José María Maravall

Una peligrosa manera de pensar

A quienes se acerquen a José María Maravall, por primera vez, yo les ofrecería dos consejos: que no se dejen engañar por los sentimientos que provoca su timidez congénita y que vayan con cuidado, tratando de descubrir qué puede esconderse tras su beatífica sonrisa. Yo, al menos, he tenido la oportunidad de comprobar cuánto peligro esconden ambos inofensivos señuelos en alguien en cuya cabeza habita una temible manera de pensar…

El pensamiento como riesgo y como provocación es el veneno que le da la vida, que le ha alimentado desde siempre, que le ha conferido la libertad con la que me habla sin barreras y sin censuras de la experiencia de los socialistas en el poder. Comenzando por la suya propia. Se trata de una libertad real, de la que me advierte desde el fondo del sofá de su despacho, en la Fundación Juan March.

Maravall es ahora profesor de cuadros universitarios de élite. Vive dedicado a sus alumnos, sumergido en un mundo gratificante que apenas le deja tiempo para ninguna otra cosa que no sea leer, con avidez, todo lo que puede. Sorprendentemente, le atrae mi propuesta de recuperar la memoria de aquellos años en los que fue ministro de Educación del primer Gobierno de Felipe González. Y en mí, su leal aviso para que me atenga a las consecuencias es una provocación: «Te advierto que yo soy muy libre y que tengo el vicio de decir lo que pienso, pase lo que pase».

Y lo primero que ocurre es que Maravall cumple su «amenaza», al pie de la letra. Comienza por un inapelable «desmontaje» del pensamiento socialista de los primeros años en el poder, en los que se recurre a la improvisación, «en esto, como en tantas otras cosas…». Es a partir de ese alentador contexto cuando Maravall exhibe su condición de intelectual genuino, de pensador peligroso… Y es entonces cuando percibo claramente que le divierte, que le apasiona narrar los hechos desde el fondo de su sofá, desde su posición de cronista «neutral», tal y como le he pedido que lo haga. No importa que, desde esa neutralidad imposible, de vez en cuando muestre sus demonios familiares, porque, desde la primera conversación, intuyo que el resultado va a ser brillante y que va a merecer la pena… «pase lo que pase».

Brillante, demoledor, apasionado y frío a un tiempo, Maravall exhibe el privilegio de una memoria incombustible que, por paradójico que resulte, suele acompañar a la inteligencia de los grandes despistados.

La memoria de José María Maravall es exhaustiva hasta el asombro. De modo que su evocación del día en que llegó al Ministerio de Educación, observado por sotanas escondidas tras las columnas de aquel «tétrico edificio», compone un fresco delirante en los comienzos de su aventura.

La revolución que Maravall pone en marcha encuentra al estamento educativo del país con el paso cambiado. Y es esa situación, precisamente, la que lo sitúa frente al reto más estimulante de su vida política.

Le brillan los ojos cuando habla de la complicidad de Felipe González. Para todo, en todo, siempre, Felipe le demuestra la fortaleza de su complicidad intelectual y estratégica. Sin duda, es por ello que Maravall sonríe, despectivamente, cuando recuerda la «gran equivocación» de quienes se empeñaron en situar a Felipe en la derecha y a Alfonso Guerra en la izquierda.

Su demonio familiar es, precisamente, Alfonso, a quien señala una y otra vez como acuñador del concepto leninista del PSOE y como responsable de todos los males que llegarían después…

En su casa, frente al parque del Retiro, me recibe otro día, a pesar de una fiebre que preludia una mala gripe. Su estado de debilidad parece propiciar la confidencia en la que Felipe ocupa toda la habitación, mientras anochece. Y hasta «las más gordas putadas», como aquella de enviarle en absurda misión para que los socialistas europeos «congelasen» la entrada de España en la OTAN, las recuerda ahora Maravall como prenda de la mayor confianza, de la más grande amistad.

Volveré a encontrarme con Maravall en más ocasiones. Siempre me esperaba hundido en el sofá desde el que logra instalar un peligroso soporte para mi magnetofón, con una silla y un libro. Lo que no consigue es disimular el pavor que le producía haber llegado a ser el único y solitario representante de Felipe González en una Ejecutiva plagada de «guerristas» que no le dirigían la palabra.

Maravall se ríe. Se ríe, abiertamente, rememorando un tiempo en el que huía de Felipe González, que le quería en el Gobierno de nuevo. Y una llega a compartir la carcajada cuando Maravall recuerda que Felipe le confesó que, si él estuviera en su lugar, también saldría corriendo…

Acaricia Maravall, como un tesoro, su experiencia como asesor de la campaña electoral de 1993, en la que Felipe lo llamó a su lado y hubo zafarrancho en el «aparato» del PSOE, todavía controlado por Alfonso Guerra. Con toda tranquilidad, expone los argumentos que a él le resultaron la demostración palpable de que «Alfonso Guerra quería que Felipe perdiera las elecciones». Y añade: «Ya te advertí que yo soy muy libre».

Maravall no estaba en España la noche de la «dulce derrota». Pero regresó justo a tiempo para recuperar a Felipe González, el cual, a su vez, había recuperado también su libertad. Una libertad compartida que les ha llevado a vivir en los últimos años alguna singular experiencia. Hay quien asegura que eran ellos los dos despistados que se vieron perdidos y atrapados en un atasco en la M-30 una noche de verano. Felipe González conducía el coche, en chanclas y con pantalón corto, y Maravall se preguntaba, desesperado, en qué endiablado lugar estaban.

El PSOE tiene una tradición ideológica muy pobre, siempre ha sido así. Es un partido que vive, sobre todo, de las rentas de otros partidos socialistas o socialdemócratas europeos. Lo que se produjo, apenas se instaló la democracia en España, fue una considerable confusión ideológica: la gente trataba de salir de la confusión y orientarse en este mundo adoptando etiquetas, y algunas etiquetas tenían, aparentemente, una música más radical que otras. El problema era que, detrás de la música, normalmente, no había nada, y alguna gente que exhibía etiquetas muy radicales, realmente, a la hora de mostrar contenidos y propuestas políticas, no tenían mucho que ofrecer.

En 1979, el Partido mantenía expresiones absolutamente retóricas sobre el marxismo. Ese año, Felipe González dimitió como secretario general y, en su discurso, advertía: «No pensemos que tenemos nada que enseñar a los partidos socialdemócratas europeos».

Pues bien, ese juego de etiquetas, ese juego de disfraces, algunos trataron de mantenerlo durante mucho tiempo, en el sentido en que pretendían ocupar un espacio situado más a la izquierda. Yo pienso que la persona que ha orientado las políticas más progresistas en el Gobierno, quien las ha alentado, quien las ha protegido a lo largo de los años socialistas, ha sido Felipe González. Cuando había dudas de si una propuesta podía provocar resistencias, Felipe no miraba tanto las encuestas del CIS: pensaba, sobre todo, en el interés que esa reforma concreta podía tener para el futuro. Por eso amparó siempre, por ejemplo, las reformas de Justicia de Fernando Ledesma, o amparó las reformas educativas… Alfonso Guerra, por el contrario, que adoptaba normalmente una etiqueta más radical, era mucho más susceptible a las resistencias y era mucho más proclive a abandonar reformas difíciles. El impulso reformista del Gobierno socialista procedía siempre de Felipe González. Y eso se empezó a notar muy pronto, desde que comenzamos a discutir en 1981 qué debíamos hacer. Avanzado el año, el debate estaba muy encauzado, el Partido estaba adoptando posiciones que se correspondían con un socialismo moderno, con la socialdemocracia, y vivía una situación muy dura porque UCD estaba colapsando todo.

Ese mismo año de 1981, dimite Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo gobierna durante un breve período —fundamentalmente, por el respaldo del Partido Socialista, porque él no contaba con un partido ni con un grupo parlamentario propio, ya que UCD se estaba desintegrando—. Calvo Sotelo se reunía con Felipe González mañana, tarde y noche, para sacar adelante sus propuestas. Incluso recibía información de lo que pasaba en el país por boca de Felipe González.

En esta situación, el Partido Socialista se vio ante la necesidad de adoptar responsabilidades muy rápidamente. No se trataba ya de hacer una reflexión ideológica abstracta, era la necesidad de hacerse cargo del Gobierno de un país. Son responsabilidades enormes, de ejercicio del poder en una situación de crisis que se agudizó muchísimo con el golpe de Estado de febrero de 1981. Entre esa fecha y el Congreso del PSOE de finales de año, transcurren muy pocos meses, y en ese período me correspondió a mí redactar un documento —que aprobó la Ejecutiva del Partido— que sirve de fundamento de una campaña en defensa de la Democracia y la Constitución. Se adoptó posteriormente como ponencia política en aquel congreso. Al documento, que había servido, como digo, para la campaña de defensa de la Democracia y la Constitución, se añadió entonces una frase muy literaria de José Rodríguez de la Borbolla, que encabeza la ponencia política: «El socialismo es un proyecto de felicidad para el hombre». Aquello me dejó intrigado entonces, y aún me intriga. Primero, porque excluía a la mujer, si no recuerdo mal; y segundo, porque no sé qué es eso de un «proyecto de felicidad para el hombre»… No sé.

POLÍTICA Y VARITAS MÁGICAS

La verdad es que, cuando entramos en el Gobierno, la reflexión hacia el realismo que se había hecho, se mantiene, en algunos campos, con señas socialdemócratas muy claras. Pero la reflexión que se había realizado en otros campos, por ejemplo en la política económica, y que había dado lugar entre otras cosas, a las propuestas económicas del programa electoral, se matiza en parte. Existía una situación económica muy grave, con fugas de capital muy fuertes y con un déficit público bastante mayor del que imaginábamos. De forma que las políticas de gasto que pensábamos emprender tienen que esperar un tiempo en algunas áreas, por ejemplo en Sanidad y en Pensiones. En Educación no. Educación se empezó a expandir muy pronto, entre otras cosas, gracias al respaldo de Felipe González.

Fue en la política económica donde se produjo cierta confusión: aún se mantenía, en algunos sectores, una idea voluntarista de la política económica, como si se pudiera disponer de una varita mágica y todo fuera una cuestión de voluntad, como si se tratara de una cuestión más o menos ideológica. Simultáneamente a nuestra experiencia de Gobierno, se produjo el fracaso de la política económica francesa. Se dice a veces que nosotros aprendimos del aquel fracaso. No fue así. La experiencia tuvo lugar en paralelo; nosotros mirábamos de reojo a Francia y sabíamos que, con las orientaciones que estaban tomando, iban a tener que rectificar muy pronto. La verdad es que Boyer y Solchaga tenían las ideas bastante claras al respecto.

Éstas eran algunas de las coordenadas del debate ideológico.

Desde muy pronto, desde el comienzo, a pesar de la escasez de recursos, yo creo que en todo el Gobierno había un propósito redistributivo muy claro. Es decir, Felipe decía una y otra vez que las políticas que se desarrollaban en diferentes áreas —en el área económica sobre todo— tenían un carácter instrumental para lograr un objetivo, para concluir un programa finalista, un programa redistributivo. Y ése era un objetivo claramente socialdemócrata.

Yo creo que detrás del debate que se presentaba como ideológico había una visión clara y una ceguera, no dos visiones, como se ha querido resaltar. La ceguera era creer que una voluntad política podía producir frutos, sin más. En ocasiones, en algunas conversaciones, yo he tenido que oír, con gran desconcierto, que Felipe González era un buen dirigente para la transición, pero que, después de la transición, «llegaría nuestro momento». Eso decían, y añadían que ése sería el momento «del socialismo verdadero». He de decir que, en catorce años, no he oído nunca una propuesta política procedente de ese socialismo verdadero que se pudiera contraponer con la única visión política que existía. Así que no puedo realmente pensar en dos concepciones políticas antagónicas, porque una sí la conozco, la otra no. Lo cual me obliga a confirmar bien pronto que sobre las inexistentes razones ideológicas se sobreponían razones de poder, sin duda.

Hubo algunas personas, y entre ellas Alfonso Guerra, que han creído que el poder dentro del Partido Socialista se mantenía o se conquistaba más fácilmente si uno adoptaba un particular disfraz; hubo personas que creían que había músicas que generaban automáticamente un entusiasmo trepidante. Eso es manipulación, naturalmente. Eso es manipulación; eso es populismo. Pero yo nunca he creído que el peronismo sea una expresión del socialismo, creo que el socialismo consiste en socialdemocracia. No he creído nunca que el socialismo tuviera nada que ver con el peronismo…

Sin embargo, sí había dentro del Gobierno diferencias de sensibilidad, eso es obvio. Pero no se mostraban como una especie de actitud de pseudoizquierda voluntarista —que jamás me he tomado muy en serio, excepto por su dimensión de poder—, sino que había algunas concepciones que tomaban los contenidos redistributivos demasiado a la ligera, porque pensaban que tal vez la eficiencia era lo importante. Al fin y al cabo todos los gobiernos tenían que hacer más o menos lo mismo: conseguir equilibrios macroeconómicos. Y eso sí existió, dentro del área económica, y dio lugar a confrontaciones fuertes, pero éstas sí eran confrontaciones sobre políticas concretas. No había un socialismo frente a una socialdemocracia. Había unos posicionamientos socialdemócratas frente a otros liberales, por utilizar un término que es bastante elocuente.

«GUERRISMO», UNA ALTERNATIVA QUE NUNCA EXISTIÓ

El «guerrismo» no planteaba políticas concretas, aunque su poder no estaba oculto, en absoluto: era muy explícito. Alfonso Guerra no planteaba nunca ninguna alternativa, ni siquiera hacía propuestas retóricas: hay que ser más de izquierdas, o hay que reducir los impuestos indirectos y subir más los impuestos directos, o hay que cambiar la balanza de las contribuciones de la Seguridad Social más a favor de los trabajadores y con mayores cotizaciones de los empresarios, o hay que reducir el volumen de los colegios concertados en España… ¡Algo! La alternativa del «guerrismo», simplemente, nunca existió. Guerra dijo alguna vez que a su izquierda estaba el abismo, pero nunca le oí ninguna propuesta política. He visto que, durante los Gobiernos socialistas, con la política fiscal se redistribuyó mucho, con la política de gastos se redistribuyó mucho, se incrementó la igualdad de oportunidades con la política educativa, se generó un sistema nacional de salud… Todas estas iniciativas procedían de los socialdemócratas. ¿Qué iniciativa procedió de los llamados «socialistas puros», si es que eso significa algo? Ninguna; sólo el ejercicio puro y duro del poder.

Algunos quisieron ver, en un lado, moderación y pragmatismo; y, en el otro, «socialismo puro». Pero yo creo que el dirigente político que estuvo siempre estimulando las reformas y amparándolas fue Felipe González. Por tanto, su atribuido pragmatismo no lo veo tan claro.

Arthur Schelesinger, el historiador que fue asesor de John F. Kennedy, dijo del presidente estadounidense que era un realista; que todo el mundo lo veía como un pragmático, pero que era, realmente, un romántico cubierto de un envoltorio realista y pragmático. Felipe González ha tenido una concepción de la política extremadamente basada en principios, dentro de su realismo, pero la audacia y la voluntad de llevar a cabo reformas, de no aceptar las cosas como estaban, de correr el riesgo de equivocarse, de estar dispuesto a asumir los costes… esa frescura radical sí la tenía Felipe. Y eso no era pragmatismo.

El pragmatismo es el de alguien que lee, continuamente, las encuestas del CIS y dice: «¡Huy! Batalla de los catecismos. Cuidadito, marcha atrás». Pero Felipe decía: «Esa batalla hay que darla y la vamos a ganar». A Felipe González también se le ha tachado de «pragmático» porque pensaba que un Partido Socialista que pasa mucho tiempo en la oposición, en general, genera en su ser una tradición nociva. Pensaba que no hay por qué dejar que la derecha gobierne el presente; porque, si gobierna el presente, significa que hay muchos ciudadanos que sufren las consecuencias.

Alfonso Guerra tenía exactamente la misma visión: había que llegar al poder cuanto antes. Y la preocupación por montar mecanismos electorales que fueran eficientes fue de Alfonso Guerra. Alfonso Guerra quería el poder ya, el poder por el poder. Yo sé que Felipe González quería el poder para algo más. Quería el poder, desde luego, pero sé para qué lo quería. No sé para qué lo quería Alfonso Guerra.

¿QUIÉN NOMBRA AL SUCESOR?

Desde el «principio de los tiempos», todos compartíamos en el PSOE la idea de que el presidente del Gobierno dirige el Gobierno; no es el Partido el que deba hacerlo. Todos lo compartíamos… Hasta que uno dejó el Gobierno y pasó al Partido. Y, a partir de ese momento, ya no sucedió precisamente lo mismo. Con una matización: se pensaba, además, que Felipe González era un dirigente que podía servir para un período, un período transitorio, durante una «transición»…

Entonces, si eso era así, había que decidir quién era lo que los ingleses llaman el king maker, el que corona al nuevo rey. ¿Quién decide sobre la sucesión? Y, cuando se piensa en ese escenario, se decide que el Partido puede ser muy importante, y que, desde ese punto de vista, es vital tener un pie bien asentado en el Partido, y un pie en el Gobierno bien asentado. Alfonso lo tuvo muy claro.

En el Congreso de 1984, un sector del Partido, preocupado más por el poder que por las políticas, pone en marcha una operación con un sistema de incompatibilidades que consigue que los ministros que formaban parte de la Comisión Ejecutiva Federal la abandonen. De tal forma, que solamente quedaban en ella el presidente y el vicepresidente del Gobierno. El sistema se generalizó en todas las Federaciones. Fue un momento fundamental, el momento en que se genera toda la dinámica de los «barones» regionales. Y el Partido se convierte en una estructura oligárquica compuesta por los secretarios y vicesecretarios generales, que son, a su vez, presidente y vicepresidente de los Gobiernos nacional o regionales. Era el sistema de los «barones», con Felipe y Alfonso a la cabeza. Finalmente, Alfonso Guerra fue víctima de esa creación —que era suya—, porque fue la coalición de los «barones» la que realmente acabó con Alfonso Guerra.

La verdad es que, desde 1987, Alfonso Guerra estaba pensando en lo del king maker: en la sucesión. Pero era una situación bien complicada de abordar. Además, Felipe tiene dudas: «Me voy», «no me voy», «me quedo», «no me quedo»… Yo pensaba que el papel que quería Guerra era el de «hacedor de». Había otras personas que pensaban que Guerra quería ser el sucesor, el que se hiciera cargo de todo cuando acabara el llamado «período de la transición». A estas alturas, no sé todavía exactamente cuál de las dos versiones es la verdadera. Tal vez la segunda. En todo caso, lo que sucedió fue que el «caso Juan Guerra», que estalla en 1990, hace esa alternativa imposible, porque Alfonso Guerra es cesado en el Gobierno al año siguiente.

Los problemas graves comienzan cuando Alfonso Guerra deja el Gobierno y se va al Partido. Es entonces cuando se produce el intento de convertir al Partido en un instrumento de control del Gobierno, cosa que, hasta entonces, no había sucedido. Hasta ese momento, se aceptaba plenamente que el Gobierno de la Nación no dependía de una organización sectorial, por mucho que hubiera ganado las elecciones. Porque el Gobierno de la Nación es el Gobierno de todos; no es solamente el Gobierno del Partido Socialista, o de sus 300.000 afiliados…

Ésas no son maneras de ensamblar un Gobierno con un Partido. Ésas son maneras de practicar el sectarismo interno y, además, de no rendir cuentas, de no ejercer la transparencia que un dirigente político debe de mostrar siempre. Todo eso creó mucho malestar interno: uno iba por las Federaciones del Partido oyendo: «No, es que la derecha está atacando a Alfonso Guerra».

Y no era solamente la derecha, muchos ciudadanos decían: «Oiga, me gustaría que me explicara qué es lo que ha pasado, qué es lo que está pasando». La política del «cierre» fue la respuesta. Y eso fue fatal.

Es muy importante, fundamental, que un Gobierno disponga de un partido cohesionado, pero la responsabilidad estaba en Alfonso Guerra, porque él fue quien no respondió adecuadamente a esas necesidades de rendir cuentas. Fue él quien impidió una política de autocrítica dentro del Partido. Y fue él quien, en las elecciones de 1993, tenía interés en que Felipe González no ganara.

¡NO ME FASTIDIES!

Felipe me dijo, a comienzos de verano, que yo iba a ser ministro de Educación. Yo creo que también se lo dijo a otras dos personas: a Boyer y a Fernando Ledesma. Recuerdo que a mí me lo presentó de una manera un poco implícita: «Sabes que te vas a encargar de la Educación…». Y yo le contesté: «Bueno, ya lo estoy haciendo en la Secretaría de Cultura, Formación…». «No, no», rectificó, «quiero decir que, en el futuro Gobierno, quiero que seas ministro de Educación». Y, entonces, le dije: «¡Hombre, no me fastidies!». Porque, la verdad, era una perspectiva que no me atraía mucho.

Conocía bastante bien el Ministerio de Educación; mi padre había sido funcionario durante 36 años, y pensaba que no era una tarea muy agradecida. Pensaba que iba a ser una tarea de gestión muy dura.

Así que le planteé a Felipe otra idea: «¿Te podría sugerir que me nombraras jefe de Gabinete?». Había una razón: la Ejecutiva me había encargado que hiciera una serie de visitas a Austria y a Alemania para ver cómo funcionaban los gabinetes, realmente modelos, de Willy Brandt y de Helmut Schmidt[1].

Yo pensaba: «¡Qué bien! ¡Jefe de Gabinete! ¡Lo que a mí me gusta! Más que encargarme de un Ministerio…». Pero Felipe me contestó: «Sí, hombre. Te doy una Jefatura de Gabinete y luego nos vamos todas las tardes a tomar una copa a la carretera de La Coruña… Mira, José Mari: lo que nos espera no es eso, y quiero que te encargues de esa parcela».

Así fue el anuncio. Y pasé un mes de julio y un mes de agosto y un mes de septiembre con los pelos de punta. No se lo comenté a nadie. Empecé a comentarlo en el mes de transición, cuando se produjo la victoria electoral. Antes de que se hiciera público, me llamó Federico Mayor[2], y me dijo: «Mira, yo creo que vas a ser tú el Ministro de Educación, empieza a pensar en ello».

Hasta entonces, yo mantenía una vida muy independiente. Nunca, por ejemplo, había aceptado ningún coche de la Ejecutiva, siempre conducía mi propio coche, donde quiera que fuese…

La intuición de qué era lo que me esperaba se produjo en la votación de investidura de Felipe. Yo, que no era diputado, estaba siguiendo el acto desde la galería del Congreso, y entonces, de repente, vi a unas personas que me parecieron guardaespaldas —efectivamente lo eran—. A partir de entonces, ya esa misma noche, me trajeron a mi casa en el coche. Y pensé: «Esto es serio… Esto es régimen de prisión condicional».

En ese período, alguien me preguntó: «¿Cómo es la vida de ministro?». Y contesté: «Pues mire, es como vivir en un régimen de libertad condicional, con unos señores que van constantemente detrás de mí…». Aquello se publicó. El Lute escribió una carta en la prensa protestando por mi comentario y aleccionándome: desde mi posición, había que tener más cuidado con lo que se decía. La verdad es que era una vida…

A mí me encanta el anonimato, estar solo, pasear, perderme, meterme en todas partes… La nueva situación, para mí, fue mortal, fue lo peor. Aún hoy tengo pesadillas. Lo que más me agobió no fue la dureza de la gestión, las tensiones, que fueron fuertes en ocasiones, sino esa vida de constante vigilancia. No podía ir solo a comprar, yo qué sé… ni un recambio de bolígrafo. No podía. Y ése fue mi primer descubrimiento. Todo era llegar al Ministerio, subir al despacho, bajar, meterme en el coche, ir a casa… Y el circuito de televisión, salía de casa con el circuito de televisión, subía al coche… Sin un segundo de libertad, sin una parcela de autonomía. Eso fue muy duro. No sé cómo hay gente que puede soportarlo; no sé, incluso, cómo hay personas que pueden anhelarlo. Me angustiaba que fuese a durar para siempre… Fue terrible.

MIRADAS ESCONDIDAS TRAS LAS CORTINAS

Lo soporté. Pero mi ambición era durar lo mismo que Luis Gamir —no quedarme por debajo—, que había sido ministro de Turismo durante tres meses. Pensé que, si duraba menos, bien podía pasar al Libro Guinness de los Récords, y no me hacía mucha ilusión. Quería durar un poco más… pero no seis años.

A favor actuó como motivación mi interés en la Educación. Siempre me había importado mucho; supongo que por eso Felipe me nombró ministro, no por otra cosa. Había tenido mucha relación con la política educativa del Gobierno laborista británico, del gobierno de Wilson, sobre todo. Uno de los profesores que formaban parte de mi comité de tesis doctoral, en Oxford, había sido el principal asesor de educación de Wilson[3]. Además, yo había escrito muchos informes para Felipe sobre Educación, para el debate de moción de censura a Suárez y para el programa electoral del Partido. También había llevado algunas de las negociaciones con los ministros de Educación anteriores: con Seara, en Universidades, respecto de la LAU; con Ortega y Díaz-Ambrona, sobre asuntos no legislativos[4]. Yo creía que la Educación era una palanca muy importante para superar las discriminaciones y para promover la igualdad de oportunidades. Lo creía y lo sigo creyendo, absolutamente. En mi opinión, si el socialismo significa algo, es promover la igualdad y luchar contra la discriminación. Y siempre pensé que la Educación era un camino —y muy importante— para conseguirlo. Y… en fin, tuve una audacia que solamente se explica desde la candidez o desde la ingenuidad.

La educación que me encontré era una educación sin «constitucionalizar». Es decir, la Constitución española establecía la necesidad de una serie de leyes orgánicas que desarrollaran ese ámbito, pero no se había aprobado ninguna… Se había aprobado una, pero había sido declarada inconstitucional. No había Ley de Universidades, no existía una ley que regulara la enseñanza pública y la privada, faltaba una ley que regulara el derecho a la educación… En definitiva, el desarrollo del artículo 27 de la Constitución estaba por hacer. Era una educación infrafinanciada, tenía muy pocos recursos materiales, y era una educación entregada a sectores muy poderosos. De hecho, Suárez había tenido siempre la prudencia de dejar la Universidad en manos medio «progres» y la educación básica en manos, más bien, clericales. No se atrevió jamás a tocar esos asuntos.

Cuando yo llegué a la sede del Ministerio, lo primero que me encontré, por ejemplo, fue a representantes de la Conferencia Episcopal que se escondían detrás de las cortinas. ¡Aunque parezca mentira, así era! El Ministerio de Educación estaba emplazado en un edificio muy viejo. Azaña, en sus Memorias, cuenta que fue una vez a visitar a Marcelino Domingo, ministro de Educación, y, a la salida, comentó: «Acabo de salir del edificio más feo de Madrid». Es un edificio muy feo y tiene unas columnas… Muy sórdido. Cuando yo llegué allí —el día 3 de diciembre— iba acompañado de dos o tres personas: mi secretaria, Joaquín Arango —que era el Secretario General Técnico— y alguien más… Y me encontré —en realidad, no me los encontré, porque se trataba de que yo no les viera— con gente que se escondía, pero que ocupaba el Ministerio.

En Educación, treinta y siete periodistas ocupaban cargos permanentes: percibían nóminas del Ministerio pero no trabajaban para el Ministerio. Cobraban, pero no estaban. Había otros que no cobraban, pero sí estaban: eran, básicamente, miembros de la Iglesia católica. Avanzado el tiempo, durante las negociaciones sobre la enseñanza, demostraron ser personas más o menos sensatas y razonables, pero supongo que, al principio, se escondían tras las cortinas porque estaban intrigados y querían saber quiénes éramos, o si yo tenía rabo y cuernos… Estaban allí, y la gente que me acompañaba se quedó muy sorprendida. Porque estaban todo el día en los pasillos… Días después de mi llegada, entendí por qué estaban allí.

UN INSÓLITO PROCEDIMIENTO

Recibí a los representantes de la Conferencia Episcopal —el principal portavoz era monseñor Yanes; su asesor era José María de la Cierva; el secretario de la Conferencia Episcopal era Fernando Sebastián; y el representante de la FERE, de la Federación de Enseñanza Religiosa, era Martín—. Yanes me dijo que, puesto que estaba demostrando buena disposición para el diálogo, podíamos proseguir con el procedimiento seguido hasta entonces. Y, en ese momento, sacó de la cartera unos borradores de decretos y de órdenes ministeriales, hechos en papel cebolla, un papel muy especial, donde se leía: «Decreto n.º (blanco), Real Decreto n.º (blanco)»; más abajo, seguía el encabezamiento del BOE, un texto y, abajo, la firma: «El ministro de Educación».

Es decir, ¡ellos trasladaban sus deseos directamente en decreto! Escribían el decreto y lo único que se esperaba era que el ministro estampara la firma. Entonces, ¿a qué se dedicaban aquellos que veíamos rondar por los pasillos del Ministerio? Supongo que preparaban aquellos decretos, consultaban a algunos funcionarios o negociaban alguna subvención para el colegio religioso de Titulcia, porque tuviera algún problema pendiente… ¡Yo qué sé! El Ministerio era su casa. Era comprensible: habían pasado muchos años, muchas décadas, y no habían conocido a un ministro sin carácter confesional.

Y yo, que he tenido una educación laica toda la vida, mantenía con ellos una relación particularmente curiosa, porque no acababan de entenderme bien. Le preguntaban a escondidas a Joaquín Arango si detrás de la «causa» no había una razón trascendente. Porque yo no creo nada, no tengo ninguna creencia en la trascendencia, aunque me merezca todo el respeto. Eso les producía mucha perplejidad.

En aquellos días, declaré que me servía de ejemplo histórico la tarea de la Institución Libre de Enseñanza, que me merecía un gran respeto. Recuerdo que se lo conté a Felipe: le dije que acababa de hacer una entrevista en la que manifestaba esa admiración por la Institución. Y me contestó: «Bueno… ya veremos».

Mi madre es muy católica y quería que yo lo declarara, porque, naturalmente, era una situación muy dolorosa para ella. Pero se lo tomó con mucha flema. Mi padre —que ya era muy mayor— nunca se metía en nada; respetaba profundamente mi actuación y siempre me daba un completo apoyo. Con él siempre había tenido una relación muy estrecha[5]. Una vez le preguntaron: «¿Qué le parece la tarea de su hijo como ministro de Educación?». Y contestó: «Creo que es el mejor ministro de Educación desde Romanones». No sé por qué citó a Romanones. Quiero decir que había otros… ¿Romanones? Y eso fue motivo de chanza en la prensa…

A partir de ese momento, empecé poco a poco a coger las riendas. Y a recibir anónimos, cartas…

DE CUANDO LA CONSTITUCIÓN NO OBLIGABA A LA ENSEÑANZA

Mi intención era, por decirlo de alguna manera, «constitucionalizar» la enseñanza.

Por poner un ejemplo, la Universidad estaba todavía regida por la Ley de Ordenación Universitaria de 1943. En esa ley se llegaba a decir: «La Universidad es la falange misionera encargada de expandir el principio agustiniano de que el más saber no acerca a Dios». No es que las universidades fueran precisamente «la falange misionera» encargada de expandir ese principio agustiniano; eran algo completamente distinto. Pero funcionaban sin ley, sin marco normativo alguno. Por tanto, se trataba de «constitucionalizar» esa Universidad, se trataba de aumentar muchísimo los recursos en educación y en investigación, y llevar a cabo una política igualitaria que significa, fundamentalmente, una política compensatoria para superar las desigualdades. Ésos eran los grandes objetivos.

En mi política aposté por la coexistencia y mi esperanza era que existiera cierta comprensión respecto a aquella política. Vamos a ver: en Francia o en Gran Bretaña ha habido siempre una enseñanza privada y una enseñanza privada religiosa —financiadas con fondos públicos— que han podido coexistir perfectamente con gobiernos socialdemócratas y adaptarse a una política socialdemócrata. Y eso es lo que yo pretendía. Cualquiera que hubiera tenido interés por saber qué es lo que yo pretendía hacer, podría haberse guiado por esos antecedentes.

Entonces, para el sector privado, para los intereses existentes, ¿qué podía significar esa no discriminación de la Iglesia ante la «constitucionalización»? Yo les proponía continuar subvencionando los centros, cosa a la que accedieron encantados, y aceptar que las subvenciones cubrieran el coste total de la enseñanza en esos colegios; pero el coste total de la enseñanza en esos colegios no podía ser superior al coste privado real. A cambio, la admisión de los estudiantes en esos centros financiados íntegramente con fondos públicos debía corresponder a los deseos de los padres, no al de los directores. Y, por tanto, ellos no podían excluir estudiantes, por razón de familia o de creencias: deberían dar prioridad en relación inversa a la renta, en el caso de que el número de plazas fuera menor que el número de solicitudes; tendrían prioridad los estudiantes de rentas bajas. Por otra parte, la enseñanza debía ser completamente gratuita, para eso la pagaba el Estado. Si las familias se veían obligadas a pagar, las de renta más baja no podrían nunca matricular allí a sus hijos. Por tanto, dinero público, sí, pero a cambio tenían que prestar un servicio gratuito al usuario, y el usuario preferente sería el de rentas más bajas. Era muy importante, también, dejar sentado que en el seno de los centros no habría discriminación respecto de profesores o de estudiantes por sus creencias religiosas. Ése era el contenido de la LODE y eso fue lo que resultó más explosivo. Mi intención, de todas formas, era hacer una ley que pudiera servir para gobiernos de la derecha, que sabía que la vaciarían de contenido sin necesidad de derogarla, pero que pudiera afianzar una política.

Las negociaciones fueron muy duras. Ellos tenían varias vías para ejercer presión. Una vía era la Federación de Religiosos de la Enseñanza, que solía ser muy prudente, pero que, en el fondo, era muy dura. Otras vías eran la Conferencia Episcopal, la Confederación de Centros de Enseñanza y la Asociación Católica de Padres.

Estos «batallones» fundamentales declararon una huelga en Formación Profesional. Se celebró una manifestación bastante grande, 25.000 asistentes, según los organizadores. Lo que planteaban en enseñanzas de Formación Profesional no obligatoria eran subvenciones incondicionales. Mi respuesta fue un no rotundo.

Ésa fue la primera escaramuza —debió de ocurrir en el verano de 1983—. Y luego, casi inmediatamente, entre julio y septiembre, desencadenaron una guerra que pensaban que podía frenar la LODE… Era aquella historia absurda de los catecismos, y, finalmente, las manifestaciones contra la LODE.

Pero utilizaban otros medios adicionales de presión. Por ejemplo, con motivo de la venida del Papa a España, la Iglesia católica hizo una gestión con Felipe González… para que la LODE no siguiera adelante. Luego, monseñor Díaz Merchán, que era el presidente de la Conferencia Episcopal, solicitó una reunión de emergencia con Felipe —y él lo recibió, estando yo fuera— y le pidió que diese marcha atrás con la LODE. También utilizaron al general Lacalle Leloup —jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor—, que quiso entregar, en dos ocasiones, sendos escritos contra la LODE a Felipe González. Pretendían transmitir el mensaje de que la LODE era una ley que atentaba contra los derechos fundamentales del Ser. Nunca vi el texto, me lo comentó Narcís Serra, que en las dos ocasiones les dijo: «No».

Yo creo que, tanto como el dinero, les preocupaba la selección de estudiantes y el control sobre los propios padres. O sea, la libertad de enseñanza representaba el siguiente escenario: «Mire, yo soy un obrero católico del barrio de Palomeras, y quiero que mi hijo se inscriba en el colegio de El Pilar». «No, no, no; que se vaya al colegio público de Palomeras, que ya va bien servido, que en El Pilar seleccionamos nosotros». Pero, además, querían cargar dinero a las familias. O sea, que el dinero les preocupaba, en el sentido de que, estudiante que admitían, estudiante cuya familia sabía que tenía que aportar cantidades adicionales. Además, para ellos fue un golpe muy fuerte que la LODE estableciera el pago directo a los profesores. Porque naturalmente, el 80 por ciento de la financiación servía para pagar a los profesores y ellos utilizaban contratos de nueve meses: el hecho de que la financiación fuera directamente a la cuenta corriente de cada profesor les arrebataba el control de la situación. Todo aquello les impactó mucho.

CATECISMOS Y ABORTO

La «guerra de los catecismos», que estalló cuando yo apenas llevaba unos meses en el Ministerio, fue una batalla completamente absurda. Se acababa de aprobar la Ley de Reforma Universitaria en el Senado, e inmediatamente se procedería a debatir la LODE. Y la misma noche de la aprobación de la LRU me enteré que, sin previo aviso, la Conferencia Episcopal había decidido imprimir unos catecismos. Entonces, existía una legislación —a mí me parecía aberrante— que ordenaba que los catecismos tenían que ser autorizados por el Ministerio de Educación, lo cual a mí me repateaba: no entendía por qué el Ministerio de Educación tenía que autorizar catecismos.

La impresión de aquellos catecismos se hizo sin la autorización del Ministerio, por lo tanto, no se podían considerar libros de texto. Yo les dije que las normas estaban para cumplirlas: si querían tener una legislación que convirtiera al Estado en vigilante, estupendo, pero deberían cumplir las condiciones; de lo contrario, derogaríamos ese decreto y tan contentos. Sin embargo, no querían que se derogara ese decreto, porque, sin él, otros católicos podían empezar a imprimir catecismos sin «Juanitos». El catecismo que habían publicado estaba lleno de «Juanitos», de fetos[6]

La publicación coincidió con el debate sobre el aborto. Estaba lleno de alusiones al «genocidio» del Gobierno y se mostraba como equivalente al genocidio de los nazis. El hecho de haber incluido ese contenido y de haberlo publicado sin presentarlo ante el Ministerio de Educación era, en primer lugar, un acto político evidente y, en segundo término, era ilegal. Yo no les dije nada sobre el «Juanito», pero sí les advertí que ellos habían hecho que se aprobara un decreto que exigía la autorización del Ministerio de Educación y Ciencia. Por tanto, les dije, «sintiéndolo mucho», no podía dar a esos catecismos categoría de libros de texto: no podían ser distribuidos por los colegios. Les ofrecí la posibilidad de que lo distribuyeran como libros del colegio, pero suprimiendo la autorización del Ministerio de Educación, de forma que cualquier grupo de católicos, cristianos de base, grupos católicos de izquierdas u otros pudieran publicar, si lo deseaban, sus particulares versiones. Así, la versión oficial de la Conferencia Episcopal, con su respaldo institucional, no sería la única existente. Pero eso… ¡jamás! ¡Eso sí que hubiera sido la guerra total! Estuvimos en ese ten con ten… «¡Oiga, mientras tanto, hay 250.000 catecismos que están fuera de la ley porque se han saltado la ley!».

Finalmente, los retiraron. Pero aquella «batalla» fue, básicamente, un intento de meter mucha bulla. Intentaron, de alguna forma, convertirme en una especie de perseguidor, de «comecuras». Todo ello hay que entenderlo en el contexto del debate de la LODE: para ellos era imprescindible que este asunto dañara mi imagen. La verdad, no lo consiguieron.

LAS BATALLAS QUE LE GUSTABAN A FELIPE

Una de mis objetivos era que el apoyo del Partido a la LODE fuera unánime. Y, como se trataba de una ley que tenía, por un lado, la concesión de subvenciones a la enseñanza privada y mantenía, por otra parte, las contrataciones de los profesores y otros detalles… En cualquier caso, yo quería que el PSOE estuviera de acuerdo con ello, que no proclamara la «escuela pública única, laica, etcétera»; quería que el acuerdo fuera monolítico. A propósito de los catecismos: vino por aquí Raymond Carr y me dijo: «¡Vaya favor que te ha hecho la Iglesia católica! Te ha convertido en alguien intocable en el PSOE». Y es verdad, aquello me blindó, toda la batalla contra la LODE sólo consiguió blindarme.

Tuve un blindaje dentro del PSOE, pero, enfrente, tuve a todo el grupo de «resistentes» que dieron también la batalla en la calle en forma de movilizaciones. Recuerdo una anécdota: era un sábado, un día antes de la primera manifestación contra la reforma ¡y los manteles de papel de los VIPS eran una convocatoria a la manifestación! Decían: «Manifiéstate mañana por la libertad de enseñanza…». Sí, tenían una gran capacidad para convocar e intoxicar.

Yo contaba con abundante información —no eran sólo encuestas del CIS—, muchísimos datos, procedentes de servicios de estudios y de otras fuentes, y pude constatar que el apoyo a la reforma de la Educación era de un 75 por ciento, frente a un 20 por ciento: el apoyo era absolutamente abrumador. Porque, frente a la idea esgrimida, «libertad de enseñanza», había otras muy profundamente arraigadas en la sociedad española: que en la educación existían muchas desigualdades, que era un territorio para el privilegio y que había llegado la hora de luchar contra ello. Tal vez estas ideas no persistan ahora en igual medida, pero entonces sí estaban profundamente arraigadas. En esta situación, decir que sólo pretendíamos una ley de convivencia, una ley que suprimiera discriminaciones, una Ley de Educación compensatoria para los que menos tenían pudieran acceder a una educación de calidad, etcétera, daba sus frutos.

Y aprobé la LODE junto con un decreto de becas que las multiplicaban por siete de un plumazo; aprobé un decreto de educación compensatoria para entregar más recursos a las zonas más desfavorecidas —se inició en Extremadura, en mi primer viaje—. En ese sentido, dar más a quien menos tenía, disponer de más recursos educativos para que todo el mundo pudiera profesar por igual… era una garantía. Si la enseñanza es obligatoria, se supone que todo el mundo tiene que ser capaz de llegar al final con buenos rendimientos; el tramo obligatorio no puede ser un tramo discriminatorio. En la Universidad depende todo del talento y del esfuerzo… pero en la educación obligatoria no puedes contar con muchísimos recursos y entregárselos a quien tiene más recursos familiares. ¡Ah!, y aprobé, además del Decreto de Ley de Educación Compensatoria, un decreto de integración de niños y niñas con problemas. La idea de igualdad de oportunidades fue mi contraataque. Así pude soportar el «tirón».

Había una revista cultural que se llamaba Makoki, que decía: «De derrota en derrota, hasta la victoria final». Pues ése era mi lema. Yo siempre creía que iba a ganar al final y siempre tuve la «constitucionalidad de la educación» en mente.

Felipe aguantó muy bien aquella batalla. Le gustaba mucho. ¿Cómo lo soportó? Felipe González se preguntaba, en cierta ocasión, por qué se le había considerado siempre como un dirigente moderado, cuando, en realidad, era mucho más radical. La verdad es que, ante las reformas de Ledesma en Justicia y las mías, en ambos casos, cuando hubo algún «pero», siempre procedía de Alfonso. (Aunque en Educación no opinó mucho…). Con Felipe no tuve más que apoyo. Apoyo total frente a las presiones de círculos del Papa, de monseñor Díaz Merchán, de monseñor Yanes, de Carmen Alvear, del PP con los debates en el Congreso, ante las manifestaciones… Llamaba a casa y me decía: «Bueno, vamos a cenar juntos…».

Hace un tiempo, estuve repasando agendas —porque guardo agendas desde que era un crío— y comprobé que, por aquel entonces, yo veía a Felipe mañana, tarde y noche. Es verdad que somos muy amigos, pero también es verdad que nos veíamos bastante. Su respaldo era muy grande. Por otro lado, recuerdo que, durante la «batalla de los catecismos», Alfonso se preocupó bastante, pensó que podría producir un desgaste… Le preocupaba mucho. Pero ocurría que, en el tema de la LODE, las encuestas del CIS —entre otras, pero Alfonso leía las del CIS— indicaban un apoyo masivo a la reforma. Él nunca supuso que aquello fuera a acabar bien, pero yo estaba convencido de que iba a acabar bien. Yo creo que se encogió bastante con el tema de la opinión pública. Felipe tiene creencias más profundamente arraigadas, sus convicciones son muy profundas, es algo que la gente tal vez no perciba.

RESISTENCIAS DE HIERRO

Nuestra reforma provocaba férreas resistencias porque tocaban «el negocio», pero, sobre todo, tocaba valores e intereses referidos a las actividades de los centros.

El sistema educativo que nos encontramos había sido bastante modernizado por la Ley General de la Educación de 1970. Y eso se lo dije a Díez-Hochleitner[7]. Díez-Hochleitner tiene que tener muy claro hasta qué punto le he expresado públicamente mi reconocimiento, porque fue un personaje importante. Pero seguía siendo un sistema educativo impregnado hasta el fondo de valores, no ya conservadores, sino profundamente reaccionarios, integristas; un sistema impregnado de principios casposos, de principios propios de las películas de la España de la posguerra. Seguía siendo una educación muy, muy «carca», y muy poco tolerante. Además, era una educación extremadamente excluyente, extremadamente discriminatoria, que obligaba a un cierto número de años de escolarización y, en el volumen de recursos dedicados a chicos y chicas de diferentes sectores sociales, había unas diferencias brutales. Y ése era el tipo de cosas que pretendían cambiar nuestras reformas. Valores y negocio.

Tras la aprobación de la Ley General de la Educación de 1970, se ejecutó una política de creación de nuevas escuelas, de nuevos colegios, tarea que se prolongó durante mucho tiempo. La Ley extendía la enseñanza obligatoria desde los once hasta los catorce años, de modo que se creaba la necesidad de construir muchas escuelas. Suárez todavía se encontró con un grave problema de construcciones escolares. Los centros que se crearon eran infames, eran de cartón piedra, hacían aguas, tenían goteras, se pasaba frío dentro, eran instalaciones deplorables, y seguía existiendo, en ese momento, una escasez de aulas dignas muy básicas. A partir de la LGE, se hizo, además, una política de concentraciones escolares; es decir, se propició el abandono de las escuelas de los pueblos pequeños y el traslado de niños y niñas en autobuses escolares hasta núcleos urbanos más grandes. Así se abandonó la escuela rural.

PELEAR CON BOYER

Para paliar ésta y otras deficiencias, el Gobierno socialista aprobó una política de inversiones que dotó de más medios a la escuela: se dijo, entonces, que estábamos construyendo mil puestos escolares al día, cuidando la calidad, es decir, puestos decentes, no puestos improvisados. Era una política que exigía inversiones muy fuertes y que tenía en Miguel Boyer, el ministro de Economía, un peligroso detractor. Porque las inversiones se iniciaron desde el comienzo de nuestra primera legislatura. Es decir, son los años del ajuste económico, entre 1983 y 1985, que tuvo reflejo en otras partidas de los gastos sociales, pero no en Educación. Educación creció muchísimo ya en los primeros presupuestos. Y, naturalmente, Boyer aguantaba este estado de cosas dando batallas muy fuertes, porque, en temas educativos, Felipe me apoyó siempre. Y una de las razones por las que Boyer quiso ser vicepresidente del Gobierno era porque quería poner orden en las inversiones que absorbía la política educativa y que se escapaban al campo de acción del Ministerio de Economía.

Nuestra política pasaba por la construcción de centros escolares y por la recuperación de las pequeñas escuelas rurales. Se llevó a cabo una reducción muy grande del dintel a partir del cual se llevaban a cabo las concentraciones de aulas. Eso me lo trabajé: fui muchas veces a Andalucía, fui muchas veces a Extremadura, fui muchas veces a Asturias… Y me perdía por algunas zonas. Recuerdo haber estado en Asturias, por la montaña, en un jeep, viendo el pequeño pueblecito rural, conociendo a la maestra, su pequeña escuela… Estas actuaciones iban dirigidas a cumplir el Decreto de Educación Compensatoria que contemplaba la creación de escuelas pequeñas y de centros de recursos: una especie de pequeña galaxia de pequeños centros escolares, y un gran centro de recursos que podía atenderles. ¿Que necesitaban vídeo? No todos podían tener vídeo, pero cada centro de recursos atendía a cinco o seis escuelas. Y, lo mismo, con los profesores de apoyo. El Decreto de Educación Compensatoria era un decreto de apoyo a escuelas rurales pero también a los centros ubicados en barrios urbanos particularmente desfavorecidos. Entonces, yo me iba a polígonos abandonados en grandes ciudades, en Sevilla, en Madrid… a ver cómo se creaban esos centros de profesores y esos centros de recursos.

Ésa fue una política muy importante y significaba dar más a los centros que tenían mayores necesidades. Lo de los autobuses escolares… Lo de los autobuses escolares era una especie de pesadilla. Era otro terreno del «negocio», pero, además, era dramático para las familias, porque era una separación muy prolongada, era un recorrido muy largo para los niños… Era una auténtica basura.

Quizás por todo esto, la sociedad descubría, por aquella época, muchas bondades en la escuela pública. Pero los círculos beligerantes contra la reforma no lo supieron interpretar. La única razón por la que se abre la batalla es porque hubo unos que interpretaron mejor que otros a la sociedad española. Ésa fue la batalla. Y no importaba la cantidad de personas que sacaran a la calle en manifestaciones, porque el apoyo con el que contábamos estaba muy claro, no era un espejismo. Agitaron mucho, pero eso no me preocupó. Desde luego, era una peste, pero, la verdad, tuve mi compensación con la alegría que me llevé cuando salió la sentencia del Tribunal Constitucional favorable a la LODE.

«QUIEN SE ACUESTA CON NIÑOS, SE LEVANTA MOJADO»

El segundo Gobierno arranca inmediatamente después de ese fallo del Constitucional. Tuve noticia de la sentencia estando en el Instituto Astrofísico de Canarias, en una reunión de ministros de la Ciencia. El Instituto tiene un Patronato y yo me encontraba allí con Javier Solana y con Miguel Boyer. Este segundo Gobierno se forma, en 1985, sin Boyer. Es la etapa de Carlos Solchaga como ministro de Economía.

Yo quiero resaltar mi aprecio intelectual por Boyer, por su capacidad como ministro de Economía y Hacienda. Felipe no tenía nada clara esa crisis de Gobierno, y había estado jugando con varios escenarios, desde un Gabinete con un vicepresidente, hasta otro con varios vicepresidentes. Me lo contó a mí, personalmente, en un antiguo despacho del PSOE. Yo no sé si Felipe, durante ese pulso que le echó Boyer por conseguir la Vicepresidencia del Gobierno, le había dado, sin querer, algún tipo de esperanza. También es verdad que hay mucha gente que escucha a Felipe y cree que le está diciendo sí a lo que son solamente sus propios deseos… Es decir, Felipe es una especie de espejo: muchos de los que hablan con él se quedan con la sensación de que les ha dado la razón, cuando en realidad apenas ha abierto la boca. Yo estoy convencido, por tanto, de que Boyer creyó que tenía posibilidades, pero también estoy convencido de que Felipe no estaba en absoluto de acuerdo. Como me dijo Felipe, «quien se acuesta con niños, se levanta mojado».

Toda aquella historia la viví con sorpresa. Recuerdo que esa noche tuvimos una cena inolvidable en La Moncloa y luego, algunos, fuimos al Parque del Oeste —Solana, Joaquín Almunia, Ernest Lluch—. Todavía estábamos bajo el impacto del cese de Boyer como ministro. Yo creo que para Felipe aquella situación fue desagradable. Boyer había hecho un trabajo eficaz en Economía y lo relegaba en un momento en el que la economía empezaba a recuperarse. El nombramiento de Solchaga significaba una continuidad en las políticas de Boyer, pero, aun así, se podían producir estertores. Porque Felipe tenía que saber también que el nombramiento de Boyer como vicepresidente no solamente hubiera generado un enfrentamiento con Guerra de una manera muy explícita, sino que habría generado una situación imposible de mantener. Imposible respecto al ministro de Sanidad, al de Agricultura, al de Educación y otros: las tensiones se hacían visibles respecto a los ministros «finalistas», no respecto a los «instrumentales».

Yo llegué al segundo Gobierno con un gran trabajo legislativo realizado. Habíamos aprobado alrededor de quince decretos, estaba aprobando los estatutos de todas las universidades, estaba acabando el proceso de descentralización de la educación en las Comunidades Autónomas… Habíamos sacado adelante la aprobación de la LODE, la aprobación de la LRU, la aprobación del Decreto de Integración de niños y niñas con minusvalías, la aprobación del Decreto de Becas, la aprobación del Decreto sobre Política de Educación Compensatoria, la puesta en marcha de la Ley de la Ciencia, estábamos en el comienzo de lo que fue una gran experimentación, iniciada en enero de 1983 —esas cosas que el PP no experimenta porque son sabios de nacimiento—, que condujo a la Ley de Calidad, a la LOGSE… En fin, una larga lista.

En ese momento, además, tenía que poner en marcha la LODE y todos sus decretos gracias al fallo del Tribunal Constitucional que respaldaba la política educativa. Pero yo, en el verano de 1985, cuando se produce esta sentencia, me dije: «Ha llegado el momento de cambiar». Tenía muy presente lo que una persona de CiU, que había respaldado la LODE, en algún momento crucial, me había dicho: «Deberías de pensarte si es bueno que aquel que introduce la reforma sea aquel que la ejecute».

Pero no tuve mucho margen. Porque lo único que se planteó en el cambio de Gobierno de 1985 era quién se encargaría del Ministerio de Asuntos Exteriores —Fernando Morán abandonó el Gobierno en aquella remodelación—. Asuntos Exteriores… era un Departamento que no me interesaba absolutamente nada. Hablé por teléfono con Felipe y me dijo: «Bueno, ciudadano, te llamo aunque no pienso cambiarte. Así que no des nada por supuesto. Pásate por aquí y charlamos». Nos vimos, y me dijo: «Pero ¿qué pasa? No sé por qué te quieres ir de Educación. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Te apetece encargarte de Exteriores?». Y contesté: «Me suicido». Felipe González insistía: «¿Por qué no te gusta? Ese político británico que tanto admiras, Tony Crossland, fue primero ministro de Educación y después ministro de Exteriores…». Y yo le contesté: «Pues porque fue un fantástico ministro de Educación y un desastroso ministro de Exteriores; y, además, se murió siendo ministro de Exteriores. ¡No duró ni un año! ¡Ahórrame ese trago!».

Me horrorizaba la idea.

OTAN, MISIÓN SECRETA

Yo trabajaba de catorce a dieciséis horas al día en temas del Ministerio. Viajaba mucho, pero veía cómo se iban dibujando las cosas en el Partido. No era miope. Había formado y seguía formando parte de la Comisión Ejecutiva. Iba a las reuniones de la Comisión y, por ejemplo, en octubre de 1984, se planteó en la Ejecutiva de Madrid el primer debate sobre la OTAN. Empezó la reunión y Javier Solana, de forma admirable, planteó el debate de lo que luego sería el «Decálogo». El debate se plantea dos meses antes del Congreso del Partido que —en noviembre o diciembre— trataría el tema.

Primero, como digo, habló Javier y, después, hablé yo. Javier recordó que habíamos congelado la entrada en la Estructura Militar Integrada pero que teníamos pendiente la otra mitad del compromiso electoral, que era celebrar un referéndum. Recordó que ya llevábamos casi dos años en el Gobierno, que teníamos que plantearnos el referéndum y que debíamos hacerlo en unas condiciones que probablemente estarían asociadas con la integración en la estructura militar de la OTAN. Yo dije aproximadamente lo mismo. Recuerdo que la siguiente intervención fue la de Guillermo Galeote, que comentó que era sorprendente el proceso de conversión «pro-otanista» de algunos. Yo creo que tampoco habíamos dicho nada particularmente «pro-otanista», pero cabe imaginar que no dejaba de sorprender ese proceso de conversión al «pro-otanismo» de los miembros de la Ejecutiva. Pero fue una reunión relativamente suave. No fue una reunión crispada.

Por esas fechas, yo hice unas declaraciones sobre la OTAN —era una entrevista larga en Diario 16—. Recuerdo que Carmen Romero estaba indignada: no entendía por qué me habían tenido que hacer a mí una entrevista sobre la OTAN. O sea, que yo era ministro de Educación, pero estaba en todo, y no era miope. Además, yo creía que Felipe había abandonado demasiado al Partido. En aquel momento —aunque parezca mentira, desde la perspectiva actual—, yo era bastante apreciado en el seno del Partido. Solana tenía más reticencias que yo en el Partido.

Recuerdo ahora aquella fotografía de Felipe con las gafas de sol, en aquel mitin contra la permanencia en la OTAN… Felipe lo creía de verdad.

Hago repaso. Después de la moción de censura del PSOE a Suárez —en abril de 1980—, Felipe empieza a pensar en la victoria de los socialistas. En septiembre se celebra el debate de la moción de confianza de Suárez; en febrero, el intento de golpe de Estado… Felipe me encarga que haga un informe en el que trabajamos tres personas durante dos meses. Y ese informe incluye un apartado en el que dice que una manera de desactivar acciones golpistas en el Ejército español sería la OTAN. Por primera vez, se alude a un referente externo, no interno. Felipe estaba absolutamente de acuerdo con mi informe, excepto por ese aspecto; ese argumento le parecía aberrante. Y para rebatirlo, Felipe invocaba ejemplos: «¡Pues sí que en Grecia ha evitado el golpe de Estado la OTAN! ¡O en Turquía!». En privado, era así de drástico. No era un planteamiento táctico o electoralista: estaba profundamente en contra. Era genuino.

Su filosofía no era antimilitarista, era partidario de la «opción sueca»[8]. En octubre de ese mismo año, 1980, Felipe intervino en el Comité Federal y habló del problema. Mantiene su teoría: se desmarca de la OTAN. El Parlamento español vota la entrada en la OTAN. Pero esa decisión tiene que ser ratificada por cada uno de los gobiernos miembros, por tanto, cabía la posibilidad de que algún gobierno dijera que no le gustaba España, lo cual era inimaginable.

Entonces, la Ejecutiva me encargó —porque se suponía que yo era un hombre discreto— que viajara a Noruega, a Bélgica y a Holanda para hablar con los socialistas y tratar de convencerles de que vetaran la entrada de España: el argumento era que el PSOE estaba en contra y que se iban a celebrar elecciones muy pronto en España: más valía esperar. Era una maniobra dilatoria. No se pedía que dijeran «no» a España, por supuesto que no, nadie iba a hacerlo, pero se solicitaba que se aplazara la decisión por razones de prudencia, porque sería pésimo que se produjera un debate sobre la OTAN en un país recién admitido, ya que podía crear fuertes tensiones.

Los socialistas que me reciben en esos países me dicen: «Pero, bueno, ¿cómo se te puede ocurrir que vamos a decir eso cuando tenemos a nuestros votantes en las puertas del Parlamento, pidiéndonos que nosotros mismos rechacemos…? No hay manera de hacer eso… Lo lamentamos mucho, pero si el Gobierno de Calvo Sotelo decide que quiere estar en la OTAN, igual que estamos nosotros, no tenemos nada que hacer».

Fracasé rotundamente en esa misión secreta.

Pero Felipe no cejó en su empeño y fue a ver a Papandreu[9], para que los griegos dijeran que no. Y Papandreu, que en las elecciones de 1981 se había comprometido también a celebrar un referéndum sobre la permanencia en la OTAN —y, al revés que Felipe, no convocó jamás el referéndum—, no le hizo tampoco ningún caso. Es decir, Felipe llegó incluso a implicarse personalmente para que algún Parlamento dijera: «Esperen ustedes».

CONGRESO DE 1984: SACAR AL GOBIERNO DE LA DIRECCIÓN DEL PARTIDO

Ya en aquellos momentos se empezaban a fraguar muchas cosas en el Partido. En el congreso de 1984 se plantea el tema de las incompatibilidades entre miembros de la Ejecutiva y miembros del Gobierno. Y, obviamente, quienes estábamos en ambos órganos éramos Almunia, Solana y yo. A Joaquín no le preocupaba mucho el tema, a Javier le ponía enfermo la actitud de Alfonso. Yo le advertía a Felipe: «Todo lo que está viniendo al Congreso viene de Alfonso Guerra…». Quien estaba haciendo toda la campaña, básicamente la distribución de fotocopias, era alguien que después se convirtió en un «antiguerrista» furibundo, Nacho Varela, que tuvo un protagonismo muy grande en aquella supuesta demanda masiva de incompatibilidades, que no existían por ninguna parte. Felipe no era consciente de que todo lo estaba moviendo Alfonso. Yo le decía: «Esto no viene de las Federaciones, viene de este mismo edificio, de “semillas” de este edificio». Felipe nos pidió, a Joaquín, a Javier y a mí, que no diéramos ninguna respuesta, lo cual fue un error tremendo, porque hubo muchas federaciones que vinieron a pedir mi opinión: federaciones de Andalucía, por ejemplo, y otras muchas —por eso yo percibía que era bastante querido en el Partido—.

Había remolinos. La intención de Alfonso, en definitiva, era sacar al Gobierno del Partido y, eventualmente, que quien decidiese la sucesión de Felipe fuese el Partido. Es decir, que el Partido acabase siendo quien dijera de qué forma debía hacerse todo y quién debía gobernar.

Lo que ocurrió en aquel Congreso iba a ser algo muy importante para entender lo que pasó después, muy importante. Porque las incompatibilidades afectaron a todas las Ejecutivas, no sólo a la Federal. ¿Qué consecuencias tuvo? Que los únicos que eran compatibles eran el presidente y el vicepresidente del Gobierno, de cualquier gobierno, también de los regionales, de tal forma que el Partido Socialista pasó de ser un partido con una Ejecutiva muy fuerte a ser un partido con una estructura de «barones». La consecuencia fue que José Bono era presidente y secretario general del Partido en Castilla-La Mancha; Juan Carlos Rodríguez Ibarra era presidente y secretario general en Extremadura; en Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla era presidente y secretario general.

Alfonso no percibió que, con esa estrategia, lo que consiguió fue hacer emerger el poder de los «barones», que, andando el tiempo, le quitarían el poder a él. No se dio cuenta de eso. Alfonso acabó pereciendo por su propio invento: él mismo fue decapitado por «la conspiración de los barones». Pero, en aquel momento, Alfonso no se dio cuenta. Él creía que el poder más importante lo tenía la Ejecutiva de Madrid, y es cierto que entonces su poder era enorme. Por ejemplo, la Ejecutiva de Madrid decía en Asturias: «No se forma un Gobierno de coalición», y no se formaba. Era una Ejecutiva muy fuerte, y él era el que tocaba el pito. Y eso iba a continuar. Recuerdo que, una vez, Joan Lerma le dijo que quería ejercer no sé qué competencia en la Comunidad Valenciana y Alfonso le dijo que no, que no lo hiciera. Lerma le contestó: «Oye, Alfonso, tengo capacidad para tomar esta decisión» —porque era el presidente de la Comisión—; y Alfonso le dijo: «Y yo tengo capacidad para destituirte».

Él creía que con este tipo de intimidación «vía Partido» podía tener controlados siempre a los poderes regionales. Lo que no calculó es que los poderes regionales, con participación en la Secretaría General y en la Presidencia de los gobiernos autónomos, vivirían un momento de inmensa transferencia de recursos. Antes, tenían cuatro duros, pero, a partir de ese mismo año de 1984, precisamente, empezaban a ser un poder con dinero y con fiscalidad. Pero eso Alfonso no lo previó.

Yo me estaba dando cuenta de todo lo que pasaba, también de que Felipe tenía abandonado al Partido. Felipe González estaba completamente dedicado al Gobierno. Yo no entendía por qué Joaquín Almunia se prestaba a ese juego de no montar bronca. A Felipe, pasado el tiempo, aquella decisión sobre las incompatibilidades le causó bastantes disgustos… pero, durante mucho tiempo, él no se dio cuenta de lo que ocurría. Él pensaba que Alfonso tenía excesivo poder, pero no valoraba que ese excesivo poder podría engendrar un principio de divisiones sectarias dentro del Partido. Porque, al fin y al cabo, lo que mucha gente del Partido pretendía no era «ir contra Alfonso», sino decirle: «Oye, Alfonso, párate. Es que, si no, vas a echarnos a todos… Vamos a trabajar juntos…». Alfonso se aprovechó de que Felipe tenía un cierto pudor, una cierta indecisión. Por eso no quería hablar con Alfonso. Alfonso abandonó el Gobierno después de que, como poco, mantuvieran cuatro reuniones. Pero su cese, según me consta, se resolvió por escrito.

UNA CARTA A FELIPE

El tercer Gobierno se forma después de un año muy duro, porque es el año del referéndum de la OTAN. El referéndum se celebró en marzo y las elecciones, en junio. Fueron dos campañas seguidas y, por tanto, agotadoras. La de la OTAN había sido extremadamente dura, personalmente para mí y para muchos miembros del Gobierno.

Yo había tenido mis reticencias respecto de la posición del Partido en 1981 y en 1986, finalmente, se convoca el referéndum con dos cuestiones que resolver. La primera, cuál iba a ser la posición del Gobierno, ya se había resuelto con el famoso «Decálogo»: se proponía la permanencia en la OTAN fuera del Mando Militar Integrado, la retirada de tropas americanas de España, la no nuclearización… La posición estaba ya aclarada.

La segunda cuestión era resolver la presión y los muchos intentos de influir sobre la posición del Gobierno. La presión para que no se convocara el referéndum era doméstica y exterior. La presión interna tiene procedencia diversa, incluida la de medios económicos. Y la exterior llega, fundamentalmente, de gobiernos extranjeros que consideraban que la convocatoria de un referéndum sobre la OTAN creaba un precedente muy complicado. Esta preocupación la compartían gobiernos de países de la OTAN y otros gobiernos cuyas políticas de seguridad podían, de repente, convertirse en vulnerables por demandas idénticas de referéndum. Y, por otra parte, la opinión pública, que se reflejaba en encuestas, mostraba muy claramente el deseo de los ciudadanos de que España saliera de la OTAN.

No iba a ser una campaña fácil. De hecho, parecía que iba a ser una campaña perdida.

Felipe encajaba todas las presiones —incluidas las del poder económico— con mucha autonomía. Quiero decir: él recibía las presiones pero su capacidad de decisión era muy autónoma. En el Consejo de Ministros no se suele debatir mucho de política, como decía Ernest Lluch, así que yo, a veces, cuando sentía muy profundamente algún asunto, me comunicaba con Felipe mediante una larga carta, una especie de «carta río». Y, entonces, le escribí una larga carta sobre el referéndum. En la misma, probablemente me equivocaba en la recomendación, pero le recomendaba vivamente convocar el referéndum. ¡Qué insensato! Yo creía que estaba en juego no solamente la credibilidad del Gobierno socialista y la suya en particular, sino que nos jugábamos, muy claramente, la percepción que de los políticos tuvieran los ciudadanos. Para mí, éste era un tema muy importante. Un gobernante puede decir: «Mire, asuntos que escapan de mi control…». Si hay mucho desempleo, por ejemplo, se puede explicar: «Mire usted, ¡qué se le va a hacer! Hay una crisis económica mundial: no todo depende de mi decisión…». Pero hay temas que dependen al cien por cien de la decisión del Gobierno, por ejemplo, despenalizar el aborto: es una decisión que depende del Gobierno, no depende de cómo evoluciona la economía mundial. ¿Convocar o no un referéndum? Pues, mire usted, depende de la voluntad del Gobierno. Si el Gobierno no lo convoca es porque no se fía, y al fin y al cabo, la política es cosa que se hace para los ciudadanos.

Yo creía en esos planteamientos ingenuos, y sigo creyendo. Pero es verdad que, desde el punto de vista político, probablemente era imprudente. A Felipe le convenció mi enfática carta y, ante mi horror, la leyó en el Consejo de Ministros… No hubo mucho debate, porque el Consejo estaba a favor de la convocatoria. En aquellos momentos —la percepción de los plazos varía muchísimo según sea retrospectiva o estés en el ojo del huracán—, teníamos la sensación de que quedaba una eternidad hasta las elecciones generales. Por tanto, el argumento de aplazar el referéndum y subsumir la pregunta respecto de la OTAN en el programa del PSOE de las elecciones generales era como remitirlo a un futuro bastante distante. Pero era una tentación. De hecho, fue la opción que concibió Papandreu en el caso griego: su compromiso fue sumergir la cuestión de la OTAN en las elecciones generales.

Se tomó la decisión de convocar el referéndum, pero la opinión pública contra el mismo era abrumadora. Y yo creo que el Partido tuvo una respuesta muy tardía, mientras que la persistencia de la opinión pública en contra hizo que, en algún momento, la situación pareciera verdaderamente grave. Finalmente, se decidió contrarrestar ese estado de opinión con una campaña del propio Gobierno y del Partido.

Recuerdo que Alfonso Guerra —durante un Consejo de Ministros— dijo que los ministros más políticos iban a participar ese fin de semana en campaña. Faltaban aproximadamente dos semanas. Y fuimos de campaña Javier Solana, Joaquín Almunia, Paco Fernández Ordóñez y yo. Y a mí me tocó ir a Vallecas. Creo recordar que era un domingo por la mañana y creo recordar que mi intervención coincidía con un acto de la «Plataforma por el NO»; su convocatoria la seguían alrededor de medio millón de personas, mientras que sólo unas decenas de personas acudían a los teatros donde actuábamos los miembros del Gobierno.

«OS QUEDAN QUINCE DÍAS»

A mí, pese a todo, no me resultaban duros estos actos, porque yo estaba a favor de la posición del Gobierno. Me parecía que era una posición inteligente y astuta, sin duda la mejor, por eso la defendía con mucho convencimiento. La televisión, se supone, era una buena aliada durante la campaña, pero… yo recuerdo una toma de televisión de La Primera —en realidad, todos los planos eran bastante tremendos— en la que se veía al Gobierno absolutamente al borde del pozo. En una entrevista en televisión, defendí, pero con mucho convencimiento, que nuestra posición me parecía genuinamente de izquierdas. Y me lo sigue pareciendo. Me respondían: «Pero hay sectores de la izquierda que piensan que se puede votar “no” y, sin embargo, apoyar al Gobierno». Tras unos breves segundos de silencio, contesté con rotundidad: «Las cosas no son así». Y, después, algunas personas me preguntaron: «¡Santo cielo! ¿Qué quiere decir eso?».

El Gobierno no contó con que la campaña se iba a desarrollar de una manera muy imprevisible. Porque el Gobierno pensó que toda persona que considerara que nuestra posición era razonable iba a recomendar el voto afirmativo. Pero la Alianza Popular de Manuel Fraga tuvo la brillante idea de no respaldar al Gobierno; ni siquiera el CDS quiso respaldarnos; por supuesto, tampoco IU. Con lo cual, el PSOE se encontró más solo que la una. Eso convirtió automáticamente la consulta en un plebiscito. Por tanto, cuando dicen que los socialistas convirtieron la campaña del referéndum en un plebiscito, aunque no fuera ésa nuestra intención, tienen razón.

Entonces Felipe González planteó aquella pregunta: «¿Quién gestiona el “no”?». Era inevitable plantearlo así. Felipe ha dicho muchas veces que, tal y como se habían planteado las cosas, él no lo iba a gestionar. En todo caso, se habrían celebrado unas elecciones generales sin Felipe González.

La campaña fue absolutamente a cara de perro y a mí me correspondió una barbaridad de actos: en el País Vasco, en Cantabria, en Zaragoza, en Málaga, en Valencia, en Alicante, en Madrid… Recorrí España. Exceptuando la Comunidad Valenciana, donde los actos se desarrollaron muy pacíficamente, todos los demás fueron actos extremadamente violentos, en el sentido de que intentaban reventarlos, quemaban neumáticos en la puerta… Se producía todo tipo de incidentes. Pero, bueno, esas situaciones me van muy bien al cuerpo, me va la marcha. (Mejor: me iba; porque estos tiempos ya no son los mismos).

Vivíamos con la extraordinaria duda de que se ganara el referéndum. Recuerdo que, cuando iba por la calle, siempre había alguien que me decía algo así como: «Ya solamente os quedan quince días», o «Ya solamente os quedan tres días». Y, entonces, yo, que no era diputado —no había querido serlo—, pensaba: «¡Ay! ¡Qué bien! ¡Dentro de quince días, vuelvo a la Universidad!». Me venía bien imaginarme libre, porque vivíamos una situación límite.

El día del referéndum, tuvimos Consejo de Ministros y Felipe me invitó a quedarme a comer en La Moncloa. Pasé esa tarde con Carmen y con él, y recuerdo que ella y yo nos pusimos a hablar de educación. Y Felipe, en una única expresión de impaciencia, dijo: «¡Pero cómo podéis hablar de educación si podemos perder el referéndum!».

Unas horas antes, cuando Felipe y yo nos habíamos quedado solos en la sala del Consejo —antes de subir a comer al primer piso—, me había dicho, con ese tono suyo, un poco irónico, y señalando a la mesa: «Bueno, a ver quién se hace cargo ahora de esto…». Existía la incertidumbre, que era muy fuerte y, desde luego, si hubiera ganado el «no», él no habría continuado al frente del Gobierno. Todos nosotros teníamos, por supuesto, la sensación de que, a mitad de camino, nos jugábamos nuestro proyecto socialista a una única carta. Entonces, todos éramos jóvenes, pero yo en absoluto tuve una reacción conservadora, en el sentido de que hubiera sido más prudente no convocar el referéndum. Eso no lo dudé en ningún momento. Con Felipe prefiero no debatir este tema porque los dos sabemos que tenemos opiniones distintas. Él ha repetido la suya muchas veces: para él aquello fue un error; para mí, no. Se habló mucho de las repercusiones que el referéndum podría tener en el voto en las elecciones generales. Y se ha dicho muchas veces que la pérdida de votos en esas elecciones —el voto socialista cae de un 48 a un 44— es imputable, básicamente, al tema de la OTAN. Yo no creo que sea cierto, porque he hecho bastantes estudios sobre eso. Me parece que el voto de la OTAN no condicionó en absoluto el voto socialista de 1986.

YO PAGUÉ LOS PLATOS ROTOS

Yo sí tuve que pagar las consecuencias del referéndum: el amplio colectivo que gestiona el Ministerio de Educación comenzó a mostrar un enorme escepticismo. Es decir, el Ministerio de Educación y, particularmente, yo, nos habíamos podido beneficiar de una cierta identidad «progre», después de todas las batallas de la reforma de la enseñanza contra los sectores más reaccionarios; a partir de la campaña de la OTAN, eso cambió radicalmente. Tengo esa sensación. Cambió, en el sentido de que muchos sectores de la enseñanza —sobre todo de la escuela pública— que eran «anti-OTAN» no perdonaron fácilmente la posición «pro-OTAN» del ministro de Educación. Y yo me sentía muy incómodo en esa situación.

También tengo que reconocer que quizá el PSOE no fue suficientemente generoso a la hora de explicar —o incluso a la hora de aceptar— la crítica y que, en ocasiones, el tema se planteó con una dosis excesiva de beligerancia. Esa actitud, recuerdo, a Javier Solana, por ejemplo, le producía muchísimo dolor. Pero el tema se planteó en una situación tan extremadamente adversa —la diferencia en intención de voto era siempre superior a veinte puntos—, la situación auguraba una derrota tan absoluta que había que defenderse con argumentos con los que, muchas veces, no se podía estar de acuerdo. Eso sí es verdad.

Lo que ocurría era que, de entrada, a mí me había parecido completamente estrambótica la argumentación del PSOE en 1981. Es decir, para mí, lo que realmente fue un trago muy amargo fue la posición del Partido sobre la OTAN en los años 1981 y 1982, tener que viajar para proponer que no nos dejaran entrar en la organización y, finalmente, tener que volver, unos años después, a defender la integración en las mismas zonas de Madrid donde había defendido lo contrario. Pero, al menos, creía en la nueva posición mucho más que en la anterior.

Además, yo había vivido varios años en Gran Bretaña, conocía bien la política británica, había pertenecido al Partido Laborista antes que al Partido Socialista, había vivido ya las polémicas internas en el seno de la izquierda sobre las políticas de defensa y sobre el papel de la OTAN, y había acumulado mucha información al respecto. Y me parecía que estar fuera de la OTAN era una posición inviable.

La defensa de esta opción resultaba «contaminante» para una izquierda que se consideraba más «pura». Y yo, que viví varios altibajos por el tema de la Educación, tuve que añadir a mi currículum el asunto de la OTAN: o sea, que quedé «marcadito».

LEYES «BOMBA»

En las elecciones generales de 1986 —campaña añadida que representó un esfuerzo muy, muy grande—, participé en cerca de cuarenta actos públicos. Acepté presentarme a diputado y cometí el error de mi vida, porque eso significa que hay que estar mucho más pendiente de la política para sobrevivir. Y yo no quería ser un político que dependiera de la política, y que a los 60 años tuviera que buscar a alguien que me encontrase un hueco o una bicoca, porque ser político fuera lo único que supiera ser…

Me presentaba como cabeza de lista por Valencia. Primero, porque en Valencia tenía repercusiones personales importantes y, segundo, porque dije que lo aceptaría si se adoptaba esa decisión por unanimidad en las agrupaciones del Partido Socialista del País Valenciano (PSPV). Y tal circunstancia se produjo.

Llegué al verano cansado… Ya en la crisis de 1985 le había pedido a Felipe que me cambiara de Ministerio…

En septiembre comenzó el debate de los presupuestos y me encontré en una situación verdaderamente complicada: en el presupuesto inicial para 1987 no había dotación para afrontar las reformas educativas. Y, de nuevo, tengo que librar una enorme batalla para conseguir la suficiencia presupuestaria. Recuerdo que Narcís Serra me dijo: «Bueno, hay algunas leyes… Ándate con cuidado, José Mari, porque algunas leyes se pueden convertir en una bomba de relojería». Aquello significaba que, si no hay recursos para llevar a cabo determinadas leyes, ¡vaya una gracia para el que las aprobó!

Dada la situación, aproveché una reunión con Felipe para decirle que creía que había llegado el momento de empezar a pensar en irme… Felipe entendió que las elecciones habían ratificado al Gobierno. Por lo tanto, hizo un pequeño cambio en el Gabinete, pero aplazó el cambio importante para meses más adelante. Yo estaba emplazando mi salida del Gobierno para ese cambio pendiente. Él me comentó: «Sí, en ese cambio… Vamos a ver, porque quiero cambiar, entre otras cosas, la estructura del Gobierno… La figura de los secretarios de Estado y secretarios generales… Pero ¿a santo de qué te entra esta manía de querer dejarlo?». Y le dije: «Me quiero ir porque quiero escribir un libro». «Eso queremos hacerlo todos». Así me despachó.

Uno no tiene tiempo casi para nada, porque va siempre corriendo detrás de las cosas… Empezó la campaña de las elecciones vascas y allí que me fui: lanzado. Y cuando estaba en plena campaña de las elecciones vascas —las generales habían sido en octubre; la campaña en Euskadi se desarrolló en noviembre—, donde también fui sumergido en multitud de actos, me notificaron que se había convocado una manifestación de estudiantes: se había corrido el rumor de que se iban a suprimir los exámenes de septiembre.

Recuerdo que mi hijo mayor me dijo: «Oye, ¿no se te estará ocurriendo la loca idea de quitar los exámenes de septiembre? Porque está corriendo ese rumor por todas partes y, desde luego, si se te ocurre esa idea, la mitad de mis amigos tienen que repetir curso». Yo pensé: «¿A quién se le habrá ocurrido tan estrambótica idea?».

CUANDO COMIENZA A SONAR EL RÍO

Hablé con Alfredo Pérez Rubalcaba, que ya había empezado a decir en alguna emisora de radio que no era verdad, que no se había pensado jamás en suprimir los exámenes de septiembre. Cada vez que alguien del Ministerio lo negaba, lo único que hacía era avivar el incendio: «Si lo están negando, es que algo habrá». «Si el río suena, agua lleva».

En fin, me dijeron que se había convocado una manifestación en contra de la supresión de los exámenes de septiembre. ¡Qué cosa más extraña! Aunque nadie se lo crea, lo único real eran unos documentos, una reflexión sobre papel, completamente arbitrista, de la FETE-UGT (Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza-UGT), de pedagogos del sindicato que decían que la segunda vuelta en septiembre no era pedagógicamente idónea —llegaban muchas ideas locas—. Poco tiempo después, podían verse a miembros de FETE-UGT encabezando las manifestaciones contra la supresión de los exámenes de septiembre, supresión que jamás había estado en los planes del Ministerio de Educación. Se generó esta extraordinaria «bola», pero, la verdad, ya había bastante malestar por diferentes razones…

La protesta procedía, sobre todo, de la educación secundaria. Eran chicos de quince, dieciséis o diecisiete años. Hubo una primera manifestación, no muy grande, pero con mucho eco. Aún estaban calientes los rescoldos de la OTAN y era la primera manifestación estudiantil después de varios años.

Una primera causa del descontento generalizado era, en mi opinión, un desempleo bastante considerable entre la población joven. No es que aquellos muchachos estuvieran experimentando ese desempleo, sino que tenían pánico a la finalización de los estudios, a que la educación dejara de proporcionarles una especie de paraguas de seguridad. Esa situación producía muchísima incertidumbre en todos los institutos y fue el comienzo de una espiral de conflictos extremadamente dura. Daban ganas de estar en esa manifestación, porque ¿cómo no va a entender uno esa preocupación? Fue desgarrador. Y fue desgarrador para mí y para Alfredo Pérez Rubalcaba. Fue una pesadilla. Porque uno estaba completamente con el corazón ahí, en la angustia de los estudiantes.

Yo no puedo asegurar cuál era la razón del descontento. Ojalá lo supiera, pero mi impresión es que… entonces estaba empezándose a notar el efecto del crecimiento económico, pero hasta entonces no. Es decir, son los primeros meses de crecimiento económico y el desempleo era muy elevado. En la población de dieciocho o diecinueve años, el desempleo podía alcanzar el 40 por ciento.

¿Por qué se produce la protesta en ese momento? Yo tengo la sensación de que, probablemente, el tema de la OTAN había dejado a muchos sectores dolidos y la idea de que «el Gobierno es responsable de muchos errores y es hora de exigir y de exigir mucho más» se transmitió también a los estudiantes. No es que la protesta surgiera en su seno, sino que fue también incentivada… Y prendió como una llama.

Lo que me sentaba fatal era la idea de que yo utilizaba argumentos «para defenderme a mí mismo». Mi apego al Ministerio de Educación y Ciencia era cero. Además, en ese momento, tuve una experiencia personal dolorosa, que, digamos, me dejó entontecido un poco… En diciembre, murió mi padre… Son esas cosas que… Se supone que los políticos tienen que ser insensibles. Eso de que los políticos tienen que tener piel de elefante… yo no lo he creído jamás, no veo por qué razón tiene que ser así. Aquello me afectó mucho.

«DE UN VIEJO HISTORIADOR A UN JOVEN DIRIGENTE SOCIALISTA»

En el debate de la LODE[10], en el Senado, se presentaron 6.600 enmiendas. Yo lo tomé como una cuestión muy personal: decidí estar presente en el debate y no delegar en los senadores, lo cual me acabó granjeando bastantes amistades en el Grupo Popular… Por estar allí, en debates que duraban hasta las tres de la mañana.

Aquellas sesiones coincidieron con un ataque al corazón de mi padre. Lo traje a casa y estuvo conmigo durante un mes y medio, mientras se desarrollaba el debate. Estaba feliz, porque pensaba que yo lo estaba llevando con mucha flema, que estaba tranquilo. Mi madre, también… Los dos eran como uña y carne para conmigo. Siempre tuve muchísimo apoyo por su parte. Mi padre, al principio, estaba un poco preocupado, por la complejidad que entrañaba el Ministerio de Educación.

Mi padre murió mientras tenía lugar aquel conflicto con los estudiantes, lo cual fue un trago bastante duro[11]. Pero durante todo ese período, hasta diciembre de 1986, fue una época en la que conté con muchísimo apoyo por su parte y, para mí, aunque yo ya era mayorcito, tener ese apoyo personal fue muy importante. La relación entre mi padre y yo fue siempre muy intensa, muy próxima, muy estable… Entonces, yo no tenía constatación de su respaldo —lo daba por supuesto—, cuando lo había constatado todo el mundo. En aquellas fechas, yo hacía lo que podía. Cuando vivió en mi casa y lo tuvimos que internar en estado grave, en el Ramón y Cajal, recuerdo que yo estaba con el teléfono del coche negociando los presupuestos. Y el mismo día que se murió —dos años después, en diciembre de 1986—, yo acababa de tener una rueda de prensa con motivo de la huelga de los estudiantes. Mi padre la había visto y sé que le gustó.

Tras la rueda de prensa, yo acudí al Consejo de Ministros. La situación de mi padre había empeorado gravemente. Felipe, cuando llegué a la reunión, me dijo: «Quédate con él. Está muy mal». Felipe González siempre había tenido por él un cariño muy grande y se habían llevado muy bien. Mi padre le había escrito una larga carta a Felipe, allá por el año 77, y se había dirigido a él como «un viejo historiador a un joven dirigente socialista». Le explicaba su visión de la Historia de España y señalaba qué perspectivas, a su entender, podía tener… Una carta tremenda… que Felipe siempre llevó consigo. Cuando abandoné el Consejo de Ministros, a mediodía, salí de allí con la certeza de que mi padre estaba muriéndose.

El Sindicato de Estudiantes me mandó un telegrama, cosa que agradecí con todo el corazón.

«UN PEDRUSCO ASÍ DE GRANDE»

Esta situación embotó un poco mi capacidad de reacción.

A comienzos de enero hubo otra manifestación que, de nuevo, fue bastante pequeñita, pero la respuesta de las Fuerzas de Seguridad fue extremadamente dura. Hasta ese momento, habían sido bastante permisivas, de modo que se habían estado rompiendo todo tipo de cosas…

Y, en medio de la polvareda de los botes de humo, emergió la figura completamente emblemática del marginado: John Manteca rompiendo faroles enfrente del Banco de España. Una chica resultó herida en aquellos disturbios y yo no estaba dispuesto, desde luego, a que mi continuidad en el Ministerio de Educación y Ciencia fuera a pasar por ningún tipo de tragedia. Bajo los Gobiernos anteriores, no socialistas, algún estudiante había muerto. Yo no entiendo cómo se puede aceptar eso.

Entonces, por mi cuenta, fui a ver a la estudiante herida. Estaba en el Hospital Clínico y me colé para verla. Y la chavalita, al verme dijo: «¡Maravall! ¡Dios mío, por lo que hay que pasar para conseguir verte!». Y le dije: «A ver, cuéntame: ¿qué era lo que tenías tú entre las manos?». Y me contestó: «Un pedrusco así de grande». «Pero ¿cómo podéis ser así de locos? ¿Cómo podéis ser así de insensatos?», le pregunté. Se rió, se rió un poco, porque estaba allí también la familia, que no me miraba con muy buenos ojos —con toda la razón del mundo—.

Esa tarde me reuní con Felipe y le dije que iba a convocar a los estudiantes para hablar. Es difícil negociar cuando se trata de un movimiento que no tiene representantes… Hasta entonces había sido muy complicado: ¿qué hacer si no hay una estructura sindical con unos representantes o no hay unos partidos? Pero, en esos momentos, había algunas personas que podían ser emblemáticas, que podían ser representativas. Y Felipe estuvo de acuerdo. Me dijo: «Oye, estás corriendo un riesgo… ¡La madre de Dios!… A partir de ahora esto va a ser fino… pero, bueno, me parece muy bien».

Al final de esa reunión —era un domingo— vino también Joaquín Almunia y, al despedirnos, me dijo: «¡Huy, madre! José María, ¡en la que te vas a meter!». Alfredo Rubalcaba, que en ese momento era secretario general del Ministerio, actuó fantásticamente bien. Estuvo excelente.

Recuerdo las conversaciones y… era muy curioso, porque, cuando hablas con chicos bastante jóvenes, es obvio que hay muchas cosas que tienes que explicar con mucho cuidado: tienes que transmitirles que hay reglas y que hay normas que no se pueden romper; que hay una Constitución que dice esto y que hay una Ley Orgánica que dice lo otro…; tienen que saber que tú tienes las manos atadas en muchos casos y que algunos aspectos del funcionamiento de la economía se escapan de mi capacidad de decisión… Me decían: «Pues que el Ministerio se comprometa a que el desempleo juvenil se reduzca de un 40 por ciento a un 24 por ciento». Y yo decía: «¡Madre de Dios! ¿Cómo hago yo eso?».

Fueron conversaciones muy largas. Fuimos explorando el terreno y, al final, ofrecimos una respuesta que, a mí, me satisfizo mucho: un aumento muy fuerte de las becas, que era lo que había pretendido desde el inicio de mi gestión, porque me parecía clave en la política educativa y era algo que no había existido en España antes de los Gobiernos socialistas. Además, congelábamos las tasas y establecíamos la gratuidad en la enseñanza obligatoria, en la enseñanza pública o en la financiada con fondos públicos. La enseñanza obligatoria se extendía entonces hasta los catorce años, pero, en aquel momento, nos anticipamos a la segunda fase de la enseñanza obligatoria y la ampliamos hasta los dieciséis años.

Yo pensaba que los estudiantes no iban a firmar. Antes de presentarles la oferta, telefoneé a Alfonso Guerra y él me dijo: «Oye, José Mari, haz que firmen antes de que se vayan, que no crucen la puerta sin firmar». «No sé si lo voy a conseguir», le contesté. Pero él añadió: «Y, cuando hagas una declaración, di que se les ha dado todo lo que han pedido excepto lo imposible». Llamé también a Felipe y me dijo: «José Mari, perfecto con esto».

Entonces, bajé a hablar con los estudiantes. Yo creía que no iban a firmar, y les dije: «Bueno, ésta es la oferta del Ministerio y éste es el final de la negociación». Los chicos del Sindicato de Estudiantes me dijeron: «¿Que el Ministerio hace una oferta unilateral y que aquí no hay acuerdo? No, no, no… Un momento». Se reunieron en un rincón, debatieron y, finalmente, me dijeron: «Estamos dispuestos a firmar».

Y, a partir de la firma, se produjo un tremendo vuelco de opinión: «El Ministerio ha claudicado». Todo muy sencillo: es decir, no das ningún tipo de respuesta y eres un salvaje autoritario, insensible; si das una respuesta, has claudicado. Se mantenía la selectividad, se mantenían las tasas, anticipabas la ley de gratuidad hasta los dieciséis años, lo único que aumentaba eran las becas… Esto, para algunos, era claudicación.

El contacto con los jóvenes provocó en mí aquel comentario: «¡Dios mío! Me he dado cuenta de que, para ellos, ¡somos “el régimen”!». Personalmente, lo percibí todo de una manera muy intensa. Mal, fatal. Es que te dabas cuenta desde el comienzo, es decir, desde las manifestaciones, las pancartas, los gritos, los debates en televisión, te dabas cuenta de que, para ellos, éramos «el régimen». Yo era, para los jóvenes, un extraterrestre.

El texto del acuerdo es bastante curioso, porque dice: «Como desarrollo de la política educativa progresista llevada a cabo por…», «en cumplimiento de los objetivos de la LODE…». Es decir, es un respaldo a la política educativa y estaba firmado por los estudiantes después de esas negociaciones: o sea, las conversaciones no fueron precisamente inútiles.

UN MINISTRO QUEMADO

Después de aquel episodio le escribí a Felipe otra de mis largas misivas. Ésta, de veintitantas páginas, versaba sobre el descubrimiento de una generación que se había mantenido muy alejada de la política. La participación en aquella reivindicación había sido su «puesta de largo» en política. En mi opinión, existía, tras las conversaciones y el acuerdo, una oportunidad de oro para los socialistas y el Partido debía aprovecharla. A pesar de la confrontación, se habían tendido puentes, formas de diálogo… A lo mejor era una visión, digamos, optimista de lo que fue una confrontación muy dura. Pero ésa fue mi sensación al final.

Pero era la versión optimista, la mía. La versión, en términos políticos, era un ministro de Educación extremadamente desgastado. Su argumento principal, una política de izquierdas dirigida fundamentalmente a los chicos jóvenes —no a sectores de intereses corporativos, no me interesaban propietarios de colegios privados ocupados en su negocio; no me interesaban los sindicatos, me interesaban sólo cuando me planteaban cosas que interesaban a los estudiantes—, toda su política «había fracasado». Por eso estaba bastante tocadito del ala, por ser generoso.

El acuerdo se alcanzó en marzo. Es decir, el conflicto se prolongó durante meses. La opinión general era que había perdido la partida. Alfonso Guerra, en una entrevista en El País, hablaba de la solución del conflicto de los estudiantes y decía que alguna gente podía pensar, «con razón», que el ministro de Educación se había excedido en su claudicación. Para avalar su comentario invocaba aquella frase: «Se les ha dado todo excepto lo imposible». ¡La frase que él mismo me había aconsejado! Lo comenté después con Felipe, que me dijo: «Entiendo que estés indignado, pero yo que tú no me preocuparía, no le daría mayor importancia».

Y, por entonces, un sector del Partido empezó a pensar que el ministro de Educación llevaba allí bastante tiempo. No acertaba a comprender por qué pensaban que había permanecido «demasiado tiempo». Cuando se acercaba la Semana Santa, durante un largo día con Felipe, me planteó pasar esa semana juntos. Pero yo tenía que ir a Valencia: había quedado con Jorge Semprún. En esas fechas, yo estaba un poquito «tocadito»: pensaba que no tenía ningún futuro. (Tengo que creer mucho en las cosas y en lo que hago, si no…). Y en aquella reunión con Felipe fue cuando realmente empecé a diseñar mi marcha del Ministerio. Empezamos a hablar del relevo. Estábamos en marzo de 1987. Aún transcurrió año y medio hasta que, finalmente, abandoné el Gobierno.

En ese período me embarqué en un proceso muy fuerte de recuperación de la iniciativa en el Ministerio: participé en el Congreso de Escritores que recuperaba el Congreso de Valencia bajo la República, lancé el primer borrador de la LOGSE, el «Libro Blanco», y lancé el primer Plan Nacional de Investigación, sobre la base de la Ley de la Ciencia que se había aprobado. Y, a la vuelta del verano, cuando se iba a presentar ese Plan Nacional de Investigación, me encuentro, por sorpresa, sin previo aviso, con que los sindicatos han convocado una huelga general en la enseñanza, antes de plantear siquiera las reivindicaciones: una huelga sin saber cuál es la reivindicación de entrada. ¡Ni me la habían comunicado! ¡Ni habíamos tenido una sola reunión!

Me dijeron que habían convocado una huelga porque no había habido ningún entendimiento, no había habido ninguna receptividad… Y ése fue el segundo gran conflicto al que tuve que hacer frente. Pero, para mí, fue mucho menos dramático que el de los estudiantes. Durante el que sostuve con los profesores yo intenté, sobre todo, salvaguardar la LOGSE —que estaba en proceso de aprobación—, aislando del conflicto a una parte del Ministerio —Alfredo Rubalcaba y Álvaro Marchesi— y dedicando otra parte del Ministerio al tema del profesorado. Pero era obvio que, para mí, era un conflicto sin salida. El conflicto podía tener salida, pero no la podía ofrecer yo.

Unos meses después, en un Comité Federal, Izquierda Socialista le preguntó a Felipe González por qué el Gobierno no había podido atender las reivindicaciones de los sindicatos durante la huelga general del 14-D si, poco después, se habían aprobado las partidas exigidas; preguntaban si no se podían haber anticipado. Felipe González dijo: «Ocurre que la estrategia de los sindicatos no consistía sólo en una reivindicación económica. Era una estrategia semejante a la que habían seguido en el campo educativo unos meses antes. De lo que se trataba era de acabar con el ministro de Educación. Y ahora de lo que se trataba era de acabar con otro ministro, si no con el presidente del Gobierno».

Es decir, yo no podía solucionar la crisis diciendo: «Ahí van setenta mil millones de pesetas». (El conflicto con los estudiantes, en términos económicos, tuvo un coste de siete mil millones de pesetas, cantidad que suena enorme para cualquier ciudadano, pero es una cantidad mínima). Lo que planteaban los profesores, de entrada, equivalía a setenta mil millones de pesetas. Aquellos setenta mil millones de pesetas se destinarían a una subida salarial que afectaba sólo a trescientas mil personas, mientras que los siete mil millones ofrecidos a los estudiantes afectaban a nueve millones de jóvenes.

LA LECCIÓN QUE HABÍAN APRENDIDO LOS PROFESORES

Yo creo que, de alguna manera, los profesores habían aprendido mucho, muchísimo, del conflicto de los estudiantes. Además, la imagen pública, la imagen política de que había habido, no acuerdos, sino claudicación, dio pie a imaginar que había llegado «su turno». Porque, probablemente, el conflicto anterior había sido una especie de exploración, de tanteo. Y la LOGSE estaba en camino e iba a significar una reordenación docente importante. Era muy importante para el Gobierno. Entonces, si hay algo importante para el Gobierno y nosotros —los profesores— vamos a ser quienes gestionemos la reforma, pondremos condiciones. Era un conflicto que yo no podía resolver diciendo: «Antes ofrecí dinero y resolví un conflicto; ahora, como si poseyera el cuerno de la abundancia, saco más dinero y resuelvo otro». Era una broma.

Además, en el Consejo de Ministros se tomó una decisión: el Gobierno no negociaba ningún tipo de reivindicación salarial hasta el mes de mayo. Fue una posición adoptada conjuntamente por Carlos Solchaga y por Alfonso Guerra, y me pidieron que ni siquiera me sentara yo a negociar.

Se decía: «¿Por qué el ministro de Educación no se sentó a negociar con los sindicatos? ¿Por qué llevó la negociación Joaquín Arango?». Entre otras cosas, porque yo estaba siendo muy leal a un Consejo de Ministros en el que se había acordado que ningún ministro podía sentarse a negociar hasta el mes de mayo. Entonces no se comprendió bien… pero ésa era la razón. El compromiso era que, en el mes de mayo, se dispondría de cierta cantidad de dinero. Si se hubiera dispuesto de ella en un principio, probablemente se habría mitigado la huelga, habría existido un camino para el entendimiento. A finales de mayo —cuando yo abandonaba el Gobierno— le dije a Carlos Solchaga: «Carlos, yo he cumplido mi parte; ahora, cumple tú la tuya». Y mi último acto como responsable del Ministerio fue dar a los sindicatos lo que habían pedido inicialmente.

Me sustituyó Javier Solana y, unos meses después, él pudo disponer de los setenta mil millones de pesetas y cerrar el conflicto con los profesores. Él era nuevo y podía; yo era viejo y no podía. El dinero estaba en el mismo bolsillo: estaba en el Ministerio de Economía. Pero, políticamente, la situación era muy distinta. Él tenía ese margen de actuación; yo no lo tenía, porque, en primer lugar, había estado mucho tiempo al frente del Ministerio; en segundo término, había mantenido un conflicto muy grave que había acabado, aparentemente, con concesiones: no podía pasar una segunda ronda. Ahora, era el comienzo de un nuevo ministro: disponía de aquel dinero igual que yo había dispuesto de una cantidad para subir los sueldos a los maestros.

«NO ME QUEDO NI MUERTO»

A esas alturas, yo me sentía muy quemado. Hay un folleto, editado por no sé qué partido belga, que dice algo así: «¿Por qué un ministro de Educación no puede durar más de nueve meses?». Yo llevaba casi seis años al frente del Ministerio. Yo sé que tenía motivos para estar satisfecho: ese Ministerio fue punta de lanza del cambio socialista… Pero, en aquel momento, yo era un lastre ingente. Estaba muy quemado.

Recuerdo que, cuando hice mi primer viaje, después de cesar como ministro, iba andando con mi mujer por el aeropuerto y una señora, que estaba con un grupo de amigas, me dijo algo así: «Lo ha tenido que pasar usted bien mal». Le agradeceré toda mi vida aquel gesto.

Sí, verdaderamente yo estaba muy quemado. No quería seguir. Educación necesita siempre alguien que tire y Javier Solana y Alfredo Rubalcaba fueron perfectos.

Ahora, muchos años después, recuerdo algunos discursos de los distintos portavoces en el Congreso. El portavoz del PP dijo: «Mire usted, tenemos en estos momentos una idea de usted verdaderamente nefasta, aunque habremos de reconocer que, probablemente, la historia le trate de forma más generosa». A lo mejor, uno puede ser ahora un poco más generoso que entonces.

Antes de irme, hablé de nuevo con Felipe y le dije: «Mira, no me encargues nada, que no puedo hacerlo». Javier Solana me preguntó, algún tiempo después, por qué no había querido ser ministro de Cultura. No quise porque Semprún era muy buen ministro de Cultura y yo no. Además, ¿por qué vas a poner a un ministro quemado en otro ministerio? ¡Que se vaya a su casa! Ni muerto habría seguido. Me quería ir, pero, además, pienso que mi permanencia hubiera sido absolutamente escandalosa, una afrenta a las exigencias democráticas del país. Me tenía que ir. Y, además, me fui con una amistad con Felipe que se mantenía bien viva.

El CSIC ha elaborado recientemente un gran trabajo, realizado por dos investigadores extremadamente competentes[12]; el estudio se titula «Las repercusiones de las distintas políticas en el voto socialista a lo largo de 14 años». Pues bien, hay dos políticas que tienen un efecto rotundo —positivo— en el voto: educación e infraestructuras. Mi batalla fue la igualdad de oportunidades. Lo intenté, lo intenté con toda mi alma. Que llegara muy lejos… que no fuera un fiasco… pues quedan sus dudas.

14-D: MIRADA AL PRECIPICIO

La huelga general del 14-D… Yo ya no estaba en el Gobierno pero, como miembro de la Ejecutiva del Partido, me veo obligado a hacer una campaña intensiva. No sabía decir «no» a nada y me utilizaban para un roto y para un descosido. Yo estaba completamente aislado en la Ejecutiva. A pesar de que hice mucha campaña en la huelga general, yo no participaba en las decisiones sobre qué hacer respecto a la misma. Ese tema era de un Comité Interno… y había sus vetos. Yo iba a los actos —no eran siempre muy agradables—, pero no formaba parte en absoluto del núcleo de decisiones. Más bien, se lanzaban advertencias respecto a mí…

En esas fechas, en diciembre de 1988, se vuelven a registrar algunas señales de alarma en el Partido. Se habían agudizado mucho los efectos de las incompatibilidades entre Gobierno y Partido aprobadas cuatro años antes. Además, se desatan los comentarios sobre Felipe —¿se va, no se va?—, como consecuencia de la huelga.

La situación excitaba mucho a algunos —sobre todo a Alfonso Guerra—, porque pensaban que, desde el Partido, tenían que controlar férreamente la sucesión. Y se produce, por lo tanto, una política crecientemente sectaria por parte de un sector del Partido. Lo viví intensamente porque —en el seno de la Ejecutiva Federal— estaba en una posición minoritaria frente al todopoderoso «guerrismo».

Este mismo año, Felipe había intentado que Almunia, Solchaga y yo volviéramos a la Ejecutiva, rectificando así la decisión de 1984, pero solamente conseguí entrar yo. Lamenté mucho que no hubiera podido entrar ninguno… Fue muy fuerte. Mi panorama, impuesto por un sector del Partido, era de aislamiento total. Desde ese «frente», de vez en cuando me advertían: «Tu popularidad en el Partido va disminuyendo». Así. Literalmente: «Tu popularidad en el seno de la organización está disminuyendo». Me lo decía un compañero encargado de esas cuestiones, un mensajero del desastre, próximo a Alfonso Guerra.

Yo percibía que el Partido se encaminaba a un precipicio de conflictos serios si no se hacía nada para evitarlo. Había una posibilidad: integrar. Pero no se puede integrar si se hace una política de persecución. Hubo un momento en el que yo recibí varios mensajes y signos que parecían decirme: «¿Por qué no te unes?». Libritos dedicados… Uno se titulaba Castigo divino, de Sergio Ramírez, con una larga dedicatoria muy ilustrativa… Algunos mensajes, vía periodistas amigos, y cosas por el estilo. Pero como no fui receptivo, como no hice caso de las sugerencias, la situación en la que me encontré no fue muy cómoda.

Además de pertenecer a la Ejecutiva, yo era diputado por Valencia en el Parlamento. Felipe pensó que ése era un acomodo muy bueno; siempre dijo que, así, me podría rescatar. Y yo le contestaba que solamente podría ser ministro de Educación, y que, de eso, se olvidara. Otro exministro, Ernest Lluch, también era diputado en el Congreso. Él se sentaba en un lado y yo me sentaba más bien en el centro. Nos mirábamos, y los dos estábamos desesperados, porque nadie contaba con nosotros, era un aburrimiento inmenso.

Entonces, Lluch y yo decidimos finalmente que había un dinero público que no se estaba empleando adecuadamente, y que teníamos que volver a la enseñanza. Por tanto, Lluch dejó el Parlamento, Solana le nombró rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y yo, cuando se iban a convocar las elecciones de 1989, comuniqué mi decisión de dejar el Congreso y la Ejecutiva del Partido.

Ya en el mes de abril, le había dicho a Felipe González que dejaba la Ejecutiva. «Pero, si va a haber unas elecciones pronto…». Yo le contesté: «Sí, pero me han invitado a pasar cuatro meses en la Universidad de Nueva York». «¿Y no puedes esperar a que pasen las elecciones?», me preguntó. «Me temo que no», concluí. «¿Tú qué harías, Felipe?», quise saber. Y él me dijo: «¿Yo? Largarme».

También le comenté mi decisión a Alfonso Guerra, y me dijo: «Me coges con el pie cambiado, no sé qué decirte. Ya hablaremos». Esta conversación tuvo lugar en el mes de abril, y en el mes de septiembre no había recibido ningún comentario más. Entonces, sin hacer nuevas consultas, anuncié que no continuaba en el Parlamento y que no sería candidato en ninguna lista de las elecciones de 1989, lo cual produjo un pequeño estertor: había que buscar a un cabeza de lista para Valencia.

Y me fui a Nueva York. Recibía llamadas de Felipe: «Oye, ciudadano, ¿tienes hueco para que me vaya para allí?». «Sí», le contestaba, «pero, oye, que estoy entre club de jazz y club de jazz». «¿Qué quieres decir con eso?», preguntaba intrigado. «Que tienes que venir con chaleco antibalas», le decía yo. Mantuvimos el contacto.

Regresé de Nueva York cuando estaba en su apogeo el «caso Juan Guerra». En enero de 1990, me incorporé… o mejor, empecé a asistir a las reuniones de la Ejecutiva del Partido. Allí, mi participación en la toma de decisiones era cero. Era un momento de «bunkerización» total. Sobre todo, porque, en ese momento —desde enero hasta el verano—, se pusieron en marcha esas operaciones de castigo de potenciales críticos: la defenestración de Rodríguez de la Borbolla en Andalucía y de Joaquín Leguina en Madrid a manos del «guerrismo».

La reacción en el Partido fue lenta pero, durante el verano, se comenzó a pensar que no solamente no se asumían responsabilidades por todos los escándalos que estaban aflorando, sino que se estaba produciendo una persecución del potencial crítico. Y que esta persecución estaba cuajando. Esta conciencia y la consiguiente reacción es lo que conduce al acto de apoyo a Leguina en Chamartín y, pocos meses después, a la salida de Alfonso Guerra del Gobierno. Por supuesto, yo fui el único miembro de la Ejecutiva que fue a Chamartín, y eso produjo una tensión inevitable…

EL ASUNTO LEGUINA

Yo ya había anunciado —desde junio del año anterior—, y así se lo dije a Felipe, que con el «asunto Leguina» se iba a armar la marimorena. En aquel momento, se tenían pocas claves y la intriga contra Leguina se vivió como una bronca interna. Al cabo de un tiempo, se empezaron a hilar las claves y a demostrar que aquello no era exactamente una bronca entre unos y otros, sino que estaba en juego algo más que cuestiones menores: Leguina era secretario general y presidente de la Comunidad de Madrid, y el PSOE había establecido el principio de que los cargos públicos no serían nunca cesados por el Partido, porque dependían del voto popular, no de los votos del Partido. La defenestración de Pepote Rodríguez de la Borbolla en Andalucía había sido un escándalo y, con el caso de Leguina, llovía sobre mojado. Era totalmente inaceptable.

Al principio, los compañeros catalanes del PSC no se lo acababan de creer. Obiols y Maragall estaban espeluznados porque —pensaban— armar aquel lío interno en medio del «caso Juan Guerra» solamente se podía entender en clave de una batalla a muerte. Pero aquella batalla se había desencadenado por los que más tenían que callar. El clima de tensión era irrespirable.

A la vuelta del verano, acudí a la reunión de la Ejecutiva. Era el verano de la Guerra del Golfo[13]. Felipe no había llegado y ya estaba todo el mundo por ahí, arremolinado… A Juanma Eguiagaray, cuando recuerda esas escenas, se le pone el pelo de punta… Entonces, entré yo y empezaron a decir: «Bueno, ¿qué os ha parecido? Éste es el verano de la Guerra del Golfo». Otros decían: «Más bien ha sido un verano de otro golfo que tenemos más cerca». Lo decían porque Joaquín Almunia había pasado unos días del verano en mi casa y ellos habían deducido que habíamos estado conspirando —cosa que no habíamos hecho—. Sumaron también unas declaraciones que había hecho Jorge Semprún a El País, y todo esto junto, para ellos, formaba parte de alguna estrategia…

Ésta fue la reacción al acto de Chamartín, un acto de apoyo a Joaquín Leguina. La presencia de algunas personas produjo una conmoción en aquella Ejecutiva… Fue todo tremendo, violentísimo. Hubo patadas contra las paredes, deambular en torno a la mesa… Una cosa tremenda. Y yo me quedé más solo que la una. Recuerdo que, a la salida, hablé con Alfredo Pérez Rubalcaba y me dijo: «Oye, José María, vamos a cenar tú y yo…». Esa noche, para aliviarme, me sacó a cenar…

Yo creo que aquella reunión fue tan crispada porque ellos entendían que se estaba desencadenando lo que ellos entendían que había sido un cuestionamiento de un poder —el «guerrista»—, que entonces estaba funcionando de una manera oculta, pero con la supuesta pretensión de ser omnipotente. Detrás de ello, la intención, a mi juicio, era que había empezado la estrategia del king maker: quién nombra al rey, quién decide la sucesión.

EL PARTIDO: SEGUNDA CARTA A FELIPE

Como consecuencia del revuelo de Chamartín, escribí otra larga carta a Felipe sobre el funcionamiento de un partido dentro del Partido y sobre el ejercicio mafioso del poder. Le describía la situación con pelos y señales. Al poco tiempo, antes del verano, me invitaron al congreso del PSC, cosa que agradecí mucho. Y Felipe, que también estaba allí, no se cansó de hacer referencias a mí. Lógicamente, estaba siempre rodeado de gente pero hizo un aparte conmigo y me dijo: «Leí tu carta. Tengo la tentación de contestarte». Y le contesté: «¡Estupendo! La leeré con avidez». No me contestó. Pero, al poco tiempo, se empezaron a oír rumores sobre la reorganización del Gobierno.

Ya el año anterior, de regreso de Nueva York, en el verano de 1989, yo había acudido a mi primer día de clase en la Facultad —lo cual fue un trago, fue un shock. No para mí, para los demás… porque, evidentemente, mi Facultad no es precisamente plácida[14]—. Felipe nos invitó a Chus y a mí a comer, y mi mujer le dijo: «Oye, Felipe, haz el favor de dejarlo en paz, que ahora está muy tranquilo y muy bien». Entonces, Felipe me advirtió: «Ya hablaremos tú y yo sin señoras delante». Y, naturalmente, mutis, silencio.

Poco después, Narcís Serra me invitó también a comer y me anunció: «Felipe está empeñado en que seas el ministro de la Presidencia». Esos rumores fueron en aumento y, la verdad, yo no tenía la más mínima intención de volver al Gobierno. Y, precisamente, yo estaba a punto de salir hacia Portugal para asistir a una reunión sobre política educativa, cuando me llamó Javier Solana y me dio la noticia de la dimisión de Alfonso Guerra. Era obvio que aquello era el anticipo de un cambio de Gobierno.

En aquel Gobierno de 1991 estaba Semprún, al que, más pronto que tarde, se le buscó relevo. Felipe me llama un domingo y me dice: «Te llamo para decirte que voy a reorganizar el Gobierno y quiero contar contigo para el Ministerio de Cultura». Para mí fue una completa sorpresa porque, primero, no me lo esperaba y, segundo, no sabía muy bien de qué iba aquello del Ministerio de Cultura. Supongo que significa colgar cuadros y alguna cosa más. Y, además, el cargo lo ocupaba Jorge Semprún, y Jorge tiene mucha estatura… yo, la verdad, no tengo muy buena opinión de mí mismo como político. Le contesté a Felipe: «Te equivocas. No voy a volver, Felipe». En aquella conversación telefónica, el presidente parecía sorprendido. Y me preguntó: «¿Pero qué crees que ocurre?».

Fui a verlo y, naturalmente, ya no pudimos hablar de «por qué Jorge no», sino de «por qué yo no». Y tuvimos una conversación muy larga y muy divertida… La noche anterior, Solana y Almunia me habían cogido por su cuenta y me tuvieron en una terraza de Rosales para convencerme de que aceptara el Ministerio de Cultura: utilizaron todos los chantajes sentimentales del mundo, y soy muy sensible a este tipo de cosas. Y al día siguiente, Felipe multiplicó por infinito esa presión sentimental —ya sabemos que es un seductor—. Entre otras cosas, me decía: «Tengo que ir a ver al Rey ahora, a las cuatro, ¿cómo voy a ir sin un ministro de Cultura?». También me aseguraba: «Nada de gestión, pero quiero tenerte ahí. No puedes fallarme…». Tuve que resistir. Menos mal que dije que no. Uno aterriza de pie una vez, pero no dos veces.

SILENCIOS GÉLIDOS Y GRITOS ACALORADOS

El Congreso del Partido de 1991 se plantea en un momento muy caliente, porque había muchos dirigentes en el Partido que piensan que no se han asumido responsabilidades políticas ni se ha dado una explicación pública satisfactoria sobre el «escándalo Juan Guerra». Por otra parte, las personas que se veían más afectadas por ese caso, habían emprendido una política muy agresiva contra el resto…

En aquel congreso, que fue muy complicado, se produjo un pequeño cambio. Salió adelante una solución subterránea, imperceptible entonces. Hasta tal punto imperceptible que Carlos Solchaga hizo aquella declaración en la que afirmaba que él había perdido el congreso —declaración que, por otra parte, a mí me parece que no venía muy a cuento—. La composición de la Ejecutiva anterior —atendiendo a toda la Ejecutiva, responsables de área y locales— era muy sesgada en una dirección. Digamos que era sesgada excepto en un caso, tal vez. Pero la Ejecutiva cambia tras el Congreso de 1991. Sobre todo, hay un cambio en las vocalías —no en las Secretarías de Área—, que recaen en personas que no están permanentemente en la sede central del Partido, pero que acuden a las votaciones, sobre todo, a las votaciones importantes. Y, como resultado de ese cambio, entre otras cosas, cabe entender que cuando se plantea la elección del portavoz parlamentario del PSOE —tras las elecciones del 93—, esa Ejecutiva, formada en 1991, eligiera a Carlos Solchaga, que se había declarado «perdedor» en ese congreso.

Por lo tanto, se empieza a producir un ligero cambio en la orientación. No es suficiente, pero permitía cierta iniciativa a la hora de apostar por un Partido más integrador. En todo caso, desde 1991 en adelante, con este cambio en la Ejecutiva, se abre un período de crisis en el Partido, que culmina con la famosa declaración de Benegas: «Los renovadores de la nada».

La vida interna en la Ejecutiva durante esos años es bastante agitada, porque, además de otros escándalos, nos salta Filesa. Fue bastante agitada porque, en el «caso Filesa», la negativa a asumir ningún tipo de responsabilidad llegó al extremo de que, desde la Comisión Ejecutiva, se dijo que algunas facturas eran falsas, que habían sido falseadas. Evidentemente, uno no tiene esas facturas delante y no sabe si es verdad o es mentira ese tipo de afirmación: eso producía al comienzo una sensación de acoso contra el Partido. Pero luego, ante la evidencia de que no era una campaña de acoso, ante la evidencia de que había «tomate» y de que, además, nadie había ofrecido una explicación de por qué se había organizado aquello, ni para qué se había organizado…

Los miembros de la Ejecutiva nos enteramos entonces de que el Partido seguía teniendo una deuda enorme y de que sólo unos pocos conocían lo que sucedía en las entrañas del Partido. Además, personas que ni siquiera formaban parte de la Ejecutiva estaban también al tanto de todo, mientras que ni la Ejecutiva ni el Comité Federal conocían los entresijos. Aquella situación generó un malestar profundísimo y llegó a expresarse claramente en algunas ocasiones en el seno de la Ejecutiva Federal. La Ejecutiva empieza a demostrar cierta inquietud por cómo se están haciendo las cosas y por la ausencia de autocrítica. Pero, digamos, aquello quedó así. El movimiento quedó congelado y se convierte en una herida cerrada en falso.

El esfuerzo por hacer llegar a Felipe que las cosas no se están haciendo bien es permanente. Y Felipe toma conciencia muy rápidamente de que se han cometido errores muy graves. Pero siempre que salta un escándalo, la primera reacción es de shock: no te lo puedes creer, empiezas a atar cabos… Pero eso requiere un cierto tiempo. Lo que ocurrió fue que tomamos conciencia de todo gradualmente: las reacciones tienen un cierto ritmo lento. Pero… unos meses después, Alfonso ya no es vicepresidente del Gobierno. Y no lo es porque Felipe no quiere. Alfonso no es vicepresidente del Gobierno no porque él no quiera, sino porque no se quiere que siga siéndolo, diga él lo que diga.

Estaba claro que no se había dado precisamente una respuesta ejemplar ante los escándalos. Por otra parte, era lo que cabía esperar, dado el comportamiento político de «bunkerización» total que padecíamos. Yo tuve una comida con cierto representante extremadamente destacado de ese sector «guerrista» —auténtico poder organizado— y me contaba que lo que se había producido, fundamentalmente, era una agudización de las ambiciones de poder de algunos políticos socialistas. Básicamente, los objetivos eran Narcís Serra y Javier Solana. Era necesario abatirlos. Se les consideraba potenciales sucesores de Felipe.

Yo creo que para Felipe su prioridad era la prioridad de cualquier secretario general de un partido: mantenerlo unido. Y él no se podía permitir ningún apoyo explícito, absolutamente nada que quebrara el Partido. Pero, en 1993, cuando se difunde la carta titulada «Los renovadores de la nada», la capacidad de aguante llega a su grado máximo.

UNA VOZ EN MEDIO DE LA TORMENTA

A comienzos de abril, Felipe nos convoca a una reunión en La Moncloa a Serra, Almunia, Solana y a mí. Aquel encuentro fue, realmente, el que dio lugar la convocatoria de elecciones anticipadas de 1993. Felipe dijo en esa reunión, sin más, que no se podía seguir así. Pocos días después, yo estaba fuera de Madrid y recibí una llamada suya, en la que me convocaba a una reunión de la Ejecutiva. Yo le dije que esperaba que en esa reunión se produjeran ceses. Me contestó que él no podía incurrir en nada que significara una quiebra del Partido. Me adelantó que lo que él pensaba llevar a la sesión era la propuesta de creación de su Comité de Estrategia, que la Ejecutiva estaba rota y que él pensaba utilizar ese Comité para abordar la campaña electoral. En aquella misma conversación telefónica, yo le comenté que me parecía una medida absolutamente insuficiente, que estaba en completo desacuerdo y que, a mi juicio, no debía ofrecerse esa respuesta ante la situación del Partido, una situación de extrema gravedad. Felipe me propuso que, si no estaba de acuerdo, que votara en contra, que el voto era libre. Yo le contesté que muchísimas gracias, que entonces me pondría a votar del mismo lado que Alfonso Guerra, los dos en contra del Comité de Estrategia. Cada uno por un motivo diferente.

En fin, Felipe presenta, en medio de un silencio gélido, la creación de aquel Comité de Estrategia en muy buenos términos, muy bien orientado. Presentar el Comité de Estrategia a la propia Comisión Ejecutiva y a un Comité Electoral existente no era precisamente fácil. Yo intervine y dije lo que le había dicho a él por teléfono: que me parecía absolutamente insuficiente, que dudaba que nadie fuera a entender el sentido último de esta iniciativa, que probablemente no íbamos a recuperar ningún tipo de confianza con una medida así, que a las demandas de responsabilidades había que contestar asumiendo de verdad responsabilidades y que no me convencía nada. Pero añadí que, puesto que la alternativa era seguir con el statu quo, yo lo respaldaría e hice votos para que, ojalá, diera algún resultado. Así acabó.

El Comité de Estrategia diseñado por Felipe González pudo salir adelante gracias a la nueva composición de la Ejecutiva formada durante el último congreso.

Al día siguiente, me llamó Serra a la Facultad. No pude hablar con él porque yo estaba abrumado de trabajo… y, naturalmente, la penitencia… Cuando llegué a mi casa, Serra volvió a telefonearme, y me dijo: «José Mari, vas a estar en el Comité de Estrategia». Yo le contesté: «No, no, yo estoy en contra. Felipe está loco». Y entonces me lanza un lamento: «¡Ah, demasiado tarde!». Así que le advertí: «No, no voy a estar en ese Comité. Y si lo dicen ahora en el telediario, voy a decir que no es verdad». «Pero, no puedes rechazarlo, es imposible», me decía…

Se reunió la Comisión Ejecutiva un día después, para decidir la composición del llamado Comité de Estrategia. Formábamos parte del mismo, Obiols, Jáuregui, otras dos personas más, no recuerdo quiénes eran, y yo. Y Felipe, en medio de todo aquello, anuncia: «Y quiero que José María se haga cargo de mi campaña personal. Quiero que, a partir de este momento, sea inseparable de mí». Yo recuerdo que fue un shock… ¡Íbamos cuatro puntos por detrás de la oposición en las encuestas!

LAS FOTOGRAFÍAS DE LA VERGÜENZA

Me pilló. Me pilló. A partir de ese momento, comemos juntos… «Ya no te separas de mí…».

Efectivamente, la Ejecutiva estaba muy dividida y esa fractura se plasmó claramente durante la campaña electoral. Mi impresión —y es una impresión que puede ser subjetiva, pero creo en ella— es que había un sector del Partido que no quería ganar en 1993. O, mejor dicho: quería que Felipe perdiera… Para mí esa impresión es fiable, porque, para empezar, Alfonso defendía la idea de que Felipe había sido un buen dirigente para la transición, pero que había llegado el momento de cambiar de caballo. Eso me lo había dicho a mí personalmente el mismo día que salí del Gobierno. Me lo había dicho en 1988, en el verano de 1988. No me dijo textualmente: «Ha llegado el momento de cambiar el caballo», pero me comentó que había sido un buen dirigente para la transición… Y, a buen entendedor, pocas palabras bastan.

Entonces, en 1993, según la tesis de Alfonso Guerra, ¿cuál podría haber sido el escenario? La pérdida de la mayoría absoluta y la formación de un Gobierno de coalición sin Felipe. Esto, si su campaña no hubiera ido particularmente bien, si el resultado no hubiera sido muy claramente valorado desde el Partido… En todo caso, la aspiración de que Felipe perdiera se manifestaba en muchos aspectos: en una campaña sin ninguna preparación, cargada de improvisaciones; se manifestaba en unas fotos absolutamente catastróficas que avergonzaron a Felipe González… (Esas fotos en las que está con una pluma y con una cara rarísima: cuando Felipe las veía le daba el mareo, le producían urticaria, le daban vergüenza). Se manifestaba en la falta de preparación de todas las convocatorias, en que cuando comunicaban en qué minuto iba a grabar la televisión no era cuando realmente grababa la televisión… Se manifestaba en que la información sobre cuál iba a ser el contexto del primer debate de Felipe y Aznar en televisión era una información falsa: las cámaras no estaban donde decían que iban a estar, la disposición de la mesa era completamente distinta a la que habían dibujado… Hasta el punto que mucha gente se ha preguntado: ¿por qué Felipe González está mirando de lado? ¿Por qué está enfocado de lado? Porque a Felipe González le habían dicho que la cámara estaba en un lugar donde no estaba.

Una de las heridas más profundas durante la campaña se abrió en aquel debate televisivo: la crisis se produce por la información falsa facilitada al candidato por su propio equipo. Cuando se percibe que Felipe no ha ganado el primer debate a su contrincante —ni siquiera lo había preparado, porque lo consideraba irrelevante—, él mismo decide que sea yo quien organice y prepare el segundo. Entonces, yo le digo qué condiciones son necesarias para afrontar el segundo debate. Y una de las condiciones era el total aislamiento de un equipo, el suyo, al que podíamos considerar hostil. Y eso no fue óbice para que ellos hicieran correr el rumor: ¿cómo iba a estar yo encargado de la preparación de ese debate cuando era sabido que yo «no levantaba la persiana»? Intoxicaron a todo el mundo con mentiras. Después del segundo debate, cuando estaba claro que Felipe había ganado a Aznar por goleada, hicieron correr la voz de que menos mal que, para prepararlo, habían arrancado a Felipe de mis incompetentes manos para encomendarlo a su buena gestión. Se apuntaban el tanto; el éxito de aquel debate había que agradecérselo al «aparato»; ellos se atribuían el resultado. Pero era yo el que había estado en la organización de este debate televisivo. Y una de mis ventajas en la organización de aquel debate fue que a mí no me iba nada en ello, porque yo no pensaba continuar en labores de Gobierno; yo podía ser todo lo audaz que quisiera, no corría ningún riesgo. Es decir, la audacia de Felipe, que es muy audaz en estas cosas, se veía respaldada por un tipo que, en esta ocasión, tenía tanta audacia como él. Ese comienzo del segundo debate tan extremadamente provocador… Ese tipo de debate que, en tres minutos, había dado un vuelco a la situación anterior, requería mucha audacia y fue un ejemplo tremendo de las capacidades de Felipe, tremendo.

Todas las tropelías que cometieron durante la campaña las perpetraron en pos de un modelo final de… mesa camilla; un modelo de partido que toma decisiones, como en el caso italiano, sobre la formación del Gobierno en cada momento. ¿Y por qué España no va a ser un país en el cual la composición de un Gobierno —en un sistema proporcional que tal vez no tenga ya mayorías absolutas— va a depender de negociaciones interpartidistas en las cuales la persona clave es aquella que manda en el Partido? Ahora éste; seis meses después, este otro… Ése podía haber sido el escenario que deseaban algunos de los dirigentes de nuestro Partido.

UNA CAMPAÑA CONTRA EL CANDIDATO

Las «trampas» de la campaña desataron un debate tremendo después de las elecciones, porque se habían abierto heridas muy profundas. El operativo del desgaste al candidato se empleó a fondo hasta la víspera de la jornada electoral. Durante el último mitin de Felipe, aparecieron en el escenario personas que no se esperaban… «ni estaban, ni se les esperaba». Eran miembros del «aparato», por así decirlo, que se sumaban a la figura de Felipe en la imagen de televisión. Lo hicieron aprovechando la última toma, con un minutado en el que tal aparición no estaba prevista. Es decir, tú piensas que el acto va a acabar y que la toma de televisión acaba en el minuto 93 y medio del acto, lo tienes todo controladito, durante esos dos minutos, del 91 y medio al 93 y medio… Y, justo al final, cuando te has relajado, aparecen en el escenario gentes no previstas… ¡El «guerrismo» en pleno! Felipe estaba indignado.

Al terminar la campaña, Felipe se fue a descansar unos días… Hubo presiones de todo tipo, porque también había mucha gente asustada, gente de todas las adscripciones…

Después de las elecciones se había convocado una reunión de la Ejecutiva para analizar resultados. Felipe me dijo: «Ve tú, porque yo no voy a poder ir. Que allí se dé la versión real de lo que ha pasado en esta campaña».

Y fui, y conté mi versión de la campaña. Intervine yo e intervino Alfonso. Se produjo una conmoción. Según su versión, el Partido era quien había ganado, el Partido había salido a rescatar a los votantes leales… Todo era falso. Yo dije: «¡Qué gran error…! Lo que ha sido esta campaña es la demostración de una quiebra en el seno del Partido cuya responsabilidad deberán cargar aquellos que la han provocado, aquellos que nos han conducido a la fractura». Porque la única interpretación que podía hacerse de la campaña se correspondía exactamente con la visión de un Partido —que era lo que importaba— y un Felipe González —absolutamente secundario—. En términos políticos: un error brutal. Lo cual no significa que Felipe sea distinto del Partido, sino que Felipe representaba la cara humana del socialismo y que había un socialismo de cara humana y otro socialismo de cara oscura: un Partido abierto y un Partido cerrado.

Yo supongo que Felipe empezaba a sentirse mal, a sentirse solo. Pero, a mí, la resistencia empezaba a crearme consecuencias terribles. Porque la historia más dramática fue la de 1993, cuando Alfredo Rubalcaba me llamó, después de las elecciones, para decirme: «Bueno, ahora vuelves al Gobierno». Tuve que volver a decir «no». Y esos días volví a La Moncloa para recoger todos mis trastos de coordinador general de aquella campaña electoral.

EL GUSANO

Hubo todo tipo de campañas contra Felipe. Pero, de todas formas, aparte de mi conocimiento de su integridad, yo creo que él proporciona señales en ese sentido, en esa dirección. Yo creo que el Partido era una organización bastante compleja y bastante oscura, con relaciones de poder opacas y que, en su seno, radicaban algunas explicaciones de asuntos no suficientemente explicados y turbios.

La corrupción personal de gente rica y que se mueve en los ambientes aristocráticos de la ciudad me parece repulsiva. Otra cuestión es quién tiene que cargar con las culpas. Supongo que la responsabilidad tiene un límite y, por ejemplo, haberle atribuido a Carlos Solchaga la responsabilidad de unos nombramientos y, por tanto, la obligación de dimitir, me parece una «pasada». No me parece que Carlos fuera, en absoluto, merecedor de ese tipo de juicio. Como ministro de Economía, no creo que fuera merecedor de ese tipo de juicio. Pero para los corruptos se necesitan filtros escrupulosos. Y otra cosa es que su carrera, en muchos casos, debió de empezar bastante antes de la llegada de los socialistas al poder…

Yo creo que la corrupción de los ricos, la de la beautiful people, hizo un daño electoral salvaje; también otros casos: no se trataba de corrupción sino de casos de… lo que Nicolás Redondo llamaba el «abrazo aristocrático», que no era ni siquiera «abrazo aristocrático», sino que era el entontecimiento aristocrático más absoluto. Eso sí hizo mucho daño. Esa especie de petulancia, esa arrogancia de gente de alta posición social que, en esos momentos, estaba vinculada al Partido Socialista. Eso también hizo mucho daño. A mí, personalmente, todo aquello me producía urticaria.

Las personas que fueron descubiertas implicadas en casos de corrupción eran personas que, exceptuando la beautiful people, estaban vinculadas al PSOE.

Pero la corrupción «institucionalizada» me parece repelente porque es casi inseparable de la corrupción personal. En algunos casos, parece que eran casos completamente limpios; pero, en otros, parece que no. Y es muy difícil hacer esa distinción. «Oiga, fulano de tal desvía dinero hacia actividades del Partido y él permanece limpio, y hay otros que, además de desviar fondos para el Partido, se ensucian…». De acuerdo: los segundos son un oprobio, pero los primeros hacen posibles a los segundos. A la hora de exigir responsabilidades políticas, hay que exigírselas también a los primeros, a los que se involucran en ese tipo de prácticas… Y, entonces, lo que sucede es que se coloca el Partido como una especie de fin absoluto: cualquier medio vale para salvarlo. Eso lo dijo en cierta ocasión Joaquín Leguina. ¿Por qué eximimos al PSOE de ilegalidad? ¿Por qué consideramos que, en este caso, el fin justifica los medios? No: el Partido no es el fin.

Una de las consecuencias graves del sistema de corrupción institucionalizado, de todas formas, es una distribución del poder completamente enfermiza en el seno del Partido, porque permite que exista un sector «bunkerizado» —uno no sabe muy bien por qué—. Y, desde ese búnker, se esparcen los rumores y los murmullos sobre el resto de los miembros del Partido, incluso sobre miembros del máximo nivel, de la dirección: «Fulano no es de fiar», «Aislar a fulano…». Más tarde, comienzas a darte cuenta de por qué ocurre lo que ocurre: porque no quieren que se sepan determinadas cosas, porque puede que alguien clame exigiendo responsabilidades y exigiendo que esas prácticas terminen.

Aquellos «Fulano no es de fiar» y «Aislar a fulano…» eran prácticas corrientes en el Partido. Uno sospecha: «Bueno, tal vez esa financiación no era para el Partido, sino que se destinaba a esas actividades sectarias, a esas actividades de un partido dentro del Partido…». Pero eso uno no lo sabe con certeza: la sospecha genera una especie de gusano dentro de las entrañas del Partido, de desconfianza extremadamente corrosiva. Uno acaba no fiándose de nadie dentro del Partido Socialista.

Y, en el Partido, yo creo que la gente veía en Felipe la representación del lado más prometedor, el lado más abierto, se le consideraba una persona tolerante, abierta, que no tenía miedo a la crítica. Pero había otros que no respondían. Supongo, por tanto, que, en buena parte, se trataba de confianza en él, por señales que lanzaba continuamente. Esas señales las captaban los votantes, en general, a través de la televisión, a través de sus discursos… Tal vez les llegaba alguna información sobre su vida —bastante ejemplar—. Algunas personas que le conocen más lo saben a través del conocimiento directo. Felipe ha mantenido siempre sus raíces socialistas muy profundas y ha mantenido un tipo de vida que ha sido siempre ejemplar. Por tanto, es difícil pensar que, en su forma de vida, se viera afectado. Yo dije en cierta ocasión, en una entrevista, que quien no vivía como pensaba, acabaría pensado como vivía. Y la respuesta de un representante de la beautiful people, vinculado entonces al PSOE, fue: «Eso es marxismo barato».