El dedo en todas las llagas
«España nunca ha tenido, en los dos últimos siglos, tantos problemas históricos resueltos y tan pocos desafíos profundos por resolver». Con este contundente balance resume Joaquín Almunia los años de los Gobiernos socialistas. Lo afirma con la rotundidad inconfundible de su talante, de su carácter, de su forma de estar en la política y en la vida: diciendo siempre las cosas «de una vez». Resulta poco menos que imposible encontrar un hueco en el que sembrar la duda, en el que colocar la pregunta insidiosa que introduzca arena en los cimientos de su argumentación.
Aunque lo sorprendente, lo inesperado, es que la reflexión de Joaquín Almunia no resulte tan autocomplaciente como era de temer después de escuchar tan enfáticas afirmaciones… (No, no… corrijo; me corrijo: no ha sido enfático en ningún momento; más bien, lo contrario; más bien, muestra una sencillez demoledora, cáustica). Ni mucho menos complaciente. Ni muchísimo menos. Porque, convencido como está, apasionadamente, de la dimensión histórica que el cambio socialista supuso para España, no renuncia a poner en marcha los mecanismos de una autocrítica demoledora, feroz en ocasiones, juzgando los errores que dieron al traste con más de trece años de socialismo en el poder. Sin trampas, sin lamentos inútiles, sin contemplaciones, Almunia irá poniendo el dedo en todas las llagas, sin pasar por alto las más dolorosas. Precisamente…
Hablamos en su despacho, cercano al Congreso de los Diputados, una tarde lluviosa y una mañana de sol de invierno. Y, luego, en su casa, mientras nos entraba la Plaza de Oriente por las ventanas. Y otra tarde más, hasta que la noche concluyó con cena familiar y muchas risas; risas que nos defendían, a él y a mí, del dolor de las heridas que habíamos tocado con las manos, una y otra vez.
Las cicatrices hablan del paso del tiempo, pero no hay rastro de ese cinismo endurecedor que exhiben algunos políticos que padecemos en estos días. Sencillamente, porque Joaquín Almunia no es un cínico. Es un hombre de bien.
Enemigo acérrimo del «guerrismo», es capaz de elogiar la inteligencia de Alfonso Guerra; crítico con el talante de Miguel Boyer, afirma que las políticas económicas de los Gobiernos socialistas fueron la base en la que pudo apoyarse el Estado del bienestar. Almunia, que fue uno de los líderes más notables del movimiento de «renovación» que surgió en el Partido como alternativa al «guerrismo», da muestras de una honradez política poco común cuando admite, sin rodeos, que «lo único que nos unía a los “renovadores” era contra quién estábamos».
Con ironía y un punto de amargura, recuerda «aquellas reuniones con Felipe, en las que yo me daba cuenta de que, al vernos, estaba pensando que tampoco nosotros le íbamos a resolver el problema». Un problema, el del futuro, el de la sucesión, que Almunia señala como un grave error y lo carga en la cuenta del propio Felipe González: «Felipe lo hizo mal, de la peor manera posible». No le arredra el hecho notorio de ser a un tiempo el crítico y el sucesor, y no teme poner otro dedo en otra llaga.
Demoledor contra la corrupción, Almunia se pone en la piel de los decepcionados votantes socialistas; habla por su boca y por su corazón. Por eso, cuando afirma que «por encima de la frustración, el balance de nuestra acción de Gobierno es impresionante», y describe lo que se hizo en su Ministerio de Trabajo, la legitimidad está fuera de toda duda, la legitimidad es absoluta. Es difícil, por no decir imposible, encontrar una descripción más estremecedora que la que hace Joaquín Almunia para trasladarnos la angustia de los socialistas, atrapados en la red de los aprovechados de aquel momento. Porque él no se hace trampas, no se engaña. Quizás porque nunca ha engañado a nadie. Su personal introspección en la noche de aquella engañosa «dulce derrota» de 1996 desborda lucidez y honradez.
Pero nada resulta más elocuente que la conclusión final, las últimas líneas de todo un ejercicio intelectual, tan difícil, plagado de dudas, certezas y verdades. En ese punto, encuentra las verdaderas razones de la derecha para tratar de expulsar a Felipe González del Gobierno: «Todavía no le han podido perdonar a Felipe que haya hecho vivir a toda una generación, o a varias generaciones de españoles, la ilusión por la política, por encima de cualquier otro interés».
Joaquín Almunia mantiene ese espíritu por encima del tiempo.
La del 96 fue una derrota anunciada desde mucho tiempo antes. Es más, desde el año 93, vivíamos «de prestado». Habíamos recibido la victoria del 93 como una victoria extraordinaria, por lo que tuvo de inesperada. Nos sorprendió a nosotros mismos y, sobre todo, sorprendió a Aznar. Pero duró poco la alegría, porque ya teníamos muchos problemas y, en el mismo otoño del 93, en Galicia, tuvimos un resultado muy malo. Luego vinieron las elecciones europeas del 94 y tuvimos un resultado desastroso; después, las municipales y autonómicas del 95, y otra vez tuvimos pésimos resultados.
Pero no se trataba sólo de resultados electorales. Lo preocupante era toda la sarta de escándalos, uno detrás de otro, que nos iba golpeando hacia abajo. Teníamos a nuestros propios electores absolutamente desazonados, cuando no cabreados, con nosotros. Era duro a veces encontrarse con la gente en la calle; no entendían que el PSOE pudiese aguantar lo que estaba aguantando: escándalos, decepciones… Y el Partido lo soportaba todo con una actitud resignada: «Bueno —decían—, hay que sobrevivir, ya pasará el temporal»; y, por otro lado, todo se soportaba con una actitud dolida, porque la gente fuese tan injusta con el PSOE: «Con la cantidad de cosas que hemos hecho, la cantidad de cosas que hemos conseguido para los españoles, y ahora nos pagan con la moneda del desprecio y de la crítica». Estábamos condenados a la derrota.
Cuando Felipe anunció, en julio de 1995 —después de una reunión con Pujol, creo recordar— que las elecciones se celebrarían tras la Presidencia Europea, empezamos a preparar las maletas para pasar a la oposición, para tratar de enderezar las cosas en la oposición, ya que no habíamos sabido hacerlo desde el Gobierno.
Me atrevo a decir, incluso, que yo tenía conciencia de que, por muchas razones, necesitábamos pasar a la oposición. Porque no habíamos sido capaces de afrontar el final de un ciclo político, de dar una respuesta ante los escándalos, de organizar la sucesión de Felipe González, que día sí y día también decía que se iba… El relevo de Felipe ya se había preparado con anterioridad, porque Felipe —desde el verano del 95 y a lo largo del otoño— nos había dicho que se iba. Nos habíamos reunido con él en varias ocasiones, y nos había hecho saber que esta vez no se podía presentar, que esta vez era definitivo, que teníamos que pensar quién era su sucesor. Recuerdo que yo era uno de los pocos, quizás el otro era Juanma Eguiagaray[17], que, de vez en cuando, decíamos: «Es verdad: Felipe tiene derecho a irse y no podemos negar la hipótesis de que Felipe tenga que ser relevado por alguien… Si él dice que se va, no puedes encerrar a Felipe en una habitación con siete llaves y decirle: “No, te quedas y vuelves a ser candidato”». Y, después de varias reuniones, comidas y cenas, llegamos a la conclusión de que el sucesor tenía que ser Javier Solana.
La noche de las elecciones yo estaba en Ferraz[18]. Los avances de los resultados nos empezaban a dar buenas noticias… Los sondeos «israelitas»[19] decían que el PP ganaba, aunque por poco… Pero los primeros resultados del recuento global, del que vale, nos situaron, durante una parte de la noche electoral, por delante. De modo que, por un lado, sentimos una inmensa alegría, una cierta tranquilidad, ante la certeza de que aquello no sería una derrota estrepitosa. Aznar, si ganaba, como parecía que ganaría, iba a tener que pactar para gobernar y eso iba a moderar sus bajas pasiones. A la vez —lo reconozco—, en un momento determinado de la noche, yo pensé: «Bueno, y si tampoco ganan esta vez, y vuelve a repetirse la historia del 93 en sus expectativas frustradas por voluntad de los votantes, ¿qué van a hacer? Después de toda la conspiración, de toda la bilis que han puesto en la forma de hacer la oposición, de toda su histeria “antifelipista”, antisocialista, después de esta época de crispación… Si esta gente no gana, son capaces de cualquier cosa».
Ese pensamiento refleja lo que habíamos vivido hasta entonces, sobre todo desde 1993 a 1996. Fue una época de deterioro de las reglas de juego, de deterioro de los mínimos que deben presidir la convivencia entre fuerzas políticas distintas, y entre responsables políticos. Respecto a aquella noche del 6 de marzo de 1996, ojalá que siempre que se pierdan unas elecciones se pudieran perder así, con esa sensación de tranquilidad. Luego, vistas las cosas con perspectiva, quizá fue una noche demasiado tranquila. Pensamos que, gracias a una derrota por la mínima, todas nuestras penas se habrían expiado y que el confesor nos habría absuelto. Simplemente creíamos que no había nada que hacer, y que podíamos seguir como si tal cosa… El «ser natural» de los electores españoles era votarnos y sólo teníamos que esperar en la puerta de nuestra casa a que pasase el cadáver político de Aznar. Él cometería errores; la derecha española sería tan truculenta como lo había sido durante el resto de su historia. Y nosotros volveríamos a ganar: sería algo natural. Como ocurrió con la «mayoría natural» de Fraga en los setenta, nosotros creíamos que teníamos la «mayoría natural» en los ochenta. Y, obviamente, no fue así.
«TODOS LOS SOCIALISTAS APARECÍAMOS COMO CORRUPTOS»
Las causas de la derrota estaban claras; por lo menos, para mí, estaban muy claras desde hacía bastante tiempo. Por un lado, el desgaste político. A lo largo de los años, un gobierno tan activo y tan reformador y tan beligerante con los problemas como el Gobierno socialista, va acumulando desgaste. Y, a lo largo de los años, se cometen errores, y hay caras que empiezan a ser rechazadas por sectores de tu propio electorado y que tienes que ir cambiando. Además, durante los últimos años, habíamos tenido que superar una recesión muy fuerte que había generado un fuerte aumento del paro y pérdida de puestos de trabajo. Algunas reformas habían provocado choques —otra vez— con los sindicatos: la reforma del desempleo o la reforma del mercado de trabajo. Veníamos arrastrando ese desgaste desde los ochenta, pero todavía era muy asimilable en las elecciones del 89 y en esa ocasión obtuvimos la mitad de los diputados en el Congreso. Pero cuando se cerró la puerta de la Expo 92 de Sevilla y se clausuraron los Juegos Olímpicos de Barcelona, nos empezó a caer encima. Pero, ¿ese desgaste y la recesión económica, por sí solos, nos hubiesen llevado a la derrota? Creo que sí; pero las cosas se hubieran desarrollado, probablemente, de otro modo.
Hay gente en el Partido que no se atreve a valorar, aún hoy, los escándalos de corrupción en toda su dimensión. Sobre todo, no se atreven aquéllos que no fueron capaces de reaccionar frente a los escándalos inmediatamente. Durante años, caímos en la equivocación de considerar que las críticas eran ataques de nuestros enemigos, que no podía existir un socialista corrupto y que el Partido se podía financiar como le diera la gana. Ante todo, creíamos que si alguien tenía carné del Partido Socialista, por muy golfo que fuese, había que protegerlo, había que ampararlo; pensábamos que los partidos están para eso, porque somos una familia… Aquello era letal, aquello era un veneno que nos estaban inoculando dentro. Y para cuando la mayoría del Partido se dio cuenta de los errores enormes que estábamos cometiendo, por no saber reaccionar frente a la corrupción, ya era demasiado tarde. Para entonces, ya todos los socialistas aparecíamos como corruptos, o como encubridores de corruptos, o como cómplices de los corruptos. Muchos socialistas piensan: «A nosotros se nos exige mucho más que a la derecha: cuando la derecha roba, cuando la derecha se lo lleva a su casa, cuando la derecha caciquea, cuando la derecha ejerce el poder de forma autoritaria, no se lo echan en cara del mismo modo como nos lo echan a nosotros». Yo siempre he dicho que a mí me enorgullece que a nosotros nos exijan más que a la derecha, desde un punto de vista ético, desde el punto de vista del comportamiento público que, como políticos, debemos tener. ¡Sólo faltaba que se considere que somos iguales que la derecha y que los valores del socialismo democrático, en cuanto al manejo del dinero público, a la transparencia, a la ética, a la honradez, no se diferencien de la derecha! Yo creo que se diferencian, y muy profundamente. Por lo tanto, pensaba, y pienso, que cada vez que hay un socialista o un alto cargo socialista, o un miembro del Partido, que se corrompe, hay que dar una respuesta durísima. En vez de ser comprensivo, porque es un compañero, hay que ser más duro, precisamente porque tiene carné del Partido. Entre otras cosas, porque ésas son nuestras convicciones. Por lo menos, ésas son mis convicciones y las de la inmensa mayoría de los socialistas: que el dinero público es del público, es de la gente, es de los ciudadanos. No es nuestro. Nosotros somos puros administradores y debemos ser escrupulosos. Pero, además, cuando no se responde ante la corrupción —como nos ocurrió a nosotros—, cuando se titubea en la respuesta ante la corrupción de tus propias filas, se está, de forma involuntaria, llamando y convocando a nuevos golfos: «Éstos, si tienes el carné del Partido, te dejan robar. Pues vamos allá, pidamos el carné del Partido y “ancha es Castilla…”». Algo de eso ha habido durante unos años, y esa actitud no nos la perdonan los ciudadanos.
No creo que se hubiera perdido la memoria de todo lo bueno que se había hecho. Pero ocurre que los ciudadanos no están dispuestos a votar diez veces en agradecimiento por la construcción de la misma carretera. Es decir, el ciudadano no está dispuesto a votarnos diez veces porque hayamos consolidado la democracia, porque hayamos ingresado en Europa, o porque hayamos favorecido el Estado de bienestar. El votante piensa: «Muy bien, eso usted lo lleva en su activo y yo se lo reconozco, y se lo agradezco, y lo valoro eternamente, y no se me va a olvidar. ¿Quién universalizó la sanidad pública? El PSOE. ¿Quién amplió la educación hasta duplicar el número de alumnos en la universidad? El PSOE. ¿Quién equiparó a las mujeres y a los hombres en los estudios y, en buena medida, en otros aspectos? El PSOE. Ahora bien, ¿tengo que votarle a usted siempre por lo que hizo en el año 80, en el 82, en el 84, o en el año 92? No. Y, además, por pertenecer usted a un partido de izquierdas y contarme lo que ha hecho —que tiene usted derecho a pedirme que se lo valore y que se lo agradezca—, tiene ahora que ofrecerme algo más: ¿qué va a hacer en adelante? Si ha transformado la sociedad hasta aquí, ¿qué más cambios va a introducir? La sociedad en la que vivimos no es perfecta; si fuese perfecta, no haría falta política, no harían falta partidos, no harían falta ideas. Todavía quedan muchísimas cosas por hacer y usted me tiene que decir qué más va a hacer. Y si es incapaz, porque está desgastado o porque ya no se le ocurren nuevas propuestas, ni nuevas reformas, o porque usted está preocupado por sus líos internos y está peleándose en el interior de sus sedes, si ni siquiera tiene el coraje de responder ante los escándalos que tiene en sus propias filas, pues, mire, le conviene un paso por la oposición».
Pero, por encima de la frustración de no ser capaces de responder a tiempo a los problemas que nos llevaron a la derrota, es verdad que el balance de los trece años y medio de Gobierno socialista es impresionante. Y para mí es un orgullo haber formado parte del Gobierno que ha consolidado la democracia, que ha conseguido que España ingrese en la Comunidad Europea, que ha construido un Estado del bienestar, que ha universalizado los principales servicios públicos, que ha modernizado la economía, ha modernizado las actitudes, ha sometido a las Fuerzas Armadas al poder civil democrático… Es un inmenso orgullo y una inmensa satisfacción.
Esa noche electoral del 96, mi reflexión enlazaba con diciembre del 82. Recordaba la foto del primer Gobierno socialista en los escalones de La Moncloa, y me decía: «De todos modos, hemos respondido a lo sustancial. En 1982 teníamos pendientes, encima de la mesa, problemas históricos de España; en lo sustancial, nosotros los hemos dejado resueltos. Y quienes van a gobernar ahora son muy de derechas y muy criticables en muchos aspectos… espero que no lo destrocen». España nunca ha tenido, en los dos últimos siglos, tantos problemas históricos resueltos y tan pocos desafíos profundos por resolver. El único desafío importante pendiente de resolver es el terrorismo. Y, en conexión con el terrorismo, queda en suspenso la situación del País Vasco, el encaje del nacionalismo vasco en el conjunto de la España democrática. En el resto, hemos resuelto las iniciativas que han permitido resolver esos problemas; desde luego, no hemos sido los únicos, pero sí hemos sido los protagonistas en la resolución de esos problemas. Y eso es una satisfacción enorme.
YO NO ESTABA EN LOS PLANES DE FELIPE
Mi nombramiento como ministro de Trabajo fue una carambola. Yo no estaba en los primeros planes de Felipe para formar Gobierno. No estaba escrito en tinta, aunque podía estar en lápiz, tal vez en una lista colateral en la que estuvieran los nombres de personas con las que se podía contar. Pero, entre los primeros nombres con los que Felipe González intenta ir armando el Gobierno, el mío, desde luego, no figura. Es más, en el Ministerio de Trabajo, como de todos es sabido, Felipe piensa poner a José Luis Corcuera. Tras proponérselo, Corcuera le pidió tiempo para responderle, y cuando lo hizo, le contestó: «Mira, Felipe, Nicolás Redondo y toda la Ejecutiva de la UGT me dicen que no debo ser ministro de Trabajo, que no quieren que haya un ministro de Trabajo que proceda de la UGT porque se va a crear mucha confusión…».
Se me propuso entonces el cargo. Y yo acepté. No me sentí agraviado por ser el recambio. Tenía 34 años y ninguna vocación de ser ministro. Mi aspiración era colaborar, desde cualquier puesto, en aquella etapa de Gobierno del Partido. Si hubiese podido elegir, quince días antes de la formación del Gobierno, habría dicho que a mí me gustaría estar en el gabinete de La Moncloa. Pero, en la negociación entre Felipe González y Alfonso Guerra para que este último estuviese en el Gobierno, se produjo la ubicación del gabinete bajo la Vicepresidencia, y, con Guerra, ya ni siquiera me hubiera interesado. De todas formas, ya hubiese encontrado yo cualquier cosa: había miles de posibilidades abiertas. En un momento en el que cambiaba todo, eso era seguro. Además, yo era parlamentario, y con 34 años no tenía urgencia por subirme a un coche oficial.
Cuando Felipe recibe la negativa de Corcuera, habla conmigo en el Congreso. Probablemente fue el día del debate de investidura —a finales de noviembre, tres o cuatro días antes de constituirse formalmente el Gobierno—, y me dijo: «José Luis Corcuera me ha dicho que no quiere ser ministro, que no está dispuesto a ser ministro en contra de la UGT; he pensado que tú debes ser el ministro de Trabajo; has trabajado como economista en la UGT… Es verdad que hay tensiones con la UGT, las conoces perfectamente…». Felipe se refería a las diferencias surgidas con la UGT durante la elaboración del programa electoral, del cual yo había sido coordinador. Él había participado en una reunión con Nicolás Redondo, en la que yo estaba presente, en la que hubo sus más y sus menos a la hora de encajar algunas peticiones de la UGT en el programa. Y se veía claramente que las relaciones entre el sindicato y el Partido no iban a ser mejores por el hecho de que estuviéramos en el Gobierno. Era necesario delimitar los territorios respectivos. Le comenté esta idea precisamente a Felipe y le dije: «Yo no tengo con Nicolás la relación que sería deseable, nos conocemos mucho, hemos trabajado juntos, pero ha habido roces…». Y me dijo: «Nada, nada, no me importa; tú conoces el asunto, conoces los temas del Ministerio de Trabajo perfectamente, y tú puedes ser el ministro». La verdad es que había colegas míos en el Gobierno, compañeros de Ejecutiva, que aterrizaban en puestos desconocidos totalmente para ellos. No tenían ni idea de lo que se iban a encontrar: se iban a empezar a enterar de los asuntos cuando llegaran a sus despachos. Por supuesto, un ministro de Defensa socialista sólo podía empezar a conocer los asuntos de Defensa cuando llegara al Ministerio: no podía saberlo de antes. Y otro tanto le ocurriría al ministro del Interior. Ernest Lluch, por ejemplo, llegó al Ministerio de Sanidad y, hasta entonces, no había tenido ninguna relación directa con el sector sanitario. En mi caso, y en el caso de algunos otros, habíamos tenido ya alguna relación con el departamento que nos correspondía. Por eso yo empecé a tomar decisiones muy rápidamente.
LAS SONADAS DISCUSIONES ENTRE BOYER Y GUERRA
Respecto al peso de los distintos ministros en aquel primer Gobierno socialista de 1982, es verdad que Miguel Boyer tenía un papel muy importante. Así estaba diseñado por Felipe y así se había pactado con Boyer. Y, hasta su dimisión, en junio de 1985, Boyer mandaba mucho en el área económica, incluso… se pasaba por el Arco del Triunfo el programa electoral. Decía: «¡Bah!, eso es lo que dice el programa electoral, pero lo que tenemos que hacer es esto otro». Y, naturalmente, había tensiones.
Además, conociendo el carácter de Boyer, es fácil imaginarse cómo se desarrollaban algunos debates en el Consejo o en la Comisión Delegada de Asuntos Económicos. Pero yo siempre he tenido una relación fluida con Miguel. Lo conocía desde bastantes años antes.
En el Ministerio de Trabajo conseguimos hacer muchas cosas en contra de la opinión de Miguel Boyer. No era fácil, pero si desplegabas algunas artes… Yo las fui aprendiendo con el tiempo. Por ejemplo, a Miguel Boyer le apasionaba ver una memoria económica bien hecha cuando se tomaba una decisión. Y yo pedía a mi gente en el Ministerio que, cada vez que tuviésemos que negociar con el Ministerio de Economía y Hacienda, pusiesen especial cuidado en la redacción de una memoria económica bien documentada, bien elaborada y bien presentada. Y eso, en algunos casos, me sirvió para sacar adelante decisiones importantes.
Yo creo que la clave de que Felipe le diera tanto poder a Boyer, no solamente en la gestión sino en la orientación global de la política económica, tiene que ver con una de sus dos grandes preocupaciones. Felipe tenía claros dos obstáculos con los que no quería tropezar durante su Gobierno. Uno era la inseguridad ciudadana. Quería evitar por todos los medios el desorden en la calle y la sensación de que el orden público se le iba de las manos a un Gobierno de izquierdas. Y, en segundo lugar, quería evitar que pareciera que el Gobierno socialista era incapaz de hacer frente a una situación económica dificilísima. «Que no nos pase lo que les ha pasado a los franceses hace un año», decía Felipe.
Porque los socialistas franceses llegaron al Gobierno a mediados del 81 —año y medio antes de nosotros— y tenían pactado un programa común de la izquierda con el Partido Comunista Francés —desde principios de los setenta, actualizado antes de las elecciones del 81—. Era un programa de nacionalizaciones y de política de expansión de la demanda; pretendían conseguir crecimiento a fuerza de expandir la demanda interna. Y fue una política económica que fracasó de forma estrepitosa y que les obligó, año y medio después —poco antes o poco después, no recuerdo bien, de llegar nosotros al Gobierno— a corregir y dar un giro de 180 grados en su política económica. Y, desde ese momento, fueron dando traspiés hasta que, en 1986, perdieron las elecciones. Ganó la derecha y se produjo la primera «cohabitación», con François Mitterrand como presidente y con Jacques Chirac como primer ministro[20].
Así que, para conseguir salir de la crisis, recuperar el crecimiento, animar la inversión y evitar que el dinero se fugase de España —como se había fugado en el período transcurrido desde las elecciones de octubre hasta la constitución del Gobierno—, Felipe confió en Miguel Boyer. Él era el encargado de dirigir una política económica ortodoxa. Por eso le dio un gran poder de coordinación dentro del Gobierno, lo cual provocaba tensiones con los ministerios sometidos a ese control y, además, con la Vicepresidencia de Alfonso Guerra. Claramente, Guerra comprobaba que aquel ministro de Economía y Hacienda, que no era vicepresidente, tenía mucho más poder que él en una serie de ámbitos —en algunos, no en todos—. Y había una especie de pugilato para ver quién conseguía llevarse el gato al agua en las discusiones. Y la verdad es que un 90 por ciento de las batallas entre Guerra y Boyer, las ganaba Boyer. Porque, al final, el apoyo de Felipe solía inclinarse de su lado. Las discusiones entre Guerra y Boyer, en pleno Consejo de Ministros, eran sonadas. Por ejemplo, Boyer hacía una propuesta, y entonces Alfonso le decía: «Eso lo podían decir los arbitristas del siglo XVI». Boyer le miraba y le contestaba: «Abelardo era del siglo XII». Así, en ese tono, se desarrollaban algunos Consejos de Ministros. Felipe González observaba, tiene muchas tablas… Y, finalmente, decía: «Queda aprobada la propuesta del Ministerio de Economía». Y ya está.
Sin duda, el estilo de Boyer no es recomendable para nada ni para nadie. Es un hombre extraordinariamente inteligente, brillante, e irónico, pero a la vez muy despectivo con cualquiera que le lleve la contraria, y como tiene una fuerza dialéctica notable, naturalmente hay gente que se lo piensa dos veces antes de enfrentarse en terreno abierto con él. Boyer no sólo tenía poder, sino que tenía artillería para desarmar otras argumentaciones.
LA ESQUIZOFRENIA DEL PARTIDO
Pero, vistos los resultados… Cuando Miguel deja de ser ministro, ya hemos superado la crisis. La economía española empieza a crecer y a crear puestos de trabajo, estamos mucho mejor preparados de lo que uno podía imaginar para dar el paso del ingreso en la Comunidad Europea el 1 de enero de 1986. La verdad es que los resultados de la primera década del Gobierno socialista —hasta que llega la recesión del 92—, con crecimiento económico, creación de empleo, reducción de desigualdades, ampliación de la educación, mejora de las pensiones o la extensión en el acceso a la sanidad son el «manual del socialdemócrata». Conseguimos todos esos avances con unos instrumentos que, teniendo en cuenta la cultura de la izquierda de la época, eran muy heterodoxos. En la actualidad, a esa política se la hubiese llamado la Tercera Vía. Y si Miguel Boyer no hubiera tenido esa actitud de «aquí estoy yo, y me voy a enfrentar contra todos los elementos, contra todos los convencionalismos, contra todas las inercias de una izquierda que tiene que modernizarse, y se van a enterar de cómo se hace una política económica…», si hubiésemos tenido a alguien con una actitud menos prepotente… Por otro lado, teníamos un Partido que continuamente lanzaba el mensaje de que «ésa no es la política que queremos; hay que hacer otra política en cuanto se acabe el Gobierno de coalición; ya está bien de coalición entre el PSOE y los amigos de Miguel Boyer, o la beautiful people».
Aquélla era una actitud muy peculiar del Partido: por un lado, apoyaba ciegamente al Gobierno en el Parlamento, en la calle o en las campañas, y por otro lado, en sus discusiones políticas, criticaba al Gobierno. Era una actitud esquizofrénica. Pienso que, si en vez de mantener esa esquizofrenia entre el discurso altanero de Boyer y las reticencias y las críticas más o menos soterradas del aparato del Partido, hubiésemos tenido un equipo de comunicación que se hubiera planteado una explicación de nuestras decisiones, habría sido fantástico: «Vamos a explicar, en términos inteligibles, por qué y para qué hacemos lo que hacemos». Sí, habría sido fantástico; habríamos descubierto nosotros la Tercera Vía.
En los ochenta hubo un déficit de explicación política. Ese déficit se aprecia en los resultados que obtuvimos en los balances de los diez primeros años de Gobierno. Yo había salido del Gobierno en el 91 y, a continuación, me ocupé, entre otras cosas, de dirigir, en una fundación, un programa de investigación sobre distribución de la renta. Y llegué a tiempo para suministrar los datos obtenidos para la campaña electoral de 1993, datos que utilizó Felipe en los famosos debates de televisión. Las cifras, que podían empezar a evaluarse entonces, reflejaban cómo se habían reducido las desigualdades sociales en España durante los años ochenta. Y era impresionante: España, y algún otro país europeo, no recuerdo si era Holanda o Suecia, fueron los dos únicos países que, durante los ochenta —que es la época del neoliberalismo, de Reagan y de Thatcher, de la reticencia hacia lo público—, habían aumentado el peso del sector público y habían reducido las desigualdades de forma espectacular. Y, aquí, eso se consiguió con políticas que criticaban los que se llamaban a sí mismos socialdemócratas clásicos y auténticos: decían que eran políticas neoliberales. Pero, en la política, ¿qué importa? ¿El instrumento que se utiliza o el resultado?
A pesar de ello, había quien nos decía, en el comienzo de los noventa, que habíamos sido unos «neoliberales de mierda», que habíamos traicionado los ideales del socialismo. Ahí está Nicolás Redondo, que sigue diciendo eso, que no quiere enterarse todavía de lo que hizo el Gobierno socialista en políticas sociales, en reducción de desigualdades o en la mejora de las redes de bienestar. Sin embargo, sí nos faltó comunicación. Porque quienes se ocupaban de la explicación, que eran los del aparato del Partido, nunca asimilaron como propio ese tipo de políticas; más bien, las consideraban una imposición de algunos amigos de Felipe. Todavía Alfonso Guerra va diciendo por ahí esas cosas, que «él era la piedra que impedía que otros entrasen en la cueva de no sé quién…». ¡Aquí, los únicos que entraron en la cueva fueron los que se lo llevaron a su casa!
PARARLE LOS PIES A BOYER
Estoy seguro de que hubo «ministros de gasto» que, hasta 1985, sufrirían lo suyo por culpa de Boyer. Yo, en la Seguridad Social y el Desempleo, que eran mis grandes presupuestos del Ministerio de Trabajo, no me quejo, porque son presupuestos sobre los cuales la capacidad de decisión de Hacienda, al menos entonces, no era tan grande como en otras áreas. Quizás yo tenía más margen y más autonomía. Desde el Ministerio de Trabajo, subimos las pensiones en todas las legislaturas socialistas; creo que en todas. Pero, en la primera, que es la dura, la de la crisis y la de la ortodoxia «boyeriana» en los presupuestos, las pensiones ganaban poder adquisitivo en razón de tres puntos o tres puntos y medio cada año. La cobertura del desempleo se extendió de forma considerable, con una reforma de la Ley de Protección de Desempleo que ofrecía más garantías a los desempleados.
Entiendo que otros colegas del Gobierno, Obras Públicas[21], o el propio José María Maravall en Educación, tuvieran dificultades. Yo le planteé dificultades de gasto a Ernest Lluch —y tenía muy buena amistad con Lluch, y la mantuvimos durante aquellas discusiones que teníamos— porque, entonces, la financiación de la Sanidad dependía en buena medida del presupuesto de la Seguridad Social. Yo hacía el presupuesto y tenía que subir las pensiones. Pero Lluch se quejaba de que mis cuentas limitaban más de lo necesario su actuación. A pesar de ello, en aquellos años, incluimos —él y yo— en la cobertura sanitaria del Insalud a siete u ocho millones de personas.
A pesar de esta, digamos, posición privilegiada de mi departamento, también es cierto que, en algún caso, me vi obligado a puentear a Boyer y a utilizar a Felipe para sacar adelante algún proyecto. Recuerdo, por ejemplo, la reforma de las pensiones. El sistema de pensiones que heredamos en 1982 era un sistema desbocado: iba directo a la crisis; no sólo porque había problemas de desempleo y de destrucción de puestos de trabajo, y por tanto menos cotizantes, sino porque alguna de las medidas que se habían adoptado en los últimos años del franquismo y en los primeros años de la transición, en los Gobiernos de UCD, empezaban a tener un efecto de desequilibrio tremendo en el sistema. Se producían unos fraudes pavorosos en las pensiones por invalidez. En algunas provincias de España, parecía que había habido una guerra, dado el número de inválidos que registraba y de cómo había ido creciendo la cifra en los últimos años. Se daba también el proceso llamado «compra de pensiones», por el que, cotizando lo mínimo —dos años para la base reguladora de la pensión, y diez años de cotización a lo largo de toda la vida laboral—, ya se tenía derecho a la pensión. Y como había un complemento de mínimo, era una pensión mucho más cara que la que se había cotizado. Con diferencia. Era necesario, entonces, introducir medidas de ajuste, y empezamos a discutir.
Yo presenté los primeros informes en el Consejo de Ministros. Se los presenté a Felipe y a Boyer. Naturalmente, Boyer quería ir mucho más allá. Quería hacer un ajuste del sistema mucho más fuerte y rebajar las pensiones. Incluso había determinadas personas que habían influido en Boyer y él no dejaba de prestar atención a quienes decían que había que introducir algunos mecanismos de capitalización dentro del sistema público… Aquella fue una batalla tremenda. Yo quería hacer una reforma en el sistema de las pensiones, era necesario hacerla, y, por supuesto, me puse a trabajar en ella. Pero no quería la reforma de pensiones que sugerían desde Economía y no me quedó más remedio que hablar con Felipe directamente. Le dije simplemente: «Es necesario ir hasta aquí, pero no es necesario ir más allá; ir más allá es, pura y simplemente, rebajar las pensiones, para joder al personal y para mayor alegría de algún fondo de pensiones». Felipe lo entendió y optó por mi reforma de pensiones, que sólo pretendía establecer una situación más equilibrada del sistema. Y, al final, sacamos la reforma que yo quería, aunque Comisiones Obreras y Nicolás Redondo plantearon algunos problemas. Ahora, quince o diecisiete años después, todo el mundo dice que esa reforma estuvo muy bien… En cualquier caso, y a pesar de dirigir un ministerio que lógicamente mantenía roces objetivos con Economía y con Industria, yo tenía muy buena relación personal con Boyer, y también con Carlos Solchaga.
EL AUTORITARISMO DE SOLCHAGA
Con Carlos Solchaga, y con la política de reconversión industrial, también surgieron desacuerdos, porque Industria siempre tendía a que la reconversión supusiese un ajuste de plantillas más duro. Y, desde el Ministerio de Trabajo, intentábamos aportar fórmulas, buscar mecanismos y soluciones que fuesen lo menos traumáticas posibles, y que propiciasen suspensión de contratos, en vez de despidos. Procurábamos mayores indemnizaciones, tener en cuenta la protección por desempleo y las prejubilaciones. Intentábamos buscar fórmulas más asumibles y más llevaderas. La verdad es que el plan de reconversión y la crisis económica tuvo impactos políticos inevitables. Pero yo, además, como ministro de Trabajo, viví todo aquello como una situación muy dura. Recuerdo las concentraciones que, un día sí y otro también, se celebraban en esa especie de parque que hay en el recinto de Nuevos Ministerios, donde se ubica el de Trabajo. Venían por allí comités de empresas en crisis, empresas que no salían en los periódicos, empresas pequeñas que no tenían plan de reconversión, pero tenían una crisis, y había despidos, y había gente que no tenía bien asegurada su protección por desempleo por culpa de unas cotizaciones mal hechas… Con todo aquello teníamos que lidiar. Y era durísimo.
Pero siempre he tenido claro que ser ministro de Trabajo no implica ser un sindicalista contra el Gobierno. Por lo tanto, asumes tu responsabilidad, y tienes una responsabilidad individual en el área que te ha correspondido gestionar y una responsabilidad colectiva como equipo de Gobierno. Me decían muchas veces: «Usted, que ha trabajado como economista en la UGT, ¿cómo puede decir que no a una propuesta de la UGT?». Y yo contestaba que mi situación era la misma que la del Secretario General de la UGT: él era militante distinguidísimo del Partido Socialista —pudo, de hecho, haber sido secretario general del PSOE en vez de Felipe González— y como era sindicalista, tenía que llevar la contraria al Gobierno en una serie de cosas. Ésas son las responsabilidades que a cada uno le corresponden… Ahora, en lo personal, el drama humano es durísimo. A la vez, en el Ministerio de Trabajo he tenido, probablemente, las mayores satisfacciones humanas de todos mis años de Gobierno, al tener contacto y conocer a gente excelente de una asociación de minusválidos, o de una asociación de pensionistas, o de un comité de empresa, o al tratar con sindicalistas que, sabiendo que se estaban jugando su empleo, o el de sus compañeros, venían con ganas de encontrar una salida, y mostraban una fantástica capacidad de razonamiento para buscar soluciones imaginativas.
En cualquier caso, era evidente que había que hacer una reconversión. Lo que discutíamos era cómo hacerla. Al final, triunfó la tesis de Miguel Boyer que favorecía la suspensión de contratos y perdió el Ministro de Industria. Andado el tiempo, Carlos Solchaga sustituiría a Boyer como ministro de Economía[22], un departamento cuyos titulares a menudo van mucho más allá de lo que les pide el sentido político y la lógica. Sin olvidar que también importa, y mucho, el carácter de las personas. Y tanto en el caso de Boyer como en el de Solchaga, siendo como son personas muy diferentes en muchos aspectos, los dos tienen algo que, en parte, es bueno para un político, pero que tiene también sus costes y que hay que embridar y frenar: su tendencia a tomar las decisiones que ellos creían que eran justas con independencia de lo que pensara el resto del mundo. Y, en política, sobre todo cuando te ocupas de las vidas humanas, del bienestar de las personas, de su situación familiar y laboral, tienes que escuchar mucho y tienes que valorar por qué los que tienes al otro lado de la mesa critican con insistencia las medidas que te propones adoptar. Yo creo que tanto Boyer como Solchaga se dejaron arrastrar, en algunas ocasiones, por un sentido excesivo de la propia autoridad por encima de otras razones. Carlos, que tiene un carácter muy distinto al de Miguel Boyer, a lo largo del tiempo aprendió mucho, y fue un ministro de Economía mucho más flexible de lo que lo había sido, al principio, en Industria. Carlos, por ejemplo, después de la huelga general de diciembre de 1988 y, sobre todo, después de las elecciones de 1989, se puso al frente de la negociación social. Recuerdo a Manolo Chaves, entonces ministro de Trabajo, desbordado por la velocidad con que Solchaga pactaba con Nicolás Redondo y con Antonio Gutiérrez, en cenas que duraban hasta no sé qué hora de la madrugada. Boyer fue ministro durante mucho menos tiempo que Carlos, y el pulso que le echó a Felipe por obtener una Vicepresidencia que le diera más capacidad de decisión y de coordinación en el área económica del Gobierno acabó, en 1995, con su salida del Gobierno.
«¿YO TAMBIÉN CESO?»
Recuerdo que Felipe había abierto la primera crisis del primer Gobierno de la primera legislatura y yo fui a tomar café con él a La Moncloa para comentar los cambios. Estos cambios, en realidad, no me afectaban, porque yo iba a continuar como ministro de Trabajo. Ese mismo día por la noche, Felipe nos había convocado a todos los miembros del Gobierno saliente a una cena de despedida en La Moncloa, y al día siguiente, después de la visita al Rey para informarle de estos cambios, estaba convocada una rueda de prensa. Entonces, yo llego a tomar ese café y Felipe me dice: «Joaquín, hay una noticia nueva que descabala todo esto: Boyer me ha dicho hace un rato que dimite, que no va a seguir bajo ningún concepto». Le pregunto el porqué, y no recuerdo exactamente en qué términos me lo comenta Felipe, pero es lo que, más o menos, se sabe: la presión de Boyer por conseguir la Vicepresidencia y dejar de estar sometido a las tensiones con Guerra, etcétera. Felipe me sugirió: «Le he dicho a Carlos Solchaga, que es amigo suyo, que trate con él, a ver si puede hacer algo. Esto es un lío tremendo… Tú, que tienes buena relación con él, mira a ver si puedes hacer algo también. Yo creo que ya ha tomado la decisión y que no va a dar marcha atrás, pero, bueno, si puedes, habla con él y me cuentas». Efectivamente, yo hablo por teléfono con Boyer y me contesta: «No, no. Me voy. Mira, he decidido irme; es una etapa de mi vida, es una decisión firme y ya no tiene marcha atrás». Yo le dije: «Hombre, lo deberías considerar, pero tú verás… Si has tomado la decisión, tuya es». Carlos llegó a hablar con él personalmente y, al cabo de varias horas, se supo que no había forma de convencerle.
Esa noche nos reunimos durante la cena, en «La Bodeguilla», horas después de que Carlos Solchaga y yo —y probablemente algunas personas más que hubiesen hablado con Felipe— nos hubiéramos enterado de la dimisión de Boyer. Pero la mayoría de los miembros del Gobierno saliente no sabía lo que estaba ocurriendo. Y recuerdo perfectamente a Fernando Morán preocupado, porque había quedado a las doce de la noche para entrar en directo en una emisora de radio. Era una situación un poco surrealista: Felipe no nos despedía, ni nos decía nada. Javier Solana, que ya entonces tenía dotes diplomáticas, tomó la palabra y dijo: «Bueno, pues ya que el presidente no nos dice nada, yo creo que es bueno que le digamos al presidente que, pase lo que pase con cualquiera de nosotros, hemos estado felices y orgullosos de haber colaborado en este momento histórico…», o algo parecido. Morán repetía: «Yo he quedado a las doce de la noche con un periodista, ¿qué le digo? ¿Va a haber cambio de Gobierno? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué no nos dice nada?». Y Felipe miraba para otro lado y «silbaba». Porque Felipe tiene una capacidad ilimitada para «silbar». Acabada la cena, abandonamos «La Bodeguilla» y atravesamos el palacio. Estábamos en las escalerillas de La Moncloa esperando a los coches. En ese momento, pasa Miguel Boyer y le dice a Javier Moscoso: «Bueno, encantado de haber colaborado contigo durante este Gobierno». Y Javier Moscoso, me mira y me dice: «¿Qué pasa? ¿Que yo también ceso?». Le contesté: «No, Javier, el que se va es él».
Después de esa cena, fuimos a tomar una copa a un chiringuito del Paseo de Rosales. Estábamos allí Narcís Serra, Javier Solana, Ernest Lluch, Carlos Romero, José María Maravall y yo. No sé si había alguien más. Y, claro, comentábamos lo ocurrido: «Oye, vamos a ver, ¿qué va a pasar aquí? Vamos a compartir información, ¿tú qué sabes?». Y empezamos a comentar lo que sabíamos cada uno. «Bueno, pues la situación es ésta: Boyer ha dicho que se va definitivamente». Acordamos mantenernos en contacto al día siguiente, porque aquello podría ser un caos. Era la primera crisis de Gobierno de Felipe González. Pensábamos que se le podía ir de las manos. No se sabía cómo iba a acabar aquello. Y los ministros, en medio de este caos, con la sorpresa de la salida de Boyer, intentábamos, a esa hora de la madrugada, compartir información y minimizar el desastre.
El abandono de Boyer se produce en un momento crítico. Pero Felipe no podía aceptar, en ese momento, el reto de nombrarle vicepresidente, no podía poner a Boyer en el mismo nivel que al vicesecretario general del Partido, Alfonso Guerra. En el ámbito del Gobierno, él podía mantener un equilibrio, y en los temas económicos le podía dar la razón al ministro de Economía. Pero, en términos políticos, no era posible nombrar a dos vicepresidentes para que uno de los dos le sustituyera cuando se fuese. El peso específico político de uno y de otro era muy diferente; la imagen que se desprendería hacia el Partido y hacia el propio electorado socialista era muy diferente. Yo creo que Felipe había encontrado ese equilibrio en el 82, convenciendo a Alfonso de que fuese vicepresidente en determinadas condiciones; pero, cuando vio que los intereses de Boyer generaban tensión, ya no pudo permitirlo. Años más tarde, el papel de Guerra y el peso de Guerra eran distintos; pero, entonces, nadie podía aparecer como un puro contrapeso político, como un contrapoder.
ALFONSO, CON UN PIE DENTRO Y OTRO FUERA
El peso político de Guerra era muy importante. Alfonso llevaba todos los temas autonómicos. Claramente, el ministro Tomás de la Cuadra[23] actuaba en función de lo que Alfonso decía. Alfonso llevaba también los temas de Justicia bastante de cerca, todos los temas institucionales, todos los nombramientos de gobernadores civiles y delegados de Gobierno. Barrionuevo, de vez en cuando, «metía» algo, pero la mayor parte de los nombramientos los hacía Alfonso Guerra. También eran suyos algunos asuntos de política exterior; algunos, muy curiosos: Argelia, por ejemplo. Sin embargo, algunos de nosotros pensábamos que tenía que hacer más cosas. Después de las elecciones de 1986, recuerdo que Javier Solana, José María Maravall y yo fuimos a cenar una noche con Felipe y le dijimos: «Alfonso Guerra tiene que ocuparse más directamente de la coordinación. Esto de que esté de “oyente”, de que en algunas cosas se meta en todo y, para otras, es como si no estuviese en el Gobierno… esto, así, no funciona. Si quiere estar en el Gobierno, que esté en todo, que no ande por detrás con la gente de su gabinete y con la gente del Partido diciendo: “¿Qué hace éste? ¿Por qué se va a hacer eso? Me han dicho que se va a hacer lo otro…”. No, no —dijimos—: que aparezca públicamente, presidiendo la Comisión de Subsecretarios, y allí coordina todo y allí se discute. Que se acabe eso de que esté con un pie dentro y otro fuera, y que nuestros directores generales, de repente, reciban una llamada de no sé quién del Gabinete de La Moncloa, y otra de no sé quién del Partido, diciendo cosas como que “Guerra está interesado en…”. Eso no puede ser. O sea, que se formalice más su función, su estatus». Y, de hecho, lo conseguimos: a partir de la segunda legislatura, Alfonso Guerra presidió la reunión de subsecretarios.
Yo no sé por qué Guerra había asumido ese papel de «oyente». No sé lo que le pasaba por la cabeza… No soy capaz de descifrar la psicología del personaje. Mi hipótesis es que él pensaba: «Yo, que soy el guardián de las esencias del Partido Socialista, el que de verdad sabe lo que es ser socialista y qué deben hacer los socialistas, y cómo deben veranear, no me quiero casar con la política de un Gobierno en el que yo no mando demasiado en algunas áreas. Y como no tengo vara en el área económica, no me quiero contaminar. Eso es de “los otros”». Yo creo que esta actitud, exhibida durante años, al final, nos hizo mucho daño. El Partido apoyaba ciegamente al Gobierno: ¿había una huelga? Contra los huelguistas. ¿Había un conflicto por no sé qué? A favor del Gobierno. Pero, a la vez, el discurso del aparato del Partido era de escepticismo e, incluso, de desconfianza sobre lo que hacía el Gobierno en una serie de áreas. A mí me parece que eso es esquizofrénico y que nos debilitó mucho. La satisfacción de los propios afiliados con lo que hace su Gobierno, la capacidad de defender y explicar lo que hace el Gobierno, la capacidad de difundir, de estar dotado para hablar con los sectores de la sociedad, en la calle, todo se debilitaba mucho por esa especie de «apoyo desconfiado» del Partido. Era un apoyo leal, pero distanciado, desconfiado. La verdad es que apoyaban siempre la actuación del Gobierno, pero diciendo: «Habría que hacer otras cosas…».
En la primera legislatura, en mayo del 83, Alfonso ya había expresado su frustración por no controlar los ministerios económicos. El hito es la polémica con el ministro de Industria después de que éste hiciera pública la inviabilidad de cumplir el compromiso electoral de los 800.000 puestos de trabajo. Yo puedo contar cómo se incluyó en el programa electoral lo de los 800.000 puestos de trabajo. Ese compromiso se añadió, digamos, como una «guinda», por motivos electorales: no podríamos salir diciendo otra cosa. Se incluyó por ingenuidad, por voluntarismo, por demagogia… una mezcla de todo. Necesitábamos salir asegurando que nosotros íbamos a conseguir que el paro se reduciría en los primeros cuatro años. Yo era el coordinador del programa electoral y llevé a la Ejecutiva las estimaciones que estaban haciendo los economistas que colaboraban con nosotros sobre cómo podían evolucionar las cosas en los primeros cuatro años. Y los economistas decían: «Supongamos que aquí recuperamos un crecimiento tal, pero la avalancha de paro que hay, y que por lo menos al principio va a seguir habiendo, es tal, y la destrucción de empleo es fuerte, y los jóvenes que están entrando cada año en el mercado de trabajo son tantos, y vienen inmigrantes, y el acceso de la mujer al mundo laboral, etcétera. En fin, el resultado es que no vamos a ser capaces de crear empleo. En una hipótesis razonablemente optimista, podremos decir, en 1986, al final de la legislatura, que hemos reducido el paro; podremos decir: “Llegamos al Gobierno con dos millones de parados y ahora hay menos de dos millones de parados”. Y esto es lo que hay».
Ésa era la situación real, pero en la Ejecutiva del Partido me dijeron: «Bueno, pero en el programa electoral tenemos que decir que nosotros somos capaces de reducir el paro». Creo recordar que es Alfonso el que lo dice, y transmite que eso es lo que le ha dicho a él el Comité Electoral. Y me pide: «Tú tráenos una estimación corregida sobre cuántos empleos hay que crear para que podamos dar trabajo a los demandantes del mercado laboral». Bueno, pues esto es hacer una regla de tres, esto no es ciencia, es aritmética pura. ¿Cuánto va a evolucionar la población activa? ¿Cuánta gente va a estar pidiendo trabajo? ¿Cuántos empleos hacen falta para que toda esa gente, y uno más, tenga trabajo? Y salían ochocientos mil. Y eso fue lo que él decidió que se pusiera en el programa.
Yo coordinaba el programa, pero no estaba en el comité electoral. Y no me opuse porque la Ejecutiva tomó una decisión… y, bueno, los que estábamos allí, no le prestamos la atención debida. Discutimos mucho más sobre cómo figuraba nuestro compromiso electoral sobre el aborto, o sobre el referéndum de la OTAN. En esos aspectos sí hubo una discusión acerada respecto a los términos, las formas, las frases… Pero, por lo que tocaba al trabajo, «vamos a salir creando empleos…». «Pues vale». Felipe tampoco lo tuvo en cuenta, no le concedió importancia. Sin embargo, el propio Felipe González hizo una campaña de regeneracionismo, de calmar ánimos: era una campaña de ganador que se ve ya gobernando y que dice: «Yo no voy a hacer demagogia, sino todo lo contrario, voy a calmar».
Pero el Partido funcionaba así: temas electorales, Alfonso. Los carteles, por ejemplo. Alfonso los llevaba allí y decía: «Ésta es la foto de Felipe, mirando al horizonte; es la que me gusta. ¿Qué os parece el eslogan? “Por el cambio”. Os gusta, ¿verdad? Fondo azul, igual que Mitterrand, fondo azul… Ahora hay que hacer el listado de cien medidas de las que vamos a tomar…». Todo esto se hacía sobre la base de un programa preparado. Era el Comité Electoral quien lo llevaba a cabo. Y el que sabía de elecciones y de Comité Electoral era Alfonso.
Solchaga cuestionó la viabilidad de la creación de los 800.000 puestos de trabajo. Al fin y al cabo, era un compromiso de nuestro programa electoral, y yo creo que lo dijo de forma brutal. En un programa electoral, siempre hay aspectos que te gustan mucho y otros que te gustan menos; pero, una vez que estás ahí, tienes que modular mucho cómo lo manejas. Puedes decir: «Bueno, lo vamos a intentar; es verdad que nos hemos encontrado una situación más difícil que la que pensábamos». Es decir, se pueden decir las cosas de una manera más suave, y no «a la navarra». Pero también es cierto que ese modo de hacer las cosas forma parte del carácter de Carlos, que cree que es mejor pegar un brochazo en vez de explicar y matizar las cosas.
EL «GUERRISMO», O EL CONTROL DE LA SUCESIÓN
El «guerrismo» no siempre quiso utilizar su poder de la misma forma y con los mismos fines. En aquel entonces, cuando Carlos Solchaga cuestionó la oferta de los 800.000 puestos de trabajo, nadie podía pensar que se le estaba disputando poder político al «guerrismo» en el Partido. Pero, cuando se acerca el final de los ochenta, antes de la huelga general, comienza a crecer entre nosotros una sensación distinta. Nos preguntábamos: «¿Qué pretende Alfonso Guerra? ¿Qué quiere hacer? ¿Por qué se comporta así? ¿Qué es lo que Guerra tiene en la cabeza? ¿Pretende sólo controlar el Partido, para que no se nos desmande, o está pensando en algo más? ¿Qué quiere? ¿Quiere preparar el “posfelipismo” antes de que le pille desprevenido o quiere que Felipe sea una cabeza representativa pero que pasen por él todas las decisiones importantes? ¿Desea convertirse en una especie de fielato por el que pase cualquier decisión, antes de que Felipe pueda decidir? ¿Qué pretende?».
Estas cuestiones se habían planteado así con anterioridad, pero cuando de verdad estalla el asunto es en 1988, el día inmediatamente posterior a la huelga. Se convoca un Consejo de Ministros y, cuando concluye, Felipe come con Narcís Serra. Fue una comida cuyo contenido sólo Felipe y Narcís podrán desvelar. Pero todos pensamos que, en esa comida, Felipe le dijo a Narcís: «Yo dimito y tú te quedas». Yo creo que de ahí arranca una dimensión diferente de Guerra y del «guerrismo». En mi opinión, Alfonso calculaba: «Se ha abierto la sucesión: ahora yo tengo que controlar esto».
Un año después de esa comida —un año y dos semanas después, no sé si ocurrió exactamente el 30 de diciembre de 1989—, estalla el caso Juan Guerra y empieza un debilitamiento objetivo y subjetivo de Alfonso Guerra. Aparte del impacto que tiene en sí mismo el caso Juan Guerra y la forma en que se intenta responder a él, que es desastrosa, y todos los descubrimientos que se van haciendo en torno a lo que sucedía con Juan Guerra y a otros miles de Juanes Guerras que han ido apareciendo a diferentes niveles, resulta que el que se quiere convertir, desde al año 88, en el «cancerbero» que controla toda la sucesión es el que, objetivamente, tiene un torpedo apuntando a su línea de flotación. Así, el «guerrismo» se convierte en un instrumento de defensa en la trinchera, y, desde la trinchera, apunta contra todo el que no se suma a sobrevivir en la trinchera al mando del sargento Guerra.
LOS CELOS DE NICOLÁS
Ya antes de constituirse el primer Gobierno socialista, Nicolás Redondo había sufrido dos reveses: la elaboración del programa electoral, donde él consigue incorporar sólo algunos compromisos propuestos por la UGT, y el ya citado freno a la posibilidad de que uno de sus máximos dirigentes sea ministro. E, inmediatamente constituido el Gobierno, trata de influir en él, no como un sindicato, criticando o negociando, sino tratando de incidir desde su poder, como Nicolás Redondo, en que se hagan o no determinadas cosas.
La primera ley relacionada con Trabajo fue la que abordaba la cuestión de las cuarenta horas semanales. Nicolás Redondo habla con Alfonso y Alfonso me llama a mí —no sé si habla con Felipe, no lo recuerdo—. Pero yo recuerdo llamada de Nicolás y llamada de Alfonso: «Ese compromiso se pactó con UGT en la elaboración del programa: tiene que hacerse cuanto antes». «Habrá que estudiarlo, habrá que verlo un poco…», le dije. «No, no, cuanto antes, cuanto antes». Y tanto Nicolás como Guerra me presionan para que se haga cuanto antes. Yo les dije que sí, que se iba a hacer una ley de las cuarenta horas, pero que era mejor pensar las cosas un poquito. Traté de decirles que hacer una ley sobre las cuarenta horas de trabajo, si se quería hacer simple, era muy fácil, unos pocos artículos serían suficientes. Hicimos el proyecto de ley, se aprobó y se envió al Parlamento. Creo que esos trámites ocurrieron en diciembre de 1982.
La presentación de la ley provocó tensión con la UGT y también con la Patronal, con la CEOE… Se armó un lío tremendo por el contenido de la ley durante el debate en el Congreso y en el Senado. Porque la dificultad técnica de esa ley de las cuarenta horas semanales radicaba en que había convenios colectivos que tenían, en el Ordenamiento Español, fuerza de ley y establecían jornadas diferentes y mayores. ¿Cómo se articula una ley que regule la jornada laboral por debajo de la pactada en los convenios? Existía un tremendo embrollo jurídico de interpretación sobre si debía prevalecer el convenio o la ley, y sobre cómo se debían resolver las discrepancias. Y, además, existía un problema económico, porque había empresas para las que disminuir de la noche a la mañana las jornadas laborales, sin ninguna repercusión sobre el salario, en una situación económica como la que estaban atravesando muchas empresas en el año 83, representaba un coste adicional y, a lo mejor, en vez de crear empleo, lo que hacíamos era destruirlo.
Después del debate parlamentario, quedaba por elaborar un reglamento que formalizara la aplicación de esa ley. En ese proceso, tuve una discusión muy fuerte con José María Zufiaur, que era el representante del sindicato [UGT] en este tema. Y, por supuesto, con Nicolás Redondo también. Al final, el impacto de la reducción de jornada se distribuyó a lo largo de dos años, que era lo más razonable. Pero sacar adelante esa ley provocó una gran tensión, la primera tensión fuerte con UGT.
La segunda ocurrió a raíz de la reconversión que llevó a cabo Carlos Solchaga, en 1983. Y, para colmo, a mediados de año, Nicolás Redondo, que se había ido de viaje —quiero recordar que a Israel—, se entera allí de que dos altos cargos del Ministerio de Economía y Hacienda han hablado, en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, de la posibilidad de flexibilizar el despido. Entonces, Nicolás aterriza en Barajas y arremete contra todos, hace unas declaraciones pavorosas. La respuesta definitiva la da en septiembre, cuando se negocia el presupuesto para el año siguiente, 1984. Nicolás no lo quiere avalar en absoluto. Dice que él no quiere pactar esos presupuestos. En fin, que no hubo pacto para el 84. Pero en enero del 83, cuando se produjo la reconversión industrial, ahí sí se había llegado a un acuerdo con Corcuera, que entonces era dirigente de UGT. Pero con tanto acuerdo con Corcuera y tanta negociación sobre la reconversión industrial con Corcuera, Nicolás empieza a tener celos y desconfianzas de Corcuera.
UNA GRABADORA SOBRE LA MESA
Miguel Boyer y yo iniciamos —más adelante continué yo solo—, en el verano de 1984, la negociación del Acuerdo Económico y Social. Comisiones Obreras dice, al comienzo del proceso, que no quiere firmar, de modo que nos quedamos negociando con la Patronal, CEOE, y con UGT. Al final, Corcuera sí quería firmar el AES, comprobó que se ofrecían buenas condiciones para firmar, y Nicolás… Nicolás dice que no firma, e invoca desacuerdos sobre una cláusula que tiene que ver con la aplicación de una directiva comunitaria sobre despidos colectivos. Hubo que convocar una nueva reunión en octubre. Sin embargo, el 30 de septiembre se cerraba la fecha de presentación de los presupuestos y el Gobierno todavía no los había presentado, porque precisamente faltaban por incorporar algunos elementos de este Acuerdo.
En los primeros días de octubre, Felipe nos convoca en su despacho a Nicolás Redondo, a José María Cuevas y a mí, para cerrar la redacción del Acuerdo. Nos dice que de allí no salimos hasta que no se apruebe un texto que a Nicolás le parezca asumible. Y Cuevas, el presidente de los empresarios, se pone en plan generoso, y dice: «Lo que quiera Nicolás». Y se provoca una situación un tanto chusca, porque es Nicolás Redondo quien tiene la posibilidad casi exclusiva de proponer el texto del Acuerdo. Pero Nicolás no sabe cómo salir de ahí, no tiene capacidad para redactar el acuerdo. Fue una reunión un poco chusca, pero al final salimos de allí con el Acuerdo Económico y Social suscrito.
En todo caso, se iba abriendo un abismo cada vez más profundo entre el sindicato y el Gobierno. Inmediatamente después de la aprobación de la Ley de Pensiones —que Nicolás votó en contra— se suceden nuevos encontronazos de Nicolás Redondo con el Gobierno, esta vez, por el tema de la OTAN.
Pienso que, por encima de la lectura política que se pueda hacer de estos desencuentros, influían también las actitudes personales. Nicolás siempre se ha planteado que él tenía capacidad para influir y condicionar al Gobierno, y a Felipe en particular. Siempre se lo ha planteado así. Piensa: «Yo no quiero estar en el Gobierno a través de un sindicalista interpuesto. Pero yo, que soy Nicolás Redondo, más allá de la UGT, más allá del sindicato, yo, Nicolás Redondo, padre fundador del PSOE renovado de Suresnes, yo, tengo capacidad de condicionar, en los temas que a mí me interesen, la política que hace este Gobierno». Es como si le dijera a Felipe: «Tú estás ahí como un vicario de Cristo en la Tierra».
En esta situación, con la tensión generada, Nicolás empieza a buscar entre los descontentos, desafectos, distanciados, sobre todo en el área económica. Comienza a tantear y a buscar con quién puede contar para ir creando también su red de fieles. A lo largo de los años, se produce una situación muy curiosa: hay momentos en que los fieles de Guerra y los fieles de Nicolás se unen contra el adversario común, pero hay momentos en que los fieles de Guerra actúan contra el frente de Nicolás. Andado el tiempo, hay otros momentos en que los fieles de Guerra y los fieles a Nicolás, o en sintonía con Nicolás, se unen para intentar tocar las narices al Gobierno.
Yo he estado en muchas reuniones con Felipe y con Nicolás, en muchos debates, y tengo que reconocer que algunos de ellos han sido muy desagradables. Por la actitud de Nicolás. Esto ocurre desde las primeras reuniones que yo recuerdo —en torno al verano del 83—, en las que se demuestra que la UGT no está por la labor de llegar a acuerdos, porque las condiciones que pone son imposibles de atender por el Gobierno. A partir de ese momento, va subiendo el tono de distanciamiento y de agresividad. Y la tensión en esas reuniones entre Nicolás y Felipe, a las que yo he asistido, se hace absolutamente insoportable a partir de la huelga general del 14 de diciembre de 1988.
Después de la huelga, Nicolás Redondo se había quejado de que él había hablado una cosa con Felipe en privado y que, luego, Felipe lo recordaba de otra forma en público. Felipe, con un gran cabreo, decidió que a las reuniones con los sindicatos, en particular con Nicolás, iría con una grabadora. Recuerdo una reunión en el despacho de Felipe: asistíamos Antonio Gutiérrez, de CCOO, Nicolás, Felipe y yo. (Yo estaba presente porque el asunto tratado interesaba a los funcionarios; entonces era ministro de Administraciones Públicas). Probablemente estaban también Manuel Chaves y Carlos Solchaga. En esa reunión, y en el momento en que Nicolás tomaba la palabra, Felipe decía: «¡Ah!, ¿vas a empezar a hablar?». Y encendía la grabadora. Era todo muy fuerte. La tensión resultaba insoportable, era absolutamente cortante, brutal. Felipe era mucho más contenido en el tono y en el modo de dirigirse a Nicolás que lo que Nicolás era respecto a Felipe. El secretario general de la UGT protagonizaba momentos de auténtica salida de madre, por el tono, por el gesto, por el contenido, y por todo.
El tema de las pensiones, con la huelga convocada por Comisiones Obreras, y con la batalla que libró la UGT, también había creado un clima enrarecido. Se daba la imagen de que los socialistas no hacíamos lo que había que hacer en el terreno social; una impresión que sólo años después queda desmentida por los hechos, por los datos, por los resultados. Pero en aquel momento era una nube: «Estos socialistas, en el terreno social, no hacen lo que hay que hacer». Pero los pensionistas nos votan mucho más a partir de entonces. Había un mecanismo transitorio en la Ley de Pensiones donde se decía: «Usted puede optar, durante un período, entre la pensión que le correspondería por el antiguo sistema o por la nueva pensión». De forma absolutamente masiva, optaban por la nueva, porque les garantizaba un mecanismo mucho más estable y la revalorización automática.
«ANTES DE QUE TODO ESTO SE ESTRELLE»
Pese a ello, es muy fácil entender por qué tuvimos entonces tantas dificultades para hacer calar el mensaje de la bondad del nuevo sistema de pensiones. Ocurría que las pensiones iban a una velocidad tal de crecimiento del gasto y de abusos contra el sistema, que yo pensaba: «Esto se estrella, esto no llega a ningún lado. Algún día llegará alguien y decretará el final de este sistema, y entonces sí que vendrán los fondos de pensiones y los intereses privados». Nosotros decidimos que era mejor desacelerar, encauzar, organizar el sistema de pensiones de forma que nos durara en el tiempo. Por supuesto, esos argumentos, en el año 1985, resultaban muy complicados, porque la ciudadanía no tenía ganas de conducir a 120 kilómetros por hora, sino a 150. «Oiga, mire: llevamos dos siglos con la derecha, que nos lleva a paso de carreta; ahora que nosotros tenemos un coche y conducimos, queremos conducir muy rápido». Además, no se había discutido hasta entonces, en serio, cuál era la situación de la Seguridad Social, ni había en muchos sectores un conocimiento, como puede haberlo ahora, de cómo funciona el sistema.
Luego, diez años después, todas las fuerzas políticas, las que apoyamos aquella ley —es decir, el PSOE— y todas las demás —que estuvieron en contra en aquella ocasión— hablan bien de la ley del 85. Los sindicatos no sólo reconocen el sistema, sino que han pactado prolongarlo y proyectar el sistema hacia el futuro. Tener razón diez años después está bien, pero yo hubiera preferido que nos reconocieran la razón en aquel momento.
Si yo me encontrara ahora en aquella situación —en el debate por la modificación de la Ley de Pensiones—, intentaría dedicar mucho más tiempo a la explicación previa, a la pedagogía. Yo creo que, por nuestra parte, había un poco de despotismo ilustrado: «Oiga, ¿nos han votado? Pues, ahora, déjennos hacer lo que estamos convencidos que hay que hacer. Confíen en nosotros y, dentro de un año, vótennos otra vez. Pero entre tanto, déjenme…». Pero la política ya no es eso.
En cualquier caso, a mí no me sorprendieron nada algunas actitudes. Digamos, que esas actitudes eran previsibles. Por ejemplo, la de Comisiones Obreras, el sindicato convocante de la huelga general, con Marcelino Camacho al frente. En un artículo —que me encantaría recuperar, para ver qué fecha tiene; habíamos ganado las elecciones, pero todavía no estaba ni siquiera formado el Gobierno—, Camacho, secretario general de CCOO, ya advertía que nuestra gestión iba a ser un desastre, que íbamos a traicionar a los trabajadores y que íbamos a ser unos «aliados del capital»: «Los socialdemócratas traidores de siempre nos van a dejar en la estacada otra vez». Comisiones Obreras estaba en contra de la Ley de Pensiones, y no me sorprendió que convocase una huelga. En el caso de la UGT, llovía sobre mojado. Es verdad que no convocaron la huelga, pero el conflicto entre la UGT y el Gobierno ya se había ido generando. El desarrollo de las negociaciones del Acuerdo Económico y Social de 1984 indicaba que estábamos agotando la última gotita que quedaba en la copa del acuerdo y de la buena relación entre el Gobierno y la UGT. Por supuesto: la UGT tiene que llevarse bien con un presidente socialista —¡cómo no!—, pero el secretario general de la UGT nunca más podrá imaginar que tiene poder suficiente para decirle al presidente del Gobierno qué es lo que tiene que hacer por la mañana cuando se levanta, o para fiscalizar si lo que hace el Gobierno es de izquierdas o no, en función de lo que diga el señor Redondo. ¿Quién es Nicolás Redondo para decirnos a nosotros qué es de izquierdas y qué no, si probablemente él se ha quedado muy viejo, muy antiguo, para saber definitivamente qué es la izquierda?
Pese al sinsabor de la confrontación, cuando aprobábamos la Ley de Pensiones, vivíamos un buen momento: la crisis económica empezaba a superarse. La economía estaba empezando a crecer y estábamos empezando a crear empleo. Por fin veíamos luz al final del túnel; y un año después, en el 86, ganamos las elecciones. La mayoría de nuestros electores seguían confiando en nosotros, no los habíamos abandonado en el camino. Ahora bien, desde un punto de vista personal, yo estaba convencido de que no debía seguir en el Ministerio de Trabajo: había quemado una etapa, ya tenía graves impedimentos en la relación con los sindicatos y en la relación con la Patronal. Yo dejo el Ministerio de Trabajo en julio de 1986.
Superamos el tema OTAN, que había sido muy angustioso para todos, para el Partido también. El Partido, en la campaña de la OTAN, se porta de maravilla y echa el resto. Tres meses después de ganar —de forma relativamente ajustada— el referéndum de la OTAN, ganamos las elecciones del 86 con una campaña completamente sosa. «Por buen camino», decía el eslogan. En esas elecciones emerge el CDS de Suárez, que nos acaba de descolocar, por ejemplo, con el tema del servicio militar. Nosotros teníamos a una parte del electorado quemado con la OTAN; el electorado sindical estaba un poco magullado, pero también es cierto que esos votantes son más fieles… Al currante no le iban a decir que votase al PP o a Suárez en castigo por el tema de la OTAN, o por la reconversión. Pero todos los sectores urbanos, los jóvenes, los intelectuales, las clases medias, los profesionales, empiezan a fallarnos. Hay mucha menos movilización; es una campaña blandurria, es un programa electoral que no dice nada…
AUTONOMÍAS: LOS MIEDOS DE ALFONSO GUERRA
En la segunda legislatura, se cuenta con un nuevo Ministerio, el de Administraciones Públicas, que se ha decidido crear a la vista de que los resultados de la reforma que se había impulsado desde el Ministerio de la Presidencia no habían dejado satisfecho a casi nadie. Había creado problemas en los cuerpos especiales de la Administración, se había ocupado más de cuestiones de personal que de la mejora de la calidad y eficacia de los servicios, no tenía en cuenta suficientemente el desarrollo autonómico que se estaba produciendo ni el impacto que iba a tener el ingreso en la Unión Europea. El desarrollo autonómico tuvo una importancia muy grande. Yo, como Ministro de Administraciones Públicas, dedicaba mucho tiempo a la negociación con vascos y catalanes. Con Juan Ramón Guevara, que era el consejero de Presidencia en Euskadi —en el Gobierno de coalición de nacionalistas con los socialistas vascos—, acordamos una serie de transferencias importantes, entre otras, la de Sanidad. Convergència i Unió —que tenía todavía algo de resquemor por el tema de la Banca Catalana de la primera legislatura— tuvo como representante ante la Administración central a Miquel Roca, que era un negociador por excelencia. Fue un interlocutor fantástico. Pudimos hacer muchísimas cosas. Con uno y con otro, con Guevara y con Roca, discutíamos; no siempre estábamos de acuerdo, pero pudimos sacar temas importantes adelante. Nos ayudó muchísimo Paco Tomás y Valiente, presidente del Constitucional, con el que analizábamos la jurisprudencia del Tribunal. Esos trabajos nos servían para encontrar soluciones que evitasen la presentación de nuevos conflictos por temas autonómicos ante el propio Constitucional.
En 1987 me empecé a plantear la necesidad de igualar competencialmente a las autonomías del segundo nivel, las que se habían formalizado a partir del artículo 143, con las del primero. Yo, personalmente, empecé a tratar el tema con presidentes autonómicos del PSOE y del PP, y ahí tuve un choque fuerte con el vicepresidente. Alfonso Guerra no quería dar el paso de completar el desarrollo autonómico de esas Comunidades del segundo nivel. No sé cuál era la razón de esa resistencia; no sé si se trataba de un temor a que el Estado de las Autonomías se desarrollase demasiado rápido, o un temor a perder poder… A su vez, dentro del Partido, emergen «las baronías». Los presidentes de Comunidades Autónomas, que eran secretarios generales del Partido en sus respectivos territorios, se sentían investidos de un poder que les permitía empezar a discutir con Ferraz. Ya no se limitaban simplemente a decir «sí» a las consignas que venían de la cúpula del Partido. Se produjo entonces un conflicto, recuerdo una situación muy tensa. Habíamos convocado el segundo debate en el Senado sobre el Estado de las Autonomías —el primero había tenido lugar en el 85— y, de cara al mismo, mi discurso, como representante del Gobierno, incluía, entre otros elementos, la apertura de negociaciones para llenar los techos competenciales de las Comunidades del segundo nivel. Esta iniciativa la había acordado yo con Felipe González un día que Guerra no estaba en España. Estaba de viaje y, cuando volvió, se enfadó muchísimo. A partir de ese momento, las relaciones del Ministerio de Administraciones Públicas, las mías en particular, con la Vicepresidencia del Gobierno se fueron complicando cada vez más. La tensión tenía también que ver con las confrontaciones políticas. Porque, en el Partido, iban aumentando los rumores contra la prepotencia de los «guerristas» y contra esa pretensión de Guerra, desde La Moncloa, y de sus amigos, desde Ferraz, de acogotar a todo el que se les pusiese por delante.
ARENA EN LOS ENGRANAJES
A finales del 86, o ya en el 87, hay un hecho que genera mucha tensión entre Guerra y Solchaga, y que nos afecta también a Manolo Chaves, ministro de Trabajo, y a mí. Chaves y yo nos reuníamos con representantes de la UGT: intentábamos preparar un acuerdo salarial para el siguiente ejercicio, acuerdo en el que estaba muy interesado Alfonso Guerra, que era partidario de que se recompusiese la concertación social. Él siempre tuvo la idea de que la segunda legislatura, la que empezaba en el 86, ya sin Boyer, tenía que ser «más socialista». Solía decir una frase que a mí me parece horrible: «Ya no tenemos por qué estar en un Gobierno de coalición; ahora ya estamos solos los socialistas». Una frase horrible, porque introduce arena en los engranajes. En fin, Manolo Chaves y yo, que habíamos trabajado en la UGT y que conocíamos mucho a la gente del sindicato —a pesar de todos los conflictos, seguíamos teniendo mucha amistad y confianza—, tuvimos una reunión en el despacho de Guerra con representantes de UGT. Explorábamos por dónde podía dibujarse un acuerdo salarial para el siguiente ejercicio y esbozamos un proyecto que parecía razonable. Se lo comentamos a Felipe y él nos dijo: «Pero… el ministro de Economía, ¿qué opina?». «No, el ministro de Economía no ha estado en la reunión», le contestamos. «Bueno, pues id a contárselo al ministro de Economía». Fuimos Manolo Chaves y yo a contárselo a Solchaga, y el ministro de Economía, por las razones «X» propias de su sexo y condición, dijo que no estaba de acuerdo, que hacía falta más moderación salarial, o menos gasto público, no recuerdo exactamente cuáles eran los términos del asunto. En resumen, la segunda legislatura ya empezó con tensiones con los sindicatos. Pero Alfonso Guerra no asume estas tensiones como propias, sino que él, en su faceta de «oyente» del Gobierno, las carga sobre las espaldas del ministro de Economía, «que es el que no nos está dejando hacer lo que hay que hacer en el Gobierno», decía a todo el que quería oírle.
Pese a esa tensión, en 1988, cuando se prepara la huelga general, es Guerra y todos sus efectivos de los llamados «fontaneros de La Moncloa», gente de la Ejecutiva del Partido, algunos sindicalistas de la UGT, como Matilde Fernández, quienes montan los comandos operativos para defender al Partido del frente de la huelga. Pero lo hacen de forma tan torpe que lo que consiguen es convocar a más huelguistas a aquella movilización. En cualquier caso, hay un Estado Mayor, instalado por Guerra en La Moncloa, que es el que prepara la estrategia para tratar de evitar la huelga general, o para reaccionar frente a la misma. La verdad es que es difícil entender esas actitudes contradictorias de Guerra, no parecen encajar en un planteamiento racional. Podría decírsele: «Dado que usted es el que más escepticismo declara respecto de las políticas del Gobierno, usted mismo debería ser el que estuviese más cerca y el que pudiese asegurar canales de diálogo con estos sindicatos que nos están llamando de todo». Pero, no. No era así. Guerra era el mayor crítico de la política económica de Solchaga, pero, a la vez, era el que preparaba el dispositivo contra la UGT y Comisiones Obreras. No sé por qué esta ambivalencia de Guerra. No tengo una respuesta.
LOS FUEGOS NACIONALISTAS, APACIGUADOS
Desde el Ministerio de Administraciones Públicas, seguíamos en el reto de completar el desarrollo competencial de las autonomías del segundo nivel, después del frenazo del Partido y del Gobierno, que no habían querido abordar el tema. El personal del Ministerio, de las Comunidades Autónomas, los expertos, todos trabajamos en el diseño de una estrategia que, al final, se plasma, en 1991, en los Acuerdos Autonómicos que firman José María Aznar y Felipe González en La Moncloa. Los Acuerdos se pueden firmar cuando Guerra ya no está en el Gobierno. Alfonso nunca estuvo en sintonía con la política autonómica que yo entendía que había que hacer y que se desarrollaba, por un lado, con las Comunidades del segundo nivel, y por otro lado, con los nacionalistas vascos y catalanes. Fue una tarea que ocupó muchas horas de discusión, de diálogo, de búsqueda de puntos de encuentro, de superación de conflictos. Yo creo que fue una etapa muy positiva. Aquella época fue la mejor, desde el punto de vista de la relación de la Administración central con los nacionalistas vascos, pero no fue sólo gracias a mí, sino gracias al Gobierno de coalición en Euskadi, con Ramón Jáuregui de vicepresidente. Son los años del Pacto de Ajuria Enea[24]. Este período fructífero de colaboración acaba en 1992 o 1993, cuando empieza a tensarse la relación con los nacionalistas. Y se tensan porque, por un lado, están Jaime Mayor Oreja y José María Aznar insistiendo en el famoso programa del «cumplimiento íntegro de las penas», del año 93, y por otro lado, algunos sectores del PNV empiezan a explorar y buscar una relación con Herri Batasuna.
Con los catalanes había también una relación cargada de pequeños conflictos, pero teníamos asimismo un espíritu de diálogo constructivo y de búsqueda de soluciones. Yo creo que, al principio, una autonomía como la catalana, tan fuerte, tan arraigada, tenía que afirmar su propia personalidad, y más con una personalidad, a la cabeza, como la de Jordi Pujol, que, además de toda su trayectoria como líder del catalanismo, se había encontrado con el follón de Banca Catalana. Él utiliza el fervor nacionalista catalán para defenderse de quienes le intentaban imputar en el asunto de Banca Catalana… Pero, calmado ese tema, y después del fracaso de la «operación Roca»[25], se pudo restablecer un diálogo con los nacionalistas catalanes extraordinariamente fructífero y que contribuyó a apaciguar todos los fuegos, que estaban por allí encendidos, en la relación entre Cataluña y el conjunto de España.
Alfonso Guerra había dejado el Gobierno en enero de 1990. Felipe González dejó transcurrir un pequeño período de tiempo después de la salida del vicepresidente —creo recordar que estos hechos coinciden con la Guerra del Golfo— y después plantea los cambios de Gobierno. Yo salí del Gobierno en marzo de 1991. Felipe me dice que, por algunas razones, que tampoco hace falta explicar, hay que cambiar… De la conversación con Felipe, yo deduzco que las razones de mi relevo residen en el equilibrio: si Guerra ha salido, alguno de los que le ha plantado cara a Guerra tiene que salir también.
Mi salida del Ministerio me pareció algo absolutamente normal: llevaba en él demasiado tiempo, cuatro años y medio. Tenía que haber salido antes, pero como los cambios se retrasaron un año y cuatro meses, tuve que estar todo ese tiempo «de prestado» en el Gobierno. Cada día que llegaba por la mañana al Ministerio, me decía: «¿Por qué hay que seguir todavía con este Gobierno en funciones un día más? Este Gobierno “canta”. Tiene que cambiar, y es lógico que me toque a mí cambiar».
EL ASALTO A LA FEDERACIÓN SOCIALISTA MADRILEÑA
Desde marzo del 91 hasta las elecciones del 93, fui diputado «de base» y, además, como pertenezco a la minoría, a los renovadores, no hago nada en el Grupo Parlamentario, dominado por los «guerristas». Voy al Congreso a votar, nada más. Tengo un pie en la política del Parlamento, pero me dedico a dar clases en la Universidad, a dirigir un programa de investigación en una fundación… Eran momentos en los que en el Partido había mucho conflicto interno y la mayoría «guerrista» todavía era muy amplia. En ese tiempo, surge «la rebelión de Chamartín»: una respuesta a lo que estaba sucediendo en la Federación Socialista Madrileña (FSM), donde, como consecuencia de los vientos que soplaban en la Dirección Federal del Partido, se empieza a tratar de desbancar a Joaquín Leguina, que era presidente de la Comunidad de Madrid y secretario general de la FSM. Esto ocurre en 1990. Alfonso Guerra todavía estaba en el Gobierno, pero ya empezaban a pintar bastos para él, ya había estallado el escándalo de su hermano, Juan Guerra. Y, como consecuencia de este lío, Alfonso y su entorno empiezan a tratar de hacerse fuertes en el Partido, y a tratar de eliminar todo tipo de discrepancia interna en el mismo. Se cargan a José Rodríguez de la Borbolla de la Presidencia de la Junta de Andalucía —eso ocurre, si no recuerdo mal, en la primavera del año 90— e inmediatamente después empieza la operación contra Joaquín Leguina, en la Federación Socialista Madrileña. Y, entonces, algunos miembros de la FSM, entre ellos, tres ministros —Javier Solana, José Barrionuevo y yo— y otros políticos relevantes, como José María Maravall, que había dejado de ser ministro hacía año y medio, José Borrell, que era secretario de Estado, y Miguel Satrústegui decidimos no quedarnos callados ante la operación de descabezamiento de Joaquín Leguina. Decidimos participar en un acto público de apoyo a Joaquín Leguina y, por tanto, de desafío a los intentos que se están llevando a cabo para liquidarlo desde el Partido y con los aliados que tenía el Partido en la FSM: los «acostistas». No podíamos permitir que quienes estaban creando serios problemas de imagen y credibilidad al Gobierno socialista y al PSOE, quienes no sabían atajar los escándalos de corrupción, quienes mantenían un estilo de dirección totalmente autoritario y quienes eliminaban toda discrepancia se salieran con la suya. Aquello fue un aldabonazo muy fuerte, porque es la primera vez que se desafiaba públicamente a la Dirección Federal, que dirigía Alfonso Guerra. Aquel hecho introduce en el seno del Gobierno socialista una clarísima discrepancia respecto de un vicepresidente que —desde meses antes, desde diciembre del 89— está tocado seriamente por el escándalo de su hermano.
El acto de Chamartín no fue un movimiento que buscara su expansión a escala federal; en origen, es un movimiento exclusivamente madrileño. Pero, naturalmente, al ver que aquí se había plantado cara al «guerrismo», otros núcleos de resistencia, en otros lugares, buscan el contacto: empieza a haber llamadas, comidas, cenas, visitas de algunos de nosotros a otras federaciones del Partido… Sin embargo, dos meses después de Chamartín, se celebra el Congreso Federal de 1990 y en él somos «barridos» por los efectivos de la mayoría del Partido, la de Alfonso Guerra. Los que estábamos implicados en la renovación sufrimos una derrota con todas las de la ley.
FELIPE NOS DEJABA «COLGADOS»
Conociendo a Felipe González, escuchándole en público y hablando con él en privado, cualquiera podría deducir fácilmente que Felipe era el más renovador de los renovadores; por talante, por su forma de ver las cosas, por su manera de analizar la situación, por su actitud de no dejarse encerrar en argumentos de aparato, de lealtades corporativas internas del Partido. Él siempre pensó en la sociedad, en los ciudadanos. Nunca he tenido la menor duda de que él es un renovador convencido. Ahora bien, una vez dicho esto, hay que señalar que Felipe, a los renovadores, nos dejaba colgados. Sin ningún tipo de reparo. Hasta que él no vio la posibilidad de tejer en el Partido una alternativa al «guerrismo», no explicitó esas preferencias. Así que, en el Congreso del 90, Felipe no movió un solo dedo, excepto el esfuerzo que hizo por tener a José María Maravall en la Ejecutiva, nada más. Y, probablemente, no podía moverlo, porque no tenía efectivos propios, salvo que se enfrentase abiertamente con Alfonso Guerra, cosa que, claramente, no le merecía la pena; él prefirió jugar con otro ritmo, preservando el ámbito de autonomía de su Gobierno.
Después apareció aquella carta de Txiqui Benegas contra «Los renovadores de la nada». En 1993, cuando redacta aquella carta, Txiqui no imaginaba que, un año después, al «guerrismo» le tocaría perder la mayoría en el Partido. Probablemente, en aquel entonces, Txiqui no entendía por qué había que renovar algo, o qué era lo que había que renovar. Estaba muy metido en Ferraz, en la batalla contra las acusaciones de corrupción; y no tenía una percepción de lo que la gente estaba pidiendo al Partido. La propia campaña de Felipe González en las elecciones de ese año —campaña hecha frente al Comité Electoral y frente al aparato del Partido—, que supuso la aparición de Garzón o de Belloch, el compromiso del impulso democrático que estaba en el programa electoral de 1993, todo ello no eran sino indicadores de renovación. Pero la verdad es que, por increíble que parezca, no se profundizó en la última oportunidad de renovación sin derrota que tuvimos con la victoria electoral del 93.
EL «ZAPATAZO» DE FELIPE
El electorado nos había dado un último voto de confianza con una victoria levantada a pulso por Felipe, y en pocos meses lo echamos todo a perder. Fueron los meses de la dimisión de Corcuera, ocurrió lo de Roldán… Y no había una capacidad de respuesta. Luego, el escándalo de Mariano Rubio… todos los escándalos… Dentro de la Ejecutiva Federal seguía habiendo gente que prefería la estrategia del «resiste como puedas», en vez de reconocer los errores, en vez de dar respuesta a los mismos y exigir responsabilidades.
Yo viví todo aquello con gran desesperación, quizás con más desesperación por no haber estado, desde el 88 hasta el 90, en el aparato del Partido. Esos dos años, en los que se produce el inicio de los escándalos, yo los vivo más como un afiliado de base que como un dirigente. Y, quieras o no, si estás fuera, lo ves con más ecuanimidad, eres capaz de captar mejor cómo lo están viendo los ciudadanos. Por puro raciocinio político, y también por razones éticas, a mí me parecía una atrocidad lo que estaba ocurriendo. Veíamos cómo un Partido, que seguía teniendo la mayoría política en el Gobierno central y en las instituciones autonómicas, se había atado de pies y manos y era incapaz de reaccionar y de responder en el sentido que sus electores se lo estaban pidiendo.
Felipe ya había pegado un «zapatazo» cuando convoca las elecciones del 93. Lo hace después de esa carta de Txiqui sobre los renovadores y después de mantener unas entrevistas en La Moncloa con Corcuera y con el propio Txiqui Benegas. No sé cuántos más fueron desde la sede del Partido hasta La Moncloa para intentar que Felipe no siguiese exigiendo que alguien diese la cara por el escándalo de la financiación del PSOE, por Filesa. Y no aparecía nadie; sólo Guillermo Galeote, pero nadie creía que él fuera el máximo cerebro, sino todo lo contrario. En el siguiente congreso del Partido, en el del 94, Felipe González decide actuar: no está pasivo durante la preparación del mismo, participa activamente en algunas reuniones y en algunos debates previos al congreso, preocupado por el resultado político de aquel encuentro. En ese congreso, Txiqui Benegas deja de ser secretario de Organización, le sustituye Cipriá Ciscar, y entramos algunos renovadores en la Ejecutiva. El resultado es una Ejecutiva partida en dos mitades: una, que sigue siendo «guerrista», pues Alfonso aparece como vicesecretario general, Paco Marugán sigue en Administración, Txiqui pasa a Autonomías y Matilde Fernández también está en los puestos directivos. Y, en la otra mitad, estamos Ciscar, Paramio, Alejandro Cercas y otros renovadores. Las fuerzas quedan igualadas; quizás los renovadores contábamos con una ligera mayoría. Pero aquel congreso, que hubiese debido ser renovador, para intentar ganar las elecciones del 96, acabó con una salida en falso. Después de este congreso, donde Alfonso dijo que había ganado, se produjo una discusión en la Ejecutiva y posteriormente en el Grupo Parlamentario: se trataba de saber quién debía ser el portavoz parlamentario del PSOE; y se elige a Solchaga. En ese momento, Alfonso Guerra se da cuenta de que ya no controla el Partido, que sus fuerzas ya están en minoría en la Ejecutiva y ahora también en el Grupo Parlamentario. A partir de ahí, se fue consolidando una mayoría renovadora.
Paradójicamente, comenzó a producirse una desorientación total sobre qué significaba «renovarse». Para muchos, significaba pasar de unas filas a otras, pasar de la minoría a la mayoría, pasar de estar con Guerra a estar contra Guerra. Pero renovar el Partido significaba otras cosas que se perdieron por el camino. Porque la atención estaba puesta en responder a los escándalos, responder a una sociedad y a un electorado que se iba cabreando progresivamente contra todo lo que tuviera que ver con los socialistas. Éramos los de Roldán, los de Rubio, los de Filesa… Y quien tenía que dar respuestas, quien sabía lo de Filesa, quien sabía por qué Mariano Rubio había seguido siendo gobernador del Banco de España no respondía, o no respondíamos. Teníamos una actitud defensiva, entre el estupor y la resignación. Y, ahí, la renovación se perdió. La renovación supuso simplemente que, en los órganos de decisión y de representación del Partido, había personas que no eran «guerristas».
EL PLANTEL «RENOVADOR», ALTERNATIVA POCO SÓLIDA
Con dos años de antelación, el Partido da por perdidas las siguientes elecciones, las de 1996. En esos dos años, Felipe se dedica a hacer una tarea de Gobierno muy buena: la economía se recupera, hay una política económica fantástica, la Presidencia Europea del 95 es un éxito extraordinario para España, se aprueban en el Parlamento una serie de reformas muy interesantes… pero, políticamente, todo está perdido. Felipe empieza a pensar en cómo dejar sus responsabilidades, cómo se va a plantear una sucesión, sabiendo que uno de los elementos que aglutinó al «guerrismo» era el control del «posfelipismo», la sucesión. En esa situación, Felipe no sabe muy bien cómo enfocar su marcha. Probablemente, cuando se entrevistaba con los renovadores, viendo el plantel de renovadores que nos reuníamos —ocho, diez o doce—, algunos presidentes autonómicos, algunos ministros, gente de la Dirección, quizás no viera una solución. Felipe nos miraba y creo que pensaba que no éramos capaces de encarnar una alternativa sólida. Y tuvo razón. Lo que se vio a partir del 96, cuando Felipe se tiene que volver a presentar a las elecciones, porque Javier Solana, que era el candidato que al final habíamos convenido, se va a la OTAN, es que aquello no tiene sustancia política, no hay alternativas. Hay baronías, proyectos personales… y el pesimismo incorporado de que la derrota es inevitable, que hay que esperar a que pase la tormenta y a que vengan tiempos mejores.
Yo creo que Felipe no se sentía con fuerzas para asumir las dos responsabilidades que llevaba encima desde 1982: la Presidencia del Gobierno y la Dirección del Partido, aunque ésta la hubiera delegado en Guerra. Probablemente, a partir de un momento determinado, se arrepintió de haber hecho esa delegación tan amplia, pero no se encontraba con fuerzas ni veía instrumentos para recuperar el dominio sobre la organización. Y la amalgama que representábamos los renovadores no le convencía. Yo ya dije una vez, durante una reunión de los renovadores: «Aquí, lo único que nos une es contra quién estamos, o sea, nos une que estamos contra Guerra, porque no nos gusta que mande en el Partido, ni nos gusta cómo lo hace o cómo lo ha hecho. Pero si tuviéramos que escribir aquí, negro sobre blanco, el modelo que queremos para las políticas que debe defender el Partido, y cómo organizarlo, probablemente, cada uno redactaríamos proyectos distintos, porque cada cual tiene una idea diferente».
CONVERSACIONES Y SILENCIOS, UNA SITUACIÓN MUY TENSA
Vale la pena detenerse en un detalle que, en parte, explica la relación de Felipe González y Alfonso Guerra. Me refiero a aquella frase: «Dos por el precio de uno», con la que salió en apoyo de Alfonso, después del escándalo protagonizado por su hermano, Juan Guerra. Felipe es una persona muy inteligente. Por eso, estoy seguro de que, nada más escucharse, se dio cuenta que había cometido un error político de primera magnitud. Yo creo que hizo esa defensa pública cerrada de Alfonso porque durante el pleno del Congreso que debatía este tema, algunos de los intervinientes, por parte del PP, acusaban a Alfonso en su integridad personal; no lo recriminaban por el descuido en lo que había hecho su hermano, o por haber hecho la vista gorda, sino por llevárselo él mismo. Creo que Felipe «saltó» por eso. Pero, apenas hizo aquella declaración, yo tuve la sensación, por sus gestos, por su aflicción, de que Felipe se había arrepentido. Es muy difícil imaginar aquellos días entre Felipe y Alfonso. Era una situación muy tensa, aunque nosotros no sabíamos muy bien cómo se traducía esa tensión. Entre conversaciones y silencios… Mi impresión es que Felipe estuvo insatisfecho a lo largo del año que transcurrió desde el estallido del caso Juan Guerra hasta el día en que Alfonso Guerra sale del Gobierno. En ningún momento se sintió cómodo manteniendo un vicepresidente en esa situación política.
A los errores cometidos en relación con su hermano, Alfonso añadió un error políticamente tremendo: no saber asumir una responsabilidad y dar una explicación en el Parlamento. Nuestros afiliados, al principio, sentían que lo que había que hacer era defenderse. Ese tipo de reacción es muy frecuente en los partidos; cuando se te echan encima y te quieren comer a bocados, tiendes a defenderte, a no reconocer lo que se ha hecho mal, a salir y responder. Pero eso cada vez era más difícil, porque no era sólo Juan Guerra. Teníamos otros asuntos, y cada vez era más difícil justificarlo como una conspiración de los periodistas, o de los poderes económicos, o de la oligarquía. Yo creo que Alfonso tendió a ignorar la realidad. Tiene muchas virtudes, y es muy inteligente, pero yo le he escuchado, o le he leído, explicaciones sobre lo que estaba pasando entonces, no sólo en relación con temas de corrupción, sino en relación a la situación política por la que atravesaba el Partido, y su tendencia es huir hacia análisis absolutamente alejados de lo que realmente sucedía y de lo que podían ver los ciudadanos normales con sus propios ojos. Se aisló mucho, se encerró en sí mismo, o se dejó rodear de sus fieles y leales, aquellos que nunca le iban a decir que tenía una cana o que tenía una arruga…
«EL ÁNGEL EXTERMINADOR»
Alfonso sale del Gobierno en enero del 91 y se ocupa casi exclusivamente del Partido. A partir de ese momento, puede comprobarse claramente una creciente utilización del Partido para asentar una posición propia, para hacerse fuerte y fiscalizar o vigilar lo que hace un Gobierno al cual él ya no pertenece. Las críticas a la gestión del Gobierno socialista, que hasta entonces habían estado prohibidas en el vocabulario «guerrista», se multiplican. Guerra, como vicesecretario general, encabeza una Ejecutiva en la que se escuchan voces y valoraciones críticas hacia el Gobierno, y desde la que —muchas veces con el apoyo del Grupo Parlamentario liderado todavía por Eduardo Martín Toval— se echan pulsos al Gobierno, más o menos velados o no. En 1993, una tramitación de la Ley de Huelga acaba por acelerar la disolución; en aquel caso, el Grupo Parlamentario Socialista pactó con los sindicatos algunas medidas que estaban, claramente, contra las posiciones del Gobierno. Y, todo esto, hasta el 94, lo sufríamos algunos en minoría dentro del Partido. Yo recuerdo que se respondían con virulencia algunas declaraciones mías, o de personas cercanas a mí. Era desesperante. Yo ponía el símil de la película de Buñuel, El ángel exterminador, donde pueden verse a unas personas en una habitación; no hay puertas que les impidan salir, pero no saben cómo salir. En el PSOE se veía, cada día que pasaba, cómo se acercaba una derrota estrepitosa. Y nadie parecía tener más preocupación que resistir, para conservar lo que se tenía.
«CARGARSE» A FELIPE Y LLEVARLO A LA CÁRCEL
Desde que salí del Gobierno hasta la campaña del 93 —cuando me llama Maravall para colaborar con él en el comité electoral alternativo—, vi muy poco a Felipe. A partir de esa campaña, sí tuvimos más contacto, cuando yo pasé, primero, a ser portavoz del presupuesto, y más tarde, en el 94, fui portavoz del Grupo Parlamentario, cuando Solchaga dimite del cargo. Carlos Solchaga no tenía que haber dimitido, pero lo hizo por honradez, cuando estalla, por segunda vez, un escándalo financiero protagonizado por el gobernador del Banco de España. Yo pasé a ocupar el puesto de Solchaga y tuve encuentros frecuentes con Felipe.
El presidente fue, en esos años, objeto de una campaña despiadada, dirigida contra él directamente, con todo tipo de herramientas de ataque. Anson lo ha contado muy bien, porque era de los que estaba dentro; él ha contado que estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de «cargarse» a Felipe. Él lo vivió con una tensión tremenda, y se le iban viendo, en su actitud y en su modo de comportarse, las huellas del ataque de que estaba siendo objeto. Se encerraba en La Moncloa más que antes, decía que no quería estar todo el día recibiendo a gente que le iba a llorar; se comportó de un modo más esquivo para según qué gente y según qué cosas.
Luego, comenzó a pensar en su salida. Ya sabía que se iban a perder las elecciones, y no sabe cómo dejar su puesto… Se dedicó, con mucho éxito, a aspectos de la política internacional. Respecto al terrorismo, siempre lo llevó muy directamente. Pero en aquellos dos años se refugió más que nunca en su privacidad. También estaban sobre la mesa los GAL: aquella X dibujada por Anguita en lo que pudiera haber sido un organigrama de los GAL… Yo creo que aquello no había otra manera de tomárselo: era una cacería personal. Él sabía que se iba a por él y que se estaban poniendo muchos medios para llevarlo a los tribunales y a la cárcel. No se trataba de esclarecer la verdad, eso les importaba un carajo; a Aznar y a Pedro J. la verdad les importaba un carajo. No era una cuestión de principios morales, era una cuestión de pura instrumentalización para «cargarse» a Felipe González y llevarlo a la cárcel.
INTERCAMBIO DE CROMOS Y OTRAS DESLEALTADES
La apuesta que hizo Felipe por los independientes en las elecciones del 93 —entendiendo como tales al juez Garzón y otros, aunque realmente es Baltasar Garzón quien los simboliza—, es posible que en términos de rentabilidad electoral produjera resultados; no sé cuántos. Ahora bien, como operación política, visto lo que ocurrió después, y, conociendo a Garzón, era previsible, no fue una buena operación. El ministro de Justicia e Interior, Juan Alberto Belloch, no tuvo el comportamiento frívolo de Garzón. La verdad es que dejó su carrera judicial y sigue en política; no ha vuelto a la justicia con los réditos cobrados de su paso por la política. Pero hay actuaciones muy criticables de Belloch. Yo, desde luego, no critico que suspendiese algún privilegio que pudiesen tener los policías Amedo y Domínguez. Yo le critico que haya utilizado su ministerio para intentar forjarse un proyecto político personal. Le critico muy duramente lo que Pedro J. cuenta en su libro: critico los tratos del periodista con Belloch. El director de El Mundo describe —con todo lujo de detalles que nadie desmintió— que tenía tratos con Belloch. En plena avalancha contra el Gobierno, los dos se veían a escondidas y se intercambiaban papeles, cromos, información, y trataban de llegar a algunos pactos. Desde luego, yo entonces no lo sabía, porque, si lo llego a saber, lo hubiera dicho en voz alta. Y, tal y como lo cuenta Pedro J., da la impresión de que Belloch jugaba a dos barajas: por un lado, jugaba a tratar de resolver problemas jurídicos que tenía el Gobierno o sus miembros, empezando por el presidente, y, a la vez, estaba poniendo la otra parte de los huevos en la cesta de Pedro J. Y a mí no me gustaría tener un abogado defensor que jugase con dos barajas. En mi opinión, una de las razones por las que Belloch, en los años 94 y 95, invertía en medios de comunicación, tenía encuentros con Pedro J. y le llevaba sobrecitos con papeles, era porque pensaba que él podía ser candidato a la sucesión de Felipe González. En fin, el espíritu de regeneración, digamos, de purificación, que envolvía esas últimas elecciones que ganamos y la composición del nuevo Gobierno, me parecía totalmente necesario; apostar por candidatos independientes siempre, desde la prehistoria, me ha parecido normal… Ahora bien, siempre que estos independientes sean gente capaz, competente, y compartan nuestros valores y nuestros principios éticos. Toda esa operación, ya entonces, y, sobre todo, vista ahora, da una imagen de una gran chapuza.
LA SUCESIÓN, DE LA PEOR MANERA POSIBLE
Está demostrado que hay muchas maneras de hacer fracasar una sucesión. Las cosas se pueden hacer muy mal por muchas vías, y la forma en que Felipe realizó su sucesión al frente del Partido es una de las malas. Felipe se decidió por la vía directa, no avisó a nadie —todo lo más a una o dos personas— y se plantó ante el congreso del Partido: «Yo no me voy a volver a presentar». Nos estaba diciendo: «De aquí a 48 horas tenéis que elegir un nuevo secretario general que, además, me suceda a mí; yo llevo 23 años siéndolo, y he sido, además, un secretario general con un “hiperliderazgo” tremendo; además, he sido durante trece años presidente del Gobierno». En fin, es posible que haya maneras igual de malas, pero peores, probablemente, ninguna.
No sé por qué lo hizo así. Año y medio antes lo había abordado de otra forma. Ante las elecciones del 96, con tiempo y antelación suficiente, nos planteó a algunos: «Yo no voy a ser candidato. He decidido reuniros para que evaluéis la situación, lo penséis y lo discutáis entre vosotros…». Algo así hubiera sido más sensato. Ya en 1988, después de la huelga del 14 de diciembre, había pensado en Narcís Serra para sucederle, y el tema vuelve a surgir en el 92. Pero yo creo que, en ese momento —son los años 90, 91 y 92—, Guerra y el aparato del Partido tienen suficiente fuerza como para aspirar a ser ellos quienes decidan la sucesión. Y desmontan la sucesión de Serra. Y, en la última ocasión —noviembre o diciembre del 95—, somos unos cuantos los que proponemos a Javier Solana. Aceptó él y aceptó Felipe, pero, finalmente, no pudo ser el candidato en las elecciones del 96 porque se le cruzó la OTAN. Yo creo que hubiese sido un magnífico candidato, estaba en un momento espléndido. Pero esta vez no pudo ser por otras razones, no porque Alfonso y el aparato lo bloqueasen. Alfonso ya no tenía fuerza para cruzarse con nadie, no tenía fuerza para nada.
Y, después, en aquel congreso del año 97, nos encontramos con un nuevo secretario general: yo. Mi elección había nacido de un criterio de Felipe, sin ninguna fuerza orgánica. Desde que asumí la Secretaría General del Partido tuve la conciencia absoluta de que el protagonismo de Felipe seguía siendo muy fuerte, y que su impacto en el electorado y en el propio Partido era mucho mayor que el mío. Sería estúpido compararme con él. Quien se plantee así las cosas, arrastra una confusión muy grande. Y yo creo que no supimos resolver bien el juego positivo de dos dinámicas, la de Felipe González y la del nuevo secretario general que se hace responsable del Partido. No lo resolvimos bien. Yo, aparte de querer a Felipe y de ser su amigo, cuando salí elegido, dije: «Mira, estas sucesiones, así planteadas… Probablemente, será muy difícil salir adelante y recuperar enseguida la altura del vuelo, pero yo voy a intentar, por todos los medios, no ser el típico delfín que pasa a primera línea y lo primero que hace es matar a su padre». Yo no iba a aparecer, porque me parecía estúpido, como el que quiere quitarse de en medio a Felipe, me parecía una locura. Sabiendo, a su vez, que Felipe es un personaje —todavía hoy, y entonces más— que la gente seguía viendo como el valor fiable, pese a todo. La gente le mira cuando habla, y le escucha. Pepe Borrell, que había estado en el Gobierno con Felipe hasta el 96 —yo no estaba desde el 91—, en su campaña de primarias intentaba desmarcarse de lo que habían hecho los Gobiernos de Felipe González. Yo eso no lo puedo aceptar, estoy en desacuerdo con esa posición. Yo no iba a intentar desbancar a Felipe ni a tratar de distanciarme de lo que había supuesto la época de Felipe. Ni se me ocurriría decirle que era mejor que no hablase. Lo que sí hice, como secretario general del PSOE, fue tomar decisiones sabiendo que a Felipe no le iban a gustar, y lo hice en varias ocasiones. Él lo aceptó con tranquilidad y serenidad. Él se dio cuenta de que yo le consultaba mucho menos de lo que él hubiese creído que le iba a consultar. Le hubiese gustado seguir influyendo más. Y se ofrecía para ello, pero sabía que no podía ser; se le escuchaba, pero tener que consultarle cada paso… eso no. Y no le gustaba, pero nunca lo dijo en público. Yo llevé esa situación con sentido común y con un poco de mano izquierda. En algunas ocasiones, sabía que Felipe se quedaba frustrado porque yo no hacía mucho caso de sus sugerencias, sus notas o sus llamadas. Pero nunca tuvimos ningún problema.
EL PARO Y LA INMADUREZ DEMOCRÁTICA
Nuestra etapa de Gobierno nos dejó, como elementos de frustración, dos tareas pendientes. La primera, en cuanto a resultados medibles y tangibles, el empleo. Fue muy frustrante para el PSOE cerrar trece años de Gobierno con una situación en la que el paro seguía siendo el primer problema del país, en la que aún existía una gran diferencia entre mujeres y hombres en el mercado de trabajo y una gran precariedad laboral, que afectaba sobre todo a los jóvenes. Y la segunda frustración, que ya no es medible por estadísticas o por indicadores, tiene que ver con la evolución democrática de España: yo creo que trece años y medio de Gobierno socialista —gobierno de izquierdas— debían haber hecho posible un mayor cambio en la cultura política de este país, una profundización mayor en los valores democráticos. El pueblo español es muy amante de la libertad, rechaza instintivamente cualquier tipo de totalitarismo o de privilegio; por tanto, sociológicamente, está más a la izquierda que a la derecha, pero todavía tenemos un largo camino que recorrer en cuanto a aprendizaje democrático. España cuenta con una sociedad muy moderna; nuestra modernidad no sólo es económica, sino cultural, de actitudes, de valores, de ejercicio de los derechos, de disfrute de libertades, de creatividad… Pero no supimos superar la inmadurez democrática, la cultura política democrática superficial de nuestro país. No hay aún un respeto por el juego que debe cumplir cada institución. La mayoría parlamentaria se somete al Gobierno todos los días, hay presiones del Gobierno sobre los tribunales de Justicia e incluso sobre el Tribunal Constitucional que pasan desapercibidas, o más desapercibidas de lo que debieran. Hay abusos en el ejercicio de determinadas libertades, a veces de la libertad de expresión, que no encuentran contrapesos en instituciones o personas que defiendan los derechos de quienes han sido perjudicados por esos abusos. Hay una imbricación de intereses privados en intereses públicos muy obscena, a muchos niveles, dentro de los grandes conglomerados económicos, pero también podemos encontrarlo en aspectos relacionados con el urbanismo de una ciudad pequeña. Y el ciudadano todavía no tiene conciencia de que las instituciones, las leyes, las normas y los responsables están para defenderle y él puede hacer valer sus intereses frente a esos poderosos, o frente a esos intereses particulares.
UNA GENERACIÓN ILUSIONADA POR LA POLÍTICA
En nuestro país, la derecha ha tenido casi siempre todo el poder, y los trece años y medio del Gobierno socialista ha sido el período más largo de la historia de España en el que la derecha ha estado alejada del Gobierno. Pero la derecha seguía manteniendo otros poderes y nosotros no quisimos acaparar esos poderes ni acumularlos. Y menos mal que no lo hicimos. Mientras nosotros gobernábamos, ellos seguían teniendo, en buena medida, un poder mediático nada desdeñable; tenían, desde luego, el poder religioso, no sólo con la jerarquía sino también con varias redes cívico-religiosas. Pero ya no podían soportar estar más tiempo fuera del poder político. Y lo han dicho con todo descaro: «Al precio que fuese, teníamos que echar a Felipe». Costara lo que costara, aun a costa de despreciar las reglas básicas del juego democrático. Todavía no le han podido perdonar a Felipe que haya hecho vivir, a toda una generación, o a varias generaciones de españoles, la ilusión por la política, por encima de cualquier otro interés.