15. La huida de América

15. LA HUIDA DE AMÉRICA

(según la narración de Paaui de las Fiji)

Joenes se hallaba aturdido por una explosión que se había producido muy cerca de su cabeza. Aún bajo los efectos de la conmoción, se dejó conducir por su amigo hasta un ascensor que los hundió todavía más en las entrañas de la tierra. Cuando abrieron la puerta del ascensor, se hallaron ante un largo pasillo. Ante ellos había un cartel que decía: AUTOPISTA SUBTERRÁNEA DE EMERGENCIA. SÓLO PARA PERSONAL AUTORIZADO.

—No sé si pertenecemos o no al personal autorizado —dijo Lum—, pero no hay tiempo de ocuparse de detalles técnicos. Joenes, ¿puedes hablar? Justo delante de nosotros tiene que haber un vehículo que nos llevará a un lugar que espero sea seguro. El general me ha contado todo eso, y no creo que ese viejo buitre hablara por hablar.

Hallaron el vehículo allá donde Lum esperaba hallarlo, y durante varias horas circularon bajo tierra hasta la costa este de Maryland, frente al océano Atlántico, donde se hallaron de nuevo bajo la luz del día.

En aquel punto, la fuerte voluntad de Lum se derrumbó, y ya no supo qué hacer. Pero Joenes se había recuperado por completo. Tomando a su amigo del brazo, descendió a la silenciosa playa. Luego echaron a andar hacia el sur, hasta llegar a un puertecito desierto.

Eligió de entre todos los botes que había amarrados a los muelles un velero, al que transportó comida, agua, mapas e instrumentos náuticos que tomó de los demás barcos. No había hecho la mitad de las cosas que deseaba hacer cuando unos misiles pasaron aullando sobre su cabeza, de modo que decidió levar anclas inmediatamente.

Lum no recuperó por completo sus sentidos hasta que se hallaron a varias millas de la costa. Miró a su alrededor y dijo:

—Hey, muchacho, ¿puedo saber adónde vamos?

—A mi casa —dijo Joenes—. A la isla de Manituatua, en el Pacífico Sur.

Lum consideró aquello, y luego dijo suavemente:

—Eso cae un poco lejos, ¿no crees? Bueno, quiero decir que con el Cabo de Hornos y todo lo demás, debe haber como unas buenas ocho o nueve mil millas, ¿no?

—Algo así —dijo Joenes.

—¿Y no crees que sería mejor Europa, que está tan sólo a unas tres mil millas?

—No. Yo vuelvo a casa —dijo Joenes firmemente.

—Está bien, de acuerdo —dijo Lum—. Esté por el este o por el oeste, no hay nada como la casa de uno. Pero no estamos muy sobrados de agua y alimentos para una tal expedición, y tengo la sospecha de que no vamos a encontrar gran cosa por el camino. Además, no tengo demasiada confianza en este barco. Tengo incluso la impresión de que está empezando a hacer agua.

—Efectivamente —dijo Joenes—. Pero creo que podremos arreglarlo. En cuanto a los alimentos y el agua, espero que no nos falten. Lum, realmente no hay ningún otro lugar adonde podamos ir.

—De acuerdo —dijo Lum—. No quería desanimarte. Tan sólo quería tirar al aire una o dos ideas para ver si alguna era aprovechable. Como no ha sido así, seguiré tu ejemplo: esperar que todo termine bien. Pero creo que deberías aprovechar este crucero para escribir tus memorias: valdrá la pena leerlas, y además servirán para identificar nuestros pobres cadáveres deshidratados cuando hallen los restos de este cascarón.

—No estoy totalmente convencido de que vayamos a morir —dijo Joenes—, aunque debo admitir que existen bastantes posibilidades. Pero ¿por qué no las escribes tú, Lum?

—Quizá lo haga —dijo Lum—. Pero creo que voy a preferir reflexionar acerca de los hombres y los gobiernos, y de los medios de mejorarlos. Sí, creo que voy a aplicar a esa tarea todos los recursos de mi fértil imaginación.

Una idea maravillosa, Lum —dijo Joenes—. Ambos tenemos muchas cosas que decirle a la gente, si es que encontramos en algún lugar gente a la que podamos decirle algo.

Así, pues, en perfecto acuerdo, Joenes y su leal amigo iniciaron su singladura a través de un cada vez más oscuro mar, a lo largo de una peligrosa costa, hacia un lejano e incierto destino.