16. EL FIN DEL VIAJE
(escrita por el editor, y compilado de todas las fuentes disponibles)
De su viaje a lo largo de las costas de las dos Américas, doblando el Cabo de Hornos y enfilando hacia las islas del sur del Pacífico, se sabe muy poco. Las pruebas que debieron superar fueron terribles, y los peligros con los que se enfrentaron enormes. Joenes nunca hizo ningún comentario de esa penosa travesía; Lum, por su parte, lo único que dijo al respecto cuando fue preguntado fue un lacónico:
—Bueno, mire, usted ya sabe.
Efectivamente, sabemos. Así que pasaremos inmediatamente al final del viaje de Joenes y Lum, cuando, casi muertos de hambre, fueron arrojados por el mar a las costas de Manituatua, cuyos habitantes se apresuraron a socorrerles.
Cuando recobró el sentido, Joenes preguntó por su bienamada Tondelayo, a la que había dejado en la isla. Pero aquella apasionada muchacha, cansada de esperar, se había casado con un pescador de las Tuamotu, al que había dado dos hijos. Joenes acogió la noticia filosóficamente, y dedicó su atención a los asuntos mundiales.
Descubrió que tanto Manituatua como sus islas próximas habían sufrido poco con la guerra. El contacto, que con Asia y Europa se había roto hacía mucho tiempo, se había roto también con América. Los más locos rumores corrían por la isla. Algunos decían que se había producido una gran guerra, en cuyo transcurso todos los países de la Tierra se habían destruido mutuamente. Otros afirmaban que la culpa había sido de unos invasores extraterrestres increíblemente malvados. Otros aseguraban que el responsable de lo ocurrido no había sido la guerra, sino una terrible epidemia que había ocasionado un derrumbamiento general de la civilización occidental.
Todas estas teorías y muchas otras eran argüidas por sus distintos defensores, y son argüidas aún. Personalmente, nos inclinamos por la opinión expresada por Joenes: que se había producido una caótica explosión guerrera, nacida de modo espontáneo, cuyo apogeo fue la destrucción de América, la última de las grandes civilizaciones del Mundo Antiguo.
Algunos efectos de esta explosión llegaron hasta las islas del sur del Pacífico. Llegaron algunos rumores, y fueron vistos algunos misiles. La mayor parte de ellos cayeron inofensivamente en el mar, pero uno cayó sobre Molotea, destruyendo completamente su lado este y acabando con setenta y tres vidas. Las bases de misiles americanas, situadas principalmente en Hawai y en las Filipinas, aguardaron órdenes que nunca llegaron, y especularon interminablemente acerca de la identidad del enemigo. El último misil cayó al mar, y ya no llegaron más. La guerra había terminado, y el Viejo Mundo había perecido como si nunca hubiera llegado a existir.
Joenes y Lum permanecieron mucho tiempo sumidos en un estado de extrema debilidad. Cuando se recuperaron, hacía ya varios meses que la guerra había terminado. Estaban preparados para cumplir con su papel en la formación de la nueva civilización.
Desgraciadamente, no comprendían sus respectivas misiones del mismo modo, y no consiguieron entenderse. Se esforzaron en preservar su amistad, pero eso se fue haciendo cada vez más difícil. Sus discípulos tenían consciencia de sus problemas, y algunos empezaron a preguntarse si aquellos dos pacifistas no terminarían llegando a las manos.
Pero no se llegó a eso. La influencia de Joenes predominaba en las islas del sur del Pacífico, desde Nukuhiva en el oeste hasta Tonga en el este. En consecuencia, Lum y sus discípulos embarcaron a bordo de una flotilla de piraguas y se dirigieron al este, hasta las islas Fiji, donde las ideas de Lum habían despertado un gran interés. Por aquel entonces ambos habían alcanzado los cuarenta años, y se separaron con auténtico pesar.
Las últimas palabras que Lum dirigió a Joenes fueron:
—Bueno, muchacho, creo que cada gato ha de ir a cazar sus propios ratones si quiere mantenerse en forma. Así que lo mejor será que me largue, ¿Okey? De todos modos, siento largarme y dejarte así, ya sabes. Las hemos pasado de todos los colores, y somos los únicos que sabemos. De modo que aunque sepa que tú estás equivocado, sigue por ese camino, muchacho, que pese a todo, tus palabras son buenas palabras. Voy a echarte en falta, chico, pero son cosas de la vida. Hasta la vista.
Joenes expresó idénticos sentimientos. Lum se dirigió a las Fiji, donde sus ideas recibieron la mejor de las acogidas. Incluso en nuestros días, las Fiji siguen siendo el centro del lumismo, y los fijianos no hablan el inglés tal como lo hablaba Joenes, sino el que empleaba Lum. Algunos expertos consideran su dialecto particular como la forma más pura y antigua de la lengua inglesa.
La base de la filosofía preconizada por Lum se encuentra en las siguientes palabras, pronunciadas por el propio Lum y recogidas en el Libro de las Fiji:
Mirad, si las cosas pasaron como pasaron, la culpa fue de las malditas máquinas. De modo que las máquinas son malas. Y están hechas de metal.
De modo que el metal es malo. Es el mal encarnado. De modo que en cuanto nos hayamos librado de todo ese maldito metal, las cosas volverán a ir bien de nuevo.
Por supuesto, esta es tan sólo una parte de las enseñanzas de Lum. Profesaba también unas teorías muy firmes acerca de la necesidad de la intoxicación y el éxtasis («Hay que volar, chicos, hay que volar»), acerca del comportamiento ideal («no debemos hacernos marranadas los unos a los otros»), acerca de los límites que las sociedades no debían traspasar («haced que los polis os dejen tranquilos»), acerca de las ventajas de la educación, de la tolerancia y del respeto («no metáis vuestra sucia nariz en los asuntos de los demás»), acerca de la importancia de los testimonios sensoriales objetivamente determinados («yo sólo creo en lo que veo»), acerca del concepto de cooperación en el seno de un sistema social («cuantos más seamos, más reiremos»), y acerca de casi todos los aspectos de la vida humana. Los ejemplos que acabamos de citar han sido tomados del Libro de las Fiji, donde están cuidadosamente reseñadas todas las enseñanzas de Lum.
En aquellos lejanos días del inicio del Nuevo Mundo, los fijianos se interesaron particularmente en la teoría de Lum según la cual el metal es malo de por sí. Siendo un pueblo de naturaleza aventurera y acostumbrado a largos viajes, emprendieron, bajo la égida de Lum, grandes expediciones, en el curso de las cuales arrojaban al mar todo el metal que encontraban.
En el curso de estas expediciones, los fijianos se ganaron numerosos discípulos de la ardiente doctrina lumista. Propagaron la destrucción del metal de uno a otro extremo del Pacífico e incluso hasta las orillas de las dos Américas, pasando por Australia y las junglas asiáticas. Sus hazañas han dado origen a multitud de himnos y relatos épicos, en particular el trabajo que realizaron en las Filipinas y, con ayuda de los maoríes, en Nueva Zelanda. Fue tan sólo en los últimos años del siglo, mucho después de haber muerto Lum, que pudieron cerrar el círculo visitando Hawai: habían logrado librar a las islas del Pacífico de casi las nueve décimas partes de su metal.
En el apogeo de su prestigio, aquellos orgullosos hombres conquistaron la mayor parte de las islas en las que hicieron escala. Pero eran demasiado poco numerosos como para asegurar la estabilidad de sus conquistas. Fue aquella una época en la que los fijianos reinaron en Bora Bora, en Raitea, en Huahine y en Oahu; pero las poblaciones locales terminaron o bien por absorberlos, o bien por echarlos. Por lo demás, generalmente respetaban las muy explícitas instrucciones que les había dado Lum respecto a las otras islas además de las Fiji: «Haced vuestro trabajo y luego largaos; y por encima de todo, no os quedéis merodeando por ahí y me agüéis la fiesta». Así terminaron las aventuras fijianas. Joenes, a diferencia de Lum, no nos ha dejado ninguna obra filosófica organizada, coherente. Apenas se preocupaba por la cuestión del metal. Desconfiaba de las leyes, fueran cuales fuesen, aunque reconocía su necesidad. Para él, la ley era buena cuando los hombres que la aplicaban eran buenos. Cuando la naturaleza de esos hombres cambiaba, lo cual a su modo de ver era inevitable, la naturaleza de la ley cambiaba también. En esos casos, no quedaba más solución que encontrar nuevas leyes y nuevos legisladores.
Joenes pensaba que el hombre debía tender con todas sus fuerzas hacia la virtud, pero teniendo al mismo tiempo conciencia de las dificultades que inevitablemente iba a encontrar en su camino. Tal como decía Joenes, la mayor de esas dificultades era que todo en el mundo, incluso el hombre y sus virtudes, cambia constantemente, obligando así a aquel que ama el bien a renunciar permanentemente a sus ilusiones, a buscar las modificaciones que se producen en él y en los demás, en pocas palabras, a convertir su vida en una búsqueda constante de una estabilidad provisional en medio de las metamorfosis de la existencia. Para tener éxito en esta búsqueda, Joenes señalaba que era preciso tener mucha suerte, lo cual es una cualidad indefinible pero absolutamente esencial.
Joenes hablaba de todo esto y de muchas otras cosas más; pero siempre hacía hincapié en las ventajas de la virtud, la necesidad de una voluntad activa, y la imposibilidad de alcanzar alguna vez la perfección. Algunos pretenden que, en su vejez, predicó una doctrina completamente distinta; diciendo que el universo era un horrible juguete construido por unos dioses malvados, y que este juguete era un teatro donde los dioses, para divertirse, escenificaban interminables obras en las cuales los actores eran los seres humanos, creados únicamente para este fin. Esos seres humanos eran hinchados con una especie de gas llamado consciencia, impregnado de virtudes y de ideales, de esperanzas y de sueños, de todo tipo de cualidades y de contradicciones. Luego les daban un problema para que lo resolvieran, y se divertían enormemente viendo evolucionar por escena a aquellas orgullosas marionetas, embebidas en su propia importancia, convencidas de ocupar un lugar primordial en el universo, afanadas en probar su inmortalidad, dando cabezadas contra los dilemas que ellos les habían planteado. Los dioses se revolcaban de risa contemplando sus esfuerzos, y nada les divertía más que ver a alguna de aquellas pequeñas marionetas decidida a vivir honestamente y a morir con dignidad. Aplaudían a rabiar y se reían de lo absurdo de la muerte, la única cosa que hacía imposibles todas las soluciones del hombre. Pero aquello no era lo más terrible. Llegaría el día en que los dioses se cansarían de su teatro y de sus pequeñas marionetas humanas, y lo echarían todo a la basura y buscarían alguna otra diversión. Y entonces ni siquiera recordarían que una vez había existido algo llamado hombre. Este relato no es característico de Joenes, y no lo consideramos digno de él. Joenes permanecerá en nuestro recuerdo tal como fue en realidad, con la fuerza del orgullo y la madurez, predicando un mensaje de esperanza.
Joenes vivió lo suficiente como para asistir a la muerte del viejo mundo y al nacimiento del nuevo. Hoy en día, tan sólo las islas del Pacífico poseen una civilización digna de este nombre. Nuestra estirpe racial está mezclada, y entre nuestros antepasados muchos venían de Europa, de América y de Asia. Pero la mayor parte de nosotros somos de origen polinesio, melanesio y micronesio. El editor de este libro, que vive en la isla de Havaiki, cree que la paz y la prosperidad que gozamos actualmente tienen por causas inmediatas las reducidas dimensiones de nuestras islas, su inmenso número, y las grandes distancias que las separan. Debido a ello, un grupo aislado no puede esperar conquistarlas todas y, por otro lado, es sencillo para quien no le guste su isla natal evadirse de ella. Estas son ventajas que no poseen los pueblos continentales.
De acuerdo, tenemos también nuestras dificultades. A cada momento se producen guerras entre grupos de islas, aunque a una escala infinitesimal con respecto a las guerras del pasado. Las desigualdades sociales, la injusticia, el crimen y las enfermedades subsisten todavía, pero ninguno de estos males es nunca lo suficientemente grande como para provocar la aniquilación de nuestras sociedades insulares. La vida cambia, y estos cambios suelen ser a menudo para empeorar en vez de para mejorar; pero los cambios se producen hoy en día mucho más lentamente que en nuestro febril pasado.
Quizás esta lentitud sea debida en parte a la gran escasez de metal. Siempre ha sido escaso en nuestras islas, y los fijianos han destruido grandes cantidades. Se sigue extrayendo todavía algo del suelo de las Filipinas, pero es muy difícil ponerlo en circulación. Las sociedades lumistas siguen siendo muy activas: requisan todo el metal que encuentran y lo arrojan al mar. Somos muchos los que pensamos que este odio irracional al metal es algo deplorable, pero nadie ha encontrado aún respuesta a la pregunta que Lum hacía a sus discípulos, y que estos nos arrojan a la cara como si fuera un desafío:
—Chico, ¿has intentado tú alguna vez fabricar una bomba atómica con coral y nueces de coco?
En lo que respecta al final de los Viajes, eso es lo que se cuenta. Lum murió a la edad de sesenta y nueve años. Un día que dirigía a un grupo de destructores de metal, un gigantesco hawaiano que intentaba proteger una máquina de coser le fracturó el cráneo con un garrote. Sus últimas palabras fueron:
—Bueno, chicos, por fin voy a trepar al Gran Salón de Té en el Cielo donde manda el Alcahuete Mayor de Todos Nosotros, los pijos.
Su vida se apagó con estas palabras. Aquella declaración fue la última que hizo en materia religiosa.
Para Joenes, el final llegó de un modo muy distinto. A los setenta y tres años, visitaba la isla de Moorea, cuando vio a un grupo de indígenas agitándose en la playa. Un hombre de su raza acababa de embarrancar en la arena en una balsa; sus ropas estaban hechas jirones, sus miembros profundamente quemados por el sol, pero aún estaba con vida.
—¡Joenes! —exclamó el hombre—. ¡Estaba seguro de que lo encontraría de nuevo! Porque usted es Joenes, ¿no?
—Lo soy —dijo Joenes—. Pero me temo que yo no le conozco a usted.
—Soy Watts —dijo al hombre—. ¿Recuerda a Watts? Ya sabe, el ladrón de joyas que encontró usted en Nueva York?, ¿se acuerda de mí?
—Sí, lo recuerdo —dijo Joenes—. Pero ¿por qué me busca?
—Joenes, nuestra conversación duró tan sólo unos instantes, pero usted ejerció una profunda influencia en mí. Al igual que sus Viajes se convirtieron en su vida, para mí usted se convirtió en mi vida. No puedo explicarle cómo llegó esta certeza hasta mí, pero no pude resistirla. Mi misión era usted. Ya no tenía más que un destino en mi vida: usted, Joenes. Tuve gran trabajo en reunir todo lo que usted necesitaba, pero las dificultades de esa tarea no me arredraron. Fui ayudado, los más altos personajes me honraron con su favor. Y luego vino la guerra, complicando aún más las cosas. Tuve que recorrer de uno a otro extremo la arrasada América para reunir los objetos que usted necesitaba. Una vez terminada mi búsqueda, llegué a California. Desde allí me embarqué para las islas del Pacífico, y durante muchos años he errado de una a otra. Por todas partes me hablaban de usted, pero nunca conseguía hallarle. Aunque no perdí el ánimo. Para mantenerme pensaba en las dificultades con que había tenido que enfrentarse usted, y mis fuerzas volvían. Sabía que estaba usted trabajando en la creación de un mundo; yo estaba trabajando en la creación de usted.
—Me siento maravillado ante todo esto —dijo Joenes, con voz tranquila—. Tengo la impresión, señor Watts, de que usted no ha recuperado del todo la lucidez, pero no importa. Lamento haberle causado tantas molestias; ni siquiera sabía que me estuviera buscando.
—No podía usted saberlo. No, Joenes, ni usted podía saber que alguien o algo le estaba buscando hasta que este alguien o este algo lo encontrara.
—Exacto —dijo Joenes—. Pero ahora me ha hallado usted. Creo haberle oído decir que tenía una cosa para mí.
—No una, sino varias cosas. Las he conservado y cuidado escrupulosamente, ya que sabía que eran necesarias para rematar su creación.
Watts soltó de una banda enrollada en torno a su cuerpo un paquete envuelto con tela impermeable, que tendió a Joenes con una placentera sonrisa.
Joenes abrió el paquete, y encontró en él las siguientes cosas:
Joenes contempló largo tiempo todo aquello, y su rostro parecía esculpido en granito. Quizá no se hubiera movido nunca más si Watts no hubiera intentado leer los documentos por encima de su hombro.
—¡Eso no es justo! —exclamó Watts—. Todo ese tiempo llevándolos conmigo, y no los he mirado ni una sola vez. Se lo suplico, mi querido Joenes, déjame al menos echarle una ojeada a la lista del loco.
—No —dijo Joenes—. Esas cosas no van dirigidas a usted.
Watts se puso furioso, y los nativos tuvieron que impedirle que se apoderara de todas aquellas cosas por la fuerza. Algunos sacerdotes indígenas, llenos de esperanza, se acercaron a Joenes, pero este retrocedió. Un profundo horror se leía en su rostro, y por un instante todos creyeron que iba a arrojarlo todo al mar. Pero no lo hizo. Los estrujó convulsivamente, y ascendió a la carrera el abrupto camino que conducía a las montañas. Los sacerdotes le siguieron, pero no tardaron en perderlo entre los densos matorrales.
Al volver abajo, dijeron a la gente que Joenes volvería pronto, que tan sólo deseaba estudiar a solas las cosas que acababan de serle entregadas. La gente esperó durante varios años, sin llegar a perder nunca la fe. Watts murió. Pero Joenes no reapareció.
Aproximadamente dos siglos después, un cazador en busca de cabras salvajes escaló las abruptas laderas de Moorea. A su regreso, dijo que había visto a un hombre extremadamente viejo sentado ante una caverna, con los ojos fijos en un fajo de papeles que sostenía en su mano. El viejo le había hecho señas de que se acercara, y el cazador había obedecido, no sin cierto recelo. Se dio cuenta de que la lluvia y el sol habían descolorido hasta tal punto aquellos papeles que eran absolutamente ilegibles, y que el viejo se había vuelto ciego, indudablemente de tanto leerlos y releerlos.
—¿Cómo lo hace usted para leer estos papeles? —preguntó el cazador.
—No necesito leerlos —dijo el viejo—. Me los sé de memoria.
Luego se levantó, penetró en su caverna, y por un momento el cazador creyó haber soñado.
¿Es cierta esta historia? ¿Es posible que, pese a su terrible edad, Joenes siga viviendo en aquellas montañas, reflexionando aún en los secretos de una época desaparecida? Y si es así, ¿tendrán aún algún significado la lista del demente y el plano del Octágono en nuestro siglo?
Nunca lo sabremos. Tres expediciones sucesivas se han dirigido al lugar: han encontrado efectivamente una caverna, pero ni la menor huella de una presencia humana. Los eruditos piensan que el cazador estaba borracho. Creen que Joenes murió loco de dolor al recibir demasiado tarde una información que debía ser de trascendental importancia; que se retiró lejos de los sacerdotes, y que vivió como un ermitaño con sus documentos inútiles, de tinta empalidecida por el tiempo, y que murió finalmente en algún inaccesible lugar.
Esta explicación parece razonable desde todos los ángulos; sin embargo, el pueblo de Moorea ha erigido un pequeño altar en el emplazamiento de la caverna.