de proximidad. Felipe estudiaba los papeles, pensaba, reflexionaba… y no encontraba nunca tiempo para hacer otras cosas, salir a la calle, por ejemplo, como le pedían muchos socialistas. La verdad es que no hubo nadie que consiguiera ponerle «firme» en este aspecto y decirle: «Te estás equivocando». Yo sí le dije algunas veces que se equivocaba, sí que tuve ocasiones de hacerlo. Pero él me respondía: «Yo no voy a cambiar. Soy así y no voy a cambiar. No me lo pidáis porque no lo voy a hacer».
Yo he vivido… Aunque, humanamente, he tenido que ser duro —sólo lo suficiente para no sufrir—, la verdad es que soy un privilegiado: he sido catedrático de Física en la Universidad española. Me expulsaron de la Universidad dos veces, pero conseguí ser catedrático de Universidad contra Franco —cosa impensable—. Ése era mi sueño: conseguir lo que mi padre no pudo conseguir. Porque mi padre quiso ser catedrático en la Universidad y lo anularon, lo anularon políticamente. Cuando mi padre murió, tuve la satisfacción de poder pagarme la carrera; me puse a trabajar a los 17 años. He podido dedicarme a la política toda mi vida. Lo único que he hecho mal ha sido no dedicarle más tiempo a mi familia, no les he dedicado tiempo. He sido una pareja de hecho, o de derecho, no he vivido nada con ellos, no he vivido en casa, no he tratado bien a mis hijos, ni nada de eso… Fui el número dos en las listas de Madrid en las primeras elecciones, fui miembro de la Ejecutiva del Partido, participé en los congresos fundamentales… Tuve, y tengo, una amistad con Felipe entrañable; creo que he sido la persona que le ha tratado con más familiaridad, con el que se ha confesado… Hubo una temporada en la que yo viajaba mucho… pero sigo hablando con él, y sé que hay una cosa importante ahí… He conocido a una persona, Felipe, que es muy importante para mí, que ha sido, y es, mi amigo. He sido ministro durante trece años, el único que ha sido ministro en todos los Gobiernos de Felipe. He sido secretario general de la OTAN, y le di la vuelta a la organización: cuando yo llegué, la OTAN era otra cosa. Hice un pacto con Rusia… Me quitaron el número dos de la lista de Madrid para dárselo al señor Garzón, pero eso es calderilla. Me dolió, claro que me dolió, me dolió de cojones, porque lo sentía de corazón… Y a Felipe, le dije lo que tenía que decirle con pocas palabras. Y a buen entendedor, le sobran las palabras. Además, él me conoce lo suficiente para saber que yo no respiraba por la herida… De lo contrario, él no me hubiera llamado y me hubiera planteado las cosas como lo hizo, compartiendo conmigo la angustia que sentía por hacerme daño.