Carlos Solchaga

Socialismo y provocación

«¡Ah! ¡Qué interesante! ¿Se lo has dicho a Felipe?». Ésta fue su primera reacción cuando conoció el proyecto de este libro; tal fue su primer pensamiento. Carlos Solchaga comenzaba nuestra primera conversación (¡fueron tantas!) haciendo, quizás inconscientemente, lo que mayor placer le produce en la vida: romper clichés, ser él mismo, por encima de cualquier otra cosa. En esta ocasión, ha saltado por los aires la imagen, tan apasionadamente elaborada, del socialista autónomo, independiente, provocador. «¿Se lo has dicho a Felipe?». Quien le pudiera oír sin conocerle, pensaría, inevitablemente, en un disciplinado militante socialista pendiente de los dictados del «jefe». No podría imaginar que estamos hablando de un personaje singular, referencia clave de los Gobiernos de Felipe González, que ejerció el poder con pasión y vehemencia, que trabajó para sacar adelante un proyecto político tan socialdemócrata en sus fines, como heterodoxo, provocador y desconcertante en la forma de llevarlo a cabo. Socialista y provocador, Carlos Solchaga caminó por la vida política, por los procelosos mares del socialismo en el poder, de la única forma en la que sabe hacerlo todo: a su manera.

Hablamos por primera vez de este libro en uno de sus despachos en Madrid, una mañana imposible de llamadas de teléfono, de ir y venir en las páginas de su agenda. Cuando se sienta, finalmente, junto a mí, hablamos largo y tendido de lo que más le ha apasionado siempre: la política. Y, como siempre ha sido así, y como le conozco desde hace tantos años, no me resulta extraño que se muestre más interesado en hacer el análisis político de lo que fueron «aquellos años nuestros de nuestros pecados» que de convencerme de las bondades y aciertos de la política económica que, Boyer primero, y él mismo después, impusieron en España. Oyéndole, en aquella primera charla informal, percibí —además de cercanía y afecto— a ese otro Carlos Solchaga que lleva dentro Carlos Solchaga: el mordaz, el sarcástico, el brillante. Parecía decidido a ocultar algunas insospechadas heridas con gruesas capas de ironía demoledora.

En esos días, cuando preparaba con él las entrevistas, se mostraba irritado sobremanera por la forma en la que Alfonso Guerra estaba organizando el aniversario de la llegada al poder de los socialistas. Porque, inevitablemente, él no está en la convocatoria: «Ni yo ni ninguno de los que nos negamos a ser sus servidores», aclara con amargura.

Alfonso Guerra y el poder en el interior del PSOE: son dos vivos rescoldos de los que es fácil que broten chispas, por mucho que haya llovido sobre la memoria de Carlos Solchaga. Ni siquiera Nicolás Redondo le provoca tanto como las batallas contra el «guerrismo». Lo de Nicolás lo recuerda entre brumas de desprecio e indiferencia. Lo de Alfonso y el Partido es algo muy diferente, muy diferente…

En otra ocasión, otra mañana, parecida a la primera, Carlos Solchaga estaba organizando un viaje a Latinoamérica con Felipe: prepara una conferencia en un foro internacional, anda enredado en mil asuntos… Pero cuando se sienta ante la grabadora, recupera la calma y la memoria. Entonces su tono de voz adquiere una tranquila firmeza —tan suya— para explicar, sencillamente, que él es socialista; que eso es lo que ha mantenido siempre, aunque primero se definió como socialdemócrata y luego «más social liberal, que es como me siento más cómodo ahora». Cuando pronuncia estas palabras, me mira de frente —es su forma de mirar a las personas y a la vida— y es fácil comprender que desea ser comprendido y que no haya una respuesta malintencionada por mi parte.

Solchaga dedicará los siguientes minutos a recuperar su biografía y hablar del origen de su compromiso político con la izquierda y con «su» socialismo. Y va a ser tan contundente como insospechado para quienes no le conocen.

Es cómodo y gratificante provocar a Carlos Solchaga, sacar sus pasiones a relucir. Porque no le turba admitir que él estuvo en los Gobiernos de Felipe González amando —como dice el bolero que más le sube la adrenalina— «a dos mujeres a la vez sin estar loco»: el socialismo y la provocación. El socialismo, como sentimiento último, y la provocación, como forma de ejercer el poder. Admite sin rodeos su modo de ejercer ese poder, mientras ve desfilar ante sus ojos a algunas de las «víctimas» de sus más sonadas broncas, incluido Felipe González. Se ríe abiertamente cuando tiene que aceptar que el hecho de haber nacido en Tafalla puede ser una de las claves de su carácter. Pero su rostro y su tono de voz dicen de la serenidad de sus convicciones profundas cuando tienen que defender lo que hizo, optando, muchas veces, por prioridades que no comprendían ni los suyos; sobre todo, algunos de «los suyos». Se crece cuando más grandes son las dificultades para convencerme.

Sólo tiene Carlos Solchaga, en su biografía política, una, digamos, «pasión no satisfecha». Él, Carlos Solchaga, que lo ha conseguido casi todo, no pudo acceder al Partido. Siente como una mala herida el hecho de que apenas tuviera tiempo de salir del rincón en el que Alfonso Guerra lo apartó, «como un apestado». Por eso huye de esa última pregunta, mientras alcanza el abrigo del perchero: «Me voy, ya no tengo más tiempo». Es la única argumentación que podía desarmarme. Porque no me puedo quejar. Carlos Solchaga me ha dado, de verdad, todo su tiempo. Y, de verdad, lo hemos disfrutado. Gracias a su provocadora sinceridad.

La decisión personal de apostar por el proyecto socialista la había tomado tres años antes de incorporarme al Gobierno de Felipe González. Abandoné mi puesto como director del Servicio de Estudios del Banco Bilbao Vizcaya y asesor personal de su presidente, Ángel Galíndez, y dediqué todo mi tiempo a la política.

Por aquellos tiempos, según las normas del Partido Socialista —yo creo que muy sanas, por cierto—, eso significaba que ganaras lo que ganaras, y ocuparas el puesto político que ocuparas, ya fueras parlamentario o, como yo en 1979, consejero del Consejo Preautonómico Vasco, tu dinero pertenecía al Partido, y te pagaban una asignación de cien mil pesetas: más o menos, la tercera parte de lo que yo ganaba como profesional. Recuerdo haber discutido sobre este asunto con Gloria, mi mujer: «Bueno», le dije, «yo creo que esto merece la pena». A ella le pareció bien. Nuestros ahorros, ciertamente, fueron menguando en los años de actividad política. Luego, honestamente, como ministro, ya pude disponer de mi salario, pero era un salario que seguía siendo bastante inferior al que habría tenido si hubiera continuado con mi trabajo. De cualquier modo, ya no era como en los tiempos duros de las cien mil pesetas…

Es cierto que renuncié a una carrera profesional que podría haber sido brillante, pero me considero afortunado. Hablo de la experiencia democrática; es muy difícil que a una generación como la mía, como a la que yo pertenezco, le ocurra lo que a nosotros, y a mí, particularmente: que hayas sido estudiante antifranquista y hayas estado toda la vida deseando terminar con ese régimen de vergüenza, sintiendo la vergüenza ajena cuando salías al extranjero, de comparar tu patria con otros países, o cuando acogías a algún amigo extranjero en España y tratabas de explicarle las peculiaridades en las que estabas obligado a vivir. Y, después, conseguir traer la democracia, transformar y modernizar la sociedad. Y hacerlo, desde una posición protagonista, como me tocó a mí, siendo diputado o ministro de un Gobierno que, sin duda, ha sido la piedra de toque de la modernización de España en el último cuarto de siglo. Yo considero que esta experiencia es un privilegio.

Dar el salto a la política fue una elección que hay que entender en términos de generosidad: no sabías el riesgo que corrías actuando así. En mi caso, yo no puedo sino decir que acerté plenamente: pertenecer a una generación que tiene la oportunidad de conseguir sus objetivos políticos y sociales, transformar el país en la línea que se desea, desde una posición protagonista… Una cosa así sólo ocurre cada dos siglos. Es muy difícil tener esa oportunidad.

Hubo otra generación que trató de llevar a cabo esa tarea, fue la generación de la Segunda República, pero desgraciadamente acabó en el exilio. (Recuerdo la noche que pasó, del 23 de febrero de 1981: mi mujer, Gloria, recibía llamadas de embajadas, para que nuestros hijos pudieran salir de España, cuando se daba casi por descontado que el golpe estaba triunfando, al menos hasta las dos de la madrugada…).

¡Q ES ESO DE SER SOCIALDEMÓCRATA!

El primer Gobierno de Felipe González se forma al calor de un respaldo mayoritario del pueblo español y es un Gobierno que tiene dos o tres objetivos prioritarios. Antes que nada, disipar el miedo a la posible involución y, por tanto, poner a los militares en su lugar, cosa que también habría que hacer con cuidado. Por otro lado, acabar con la crisis económica y tratar de dar la impresión de que un Gobierno de izquierdas era capaz de organizar la vida del país. Entonces, me pareció que ese proyecto —que luego se enriquecería con otros muchos desafíos, como el desarrollo de la política social y del Estado del bienestar— era quizá el proyecto político más atractivo que me hubiera sido dado apoyar. Así que entré en ese Gobierno sin la más mínima vacilación, convencido de que era un privilegio formar parte del mismo, y persuadido, además, de que nuestro éxito sería también el éxito del país; esta nueva fase suponía quemar etapas, dar por concluida la transición, y empezar a hacer una vida normal de aproximación y homologación con los demás países del llamado «mundo occidental».

Mi nombramiento como ministro vino acompañado del intento de colocarme algún tipo de identidad o de etiqueta ideológica, y prendió el debate sobre si yo era un auténtico socialdemócrata o no.

En la actualidad… yo diría que soy más social liberal. Es una etiqueta con la que ya me definí en mis últimos años como ministro, y cuando hice, digamos, mi «despedida oficial», después de dimitir como jefe del Grupo Parlamentario Socialista. Mi posicionamiento ideológico tiene una pequeña diferencia respecto al del socialdemócrata, en el sentido de que, quizás, en lo que ha sido históricamente la socialdemocracia hay una pasión intervencionista en la regulación por parte del Estado que yo comparto muy limitadamente, por no decir que no la comparto en absoluto. Pero, sin embargo, sí defiendo el papel del Estado como redistribuidor de rentas, la existencia de un sistema que cargue la presión fiscal sobre los ricos y permita una redistribución de la renta a favor de los pobres; y creo que esa política debe llevarse a cabo mediante el desarrollo de un Estado con buenas pensiones, buena asistencia sanitaria, posibilidades de acceso a la enseñanza —gratuita—, un sistema de subsidio de desempleo adecuado y otras políticas sociales. Todo ello sí lo comparto totalmente con la socialdemocracia.

Pero aquellos años ochenta eran bien distintos: la discusión en el seno de la familia socialista era mucho más oscura y no se presentaba como ahora. En 1981 dije públicamente que yo era un socialdemócrata y recuerdo que muchísimos compañeros del Grupo Parlamentario y, particularmente, los más viejos, me echaron la bronca y me dijeron que «qué era eso de ser socialdemócrata como los alemanes, que tenía que haber dicho, sólo, que era socialista». Yo trataba de explicarles que los comunistas siempre se habían llamado a sí mismos socialistas y que decir «socialista», en las circunstancias en las cuales se ha definido el socialismo real, equivalía a introducir una posible fuente de confusión, porque yo comunista no era, ¡todo lo contrario!, y por eso me parecía que yo era un socialdemócrata. Ahora, ya, simplemente me defino como social liberal, pero en la misma línea de lo que entonces pensaba.

Naturalmente, las reticencias de algunos compañeros estaban latentes y las diferencias iban a aumentar cuando, como ministro de Industria del primer Gobierno socialista, tuve que afrontar, entre otros asuntos pendientes que la derecha no había solucionado, la reconversión industrial.

DISPUESTO A NO SER POPULAR

Cuando se observa desde el punto de vista humano, desde la mirada de la gente que se queda sin trabajo, uno se da cuenta de lo dura que era la tarea de reconvertir sectores industriales. Pero, por otro lado, te das cuenta también —cuando pasas del nivel del problema individual del trabajador que queda en paro a la ética de la responsabilidad— de que, si seguías aportando cantidades de dinero para mantener esos puestos de trabajo —que no eran rentables porque ya no eran competitivos—, estabas condenándolos a fracasar siempre y estabas extrayendo ese dinero de otras partes, de otras familias que no lo necesitaban menos. Solamente desde este nivel de análisis, uno es capaz de hacer política.

Yo era consciente de que en la vida política había que afrontar estos problemas. La reconversión no iba solamente en contra de sentimientos generosos y solidarios de parte de los militantes del Partido y de los sindicatos. Iba también contra una cultura de izquierdas, un tanto voluntarista, y eso era realmente lo que me preocupaba. Los sentimientos tenía que respetarlos, pero me daba cuenta de que era errónea esa cultura según la cual los puestos de trabajo son derechos inamovibles. Y me daba cuenta también de que el error, al final, lo pagaban los españoles. Era necesario modificar esa situación.

Siempre mantuve, ante mí mismo, la idea de que estaba dispuesto a no ser popular dentro de mi propio Partido, siempre que, naturalmente, fuera respetado —cosa que, creo, ha ocurrido siempre—. Y estaba dispuesto a seguir con aquella política, en tanto en cuanto Felipe, como presidente del Gobierno, fuera capaz de apoyarla. Y la verdad es que el presidente me apoyó durante mi gestión en Industria y, luego, también en el Ministerio de Economía, al igual que a Boyer, mi antecesor en este Departamento. Felipe hizo una apuesta radical por la modernización de la economía española. Algunos sectores del Partido, identificados con el «guerrismo», contestaban nuestras políticas, pero yo creo que lo que subyacía en estas diferencias era una lucha por el poder, una lucha por restarnos apoyo y competencias.

GUERRA, LA ESTÉTICA DE IZQUIERDAS

Alfonso Guerra tenía la pretensión de influir, tanto como le fuera posible, en la composición del Gobierno de González, y la verdad es que yo creo —y no sé si él lo ha confesado alguna vez— que ésta fue la razón de que, al poco tiempo de estar en el Gobierno, dijera aquello de que él estaba allí de «oyente». A mi juicio, él se sintió muy frustrado porque en la composición del Gobierno tuvo una influencia relativamente pequeña. En ese momento, surgió la primera confrontación entre Miguel Boyer y Alfonso Guerra. Y Miguel Boyer era un hombre que ya había tenido sus más y sus menos con el Partido Socialista. Primero, fue elegido para la Ejecutiva del Partido y, luego, dimitió de manera muy solemne; pasó al grupo socialdemócrata; volvió luego como parlamentario del PSOE, pero no transcurrió más de un año y medio y dimitió como parlamentario. En fin, era un hombre que, digamos, desde el punto de vista de la militancia partidista, era muy conflictivo. Eso, desde la visión que tenía Alfonso Guerra del Partido y de la militancia, «chirriaba» demasiado.

De todos modos, debo admitir una cosa: al principio, la relación de Guerra con Boyer o conmigo era muy distinta. Cuando Boyer abandonó el Gobierno yo heredé buena parte de aquella confrontación. Pero, al principio, la relación de Guerra conmigo era distinta, porque las historias de Miguel y la mía eran diferentes, aunque éramos amigos y todo el mundo lo sabía. Yo creo que Guerra prefería acariciar la idea de tener un frente económico dividido, y lo intentaba teniendo mejor relación conmigo que la que tenía con Miguel Boyer. No fue tan dura nuestra relación, aunque es cierto que Alfonso Guerra siempre quiso salvar los muebles de lo que él consideraba una «estética de izquierdas» frente a lo que teníamos que hacer los que debíamos enfrentarnos con problemas serios de transformación del país.

Alfonso Guerra ha conseguido algunos logros muy particulares en lo que se refiere a la proyección de su imagen, desde su supuesta exquisita sensibilidad —casi suprapolítica—, hasta su pretendida profunda intelectualidad y humanismo, pasando por sus posiciones de izquierda. Yo, la verdad, casi no suscribo ninguno de estos rasgos definitorios en la imagen de Alfonso Guerra, no sólo ya en lo que toca a su imagen popular sino en la imagen generada en los medios. Pero, bueno… no quiero hablar demasiado de Alfonso. Creo que él ha tenido un éxito impresionante al vestir, digamos, su propio papel, sus propias características y su propia definición de la manera que a él le ha gustado más, tenga o no tenga que ver con la realidad.

Dicho esto, nuestra relación empeoró considerablemente cuando yo hice algo que, quizá, era discutible, pero que a mí me pareció importante en el camino de sincerarse con los ciudadanos. Ocurrió allá por el mes de mayo de 1983, cuando dije públicamente que los 800.000 puestos de trabajo que figuraban en nuestro programa electoral —a mí me ha parecido siempre una solemne tontería aquella propuesta— no era previsible que pudieran realizarse en el cuatrienio de Gobierno. Aquello dificultó las relaciones entre Alfonso Guerra y yo; y, poco a poco, fueron brotando una serie de desencuentros importantes. Eso se tradujo en que yo no pude celebrar un buen mitin en un lugar importante mientras Guerra dirigió el Partido: nunca se me invitaba a un lugar destacado y, si lo era, la invitación procedía de disidentes, a los que Alfonso y el «aparato» del Partido les hacían saber inmediatamente lo disgustados que estaban porque yo hubiera participado en un mitin de cierta resonancia.

Las cosas se pusieron mucho más difíciles a finales de los ochenta y a principios de los noventa. Por estas razones, una de mis quejas permanentes a Felipe era que, simplemente, me hubiera gustado poder exponer con libertad en el Partido mis puntos de vista, en vez de estar siempre «etiquetado», denostado, por la corriente mayoritaria.

Felipe, ante estas quejas, tenía una actitud, digamos, muy pragmática. Era una actitud que yo tengo que respetar, aunque no siempre me parecía acertada. Felipe, en cuanto a las discusiones entre Guerra y Boyer, o entre Guerra y yo —discusiones que tenían que ver con el Gobierno—, me atrevo a decir que nos daba la razón a nosotros en el 99 por ciento de las ocasiones. Y Guerra aguantaba y aguantaba. En esos momentos, supongo que era cuando más se sentía, simplemente, «oyente» en el Gobierno. Yo he visto a Guerra en batallas que difícilmente podía ganar a menos que tuviera buen fundamento, que por lo general no era el caso. En esas ocasiones, a Felipe no le importaba dejar desasistido ante los demás a su segundo, a su hombre de confianza.

Alfonso, por otro lado, creía que muchas de las políticas que estaba haciendo el Gobierno no entraban dentro de la corriente de la tradición histórica del Partido. Y es verdad que al propio Partido le producía un shock que alguien cerrara Sagunto y que los compañeros de UGT de Sagunto se quedaran sin trabajo, como es natural. O les chocaba que alguien hablara mucho de la inflación y que había que eliminarla mientras el desempleo seguía subiendo, o les chocaba que alguien hablara en términos de ortodoxia económica, porque ellos pensaban más en la distribución. Pero Felipe era perfectamente consciente de que, para seguir gobernando con éxito, era absolutamente indispensable el seguimiento de una política económica, digamos, disciplinado y a veces resignado —desgraciadamente, hay que decirlo, porque se hizo muchas veces, no digo en contra del Partido, pero llevándolo a rastras—. Y ése era el papel de Alfonso Guerra, papel si podemos llamar, quizás, a algo más sucio, pero que él cubría con todos sus componentes estéticos. Eso lo llevó a una situación cada vez más difícil, porque cada vez con más frecuencia también tenía que apoyar cosas que él mismo, en privado, y en algunas declaraciones públicas, miraba con desprecio, con falta total de aprecio.

Cuando Guerra abandonó el Gobierno, se convirtió, desde el Partido, en una de las trabas críticas más duras para el desarrollo del Gobierno del PSOE.

LOS MUROS DE NICOLÁS CONTRA CORCUERA

Otras personas que, de alguna manera, iban notando que perdían poder eran las que pertenecían al grupo de Nicolás Redondo. Al final, crearon otro núcleo de poder que empujaba la estrategia autónoma de la UGT. Este viraje, en mi opinión, era una necesidad histórica: la idea de un sindicato como correa de transmisión de un Partido, o viceversa, un Partido cuyo Grupo Parlamentario sólo sirve para empujar las propuestas que hace el sindicato, pertenecía a épocas de finales del siglo XIX o primer tercio del siglo XX, pero ya no pertenecía a los años finales del siglo XX. Ése había sido uno de los grandes problemas que había tenido el laborismo en Inglaterra: su dependencia excesiva de la ideología y de la estrategia de las Trade Union había provocado que mucha parte del electorado desconfiara del partido. En la UGT surgió un grupo de personas, como Saracíbar, o José Luis Corcuera durante un tiempo, que mantuvieron posiciones que irritaron a Nicolás Redondo.

En los primeros dos años de Gobierno, el papel de José Luis Corcuera fue crucial para situar el apoyo de la UGT respecto al Gobierno. Porque Nicolás Redondo era un hombre de estrategia en la UGT, pero no era hombre de negociaciones ni de tácticas inmediatas: eso quedaba para los hombres que habían empezado a hablar de reconversiones con los Gobiernos de UCD y que habían estado en las negociaciones colectivas de los grandes sectores. De todos ellos, el más cualificado era, obviamente, José Luis Corcuera. Yo debo confesar que, sin su ayuda, hubiera sido realmente imposible llevar a cabo la reconversión en sectores como el naval o la siderurgia. A cambio, Corcuera conseguía condiciones muy buenas para los trabajadores. De hecho, si de algo me acuso en el tema de la reconversión es que ésta resultó algo cara, teniendo en cuenta el dinero de que disponíamos. No es que no se lo merecieran quienes sufrían la reconversión, sino que fue cara de acuerdo con el dinero de que disponíamos.

Corcuera fue el hombre que buscó puentes, porque entendió las posiciones del Gobierno. Él era, entre los hombres de la UGT, el que tenía la visión política más amplia y, al mismo tiempo, la más próxima a la realidad. Durante algún tiempo, José Luis Corcuera trató de compatibilizar las posiciones del Gobierno que chocaban —y lo entiendo— con algunos objetivos de la UGT. Aguantó en una posición que le fue llevando a reflexiones próximas a la racionalidad del Gobierno, en el sentido de que un Gobierno no puede mirar sólo los puntos de vista de una parte del país, sino que trata de observarlos todos. Pero Corcuera, a medida que fue aproximándose a los puntos de vista del Gobierno, fue creando todo un muro de desconfianza a su alrededor, muro levantado por una persona tan insegura —siempre lo ha sido— como Nicolás Redondo. Hasta que al final, Nicolás Redondo tuvo la convicción de que su colaborador no colaboraba con él sino con el Gobierno, y, desde ese momento, le hizo la vida imposible… Tanto es así, que hubo que acudir en ayuda de Corcuera en el siguiente congreso del Partido, para tenerlo en la Dirección, hasta que en 1988 Felipe lo nombró ministro del Interior.

ES POSIBLE QUE YO FUERA ARROGANTE

Nosotros, desde el punto de vista de la necesidad de un enfoque macroeconómico del país más ortodoxo, no nos creíamos, como creyeron los socialistas franceses, que con una subida del gasto público íbamos a conseguir descender el desempleo, teniendo, como teníamos, una inflación del 14 por ciento. Creíamos que, primero, era imprescindible luchar contra la inflación y, que una vez que se hubiera saneado el país, empezaríamos a crecer y a crear empleo. De hecho, como se vio con el paso del tiempo, eso es lo que sucedió. Lo que ocurrió fue que la primera etapa —realmente, de sangre sudor y lágrimas— duró más tiempo del que nosotros estimábamos. Yo recuerdo a Boyer diciéndome, poco antes de abandonar el Gobierno: «Carlos, hemos llegado demasiado tarde. Estamos haciendo un esfuerzo de corrección y de ajuste, y el fruto macroeconómico no se ve…». La verdad es que, a partir de 1986, sí se vieron los frutos, pero no se habían percibido entre 1983 y 1985, cuando muchos de mis compañeros y buena parte de nuestra base electoral decían: «Están ustedes haciendo una política que, más bien, le correspondería a un Gobierno de derechas, con la promesa o la ensoñación de que llegará la parte buena. Y la parte buena no viene».

Sin embargo, en 1986, cuando ya empezaban a sentirse, allá por junio, los primeros efectos de la recuperación económica, mucha gente no valoró tanto este cambio de coyuntura hacia el crecimiento y la creación de empleo como la sensación de haber tenido, durante cuatro años, un Gobierno que gobernaba desde la responsabilidad.

Estoy dispuesto a aceptar las críticas que se han formulado en el sentido de que, tanto Boyer como yo, quizás no explicábamos suficientemente nuestras políticas, ni a la sociedad ni a la militancia socialista. Ya sé que se nos ha tachado de soberbia, de mostrar actitudes propias del despotismo ilustrado. Recuerdo una cosa que solía repetirme Felipe. Me decía que no había que cansarse de explicar, que la democracia consistía en persuadir: tenías que volver una y otra vez a la gente, tratando de convencerla de que, lo que estabas haciendo, estaba bien. Y, realmente, así como creo que traté de ser pedagógico en muchas de mis iniciativas, también es verdad que, en otros momentos, di por sobreentendido, o di por hecho, que las políticas que estaba proponiendo, las políticas que yo defendía, eran incluso evidentes. Y a lo mejor no lo eran.

También es cierto que, cuando sufres una tensión muy fuerte, no cuidas perfectamente los modos. Yo, por ejemplo, soy una persona con carácter muy polemista, y reconozco que esa tendencia a la polémica a veces me ha llevado, cuando me he estado enfrentando con gente que era próxima a mi sentir político, gente de la UGT, a veces de Comisiones Obreras, a mantener, quizás, una actitud que algunos han podido interpretar como arrogante, aunque yo no creía que lo fuera. Pero no puedo negar que, a lo mejor, lo parecía. Y lo importante en política es lo que parece.

Quizás se me pueda acusar de no haber dado explicaciones, pero no de haber hecho sólo lo que yo quería. Porque lo que sí es cierto es que las políticas, en general, eran aprobadas por el Gobierno. ¡Cuántas horas he pasado en ruedas de prensa, explicando el contenido de una ley! La de presupuestos o la de transformación, la Ley de Reconversión, o el Plan Energético Nacional, o el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas… Durante mi gestión, sobre todo en Hacienda, ha habido una enorme transparencia. Lo que sí es cierto es que, cuando crees firmemente en algo y llevado por tu entusiasmo —o como quieras llamarlo—, por la necesidad de llevarlo a la práctica, corres el riesgo de ser desconsiderado con otros, o de dar por sobreentendido que las cosas son evidentes. Y resulta que no es así, por eso hay algunas personas que, cuando me han visto en un debate público, hablan de «arrogancia». Y es posible, es posible que tengan razón.

Y, por lo que respecta a nuestros compañeros del Gobierno, algunos nos veían —a Boyer y a mí— como privilegiados, bajo el manto protector de Felipe González. Pero no tenían ninguna razón, era justo lo contrario. La realidad era que, en aquellas iniciativas que a nuestros compañeros del Gobierno les gustaban menos, en materia de ajuste económico, o de subidas de impuestos, o asuntos semejantes, simplemente, te dejaban solo. No formaban equipo ni decían: «Vamos a explicárselo a las bases y a nuestro electorado…». No. Te quedabas solo y, si te descuidabas, había algunos que, desde el Partido, proveían de argumento a los que te iban a criticar. Esto ocurrió con cierta frecuencia, aunque a mí no me parece una cosa particularmente mala, porque no hay nada mejor que un Partido tenga sus puntos de discrepancia y de debate interno, que no sea una máquina monolítica. Aunque es verdad que te resta alguna eficacia: cuando la UGT dice que estás gobernando contra los trabajadores y a favor de los más ricos —aunque las estadísticas decían todos los días lo contrario—, o cuando te dicen que las diferencias entre ricos y pobres están aumentando, que cada vez los ricos son más ricos y los pobres, más pobres —mientras, insisto, las estadísticas decían justamente lo contrario—. Estabas generando pensiones no contributivas donde no existían, habías extendido la asistencia sanitaria hasta hacerla universal, habías creado decenas de miles de becas de estudio donde antes no había y, mientras, alguien, olvidando la realidad, te niega el pan y la sal; cuando ese alguien representa legítimamente a los trabajadores, como es el caso de la UGT, te resta mucha legitimidad.

Ése es el riesgo que tienes que correr a veces en los debates internos: que te resten alguna legitimidad en la conducción económica del país y en los procesos de modernización que la acompañan. Los que tuvimos a nuestro cargo esas responsabilidades no contamos con la comprensión y el apoyo de la mayoría: tropezamos con una falta de apoyo claro, transparente, indubitable… cosa que, por otro lado, nunca reproché, porque acepté que el Partido era así. Pero eso resta legitimidad en tu tarea.

MARIANO RUBIO, LA “BEAUTIFUL” Y EL PACTO CON LA BURGUESÍA

Avanzado el tiempo, en 1992, aparentemente, tuve un problema de mayor calado que el de legitimidad, cuando Mariano Rubio, amigo personal mío y gobernador del Banco de España aparece relacionado con el escándalo de Ibercorp[15]. En ese momento, parece que la implicación de Mariano Rubio —y de otros amigos suyos relacionados con la llamada beautiful people— podría haber tenido algo que ver con el manejo de información privilegiada. Tengo que decir, en contra de lo que se ha asegurado, que Mariano Rubio, ante esa circunstancia, decide que tiene que dimitir, y yo estuve de acuerdo. Sin embargo, le dije: «Esto no es cosa mía, es cosa del Gobierno. Tú sabes que tu nombramiento lo hace el Rey a propuesta del presidente del Gobierno: tendremos que hablar con Felipe González». Y Felipe no veía razón para que, con los datos que teníamos entonces, se formalizara esta dimisión. Con aquellos datos, no se implicaba en nada degradante al gobernador; parecía que era una cuestión, fundamentalmente, de estética. Tuvimos una larga reunión, Felipe, Mariano y yo, durante la cual, Mariano no dijo toda la verdad, se reservó alguna información que aparecería dos años después. En aquel encuentro, llegamos a la conclusión de que Felipe tenía razón, Mariano no planteó su dimisión y yo lo acepté. A los pocos días, tenía que presentarme en el Congreso en relación con la interpelación sobre este tema, y no distinguí entre las posiciones previas que habíamos tenido el presidente del Gobierno y yo. Respaldé la última decisión, porque era lo que tenía que hacer.

Por aquel entonces, se extendió la idea de que la llamada beautiful people, la gente del poder financiero —que no le debía nada al poder socialista, ya que eran ricos por su casa—, se había aprovechado de mí, y también de Felipe, en el sentido de que habían rentabilizado bien la situación y nuestra buena fe. Pero yo no estoy de acuerdo; sin entrar en que, para mí, todo aquello de la beautiful people era un invento sociológico.

Nuestra relación con la llamada beautiful people fue una relación que, en la medida en la que existió, estuvo motivada, fundamentalmente, por el interés de estar, de llegar al tope y de tener cerca a una parte de un empresariado que, generalmente, había sido muy reaccionario. El objetivo era, simplemente, que nos aceptara y nos comprendiera. Ese empresariado lo encontramos, fundamentalmente, con la ayuda de Claudio Aranzadi y otras personas que, después, se apartaron de la beautiful people. La verdad es que la mayor parte de las personas que entraron en contacto con la beautiful people, una de dos, o eran ricos de siempre, y no se hicieron ricos con el socialismo, o no eran ricos y no son ricos ahora.

El pacto necesario con la burguesía de este país, tan reticente al principio con los socialistas, fue una cuestión de tiempo. Quiero decir que la confianza no la suscitas por un discurso, ni la suscitas con una medida política o económica. La confianza surge cuando ven una forma de actuar, cuando estableces una pauta de comportamiento, cuando acaban por decir: «Bueno, quizás va en la buena dirección»; o añaden: «Quizás no son unos rojos locos, como habíamos temido»; o «Quizás son capaces de orientar el trabajo en la Administración Pública, que está perdida». (Conseguir que se trabajara en la Administración tampoco era nada fácil en 1982 o 1983). Creo que así, a través de nuestra actuación, como siempre ocurre en la vida, nos fuimos ganando la confianza y el respeto, y, más adelante, la colaboración. Aunque… es cierto que, en algunos casos, tardó mucho en conseguirse; en otros, ni siquiera se consiguió. Por ejemplo, yo quise tener muy buenas relaciones con los banqueros cuando era ministro de Hacienda, pero debo decir que, excepto con uno —cuyo nombre no mencionaré—, nunca fui a comer a ningún banco, nunca acepté ninguna invitación personal de ningún banquero, en absoluto, a no ser algún festejo social, más o menos público, en el que podíamos coincidir… pero nunca, nunca acepté invitaciones personales. Si un banquero quería verme —y con frecuencia querían verme—, venía a mi despacho, en horas de despacho.

Y respecto a los empresarios, sí fuimos conscientes de que no podíamos gobernar con la desconfianza de todo el mundo y, por tanto, necesitábamos algún tipo de aliado. Ya se suponía que el ejercicio del poder, digamos, en una organización racional del trabajo, nos conduciría, al menos, a contar con el respeto y la creciente confianza de la burguesía o la alta burguesía. Yo creo que las cosas se produjeron así: no había un plan concreto y determinado. Y la verdad es que el resultado fue algunas veces tan exitoso que algunas personas, como Nicolás Redondo, desconfiado por naturaleza, acabaron afirmando que «el Gobierno se estaba arrojando en brazos de la patronal». Pero lo cierto es que la propia patronal nunca tuvo buenas relaciones con el Gobierno. Las relaciones que yo tuve con el presidente de la CEOE, con José María Cuevas, primero como ministro de Industria y, más adelante, como ministro de Hacienda, siempre fueron corteses y necesarias, pero nunca fueron buenas relaciones, porque Cuevas tenía posiciones muy partidistas.

EL «CONOCIMIENTO CARNAL» DE FELIPE

Digan lo que dijeran, Felipe González no era un parvenu para los representantes de la gran banca, del poder financiero o de la clase empresarial. Felipe podía haber sido un parvenu en 1975, cuando, a la muerte de Franco, era sólo un chico que se llamaba Isidoro, un abogado laboralista sevillano. La derecha, entonces, no sabía quién era ni conocía sus relaciones con la memoria histórica del PSOE, que tenía que ver con el Gobierno republicano y con las grandes figuras del exilio. Entonces sí era un desconocido: nadie sabía si tenía la intención de modernizar el Partido o de seguir la línea cuasi revolucionaria que durante los años treinta había caracterizado a la organización, línea que parecía haber quedado inhibida durante el período del exilio, cuando, de alguna manera, la tendencia socialdemócrata y la ideología social liberal que representaba Prieto se impuso en el Partido.

Pero cuando llegamos al Gobierno, en 1982, Felipe era ya muy conocido. Lo que necesitaba Felipe González era pasar del conocimiento como figura —que ya era respetable y no producía gran temor— a lo que podríamos llamar el «conocimiento carnal», el conocimiento que da la proximidad. Y, en ese aspecto, sí que algunos desempeñamos un papel, y de manera mucho más destacable, quizás, Miguel Boyer. Miguel Boyer había estado muy relacionado con una clase empresarial situada en el entorno de algunos bancos, pero también de la Renfe, donde el propio Leopoldo Calvo Sotelo había sido presidente, en su tiempo. Miguel Boyer trabajó con Calvo Sotelo, en la época en que Renfe era el holding público más importante del país. También estaba relacionado con la gente que provenía del Instituto Nacional de Industria (INI). Boyer era, pues, entre las personas situadas en el entorno del Partido, la que tenía más contacto con lo que podríamos llamar la «élite empresarial» del país. Y Miguel por su lado, yo, en menor medida, por el mío, facilitamos que existieran reuniones que ya se estaban celebrando desde hacía tiempo… Todo lo demás, lo puso Felipe.

Recuerdo que, ya en plena campaña electoral, Felipe tuvo una reunión con los famosos «Siete Grandes», los siete banqueros que tenían en su cúpula a Aguirre Gozalo, presidente de Banesto. Y Aguirre Gozalo, cuando salió de aquel encuentro, dijo que Felipe González, entre los candidatos, era el mejor. Ocurría que Felipe, que tenía cierta formación económica, por sus estudios, pero que no era un experto en economía, tenía una extraordinaria capacidad para absorber lo que podemos llamar «visiones económicas del mundo» y para apreciar lo más relevante en la economía nacional e internacional, o en la economía industrial, o en la financiera. Con el curso del tiempo, y hablando con gente del equipo económico, como Boyer, como yo, y como otros, se formó una idea muy clara de la situación, y era capaz de exponerla de una manera mucho más fértil de cara a las audiencias y, en algún sentido, más creíble, por ser menos técnica que la que exponíamos los que éramos economistas. Yo creo que Felipe se ganó la confianza personal de los poderes económicos del país de manera casi automática.

Incluso, tras los contactos con la Asociación para el Progreso de la Dirección —donde estaba representada la clase empresarial—, con la banca, con el Círculo de Empresarios, con las cámaras de comercio, los empresarios decían: «Éste es un hombre que entiende el lenguaje de la economía y la relevancia que tiene en la sociedad moderna». Eso lo supieron ver casi desde el principio. Sin embargo, estuvieron vigilándonos con toda la atención para ver si nuestros primeros pasos eran los adecuados, es decir, si nos daba igual o no el déficit público, si queríamos o no luchar contra la inflación, si nos dábamos cuenta de que la peseta estaba sobrevaluada y devaluábamos o no, si hacíamos una devaluación y si ésta iba acompañada de una política restrictiva y no de una política expansiva… Cuando vieron que todo lo hacíamos conforme al «manual», y con más decisión y coraje que el que habían empleado los Gobiernos de UCD, lo que había sido desconfianza inicial —«a ver cómo lo hacen»— se fue convirtiendo en un respaldo, al principio, tácito, y ya en los primeros años, yo diría casi entusiasta.

CONTRA LA ARISTOCRACIA DE LOS TRABAJADORES

Yo creo que la confrontación, la falta de entendimiento, surge desde los sindicatos, y particularmente del sindicato hermano UGT, y más concretamente: desde sus propios dirigentes sindicales.

Sin embargo, la mayor parte de la sociedad no compartía aquellas posiciones. La prueba es que el grado de respaldo al Gobierno, la diferencia de votos entre el PSOE y el PP, o sobre cualquier otra alternativa de partidos de izquierda, como Izquierda Unida, después de años de gobierno, seguía siendo gigantesca… Lo que nunca reconocían —ni los sindicatos ni la izquierda política—, y menos públicamente, es que lo primero que hizo aquel Gobierno, en uno de su primeros Consejos de Ministros, fue decretar la semana de cuarenta horas. A continuación, empezó a trabajar el tema de las pensiones con el fin de generalizar la aplicación de las mismas, subir las mínimas al nivel del salario mínimo interprofesional, cosa que se consiguió pasados unos años. Es decir, desde el principio se adoptó una serie de medidas que difícilmente podía decirse que pudieran perjudicar en absoluto a los trabajadores.

Pero lo que no podía evitar nadie era reconocer que la industria siderúrgica, o la industria de los grandes bienes de equipos eléctricos y no eléctricos, la industria de la construcción naval, una parte importante de la minería, la propia producción de electricidad, con empresas que estaban endeudadas en la época, habían caído en una crisis que arrastraban desde los ocho o diez últimos años. Y no tenían perspectiva de salir de aquella crisis. Esta situación tenía dos consecuencias. La primera, que, en la medida en que mantenías estas empresas mediante subvenciones y apoyos, estabas gastando mucho dinero que necesitabas para otros proyectos, como extender la educación, mejorar las pensiones o la cobertura del sistema de salud nacional. Estabas dedicando una parte importante del presupuesto a mantener unos puestos de trabajo que, de acuerdo con el desarrollo tecnológico y con los presupuestos de todos los economistas, no podían sobrevivir —al menos, no sobrevivirían todos ellos— si no se producía un ajuste muy claro y una mejora notable en la competitividad en las empresas de estos sectores.

Pero, en segundo lugar, estabas creando, en un país donde crecía el desempleo brutalmente, dos tipos de trabajadores: unos, que componían la «aristocracia de los trabajadores», empleada en estos grandes sectores. Puesto que representaba una enorme fuerza política y social, obtenían una subvención permanente para seguir trabajando, aun cuando, en verdad, su productividad fuera muy baja. Y, por otro lado, los otros trabajadores de pequeñas y medianas empresas, de otros sectores, que, simplemente, se encontraban sin trabajo. Como es natural, era una situación que no podía durar eternamente y, por esa razón, se produjeron los intentos serios de reconversión. Pero aquella reconversión no se llevó a cabo, simplemente, echando a aquel que sobrara, o cerrando las fábricas que no eran productivas —la verdad es que no lo eran—. Desde luego, no se le dijo a la gente: «Usted se queda sin trabajo, y me olvido de usted».

Los fondos de protección del empleo se administraron durante muchos años, y recolocaron a mucha gente, aunque no a todos. Además, la reconversión se hizo teniendo en cuenta el impacto considerable que el cierre de determinada producción podía repercutir en un ámbito determinado, por ejemplo, en Sagunto. ¿Qué ocurrió al final? Que la gente aceptó que la reconversión había sido dura; también reconoció que había sido un poco sorprendente que unas medidas tan racionales —y a veces tan severas— las hubiera aprobado un gobierno socialista en vez de un gobierno de derechas. Pero la gente supo después apreciar el valor de aquella medida. Y yo recuerdo que el eslogan con que fuimos a las elecciones de 1986 era «Un Gobierno que gobierna». Y el mensaje que se ponía de manifiesto, fundamentalmente, como señal de que estábamos gobernando, era que habíamos afrontado problemas difíciles como la reconversión industrial, y lo habíamos hecho en beneficio de todos y sin tener en cuenta un cálculo electoral, porque el proceso de reconversión fue muy duro.

Recuerdo, entre otras, aquellas imágenes de las fuerzas del orden cargando contra los trabajadores. Eran imágenes durísimas. Recuerdo el caso de alguna persona muerta en una manifestación; recuerdo el caso de otra persona que perdió un ojo por un impacto de bala… y algún otro suceso desgraciado. Toda esta situación me impactó muchísimo, porque la gente venía directamente a mí, como si yo fuera el agente directo encargado de reprimir los desórdenes públicos… y me impactaba mucho, ésa es la verdad.

Pero cuando uno considera globalmente el resultado, el proceso no fue tan duro como podía haberlo sido. En toda la Europa de la época se produjeron incidentes, en el Reino Unido, en Italia, en el norte de Francia, también en Bélgica… Es decir, fue un momento en el que la subida de los precios del petróleo demostró que una parte importante de nuestras actividades productivas en Europa eran ya inviables en las nuevas condiciones y que había que reajustar la oferta. Entonces, hubo que hacerlo, era una desgracia, pero…

NO ESTÁS AHÍ PARA QUE LA GENTE TE QUIERA

La verdad es que mucha gente me dijo después que, durante ese proceso, yo daba la imagen de «un chulo» queriendo poner firmes a los trabajadores.

Si transmití esa imagen, no era la que quería transmitir. Lo que sí quería proyectar era una imagen de firmeza, en el sentido de que, si había que hacer algo, no podía frenarse por comportamientos que llevaran al desorden público después de haber hecho muchos esfuerzos por negociar. Porque, naturalmente, si las protestas tuvieran su origen en algo que yo hubiera impuesto manu militari, comprendo que hubiera desorden público, especialmente en el caso de que yo no hubiera hecho todo lo posible por llevar adelante un tema tan delicado como éste. Pero habíamos pasado meses y meses en negociaciones que terminaban a las dos de la madrugada, en cada uno de los sectores. A pesar de todo, incluso existiendo a veces un acuerdo general, a veces surgían problemas particulares porque, en algunas factorías, o en algún lugar, la propia base obrera no seguía los acuerdos que habían firmado sus sindicatos o parte de sus sindicatos… Bueno, entonces te dabas cuenta que tenía que prevalecer la autoridad y el buen sentido, aunque fuera costoso.

Aquella época y aquella situación me demostraron una cosa: que no existe nada parecido al cuento de hadas aplicado a la política. Por más que tú provengas de un partido de izquierda y tengas la simpatía de unos o de otros, cuando, de verdad, pensando en el interés general, te enfrentas a unos intereses concretos —que son perfectamente legítimos, yo no estoy hablando mal de ellos como si el interés particular fuera menos importante que el general— y debes velar por la defensa del interés general, cuando te metes en intereses particulares, sabes que vas a tener problemas. Y sabes además otra cosa, algo de lo que la gente no se da cuenta cuando está metida en política: que a quienes les afecta negativamente una decisión tuya van a armar un ruido tremendo; y a quienes le parece bien, como les parece lógico que hagas las cosas bien, no van a estar ahí para defenderte. Aunque exista una mayoría que esté a favor de lo que haces, nunca se manifestará; se manifestará siempre la minoría afectada. Y esto me lleva a otra reflexión: yo tuve la fortuna, como consecuencia de esta experiencia de la reconversión, y de algunas otras, de aprender algo que todo político debería aprender muy pronto: que no se puede aspirar a estar en el poder para que la gente te quiera. Hay que estar en el poder para que la gente respete lo que haces.

En Aceriales estábamos a punto de llegar a un acuerdo y la empresa se había constituido, por estas cosas que los calendarios a veces imponen, como la piedra de toque de cómo podían ser los procesos de reconversión, digamos, en el ejemplo de la nueva filosofía que yo trataba de impulsar. En este caso, el principal dilema al que nos enfrentábamos era si se rescindía el contrato de trabajo a las personas que aparecían como excedentes. Por lo tanto, había que decidir si tenían que buscar, con ayuda, otro puesto de trabajo, o si, por el contrario, hacíamos una primera suspensión de empleo, con lo cual, la relación contractual del grupo de empresas Aceriales continuaba viva. A mí me parecía que si esta relación laboral continuaba viva, había muy pocas probabilidades de que esas personas, separadas de su puesto de trabajo en términos de suspensión del contrato, fueran a buscar de manera seria otro puesto de trabajo alternativo. Yo consideraba que ese método significaba mantener un problema enquistado para toda la vida. Como consecuencia de esta diferencia de criterio, llegamos a una huelga, una huelga que soportamos. Y los empresarios me decían: «Si el Gobierno no resiste, nosotros tampoco resistiremos…». «No, no, el Gobierno resiste», les decía yo. Pero, mientras la huelga estaba en marcha, y cuando yo creo que estábamos muy cerca de que se fuera apaciguando el tema, Felipe González decidió cambiar el rumbo y optamos por la suspensión temporal de los contratos de trabajo.

ALFONSO GUERRA ME CONVENCIÓ PARA QUE ME QUEDARA

Felipe recibió muchísimas presiones, presiones del nacionalismo vasco… pero, sobre todo, presiones procedentes de nuestro propio Partido y de la UGT. Hubo una delegación del Partido Socialista de Euskadi que fue a verle, hubo otra delegación del Partido Socialista Obrero Español que fue a verle, hubo contactos con UGT… En fin, a Felipe lo presionaron tremendamente. Era una cuestión muy delicada y él era el único que podía tomar una decisión de esa naturaleza. Felipe adopta la decisión de modificar la estrategia inicial y yo presenté la dimisión como ministro de Industria. Felipe había tomado esa decisión porque, quizás, lo más útil políticamente era hacer caso a aquellas presiones.

Yo no se me sentí desautorizado por Felipe, y no presenté la dimisión pensando en categorías morales o estéticas. Sólo me parecía que Felipe se estaba equivocando y que, si se equivocaba en algo que era tan fundamental, sería muy difícil rectificar más adelante.

Le entregué una carta con la dimisión, pero también estuvimos una hora hablando a última hora de la noche. Al día siguiente, me dijo que acudiera al Consejo de Ministros y que, después, hablaríamos de cómo presentar públicamente la dimisión. Todo esto sucedía después de haber hecho un esfuerzo muy grande por persuadirme de que no la formalizara.

Por sorprendente que parezca, fue Alfonso Guerra el que se encargó de convencerme, no en razón del tema en concreto sino con el argumento de que la formación del Gobierno era muy reciente —aunque no era tan reciente: llevábamos ya quince meses en el Gobierno— y que él pensaba que sería muy perjudicial para la imagen del Gobierno que el ministro de Industria presentara la dimisión por esta razón. Y me hizo pensar y repensar la dimisión, y, bueno…, al final acepté quedarme. Me quedé, pero con la absoluta convicción de que aquello había sido un error y que aquello iba a dificultar las cosas en el futuro.

Boyer tenía una preocupación: pensaba que tal vez estábamos «llegando tarde» a la reconversión y creía que, quizás, la «cirugía» que aplicábamos era demasiado leve. Y, al fin y al cabo, eran consideraciones que uno debía tener en cuenta. En cuanto a la tardanza, no era achacable a nosotros, ni Miguel pensaba que lo fuera. Él creía que medidas de la naturaleza de la reconversión de la que nosotros estábamos hablando debían haberse iniciado en 1979 y 1980, pero con decisión, que es lo que no hizo el Gobierno de UCD. Algunos planes de reconversión hizo, pero tan tenues, con tan poco propósito, que quedaron olvidados. Por lo tanto, si llegábamos tarde o no, en cualquier caso ya no tenía solución. Pero yo creo que el tiempo demostró que fuimos capaces de avanzar en la reconversión y, además, fuimos también capaces de reasignar recursos una vez que entramos en la Unión Europea, y vivir un quinquenio de desarrollo en nuestro país, de 1986 a 1991, como no se ha vivido en la Historia de España desde la muerte de Franco.

Yo diría que la gente llegó a la conclusión de que, aunque no siempre la razón estaba del lado del Gobierno, en cuanto a los procedimientos o las formas, la razón sí estaba del lado de la necesidad de reconvertir. Lo que sí es verdad es que éste es un país —y esto hay que reconocerlo— en el que la gente es generosa y tiende a ponerse en el lado de aquel que lo está pasando mal, y, además, lo comprendo. Eso es perfectamente natural, y los sindicatos, conocedores de estas motivaciones, explotaron a veces esta contraposición Gobierno/sentimiento público. Y hay que reconocer que, para nosotros, esto tuvo un coste de deterioro electoral —no cabe la menor duda de que lo tuvo— que fue manifestándose con el tiempo. Pero a aquel deterioro por la reconversión había que sumar el espíritu de confrontación de Nicolás Redondo y de la dirección de UGT: todo ello restó legitimidad de izquierdas al Gobierno; nos quitó, de manera deliberada, legitimidad y algunos votos.

No hay que engañarse: en 1996, por la derecha, nada nos hizo daño. Las dos razones por las que perdimos las elecciones fueron la crítica deslegitimadora de UGT, que en la mayor parte de los casos tenía pocos fundamentos, y la crítica deslegitimadora derivada de los escándalos que nos afectaron. ¡Y ésa sí tenía fundamento!

UNA PROMESA IMPOSIBLE DE CUMPLIR

Yo no quería aguar la fiesta a nadie cuando dije que no veía posible la creación de los 800.000 puestos de trabajo. Lo que ocurres es que, cuando llevas ya medio año en el Ministerio de Industria y ves desfilar por tu despacho a infinidad de personas que aseguran que en breves días tendrán que cerrar la empresa, cuando ves que, de verdad, se está cayendo el país, y alguien te pregunta «¿Usted cree que es posible crear 800.000 puestos de trabajo…?», a menos que seas un caradura, debes contestar: «Pues verá… yo creo que no». Eso fue lo que yo dije: «Yo creo que no». Y quizás, en aquel momento, no me di cuenta de cuánto podía importar a algunos el mantenimiento de lo que yo entendía que no podía ser una promesa electoral sino un compromiso moral.

Es verdad que el compromiso de la creación de los 800.000 puestos de trabajo estaba en el programa electoral, en una forma en la que, en mi opinión, nunca debería aparecer en los programas. Una cosa es decir: «Espero que el año que viene se creen tantos puestos de trabajo», como quien dice: «Espero que la economía crezca tanto». Pero es muy ridículo decir que el Gobierno se compromete a conseguir determinados crecimientos de la economía, porque la gente que cree que un Gobierno tiene capacidad para contraer estos compromisos le otorga al Gobierno un poder taumatúrgico que no tiene. En fin, yo pensaba que todo el mundo era como yo, que no creía en estos poderes del Gobierno, por eso simplemente dije: «Yo creo que no va a ser posible…». Lo primero que debo reivindicar es que yo tenía más razón que un santo, y los que hicieron la promesa, o los que mantuvieron la promesa, no la tenían. No es que esto sea muy importante, pero, después de todo, nos conviene poner las cosas en su sitio.

Dicen: «Éste fue el que nos aguó la fiesta»; pero, al mismo tiempo, habría que añadir: «Éste fue el que tuvo la honradez de decir lo que no iba a conseguirse», porque así se demostró. E insisto, hasta el momento en que yo pronuncio ese comentario, Alfonso Guerra no tiene nada que ver con el asunto de los 800.000 puestos de trabajo.

Pero ocurrió que, en el Consejo de Ministros, Alfonso Guerra plantea que él tiene que ir como invitado, en representación del Gobierno y del Partido, al congreso de la UGT y nos pregunta qué va a decir allí, después de lo que ha dicho el ministro de Industria… Él abandonó aquel Consejo de Ministros con el compromiso de tranquilizar las aguas, pero Alfonso Guerra tiene una manera muy peculiar de tranquilizar las aguas: las primeras palabras de su discurso de saludo a los congresistas de UGT fueron: «No hay que hacer caso de esos agoreros…».

Nos sentábamos en el Consejo de Ministros y no nos dedicábamos a hacer de agoreros: nos dedicábamos a hacer predicciones, que era lo que los ciudadanos esperaban de nosotros. Pero, en fin, ésa es la forma tan peculiar que tiene Alfonso Guerra de resolver problemas: consiste en que él siempre tiene que quedar por encima, como el aceite. Lo cierto es que, para ello, no le importó dejarme a mí a los pies de los caballos.

A pesar de todo, yo he podido convivir con Guerra durante un tiempo. A mí me parece que Guerra era un magnífico dirigente del Grupo Parlamentario. Durante los años que estuvimos en la oposición, trataba de ordenar los trabajos, cuidaba de todos los parlamentarios, tenía interés personal por todos ellos… Pero, junto a este reconocimiento —que no me importa conceder—, tengo que decir que Alfonso Guerra tenía una concepción leninista del Partido. Esta idea, naturalmente, pasaba por la ocultación de la información hacia abajo, por el mantenimiento de la disciplina hasta unos niveles verdaderamente extremos, por la eliminación del debate siempre que no conviniera, y cosas por el estilo… Son argumentos y actuaciones que una persona con mi educación liberal y mi forma de ser difícilmente encaja. Por tanto, no es que yo tuviera, en principio, nada en contra de Alfonso Guerra, pero, siendo tan diferentes, siempre que surgiera una situación delicada, había una probabilidad superior al 90 por ciento de que acabáramos enfrentados.

Y, viéndonos en posiciones enfrentadas, ya fuera por el tema de los 800.000 puestos de trabajo o por políticas industriales que yo llevaba a veces al Consejo de Ministros, yo creo que el mayor problema radicaba en la tendencia de Alfonso a patrimonializar el Partido. A los que representábamos puntos de vista más liberales, más socialdemócratas, más modernos que los suyos, nunca se nos dio la oportunidad de luchar en el seno del Partido; si queríamos hacerlo, teníamos que refugiarnos en una auténtica minoría, sin una sola posibilidad de tener poder en el Gobierno. Pero si estábamos en el Gobierno, él se creía con la capacidad de imponer su disciplina, para que no discutieras su visión y su forma de llevar el Partido. Yo creo que Alfonso Guerra tiene una visión bastante anticuada de lo que es el papel del socialismo y, por eso, él mismo pretendía mantenerse en el Gobierno, como el aceite —como siempre he dicho—, por encima de todos: simplemente, de «oyente», para poder señalar cuándo una política tenía un efecto negativo en la opinión pública, o en el Partido o en nuestros seguidores más fieles.

FELIPE, POCO DOTADO PARA LA PELEA

Por debajo de todas estas actitudes subyacía una batalla por el poder y, aunque legítima, una ambición de poder. Alfonso Guerra quería una posición de poder para imponer sus puntos de vista, y la tuvo durante mucho tiempo en el Partido, porque él creía que así funcionaba un partido socialista, y así era como se ganaban las elecciones. Sin embargo, otras personas queríamos tener una posición de poder en el Partido con el fin de contrarrestar esos puntos de vista, o con el fin de exponer los nuestros y darles una oportunidad. Y la verdad es que no todos entramos en esa batalla con las mismas armas: para 1982, y durante mucho tiempo —y con la connivencia de Felipe—, Alfonso Guerra se había quedado con todo el «aparato» del Partido. De vez en cuando, se le escapaba una cosita en Cataluña, o una cosita en el País Vasco, otra cosita en Navarra…, pero lo cierto es que prácticamente todo el «aparato» del Partido estaba en sus manos. No se podía luchar en pie de igualdad para exponer tus ideas. No había manera.

Creo que la connivencia, el apoyo que Felipe prestaba a Alfonso, y viceversa, tenía como base fundamental el que, en algún sentido, los dos podían ser complementarios. Felipe era un hombre que sentía una cierta aversión por las luchas internas del Partido, igual que, por ejemplo, por las reorganizaciones de Gobierno. La verdad: aun teniendo como tiene una inteligencia política poco usual, de las mayores que yo he conocido en mi vida, Felipe no estaba hecho para estas situaciones; no era para la pelea para lo que estaba mejor dotado, ni mucho menos. A él le gustaba, sobre todo, la política de Estado, tanto la doméstica como la internacional, las reformas del Estado, las mejoras institucionales, la buena gestión de los diversos aspectos de las políticas públicas… eso era lo que le gustaba. Y la manera de poder abarcar todo eso con cierta libertad de maniobra consistía en que alguien cumpliera esas otras funciones propias de un líder, como mantener la disciplina. A Felipe González, insisto, estas funciones «menores», en parte, no le interesaban; y, por otro lado, no era ahí donde aparecían sus mejores cualidades, no era donde sobresalía.

Alfonso Guerra, en ese apartado, era todo lo contrario: todas esas situaciones de pelea eran su fuerte, era para lo que estaba mejor dotado. Porque, exceptuando algunos aspectos puramente estéticos, parecer más o menos de izquierdas, exhibir algunos principios, aparentemente morales, etcétera, era muy difícil oír hablar a Alfonso Guerra de cuál era su ideal de España, de cuál era su ideal de Europa, de cuál era su idea de la gobernación del mundo. La verdad es que yo, sobre todas estas materias, le he oído hablar muy poco, aparte, naturalmente, de dos o tres generalidades casi en forma de eslogan.

Mientras ambos, Felipe González y Alfonso Guerra, tuvieron objetivos relativamente comunes, existía una complementariedad. El problema surgió cuando, crecientemente, los objetivos se fueron separando. Y los objetivos se iban separando en la medida en que Felipe se dio cuenta de que gobernar España implicaba una sensibilidad multidireccional: no se podía tener una sensibilidad sesgada como la tenía Alfonso Guerra en favor del Partido. Y Alfonso —él mismo lo dice— creía que lo que él tenía que hacer era señalar una parte de la calle, una de las aceras, y que Felipe no se alejara mucho de ella. Eso era lo que él creía. En realidad, yo pienso que lo que ocurría era que Felipe estaba yendo por el centro de la calle. Y Alfonso no aceptaba que Felipe fuera por el centro. Ésa es la historia.

EMBOSCADA EN TVE: LA RUPTURA UGT-PSOE

Tengo la tentación de volver otra vez a una de esas jugadas de Alfonso Guerra en las que se comprometía a una cosa y, luego, resultaba otra…

Tiene que ver con el tema de la reconversión y con el debate que sostuve en televisión con Nicolás Redondo… El caso es que el líder de la UGT me espetó aquello tan hiriente: «Carlos, tu problema son los trabajadores». Yo estaba dispuesto, y tenía interés, en discutir sobre la reconversión industrial, la marcha de la economía y, sobre todo, quería discutir sobre todos estos aspectos de cara a la próxima negociación colectiva con la patronal y con los sindicatos. Yo estaba encantado de participar en aquel debate. El que aparentemente no quería ir, o estaba mandando recados diciendo que prefería no ir, era Nicolás Redondo. Estuve a la espera de su decisión hasta última hora. Y, cuando ya parece que es inevitable, porque era de arrojo el compromiso… un cuarto de hora antes de que yo saliera para Televisión Española, me llama el vicepresidente del Gobierno y me dice: «Mira, ministro, he hablado con Nicolás Redondo y él no va a “hacer sangre”. Va a Televisión… Si nos mantenemos todos tranquilos, estupendo». «¡Ah, pues mira, te lo agradezco mucho!», le dije a Alfonso Guerra.

Yo no sabía cuál iba a ser la actitud de Nicolás. Y así me presenté yo en el debate, y durante media hora de debate recibí todas las bofetadas posibles por parte de Nicolás Redondo, no para mí sino para todo el Gobierno. Bofetadas gratuitas y con tal agresividad que los otros dos participantes, Cuevas por parte de la CEOE y Marcelino Camacho por parte de Comisiones Obreras, estaban sorprendidos: «¡Qué bien!», debieron de pensar, «aquí está su propio amigo destrozando al Gobierno. ¿Para qué vamos a hablar nosotros?».

Televisión Española era, entonces, la mejor televisión de España —no había otra—. Yo pensaba, en aquella situación, que nos estaban viendo entre quince y dieciocho millones de personas y que, por tanto, tenía que tratar de contener la ira que me estaba produciendo aquel ataque inopinado e injustificado de Nicolás Redondo. Pero estaba dispuesto a contenerme dentro de un orden. Porque si el líder sindical contaba con su correspondiente apoyo, yo era ministro, y un ministro de España tenía que mantener cierto estilo. Pero no podía dar, de ningún modo, la impresión de que el Gobierno se arrugaba porque un líder sindical, por muy socialista que fuera, le criticaba en público. Entonces, llegó un momento en que me dije: «A esto hay que contestar», y le contesté con cierta dureza. Pero lo peor de todo aquello es que quedó claro, ante la sociedad, que la ruptura entre UGT y el PSOE ya se había producido y que, habiendo sido tan notorio el acontecimiento de la ruptura, la posibilidad de reconducir las aguas a su cauce era prácticamente nula, como, de hecho, se demostró.

Aquellas acusaciones envenenadas de Nicolás Redondo —«Carlos, tu problema son los trabajadores» o «Carlos, te has equivocado de trinchera»—, frases que me han perseguido como ministro de Economía y como encargado de decir las verdades al Partido, no me produjeron inquietud. Viví todo aquello con bastante tranquilidad, sinceramente. Y esta actitud tiene mucho que ver con aquella primera vivencia de la reconversión, que limitó mucho lo que podían haber sido mis aspiraciones ingenuas de gobernar y de ser, al mismo tiempo, querido y deseado. Como eso ya lo había aprendido muy pronto, e incluso lo intuía desde antes, aquel tipo de consideraciones —«usted se ha equivocado de trinchera y a usted ya no le “ajuntamos”, ya no es de los nuestros»— me dejaban más o menos tranquilo. Además, me parecía que eran manifestaciones que, sin dejar de tener un fundamento, estaban manipuladas demagógicamente por quienes las hacían contra mí. Porque ellos, por más que creyeran que representaban el punto de vista de todos los obreros, o de todas las clases modestas españolas, no lo representaban.

Honestamente, no sé si aquella llamada de Alfonso Guerra para tranquilizarme sobre los derroteros serenos por los que se desarrollaría el debate encerraban o no alguna trampa. No lo supe entonces, y ahora sigo sin saberlo. Lo que sí puedo asegurar, en términos objetivos, es que fue Alfonso Guerra el que me llamó a mí, y no yo el que lo llamó a él. Recibí su llamada, justamente, en mi despacho, cuando me estaba ajustando la corbata y poniéndome la chaqueta para salir hacia Televisión Española. (En aquella época, había teléfono en los coches de los ministros, pero no había móviles. Y me llamó al despacho). Me llamó él para decirme que estuviera tranquilo, que Nicolás Redondo le había jurado que no iba a «hacer sangre», que no quería enfrentamiento.

A la única conclusión que puedo llegar, después de lo que ocurrió, es que, una de dos, o él me engañó a mí, o lo engañaron a él. Y en el caso de Alfonso Guerra —dada la alta opinión que tiene de sí mismo—, esa especie de extraña soberbia luciferina le llevaría a decir que él me engañó, antes que aceptar que pudieron engañarlo a él.

CONTRA LOS POPULISTAS DE LA IZQUIERDA

Mi obsesión por la moderación salarial y mi manera de concebir la redistribución de la renta me enfrentó sistemáticamente con la llamada izquierda de este país. Pero sus críticas, en mi opinión, estaban muy mal fundamentadas. Porque yo no solamente no quería evitar la redistribución de la renta, sino que estaba absolutamente a favor de la redistribución de la renta, pero creía que no se podía llevar a cabo por la vía de subir los salarios, porque si subes los salarios, al final, la lógica de los mercados obliga a los empresarios a subir los precios. Y esa subida de los precios, que es la inflación, resta poder de compra a los asalariados. De manera que esa subida salarial sería sólo un espejismo. Pero, además, esta realidad les obliga, a la vista de la nueva pérdida de poder de compra, a pedir más subida de salarios al año siguiente… De manera que a mí me parecía que la moderación salarial era, en sí misma, una virtud.

Los que pensaban de otro modo y ocultaban esta especie de falso espejismo —que tantas veces ha engañado por la vía populista a la izquierda y a los sindicatos— no reconocían cuál era mi modelo de redistribución de la renta. Mi modelo pasaba, primero, por unos impuestos con una carga fiscal muy importante, para poder gastar en programas sociales. Cuando yo llegué a Hacienda, el número de declarantes del impuesto de la renta no llegaba a seis millones; cuando dejé el Ministerio, eran trece millones. En ese período de unos diez años se duplicaron los declarantes. A los ciudadanos que tenían menos dinero se les rebajó muchísimo la presión fiscal; sin embargo, los que tenían mucho dinero pagaron un porcentaje mucho mayor de la renta: si en 1982 pagaban, por ejemplo, un 27 por ciento, llegaron a pagar un 38 o un 39 por ciento. Es decir, que estabas sacando dinero del más rico, perdonándole los impuestos al más pobre. Con todo ese dinero —al final, el resultado era positivo—, con todas esas maniobras, acudías a la mesa del Consejo de Ministros y decías: «Y, ahora, ¿a quién le doy este dinero?».

Aparte del funcionamiento de la Administración y las inversiones en infraestructuras, lo que hicimos en esos diez o doce años —lo que yo recuerdo— fue extender la sanidad al cien por cien de la población —estaba en un 80 o en un 85 por ciento—, y en eso se gastó mucho dinero. ¿A quién se extendió la sanidad? Fundamentalmente, a los pobres que no tenían ningún tipo de cotización salarial. También ampliamos las pensiones y mejoramos las más bajas, para que llegaran al nivel del salario mínimo interprofesional; creamos las pensiones no contributivas, a las que tenía derecho cualquier español o española mayor de 65 años que nunca hubiera cotizado, y si no tenía otra fuente de renta. Eso se extendió a toda España y es algo que los ancianos de este país no lo habían vivido nunca. Pasamos de gastar el 2,6 a gastar el 4,6 del Producto Interior Bruto en educación; casi duplicamos el número de universitarios —de 750.000 a 1.500.000—; multiplicamos por diez el número de becas, y por seis o por siete la cantidad que se gastaba en las mismas; extendimos la gratuidad de la enseñanza hasta los últimos extremos y la fuimos ampliando por abajo, en la etapa del preescolar, y por arriba hasta los dieciséis años…

En fin, de alguna manera, así era como yo entendía la redistribución de la renta.

«ME ARREPIENTO DE AQUELLA FRASE MALDITA»

Aquella frase maldita, aquella frase… que me hizo aparecer como el defensor de la «cultura del pelotazo» en España… «En España es donde se gana más dinero en menos tiempo». Me arrepiento de haberla pronunciado. Me arrepiento para siempre de haberlo dicho, porque era una frase susceptible de ser malinterpretada y, en parte, por soberbia no quise corregirla. Solamente reconocí mi error en una entrevista en el Nuevo Lunes, que, después de todo, era un periódico de pequeña incidencia. Expliqué lo que había querido decir, pero ya, para entonces, se había formado otra imagen. Y no quise corregir esta frase porque me molestaba haber sido malinterpretado: yo entendía que se había manipulado la interpretación. Pero eso es algo que a mí me habían dicho desde el primer momento: «Aunque lo creas, nunca digas que te han manipulado». Así que tampoco podía decir: «Me han manipulado».

Lo que yo dije, en realidad, era que los tipos de interés a corto plazo —que son tipos de interés a un mes o a tres meses—, en los préstamos que se hacen a través de la banca o entre los propios bancos, eran muy altos en aquel momento. Y añadía la frase: «En España es donde se gana más dinero en menos tiempo». Eso es lo que dije. Y la gente sacó de ahí la conclusión de que, primero, estaba diciendo que España era un país de especulación, lo cual no tiene nada que ver con los tipos de interés a corto plazo; y segundo —ya era un paso más adelante—, al ministro le gusta, precisamente, esa especulación. Entonces, la conclusión era: «¡Señores, especulen! ¡Apúntense a la “cultura del pelotazo”!». La verdad es que siempre me he arrepentido de aquella frase. Es una de esas meteduras de pata que uno tiene en la vida pública y que, una vez que se ha producido, es como si se ha tirado una piedra a un estanque: no hay manera de evitar las olas que produce.

LA HUELGA DEL 14-D Y EL CALDO DE CULTIVO

Yo confiaba mucho en la capacidad de Felipe González para, digamos, capear temporales. Por eso, mi gran sorpresa fue el éxito de la huelga; la señal de que sería un éxito llegó poco a poco. Conforme se iba aproximando la fecha del 14 de diciembre, era evidente que la huelga ya no la podía parar nadie.

La huelga de las pensiones, sin embargo, había sido una huelga muy pequeña, con muy poca repercusión y, sobre todo, era una convocatoria basada en… Si uno reflexiona ahora sobre el fundamento de la crítica de UGT a la Ley de Pensiones y, sobre todo, lo hace desde la perspectiva que permite el tiempo transcurrido, la verdad es que fue un disparate de Nicolás Redondo y de la UGT. Precisamente, el tiempo ha servido para demostrar la mejora derivada para las pensiones y para los pensionistas.

Y la huelga general del 14-D también estaba cogida por los pelos, porque ninguno de los sindicatos dijo que iba a la huelga general de diciembre de 1988 como consecuencia de un desacuerdo con el ministro de Hacienda. Dijeron que iban a la huelga como consecuencia de un desacuerdo con un programa que estaba haciendo el PSOE, el Plan de Empleo Juvenil, al que yo me había opuesto personalmente, aunque no de manera, digamos, pública, ni dramática; pero me había opuesto en mis conversaciones con Txiqui Benegas y con José Luis Corcuera. Y ésa fue la causa esgrimida.

La causa real era que los sindicatos —particularmente la UGT, dirigida por Nicolás Redondo—, que ya acumulaban mucho descontento y que desde 1987 habían optado por una oposición brutal al Gobierno, empezaron a creer que, como consecuencia del enfrentamiento, el Partido quería sustituirles en su labor creando un Plan de Empleo Juvenil y poniéndolos a los pies a los caballos. Nicolás Redondo creía que, con el citado Plan, de pronto, la labor de representación de intereses que había tenido el sindicato empezaba a ponerse en tela de juicio, porque el Partido acudía directamente a ayudar a dos colectivos distintos: con el Plan de Empleo Juvenil, a los jóvenes sin trabajo; a través de las pensiones, a los ancianos. Y eso fue lo que puso de los nervios a Nicolás Redondo, y posiblemente a todos los sindicatos. Y Comisiones Obreras hizo en este caso, probablemente, lo que en tantas ocasiones: apuntarse a lo que decía Nicolás Redondo, porque… ante una huelga, encantados de la vida.

Pero, en fin, volviendo a la cuestión, yo no veía en la reivindicación fundamentos muy serios para que la gente hiciera huelga general: ¡todo porque el Gobierno quisiera aumentar el empleo de los jóvenes! Pero es verdad que, en aquella época, los ánimos venían ya muy caldeados por las confrontaciones debidas a la reconversión o por la reforma de la Sanidad; hay que recordar también los problemas que tuvimos en algunas de las empresas públicas más importantes, incluida la Renfe y el INI; en Educación también habíamos tenido varios encontronazos… Demasiados enfrentamientos entre una forma de gobernar socialdemócrata, moderna, que era la que con mayor o menor acierto representaba el Gobierno, y otra forma de gobernar, ésta con áreas de poder, con parcelas de poder, a la que aspiraban UGT y los sindicatos. Y evidentemente, en esas condiciones, cuando existía ya un caldo de cultivo de confrontaciones relativamente importante, se nos vino encima la huelga del 14-D.

MADRID, UN CEMENTERIO

Recuerdo bien aquellas horas, las calles desiertas… Ya dije en aquel momento que yo veía Madrid un poco sobrecogido, me parecía un cementerio. Por aquellos días estaba en España el primer ministro austríaco, y estaba también mi colega, el ministro de Economía. Aquella noche, del 13 al 14 de diciembre, Felipe González, como presidente del Gobierno, ofrecía en La Moncloa una cena a la delegación austríaca y estábamos presentes también los ministros, personas importantes de las letras, los deportes, etcétera. Cuando ya se estaban despidiendo nuestros invitados, llega la noticia de que se ha dado el pistoletazo de salida a la huelga, y que a las doce en punto se ha cortado la emisión de Televisión Española. Aquello nos dejó a todos muy impresionados… Antes de despedirnos, estuvimos hablando del tema con Felipe y todos estuvimos de acuerdo en que la huelga, al día siguiente, sería un éxito —no nos cabía la menor duda—. Si uno es capaz de cerrar Televisión Española —cosa que antes sólo ocurría en los golpes de Estado militares—, demuestra una capacidad de fuerza extraordinaria. Por otra parte, nosotros no podíamos haber imaginado hasta dónde querían llegar la UGT y Comisiones; también era evidente que el PP, por un lado, y la CEOE, por otro, acogían la propuesta de la huelga encantados de la vida: «Ya que nosotros no podemos, que alguno le dé una bofetada al Gobierno». Y la verdad es que esta especie de constatación… te produce una depresión muy grande, porque tú no te sientes… En la larga historia que ha tenido este país de injusticias y de maltratos a los trabajadores, tú no te sientes el destinatario lógico de una huelga general con gran éxito. Y piensas que algo está mal, que puede que tú te hayas equivocado…

Me resultaba paradójico: «Puede que yo me haya equivocado, pero, por mucho que me haya equivocado, esto no puede ser normal». Y este tipo de reflexiones son muy deprimentes. Recuerdo que, viniendo hacia el Ministerio de Hacienda, me encontré Madrid vacío y, ya desde el despacho, seguí el lío que se estaba organizando en la Puerta del Sol, donde los piquetes trataban de impedir, y al final lo consiguieron, la apertura de unos grandes almacenes, de Galerías Preciados y El Corte Inglés… Y, bueno, así pasaron las largas horas de aquel 14-D. Los miembros del Gobierno estuvimos en contacto y enseguida pensamos: «No hagamos como los gobiernos autoritarios: negar la realidad y decir que esta huelga ha sido un fracaso».

UNA «COLLEJA» AL GOBIERNO

Lo que más me preocupó de aquella huelga fue el desafío que representaba a la madurez del debate político en nuestro país. Es decir, si las reformas que habíamos llevado a cabo, con sensibilidad social, ya fuera la reconversión —nunca dejábamos a nadie en la calle—, ya fuera la reforma de pensiones —que estaba basada en distintas opciones y tuvo unos resultados estupendos—, o ya fuera el Plan de Empleo Juvenil —que, desde luego, no atentaba contra los intereses de nadie, simplemente, trataba de dar una oportunidad a los jóvenes para que trabajaran—, si esas reformas, insisto, merecían la mayor huelga general de la historia de España —exceptuando, posiblemente, la de 1917—, nos encontrábamos ante dos formas de entender la vida: la de los ciudadanos normales y la del Gobierno. Me decía a mí mismo: «A un lado, estamos los que creemos que no hay razones para una huelga general; al otro lado, quienes creen que sí. Y a día de hoy, dejando a un lado la coacción que siempre se ejerce en una huelga general, los ciudadanos parecen estar de acuerdo con la posición de los sindicatos y no con la del Gobierno… No podemos caer en ninguna trampa, tenemos que aceptar los hechos. Lo que tenemos que hacer es convocar elecciones anticipadas».

Y eso fue lo que propuse en el primer Consejo de Ministros posterior a la huelga: «Si los ciudadanos creen, de verdad, que los sindicatos tienen razón, elegirán otro Gobierno; pero si nos eligen a nosotros, sabremos qué es lo que ha pasado aquí». Yo no defendí esta posición por mantenerme, ni por arrogancia, sino porque me parecía que la sociedad se había planteado un dilema grave. Si la respuesta a la huelga general era de verdad equilibrada o proporcionada con los acontecimientos del país, el Gobierno estaría en una situación muy difícil. Pero si la respuesta no estaba equilibrada o proporcionada, lo normal sería continuar, aunque se pagara un cierto coste o existiera cierto deterioro electoral. Elecciones generales: a mí no se me ocurría otra manera de comprobar quién tenía la razón.

Yo entiendo que, en gran medida, este tipo de propuestas, presentadas en esas circunstancias, tienen un cierto tono de intención plebiscitaria… Pero, en fin, el resultado fue que una parte del Gobierno se inclinaba por una propuesta quizás menos definida que la mía… Sentí que mi posición era minoritaria. Pero entendí también cuál era el criterio de González: «No tienes razón y es irrelevante. Tenemos un desafío más importante: tenemos, por primera vez, la Presidencia de la Comunidad Europea y nos tiene que salir bien. Nosotros tenemos que dar, ante Europa, la imagen de ser un país lo suficientemente moderno y con capacidad de organización como para gestionar los asuntos europeos cuando nos toca el turno». Portugal no lo había conseguido: cuando le llegó su turno, solicitó un aplazamiento para seis años después. Y Felipe González, para quien las cuestiones europeas siempre habían tenido un lugar preeminente en sus prioridades, consideraba que el argumento de la Presidencia europea era un argumento muy serio. Por eso me satisfizo mucho cuando, concluyendo ya el período de la Presidencia, me llamó un día a su despacho y me dijo: «Carlos, he pensado anticipar las elecciones». De alguna manera, venía a decirme: «Creo que tenías razón, pero no nos quedaba más remedio que pasar por estos seis meses».

Pasado el tiempo, estoy de acuerdo con la tesis de que aquella huelga general del 14-D tuvo más de protesta política, en la que se concertaron muchos factores, que de protesta por cualquier reivindicación puntual. Desde esta perspectiva, parece que el argumento era: «Vamos a darle una vuelta al Gobierno, cada uno por nuestra razón, porque, además, es gratis; porque, al día siguiente, no va a pasar nada y tendremos al mismo Gobierno; porque no queremos tumbarlo, lo que queremos, realmente, es darle una colleja».

Pero, en aquel momento, la responsabilidad —quizá también el sentido del drama— nos inducía a plantearnos en serio si el éxito de la huelga significaba una reprobación de la forma en que nosotros estábamos haciendo la política, porque lo que no podíamos hacer, de ningún modo, era ocultarnos el éxito de la huelga. Nosotros preferimos plantearlo de la otra manera, quizá un tanto dramática…

Recuerdo una discusión en la que Felipe González, Jorge Semprún y yo mismo reflexionábamos: «Sencillamente, lo que nos ha pasado es que, en la medida en que nuestras políticas de Estado del bienestar han tenido éxito y han creado una clase media, estamos enajenándonos parte de nuestra base social de apoyo». Éste era un análisis muy normal en aquella época y, además, era verdad; esas cosas ocurren. Pero ese alejamiento crítico no era aplicable a la situación de entonces, ya que en aquella época apenas era perceptible. Empezó a serlo mucho más adelante, allá por el 92, cuando el nivel de presión fiscal era muy elevado y la economía empezó a ir mal porque se producía la recesión europea.

La huelga creó una situación incómoda. Es verdad que, después, volvimos a ganar en las elecciones de 1989; ganamos con un margen bastante menor que en 1986, pero todavía con mayoría absoluta: contábamos con 175 o 176 diputados. Pero se notaba que se estaba deteriorando la base de apoyo social.

ENCUENTROS CLANDESTINOS

Yo entendía a aquellos que me decían: «¿No es posible mantener mejores relaciones con los sindicatos?». Yo mismo promoví una nueva negociación con los sindicatos, y lo hice una vez que el presidente me confirmó en mi puesto, en el nuevo Gobierno. Recuerdo que, recién pronunciado el juramento en el Palacio de la Zarzuela, Felipe y yo volvimos juntos en el coche a La Moncloa, y allí mismo se lo propuse: «Mira Felipe, he pensado que tengo que hacer un esfuerzo por restaurar nuestras relaciones con los sindicatos. Me parece que nos equivocaríamos si ese esfuerzo lo hace el ministro de Trabajo o lo hacen personas que ellos consideran más próximas. Para que tenga más credibilidad, debería hacerlo yo, que se supone que soy más reacio a sus propuestas». El presidente me contestó: «Me parece muy bien».

Y aquel mediodía, o aquella tarde, yo llamé a Nicolás Redondo y le propuse una reunión absolutamente clandestina, porque el nivel de enfrentamiento había llegado hasta tal punto que teníamos que mantener en secreto aquellos encuentros hasta ver si había alguna opción. Cené con Nicolás Redondo y con José María Zufiaur, que en aquellos tiempos tenía gran importancia como asesor suyo. Y uno de los primeros días del mes de enero de 1990, después de hablar con Antonio Gutiérrez, de Comisiones Obreras, me fui, con mi coche particular, a verle a su casa. Estuvimos allí toda la tarde hablando del tema. Y en algún momento de aquel mes de enero, se hizo claro que instalábamos una mesa de negociaciones en la cual ellos seguían hablando de la famosa deuda social. Mi intención era comprobar en qué medida podíamos, al menos, restaurar unas relaciones normales con los sindicatos e intentar que no mantuvieran aquella actitud de constante hostigamiento. (Aun a costa de algunas concesiones, digamos, más literarias que económicas).

Pero, por el camino, ocurrió que en el Ministerio de Trabajo —entonces era ministro Manolo Chaves— calcularon muy mal los costes del desempleo o calcularon mal el coste de las pensiones no contributivas. El caso es que era necesario un gasto muy grande. (Eso me obligó, dos años después, a inspirar al siguiente ministro de Trabajo[16] el famoso «decretazo» de reducción de subsidio del desempleo: era imposible mantener aquellos acuerdos alcanzados con los sindicatos). Durante aquella negociación, hubo un cálculo económico erróneo, cálculo no realizado por Economía, sino por Trabajo. Yo creo que, como en el Ministerio de Trabajo tenían posiciones más próximas a los sindicatos, nunca transmitieron a Economía toda la verdad. Yo sabía que había que pagar un precio para restaurar las relaciones con los sindicatos, y algún precio estaba dispuesto a pagar, pero no uno que pusiera en peligro los equilibrios generales. Al final, los puso en peligro y hubo que corregir el desajuste, en el curso 1992 - 1993, con el «decretazo», lo cual también fue muy malo… Si hubiéramos podido negociar mejor, habríamos evitado el «decretazo», que fue, digamos, el coletazo de mis enfrentamientos con los sindicatos.

DE LA SOLEDAD Y DE FELIPE

Estar… como predicando la realidad en el desierto, a veces, hacía que me sintiera muy solo… En esos casos, el gran consuelo era el respaldo, prácticamente sin matices, de Felipe González. No digo que Felipe González estuviera de acuerdo con todo lo que yo hacía, pero aun estando, en ocasiones, en desacuerdo, yo sabía que, cuando necesitaba respaldo, él me respaldaba. Y, sin embargo, en el entorno de Alfonso Guerra, en el entorno de los sindicatos, y en el entorno de algunos «barones» regionales que entonces estaban emergiendo…

Esta soledad política se lleva relativamente mal… Por esa razón, empecé a reaccionar. Y comencé lo que yo llamo «mi lucha dentro del Partido»: traté de convencer a otros miembros del Partido de que un partido moderno tiene que hacer determinadas cosas; traté de explicarles que lo que no podía ser era mantener un partido obrerista en manos de los sindicatos, porque seguir la estrategia de los sindicatos es un desastre para el país y para el partido que está en el Gobierno. Y ésa fue la razón por la cual, a partir de 1990 o 1991, yo intervengo crecientemente en las polémicas dentro del Partido, y crecientemente se empieza a distinguir entre Solchaga y el «guerrismo», digamos, dos polos… Muchos eran «guerristas»; muchos, «solchaguistas»; y había quien no se decantaba por ninguno de los dos. Eran dos polos enfrentados, pero yo tenía que situarme: no puedes estar trabajando, haciendo un esfuerzo y haciendo políticas que en modo alguno son gratas para ti, porque tienen un componente impopular, y, encima, que tu propio Partido se sienta muy alejado de ellas y no te respalde.

La distribución de funciones entre Felipe y Alfonso había dejado durante demasiado tiempo el Partido en manos de Guerra. Y la opinión dominante del Partido, siempre que no fuera en contraposición a la de González, la generaba Alfonso Guerra, quien ya había decidido antes de la huelga del 14-D estar en contra de todas las políticas reformistas del Gobierno. Sobre todo, pensaba que su posición estaba cargada de razón —desde su punto de vista— después de la huelga.

MI APUESTA PERDIDA

Yo quería controlar la política económica y llegó un momento en que pensé que sería oportuno hacerlo desde una Vicepresidencia. Mi planteamiento nunca fue semejante al del señor Boyer, en el sentido que yo nunca puse sobre la mesa «o todo o nada, o la Vicepresidencia o me voy». Yo nunca lo planteé así, aunque el presidente del Gobierno, en algún momento, tuvo la preocupación de que, si yo no era promovido al cargo de vicepresidente, tendríamos problemas, porque yo dejaría el Gobierno. Ya por entonces, Felipe estaba pensando, porque me lo confesó, en Pedro Solbes como mi sustituto al frente del Ministerio de Hacienda. Pero la situación final cambió porque, de repente, en los primeros meses de 1991, dimite Guerra como vicepresidente del Gobierno. Y, entonces, había que pensar si se organizaba una Vicepresidencia, si se organizaban dos o ninguna.

Presenté mi candidatura. Le dije al presidente de Gobierno que me parecía que el área económica funcionaría mejor si yo tenía categoría de vicepresidente. Nada más. Ni quise ser el único vicepresidente del Gobierno ni excluí a nadie. Fue el presidente el que insistió en que preferiría tener un solo vicepresidente del Gobierno, se decidió por Narcís Serra y yo acepté aquella decisión. No se puede decir que mi comportamiento en aquella crisis fuera un calco de la que se produjo en 1985, con la salida de Boyer. Para empezar, la aspiración de Miguel Boyer a una Vicepresidencia se produce en una época en que había una organización del tipo «uno sobre uno», y siempre así, primero Felipe y segundo Alfonso, y Alfonso casi a la altura de Felipe. Miguel Boyer quiso ocupar el mismo nivel que Alfonso, y eso sí que planteaba un choque dentro de las fuerzas del Partido y dentro de las relaciones entre Felipe y Alfonso.

Mi caso era distinto: Alfonso había salido ya del Gobierno, y había salido después de un período muy largo en la Vicepresidencia, después de una crisis —abierta por el caso Juan Guerra— que se resolvió mal por la resistencia de Alfonso a aceptar su inevitable dimisión y por la poca competencia que demostró Felipe para resolver aquella crisis. Porque Felipe ofreció «dos por el precio de uno» y acabó donde necesariamente tenía que acabar. La salida de Alfonso dejó un espacio y se pensó en quién podía ser vicepresidente, pero no había nadie en España que dijera que yo no era uno de los candidatos. Ésa es la verdad.

Respecto a aquella situación, tengo claro que sólo en una cosa me equivoqué: en no haber dimitido entonces. Pero no se hubiera tratado de una dimisión entendida como queja o como forma de presión. Debería haber dimitido porque, en aquel momento, era evidente que, no siendo vicepresidente, y a pesar de tener una influencia decisiva en el nombramiento de los ministros del área económica del Gobierno, iba a empezar a tener un apoyo menor del presidente a la hora de tomar decisiones.

PARAR LOS PIES A SERRA

Efectivamente, poco a poco empezó a notarse, aunque yo nunca me quejaré del apoyo presidencial. Pero se dio aquello que, con cierta gracia, Javier Pradera llamó «una rebelión del comando del gasto público». El supuesto «comando del gasto público» lo formaban Pepe Borrell, Javier Solana y algunos otros ministros del área social. Y eso se notó.

Por otra parte, estaba claro que Narcís Serra, el nuevo vicepresidente, que además es catedrático de Economía Aplicada, tendría un interés evidente por enterarse —y algo más que enterarse— de la marcha de la política económica. Pero, desde el primer momento, por la elección de los candidatos en los diversos Ministerios Económicos, en la que mi influencia fue decisiva, y por cómo quedó compuesta la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, que quedaba presidida por mí, era claro que se limitaba mucho la capacidad de Serra para inmiscuirse en estos asuntos.

Él, como vicepresidente de Gobierno, tenía, por otra parte, derecho a tener información. En alguna ocasión se inmiscuyó en las áreas económicas y la verdad es que yo hice todo lo posible por pararle los pies —de manera educada pero muy firme—. Y creo que, en líneas generales, lo conseguí. Cuando yo salí del Gobierno, lo primero que exigió Serra frente al nuevo ministro de Economía y Hacienda fue la Presidencia de la Comisión Delegada de Asuntos Económicos, porque, de no estar ahí, su capacidad para inmiscuirse o su capacidad para controlar la política económica era extremadamente limitada. Yo entiendo que Serra tuviera esas pretensiones, es natural. A mí, Narcís siempre me ha parecido un hombre con una enorme capacidad para componer y negociar, pero quizás tiene unas ideas —en política económica— bastante menos claras de lo que a mí me parecerían deseables para ocupar una posición de responsabilidad del Gobierno. Y, por tanto, siempre he actuado con esa contención frente a él. Pero nuestro entendimiento fue relativamente normal y yo nunca me paré a pensar que él era vicepresidente del Gobierno y que yo no lo había conseguido. Para nada…

Los que estaban verdaderamente amargados por esa contingencia eran los «guerristas», que hubieran estado dispuestos a llegar a un pacto conmigo para que hubiera dos Vicepresidencias: una, política, con Txiqui Benegas al frente, y otra, económica, conmigo. Pero a mí ese pacto no me parecía de ninguna manera razonable, dada mi desconfianza hacia el sector «guerrista» del Partido. Sería una componenda que no acabaría nunca de encajar.

OTRO MINISTRO PARA OTRO REAJUSTE

En 1993 persuadí a Felipe de que, en aquel momento —cuando se agudizaba la crisis económica—, era mejor que otros estuvieran al frente del Ministerio. Porque yo me había ocupado ya de una crisis económica y de la reconversión; después, había hecho frente a la entrada de España en la Unión Europea, luego, había ido sobre la ola de la expansión y el crecimiento económico, y ahora estaba otra vez sobre la ola del reajuste. Me dije: «Bueno, para sortear esta ola todavía nos queda tiempo, pero hace falta la credibilidad de otra persona». Y le dije a Felipe González que dejaba el Gobierno en las siguientes elecciones. También influyó la posibilidad —menos conocida y que discutí con Felipe González— de sustituir a Francisco Fernández Ordóñez, que ya estaba en el lecho de muerte, como ministro de Asuntos Exteriores. Felipe la sopesó y, finalmente, se decidió por Javier Solana para este cargo, lo cual me pareció bien. Era decisión suya.

Debo decir que, así como Felipe González me apoyó sistemáticamente en las líneas generales de mi labor, jamás accedió a un deseo personal mío cuando tenía enfrentamientos, ya fuera con el Partido, o en el seno del propio Gobierno, o, a veces, con los sindicatos, excepto al final, cuando ya salí del Gobierno.

Muchos interpretaron mi salida del Gobierno como una especie de deseo de huir en un momento en el que disfrutaba de un respaldo menor, por parte de Felipe, a mis iniciativas en el área económica. Pero eso no es así, al contrario.

Yo estaba persuadido de que el Gobierno ganaría mucho si tenía un nuevo ministro de Hacienda. Se lo dije a Felipe de varias maneras a lo largo de 1992. Y, en 1993, le advertí: «Tú ya sabes que yo no voy a formar parte del próximo Gobierno, ve pensando…». Apenas se celebraron las elecciones del 93, que ganamos, fui a hablar con el presidente, y le dije: «Quiero ser presidente del Grupo Parlamentario». Y me contestó: «Hombre, yo había pensado, en principio, en Joaquín Almunia». «Bueno, pues tú verás». Y, al final, después de pensarlo mucho, aceptó mi proposición. Estaba de acuerdo: sabía que el Grupo Parlamentario estaba dividido en dos. Alfonso Guerra iba a luchar a muerte; no iba a ser una operación nada fácil… Aunque, al final, pudo ser.

Ya sé que, cuando no conseguí ir a Exteriores, mis detractores intentaron hacer creer que Felipe empieza a darme señales de que el mecanismo de confianza que funcionaba entre nosotros, mil por mil, se estaba deteriorando. Pusieron también en circulación la tesis de que aquella supuesta toma de distancias tenía que ver con el caso de corrupción de Ibercorp, que, en teoría, me estaría pasando factura en ese momento. Pero tengo que decir que, en ningún momento, vi a Felipe González tomar distancias conmigo.

LA JUGADA DE MARIANO RUBIO

Además, yo ya estaba fuera del Gobierno cuando se conoce el dato del patrimonio oculto del señor Rubio —exgobernador del Banco de España—. Esa información aparece en 1994, precisamente cuando condenan al señor Conde por el caso de la Agencia Trust. Por otra parte, no había en ese caso ninguna discrepancia de fondo, entre el presidente del Gobierno y yo mismo, que pudiera dar lugar a una desconfianza. Al contrario, tengo que recordar que, ya en la primavera de 1992, cuando saltan los primeros datos del escándalo —entonces, sólo aparecía como un tema de «información privilegiada», no de ocultación de patrimonio—, el presidente era, en aquel momento, algo más partidario que yo de sostener a Rubio en el cargo. Y yo hice lo que en otras muchas ocasiones: respaldar esa decisión. Me parecía que eso formaba parte de la lealtad que le debía al Gobierno.

Dos años después, a Felipe y a mí nos tocaba descubrir que, con los datos que se manejaban entonces, lo que parecía un problema estético se convierte en un problema ético de primera magnitud. No era sólo que Manolo Rubio pudiera tener algo que ver con un asunto de información privilegiada sino que, además, había acumulado unos cien millones de pesetas, producto de una operación que había ocultado al fisco. Esto era otra cosa.

Yo no comprendo cómo un funcionario —ni de la escala alta ni de la baja—, particularmente, un funcionario con una responsabilidad pública como gobernador del Banco de España, puede mantener una situación fiscal de ocultamiento de patrimonio. Me di cuenta de que Mariano Rubio no había jugado limpio con nosotros. Una cosa es que yo, humanamente, lo pueda comprender, pero, política y moralmente, me parece rotundamente condenable.

Pero, por otra parte, hay algo más que discutible: por algo que constituye un acto de moral privada —pagar o no pagar los impuestos—, por actuaciones de una persona que yo no había nombrado —al gobernador del Banco de España lo nombra el Rey a propuesta del presidente del Gobierno—, por prácticas fraudulentas que yo, cuando era ministro, no tenía por qué conocer, ¿debo o no debo dimitir como responsable del Grupo Parlamentario Socialista? ¿Y debo o no renunciar al escaño?

En ese momento, yo le digo a Felipe que presento mi dimisión… Bueno, le comunico que puede utilizar mi puesto de jefe del Grupo Parlamentario Socialista. Y ofrezco esta disposición no como Alfonso Guerra, al cabo de un año, sino a los dos días de que se destapara toda la magnitud del presunto delito que implicaba a Mariano Rubio. Recuerdo que mantuve una conversación con Felipe —conversación que ocultaré cuidadosamente hasta el final de mis días— en el despacho del jefe del Gabinete, en el Congreso de los Diputados. Y no llegamos a ninguna conclusión que forzara mi dimisión; sacar esa conclusión sería absolutamente atrevido.

Yo creo que, en aquel momento, el presidente del Gobierno, como tal, o yo, como jefe del Grupo Parlamentario, estábamos en una situación dramática, porque surgían por doquier todos los temas de Mario Conde, rebosando por aquí y por allá… Y un escándalo financiero, aunque sea de origen privado, hace daño a un Gobierno. Teníamos también encima, aquellos días, la huida de Roldán, la dimisión del ministro de Interior… Era una situación extraordinariamente crítica, la peor que vivió el Gobierno socialista…

A mí me resultaba difícil decir: «Yo sigo aquí. Sigo de jefe del Grupo Parlamentario Socialista». Pero todo esto sucedía sin que yo hubiera sabido nada de esas actividades u omisiones de Mariano Rubio, porque, probablemente, tampoco había modo de saberlo, ni vigilando, ni vigilando… ¡Cualquiera sabe qué declaración de la renta hacen los demás! Sin embargo, algunos sectores no interpretaron bien mi dimisión: «Algo hay para que Carlos Solchaga dimita…».

LA ENTREVISTA MÁS DOLOROSA

Yo creo que, con mi dimisión, liberé al Partido de algún lastre. Y, a partir de ahí, se trató de reconstruir. Pero ocurría que, teniendo detrás a los mastines del PP, no nos iban a dejar un momento de respiro, por muchas dimisiones que hubiera. En esos momentos, y en los anteriores, he tenido a todo un ejército de periodistas buscando entresijos en mis finanzas, en las de mi mujer… Y nunca han encontrado nada. ¿Qué iban a encontrar?

Cuando ya se habían destapado todos los detalles del escándalo de Ibercorp, yo tuve una larga discusión —en la que no voy a entrar— con Mariano Rubio. Fue en su casa, cuando ya tenía una situación imposible desde el punto de vista fiscal. Él argumentaba no sé qué sobre los límites del delito fiscal y yo le dije que lo que había hecho era una falsificación fiscal grave, impropia de un alto funcionario del Banco de España… Y entonces… En fin, yo me daba cuenta de que me estaba intentando decir que no era así, y le dije: «No. Mira, Mariano: me estás engañando». Mantuvimos la entrevista en su casa porque era la forma más discreta, vivía cerca de las Cortes y, aprovechando que yo iba hacia el Congreso, me pasé por su casa… Y la verdad es que nuestro encuentro pasó totalmente desapercibido, en aquellos días en que nosotros dos teníamos detrás continuamente a la prensa. Aquella fue una de las entrevistas políticas y humanas más dolorosas que yo recuerdo. Y una de las cosas que sirvió para desarmarme un poco, dentro de mi enorme desilusión, fue encontrarme con una persona que ya había pensado que iba a terminar en la cárcel de Carabanchel… Yo había estado viendo todo el escándalo político sin reparar en las connotaciones penales… Y la verdad es que aquello me dejó un poco abrumado… ¡Bastante desilusionado estaba yo, como para…!

Pero la gente no piensa en términos de proyecto político… No todo el mundo está pensando que sus actividades personales, privadas, las que tienen que ver con su hacienda o su patrimonio, se tengan que aderezar en función de un proyecto político del cual forma parte. Además, hay que entender que Mariano Rubio no era un participante del proyecto en el mismo nivel en que lo era yo. Él era un alto funcionario… Sin embargo, él era un referente, una imagen poderosa que tenía la responsabilidad de tutelar a los demás. Lo que sí fue un problema es que cayera en esa contradicción, porque él siempre fue de verdad un funcionario honrado, que quiso ejemplarizar, sobre todo, el sistema bancario, que actuó correctamente en temas como Rumasa, en muchos problemas de crisis bancarias… Yo pienso que, mucho mayor que el daño que pudo hacer al proyecto socialista fue el daño que hizo a la institución, el daño que hizo al Banco de España y a la institución pública en general. Un responsable que no cumplía con sus obligaciones fiscales… Todo aquello le afectó muchísimo, y estoy persuadido de que su muerte por cáncer, al poco tiempo, fue acelerada por ese malestar… Yo creo que ese mal moral le estuvo comiendo por dentro los últimos años de su vida.

El hecho era que el escándalo, esta vez, tenía su protagonista en la figura del gobernador del Banco de España: un «broche de oro» para el saco de la corrupción. Son cosas que pueden ocurrir, y que, desgraciadamente, ocurrieron, y ocurrieron en la persona de la que, a priori, yo menos hubiera sospechado. Pero, frente a este escándalo —si se quiere, una transgresión privada, aunque por parte de una persona pública obligada a ser ejemplar—, se produjeron transgresiones públicas y en nombre de lo público. ¡Y ésas sí que hacían daño al proyecto socialista! Porque ésos sí que decían que estaban actuando en nombre del Partido Socialista, que querían algún dinerito para la financiación socialista; otros creían que hacer política de Estado consistía en hacer tales o cuales cosas por encima de las leyes. Ésos sí que pusieron en peligro el proyecto socialista, y lo traicionaron con más vigor que quienes, eventualmente, lo perjudicaron no teniendo el grado de compromiso de los militantes respecto del éxito del mismo.

Pero lo peor de esta tremenda situación de escándalos es que, además de ser crítica, estuvo extraordinariamente mal gestionada. Dejamos que las cosas se nos complicaran demasiado, y el Gobierno no dio, en ningún momento, la impresión de que supiera cuál era el punto hasta el que podía y quería llegar. La gente tuvo la impresión de que aquello se disolvía. Pero, a pesar de eso, la fuerza enorme que comunicaba el Gobierno de la Nación le permitió resistir hasta la primavera de 1996, dos años más, aunque hay que reconocer que en estado bastante renqueante. Fueron unos años, digamos, en los que la capacidad del Gobierno para diseñar la agenda del debate político y para hacer política se redujo extraordinariamente.

EL SUFRIMIENTO DE LOS BIEN NACIDOS

Es difícil saber por qué a Felipe González, un político con gran instinto, se le fueron las cosas de las manos. Es difícil saberlo. Yo pienso que hubo algunas delegaciones de poder en las que, quizá, el presidente se equivocó… Y también creo que algunas de las situaciones derivadas del pasado pasaron factura no sólo al presidente, sino al Gobierno en general. Quiero decir… esa historia de los GAL, que jamás debió haber ocurrido, pasó una factura muy importante… Para un Gobierno formado por personas bien nacidas… hace sufrir mucho. Hay otras personas que, simplemente, se echan a la espalda ese tipo de cosas: «Ésta es la política de las alcantarillas», y la política de no sé qué… Pero no es el tipo de gente como Felipe González ni como ninguno de nosotros.

Esos errores del pasado y otros que fueron apareciendo fueron pasando las cuentas… Como los disparates en el sistema de financiación del Partido, a los que el Gobierno había hecho caso omiso, había estado al margen, no se había enterado… Se pasaron las cuentas, prácticamente, todas a la vez, en una serie de acontecimientos que algunos aprovecharon también para organizar una buena estrategia de derribo del PSOE.

Todo ello fue bloqueando una parte importante de la gestión y condujo a la sensación de que era gratis golpear al Gobierno. Para mí, la crisis empieza a no tener punto de retorno cuando los ciudadanos tienen la sensación de que el Gobierno no es capaz de reconocer los errores, de mostrar su arrepentimiento, de pedir perdón por los errores hasta que no han saltado a la luz. Y, durante el último Gobierno, en alguna medida, prevaleció el punto de vista que obligaba a «componer como se pueda componer» frente al de «hacer lo que hay que hacer». Esta actitud fue parte de un largo e innecesario deterioro del Gobierno y, sobre todo, del PSOE.

Si Felipe González ha dicho que este último Gobierno fue el único que pudo hacer con las manos libres de ataduras… yo la verdad no lo sé. No sé si Felipe era totalmente libre… Espero que no sea totalmente cierto, porque el Gobierno no era, ni mucho menos, el mejor en su forma ni el mejor de los que ha tenido, todo esto dicho con mi mayor respeto a todos los que lo componían. Yo creo que, como siempre, existiría una combinación de aspectos… Hubo sorpresas, gente sin duda muy válida pero que no contaban en absoluto en la carrera para ser ministros y, de repente, aparecieron como si se estuviera a toda máquina cerrando el plazo corto de un Gobierno… Y por supuesto, hubo puntos débiles y puntos fuertes.

UN DESACIERTO Y UNA DESGRACIA

Sobre el papel que jugaron los independientes, el ministro de Justicia —más adelante de Justicia e Interior— y la selección de Garzón como secretario de Estado… prefiero no juzgarlo. Yo creo que basta con leer las crónicas de la época o algunos libros —como el de Pedro J. Ramírez, en el que se cuenta cómo el periodista aupó al PP y a Aznar al Gobierno— para hacerse una idea cabal de cuál fue la aportación de algunas personas a aquel Gobierno. Yo creo que su aportación fue, en general, muy poco valiosa.

Quede claro que la inclusión de los independientes en el Gobierno me parece bien. ¿Cómo podría yo criticar los independientes? Cuando llegué al Ministerio de Industria, exceptuando al subsecretario, a Luis Carlos Croissier, al director de Minas, Juan Manuel Kindelán, y al director de Industrias Químicas y Textiles, Miguel Ángel Feito, todos los demás altos cargos de mi Ministerio no tenían el carné del PSOE. O sea, yo no podría decir que recurrir a independientes sea tanto como meter enemigos en el Gobierno, especialmente cuando se tiene constancia de que esas personas están en la misma órbita ideológica y comparten una misma visión de lo que es España y de lo que debería ser España. «Recurrir a independientes es traer enemigos a casa»… es el tipo de juicios que hacen los sectarios, aquellos que quieren hacer valer la antigüedad del carné, o el mero hecho de tenerlo. Yo no pertenezco ni quiero pertenecer a esa clase de gente. Ahora bien, una cosa es que uno recurra a independientes para formar un Gobierno y otra cosa es que aparezcan independientes de los que no se sabe casi nada y de los que no se puede uno fiar, de los que no han tenido apenas experiencia política y, mucho menos, experiencia en puestos de gestión. Haber tenido experiencias de otra naturaleza —muy buena, si se quiere— no es lo mismo que tener experiencia de cómo se hace política cuando se está trabajando en un partido socialdemócrata y, por tanto, con cierta disciplina de partido. Contar con personas así es una operación de alto riesgo, a menos que se disfrute de una situación muy favorable, que permita disimular sus indisciplinas, sus fallos…

Pero ocurría que estábamos en una situación totalmente contraria: el Partido Popular, a las pocas semanas de haber perdido las elecciones de 1993, empezó otra vez a bombardear, con ayuda de El Mundo y de la COPE, las posiciones del PSOE. Fueron incapaces de admitir la derrota en aquellas elecciones: hay que recordar lo que anunciaron Alberto Ruiz-Gallardón y Javier Arenas, desde la sede del PP, cuando estaban persuadidos de que ganaban las elecciones. Lanzaron el mensaje de que había habido trampa porque ellos no podían perder. Son cosas que te hacen prever que, en momentos semejantes, algunos experimentos como los que se hicieron en aquel Gobierno… Por eso no quiero creer que todos fueran idea de Felipe González, porque eran extremadamente arriesgados…

A toro pasado, muy poca gente diría que algunos de aquellos nombramientos fueron un acierto. Ahora todo el mundo diría que no fueron aciertos; tampoco digo yo que, necesariamente, el caso de Juan Alberto Belloch, que se mantuvo hasta el último momento, fuera una desgracia; no, simplemente digo que no fue un acierto. Y, en el caso del juez Garzón, pues sí: fue una desgracia, porque es muy difícil desligar su paso por la política de su actuación posterior respecto de todo el tema GAL. Lo creo una desgracia no porque considere que es un hombre, digamos, venal, sino, sencillamente, porque si era ministro, no podía ser juez. Es así de sencillo. Cabe la posibilidad de que otro juez hubiera reabierto el caso, porque, al fin y al cabo, el informe estaba en la fiscalía. El único problema era si, en un momento determinado y transcurrido un plazo, se suponía ya prescrito el caso y las acusaciones de los Amedo, Domínguez, y todo lo demás. Por eso, hay que pensar que si él hubiera sido ministro de Justicia, o ministro del Interior, ¡o Dios sabe qué!, no habría estado en ese caso. Y es probable que no hubiera estado en otros.

UN AMBIENTE INSUFRIBLE

La «limpieza» en Interior… era una situación contradictoria inevitablemente. Es el tipo de situación en la que hay que sentarse y pensar: «Bueno, ¿vamos a reconocerlo? Sí. Entonces, si vamos a reconocerlo, ¿cuál es nuestro objetivo? Digamos, ¿purificación? ¿Qué tenemos que hacer a continuación? ¿Qué cabezas deben rodar?». Cuando reconoces errores importantes en la gestión política, naturalmente tienes que sacar las consecuencias políticas. El problema es que no se quisieron reconocer parte de aquellos errores en aquel momento —aunque tampoco podían negarse del todo— y, por lo tanto, tampoco se quisieron sacar las consecuencias hasta el final. Y el resultado fue lo que yo considero una mala gestión de aquella crisis. Seguramente, ninguna gestión hubiera sido buena, porque el ambiente era insufrible y el ambiente mediático hacía la atmósfera aún más irrespirable. Pero, a pesar de todo eso, es evidente que allí no se trazó una frontera respecto a qué cosas se reconocen, cuáles no, qué gentes asumen su responsabilidad, quién no, y cómo seguir hacia adelante. Nada de eso hubiera salido gratis. No quiero decir que si se hubieran tomado decisiones de esa naturaleza, se habría salido de rositas. Habríamos tenido también una crisis costosa, pero, seguramente, de menor duración, y un efecto de deterioro sobre el Partido y sobre la propia autoestima de los militantes del Partido mucho menor.

Y, volviendo a Belloch: yo creo que, en algunas actitudes, por ejemplo, las que aparecen en el libro de Pedro J. Ramírez —las supuestas «filtraciones» facilitadas desde el Ministerio del Interior al diario El Mundo—, si son verdad, y sospecho que lo son porque, de lo contrario, Belloch las hubiera desmentido, se comportó con una gigantesca frivolidad. ¿Que esos hechos, además, impliquen que tenía objetivos ulteriores y que, por eso, se comportaba así? En ese caso, sería distinto. Pero yo quiero creer que, más bien, se trata de frivolidad. Cuando compruebas que desde uno o varios medios de comunicación están bombardeando sin piedad contra el Gobierno, es una frivolidad ofrecer una cara amable a ver si te salvas un poco de la quema, o creer que, en última instancia, con una mezcla de cara amable y, al mismo tiempo, de ejercicio de la autoridad, se pondrá en su lugar al medio correspondiente o a la persona correspondiente… Sí, me parece una frivolidad. ¿Pensó Belloch así en ese momento? Si lo hizo, no conocía a Pedro J. Ramírez. Se equivocó gravísimamente, porque a éste no le podías engatusar con este tipo de cosas. Por eso digo que el comportamiento me parece frívolo, porque yo creo que nace de la idea de que él podía dominar la situación y la relación con los medios de comunicación. Sobre las versiones, cuyo fundamento desconozco, que establecen que Belloch aspiraba a la sucesión, prefiero ni hablar. Lo que sí puedo decir es que si, en algún momento, Belloch llegó a creer que pudiera ser el sucesor de Felipe González, verdaderamente, era ya el colmo de las frivolidades. Eso era no conocer ni el Partido, ni el país, ni el Gobierno, ni nada…

OÍDOS SORDOS PARA LA BONANZA

Mientras al último Gobierno socialista le sobrevienen todos los últimos casos de corrupción y sus escándalos, la economía empieza a ir bien. Empieza a ir bien a finales de 1994: Europa se está recuperando y, con ella, España. La crisis de 1992 y 1993, como ya había ocurrido en cierta medida con la crisis del petróleo, la vivimos al mismo tiempo que toda Europa, pero como teníamos unas estructuras muy rígidas en el mercado de trabajo y como habíamos perdido mucha competitividad por la combinación de una inflación alta y un tipo de cambio de la peseta demasiado alto, nuestro ajuste fue más radical. Por esa razón, nosotros, junto con Alemania, fuimos los países con una tasa de decrecimiento más elevada. Los demás sufrieron algo menos.

Y cuando transcurrieron dos años de ajuste, duros, comenzó la recuperación. España empieza a ir mucho mejor. Y ahí yo creo que lo que se hace, simplemente, es una política correcta desde el punto de vista monetario, por parte del Banco Central, y una política fiscal que todavía tiene déficits demasiado elevados, porque se tarda mucho tiempo en salir de una crisis económica como ésa y, sobre todo, se tarda mucho en que lo reflejen los ingresos tributarios, pero se va conformando razonablemente.

Se da otra circunstancia, además, crucial para la recuperación económica: el cambio en la estrategia de los sindicatos. El cambio se debe, sobre todo, a un hecho esencial: Nicolás Redondo abandona la Secretaría de UGT debido a la crisis que atraviesa el sindicato por el «caso PSV». Sale Nicolás Redondo y quienes le suceden, junto con la dirección de Comisiones Obreras, han aprendido lo que significa defender una política de salarios altos y una política de enfrentamiento total con el Gobierno cuando se vive una situación de crisis económica global. Y, entonces, deciden cambiar y optan por una estrategia de moderación salarial. Todas aquellas disputas que había habido conmigo, y que hereda Solbes —aunque durante un tiempo muy corto—, desaparecen, porque la gente comprende, y además lo dicen los propios sindicatos, que la única manera de garantizar el empleo y su crecimiento consiste en ser moderado en la subida de los salarios y que la inflación suba poco: así se mantienen los salarios reales y la capacidad de compra de los asalariados. Y, claro, esta actitud… es una cosa maravillosa.

Pero, en ese momento de relanzamiento de la economía, ya nadie quiere escuchar el mensaje del Gobierno. Aunque las cosas empiezan a ir mejor, tarda en calar en el sentimiento de los ciudadanos que la situación es mejor. Y, por tanto, cualquier intento de decir que la economía va un poco mejor, o que el desempleo ha dejado de crecer, o que el empleo está creciendo —cosa que ocurrió en el último bienio del Gobierno socialista— queda ahogado por el ruido del sentimiento de que todo está mal, incluida la economía, porque acaba de atravesar una crisis muy grave. El mensaje de que la economía mejoraba no traspasaba.

Tengo que decir que, a mí, pese a todo, lo que todavía me sorprende es el altísimo nivel de credibilidad que tenía el Gobierno, después de casi catorce años de estar en la responsabilidad del poder, y de los tres últimos años de acoso mediático generalizado. ¡Bastante se hizo, dada la situación que se estaba viviendo!

Hay un momento en el cual uno no puede confiar en la capacidad más o menos carismática de una persona para atravesar las barreras; a veces las barreras son de tal densidad… han creado tal cortina de humo, que es casi imposible…

Como es natural, yo veía menos a Felipe González en la última etapa. Por primera vez, yo no seguía los asuntos de Gobierno en el día a día. Desde mayo de 1994 hasta marzo de 1996, cuando se celebraron las elecciones, no seguí a diario los asuntos del Gobierno. Pero percibía en Felipe una actitud anímica obviamente muy distinta a la que yo le había conocido. Yo le había visto pasar por momentos de apuro y de dificultades, todos los habíamos atravesado: no se podía decir que durante el tiempo en que yo había estado en el Gobierno hubiera sido una época de vino y rosas. No. Pero ahora yo le encontraba en un estado anímico mucho menos fuerte, mucho menos capaz de resolver problemas que en otra época.

Sin embargo, en 1996, estuvo otra vez a punto de ganar las elecciones: las perdimos por sólo trescientos mil votos. Yo creo que eso se debe, en parte, a que, en todo político de raza, hay un doble personaje. Uno es el candidato y otro es el gestor. Yo veía a Felipe un poco más decaído de lo habitual en el personaje de gestor. Como candidato, siempre sale la raza de político que dice: «A mí éstos no me ganan».

MODERNIZACIÓN Y CREDIBILIDAD

En el balance de esa gestión de trece años de Gobierno, en esa recuperación de la memoria, la figura y el liderazgo de Felipe cuenta mucho, es absolutamente decisivo. Felipe González representa la mejor imagen del Gobierno. Es un hombre, en general, con un talante que muchos acogen no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo, con pasión positiva —aunque todos cometemos a veces errores—. Creo que, por otro lado, fue uno de los políticos clave en este país: surge en un momento clave, con una visión bastante clara del Estado y con deseo de aprender más para completar aquellas zonas relacionadas con la transformación y la modernización de España sobre las que él conocía menos… Ninguno sabemos todo sobre todo.

He hablado de «modernización», un concepto aplicado a la gestión de los años de Gobierno socialista. Sin embargo, hay otra palabra que a mí me gusta más para definir ese impulso en la gestión, es una palabra mucho menos bonita, pero que lleva implícita la cualidad de «comprobable» —uno puede comprobar si esto es verdad o no—, aunque reconozco que está desprovista del aspecto ideológico o positivo que tiene la palabra modernización. La palabra en cuestión es «homologación»: «homologación de España con las democracias modernas europeas». Eso sí se puede comprobar; se puede comprobar si España se parece de verdad al resto de Europa o no, si antes de los Gobiernos socialistas España se parecía a Europa, si ahora la sociedad española se parece más a la inglesa o a la sueca… naturalmente, con nuestras propias características y nuestras señas de identidad.

Y yo creo que las políticas que yo aporté en mis años de Gobierno fueron parte de esa homologación, de esa transformación de un país con una economía muy protegida, muy poco dada a la competitividad, no abierta a la competencia externa… Fuimos transformando el sistema y dirigiéndolo hacia una economía muy semejante a las economías europeas, aunque todavía tiene cierto nivel de protección, pero muy distinto del que tenía aquel país que habíamos heredado del franquismo y con el que, muy lentamente, casi sin ningún éxito, trataba UCD de luchar. Yo creo que ésa fue parte importante de la labor de las políticas económicas.

La segunda parte importante de nuestra labor en ese terreno fue lograr credibilidad internacional, en el sentido de crear unas políticas, en general, ortodoxas, que mantuvieron siempre el apoyo —yo diría, incluso, entusiasta— del Fondo Monetario Internacional. En aquella época de críticas, los críticos llegaron a decir que el FMI escribía sobre España lo que yo les dictaba. ¡Es el colmo! La credibilidad es muy importante. Se pueden hacer grandes transformaciones sociales en el campo de las pensiones, de la sanidad, de la educación pública, de los subsidios o del desempleo, pero sólo se pueden llevar a cabo si, desde el ámbito internacional, creen en un país abierto, si creen que estas transformaciones son compatibles con los equilibrios económicos.

SIN MEZQUINDAD NI SECTARISMO

Me habían reconocido muchas cosas como, digamos, gestor de la Economía, pero no se podía decir que tuviera igual grado de reconocimiento como hombre del Partido, como socialista… Para mí fue muy importante obtener, después de las etapas de Gobierno, la representación del Grupo Parlamentario Socialista. Fue una de las pocas veces en que yo me he presentado a algo dentro del PSOE. Naturalmente, yo tengo influencias y apoyos dentro del Partido, y nunca hice caso, nunca me produjo amargura, el deseo de los «guerristas» de ningunear mi faceta política dentro del Partido. Yo sabía que eso no concluía en nada, que eso no tenía credibilidad dentro del Partido, aunque, desde luego, me hacía las cosas más difíciles. Lo importante fue que, por primera vez, el Grupo Parlamentario Socialista empezó a tener influencia y peso en el conglomerado Partido-Gobierno-Grupo Parlamentario. El Grupo Parlamentario empieza a representar algo importante en el conjunto de la maquinaria de toma de decisiones, cobra un peso político significativo y se demuestra que yo actúo, en el poder que se me había otorgado como jefe del Grupo Parlamentario, sin ninguna mezquindad ni sectarismo.

Nadie ha podido, a lo largo de todos estos años, acusarme de ser desleal con el Partido Socialista, o de coquetear con otras fuerzas políticas, o de no haberme puesto siempre a disposición de la dirección del Partido si me necesitaba, o de no haber hecho trabajos propios de un político sin pedir nada a cambio… aun cuando haya estado muy en desacuerdo con cosas que he hecho y que he dicho. Ninguna de mis posiciones políticas o de mis orientaciones de política económica fueron interesadas, nunca las hice para quedar bien, para quedar «de bonito», o para que un grupo de personas próximas a mí se beneficiara económica, ideológica o políticamente. Y yo creo que todo eso, al final, sirve para que obtengas la única recompensa que te puede dar la vida pública, aparte de tu propia satisfacción: el respeto de los demás.