Cuando hace ya más de un año comencé a reflexionar sobre el proyecto que es hoy este libro, recuerdo que percibía la necesidad y la razón que me impulsaban a llevarlo a cabo como algo urgente; algo que debía ponerse en marcha a toda prisa. Hoy, cuando la urgencia ha sido necesariamente sustituida por los trabajos y los días de muchos meses, con un resultado denso y profundo, sigo reivindicando aquella urgencia y aquella necesidad. Era mi propósito inicial hallar la manera de poner en valor los años de los Gobiernos socialistas, antes de que se los llevaran por delante los vientos del olvido interesado, del adanismo impuesto por una derecha que se ha propuesto convencernos de que nada (ni siquiera la democracia) existía en este país antes de que ella llegara al poder. Pero sin duda no fui consciente de lo injusto que hubiera sido el olvido, y del tamaño que ha llegado a alcanzar la impostura de la derecha —que ha demonizado la etapa de los Gobiernos socialistas hasta la náusea— hasta que este libro comenzó a adquirir vida propia. Una vida que fue creciendo, incluso por encima de mis propios cálculos.
Había renunciado, deliberadamente, al método que parecía obligado para obtener un resultado aceptable (en términos de objetividad), cual era la investigación, el «rastreo» de archivos y testimonios, más o menos próximos, más o menos críticos, más o menos solventes. Y ello porque estaba convencida de que la selección, inevitable, de testimonios y documentos me iba a situar, al final del recorrido, frente a una confusión más inevitable todavía. Pero sobre todo porque estaba, y estoy convencida, rotundamente convencida, de que si hay algo que todavía no se ha hecho suficientemente en este país (sobre todo con nuestros políticos), es preguntar para escuchar; para entender, para comprender. Y menos, mucho menos, con los socialistas que gobernaron la nación y aún gobiernan en algunos territorios. Fue a partir de este personal convencimiento que aposté por un método de trabajo, sin duda difícil y laborioso, pero gratificante al máximo, como es la entrevista personal. Es un método que permite un estimulante «cuerpo a cuerpo» con el entrevistado que se somete, voluntariamente, a un ejercicio de confrontación, de provocación, no exentas de una cierta crueldad. Porque siempre es doloroso atravesar el angosto pasillo de un interrogatorio no elegido, y, en modo alguno, complaciente. Pero el resultado compensa sobradamente el esfuerzo. Porque cuando el que pregunta se retira de la escena, para que quien responde adquiera todo el protagonismo que le corresponde, emerge la vida de la memoria con todo su vigor, con toda su fuerza. Es entonces cuando los recuerdos, las circunstancias, y todas las pasiones de todo lo que se ha vivido, se trasladan al terreno inexplorado (e involuntario las más de las veces) de la introspección. Ése es el objetivo. Y cuando ese objetivo se alcanza, comienza el entrevistado a hablar de sí mismo, sin inhibiciones. Porque está convencido de que el que guarda silencio mientras habla tiene verdadero interés en escucharle.
Sin duda que yo tenía ese verdadero interés. Pero no quiero ocultar que ese mi gran interés quedaba oscurecido por mi gran miedo al fracaso.
Pensaba que corría un alto riesgo al elegir un camino, el del relato personal, con los dirigentes socialistas, porque era previsible que toda la vehemencia que yo pudiera emplear para hacerles recuperar la memoria (pero toda la memoria), la emplearían ellos en hacer que yo la perdiera, en blindarse, en defenderse. Pensaba que corría un alto riesgo de acabar empujada por las mareas del triunfalismo, chapoteando en los pantanos de la autoexculpación y el victimismo…
Era una apuesta a una sola carta, la de «ellos». Hoy puedo afirmar que ésa ha sido la apuesta más acertada de toda mi experiencia profesional. Y que sólo de «ellos» es el mérito de un resultado espléndido. Porque sus evocaciones personales rebosan de una incuestionable condición que los reivindica: la honradez. Consigo mismo, con los éxitos y los fracasos, con la aproximación a los errores y a los aciertos, a la gloria y la miseria de todo lo que hicieron o dejaron de hacer. Sólo en algún caso, muy concreto, la honradez se ve sustituida, al menos, por la transparencia involuntaria. Pero no es mi misión señalar a nadie y, además, estoy segura de que el lector va a encontrar, sin esfuerzo, algún oscuro personaje con ciertas connotaciones evangélicas…
No es éste un libro que haya pretendido hacer un balance de la gestión de los trece años, largos, de los Gobiernos socialistas. Eso hubiera sido un objetivo insuficiente y, sobre todo, equivocado, desde mi punto de vista. Además, tampoco ellos se hubieran conformado. Porque estamos hablando de personas que vivieron su tiempo de poder desde una condición transversal que los une y separa constantemente: la pasión por la política. De modo tal que cuando hablan de la acción de gobierno acaban hablando del partido y cuando hablan del partido acaban hablando del gobierno… De aquellas luchas que, como inquietantes corrientes de su propia historia estremecieron su esqueleto, y dan sobrada cuenta sus propios protagonistas. Lo hacen con tal fuerza y vehemencia que cuesta entender cómo lograron gobernar tanto, y tan intensamente, librando, al mismo tiempo, tan encarnizadas batallas internas. Hoy, en este libro, las «etiquetas» que lucieron «guerristas» y «renovadores» se hacen trizas a cuenta de las demoledoras autocríticas de dos de sus más autorizados representantes: Juan Carlos Rodríguez Ibarra y Joaquín Almunia.
La razón y las claves de poder en la política económica, la prepotencia de Boyer y Solchaga, la revolución educativa de Maravall, el «guerrismo» (sus víctimas y su encendida defensa), la OTAN y sus desconocidas estrategias, la democratización del Ejército y la insólita renegociación de las bases americanas, la huelga del 14-D, las «dimisiones» de Felipe, las batallas de Interior, el entendimiento con el PNV, la aventura con los independientes, la oscura sombra de Nicolás Redondo, la venganza de Garzón, las políticas socialdemócratas, el GAL, la corrupción, el último gobierno de Felipe González… Toda la gloria, la frustración, los éxitos, los sufrimientos y satisfacciones vividos se recuperan a través de la memoria de sus protagonistas. De una manera sencilla, directa, coloquial a veces, desprovista de maquillaje. No hay blindajes ni coartadas. Se apuntan los logros en la construcción de un proyecto de un país con inapelables argumentos. Se asumen los errores, y los horrores, con palabras de extrema desnudez. La crónica del final la «escribe» Alfredo Pérez Rubalcaba, que es el último portavoz del último gobierno y que tiene el coraje de no renunciar, ni en ese momento, a un lacerante sentido del humor que sobrecoge.
Es el propio Felipe González quien evoca su última campaña electoral. Lo hace «con las tripas», se duele de su última soledad y confiesa, sin pudor, que allí se dejó la piel. En torno a su liderazgo van a coincidir todas las memorias. Y lo mismo sucede a la hora de la conclusión, sentida y compartida: «Sentamos las bases de un país libre y moderno».
Es a partir de esa afirmación (tan sólidamente argumentada), que la memoria de Felipe González reconstruye su opción regeneracionista, su rebelión contra la historia que nos había tocado en suerte, en mala suerte. Su testimonio, que le agradezco profundamente (aquí y en su capítulo, porque sé muy bien que no hubiera querido hacerlo nunca), es precisamente la más contundente explicación de por qué la derecha hubiera querido enterrar para siempre su figura y su forma de estar en la política. (Y ya que estoy hablando de la derecha quiero lamentar, a renglón seguido, la voluntaria ausencia de Miguel Boyer en este libro. Fue al primero que le ofrecí un capítulo, porque fue él quien puso en pie la política económica que le indicó Felipe González, y lo hizo de forma brillante y eficaz. Entonces no entendí las razones de su tajante negativa, alegando su nulo interés en «recuperar esos años de mi vida»… Hoy, conocida su proximidad al PP, a José María Aznar, comprendo que fue mi ofrecimiento un ejercicio de imperdonable ingenuidad).
Hay en este libro dos gestos respecto a mi trabajo que quiero agradecer, con la misma sinceridad con la que se han producido: el primero el de Javier Tusell, que me ha concedido, en su generoso prólogo, el mejor premio que podía imaginar. Sus valoraciones son tan gratificantes como certeras a la hora de intuir (¡quién lo haría mejor que él!) la última razón de ser de este libro escrito sin red. Que los elogios vengan de un historiador tan acreditado, como al mismo tiempo apasionado reivindicador de la política con mayúsculas, me enorgullece.
Afirma Tusell que este libro es aséptico. Y yo sé valorar ese certificado de honradez. Pero ése no es mérito mío, sino de todos los ministros y dirigentes socialistas, que me han entregado algo que me resulta imposible de valorar; porque no hay manera de corresponder a tanto: su confianza. Sin esa confianza total, incondicional, espontánea, paciente y… antigua, hubiera sido imposible lograr mi objetivo. Ellos han sido, conmigo y con ellos mismos, honestos hasta la extenuación y han recuperado la memoria de una etapa decisiva en la historia de nuestro país. Han conjurado el olvido y la mentira.