14. CÓMO LUM SE UNIÓ AL EJERCITO
(según las propias palabras de Lum, tal como están narradas en el Libro de las Fiji, Edición Ortodoxa)
Bueno, muchacho, me largué del Asilo Psiquiátrico para Criminales Dementes poco tiempo después que tú, y me fui a Nueva York, donde me habían invitado a un viaje más que swing. Aquella noche me pegué un buen latigazo de cocaína, lo cual es un buen relleno cuando uno no está acostumbrado a ella. Tú sabes que siempre he sido fiel al peyote; la heroína nunca me ha interesado; en cuanto a la cocaína… bueno, antes de probarla en esa ocasión pensaba que era buena tan sólo para esos viejos jodidos.
Mientras flotaba, me sentía como una especie de Florence Nightingale: sentí deseos de ir a curar a las máquinas heridas en los campos de batalla. Cuanto más pensaba en ello, más me decía que había nacido precisamente para eso, y más triste me sentía imaginando a todas aquellas pobres máquinas dolientes, aquellas metralletas con los cañones quemados, aquellos tanques cubiertos de herrumbre, aquellos reactores con el tren de aterrizaje roto… Me decía que sus sufrimientos eran aún más terribles por el hecho de ser mudos, y sabía que debía consagrar todo el resto de mi vida a aliviarlos, a reconfortarlos.
Como puedes ver, fue un maldito viaje; y en ese estado me presenté a la oficina de reclutamiento más cercana, y me alisté para estar más cerca de mis pobres máquinas.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, me di cuenta de la jodida situación en que me había metido; eso me despejó. Me fui en busca del cochino de reclutador que tan vergonzosamente se había aprovechado de mi estado, pero se había ido a Chicago, donde debía dar una conferencia sobre reclutamiento en un burdel. Entonces me precipité a ver al comandante, y entre otros detalles le dije que yo era un drogadicto, que acababa de salir de un asilo psiquiátrico para criminales dementes, que se lo probaría cuando él quisiera, y que además tenía tendencias homosexuales latentes, que no podía soportar las armas de fuego, que estaba completamente ciego de un ojo y que sufría de la columna vertebral, por todo lo cual, legalmente, no podía ser aceptado en el ejército, tal como señalaba el párrafo C de la página 123 del Código de Alistamiento.
El comandante me miró fijamente a los ojos, sonriendo como sólo saben sonreír los militares de carrera y los polis.
—Soldado —me dijo—, tu nueva existencia no hace más que empezar, así que estoy dispuesto a cerrar los ojos sobre ciertas irregularidades en tu forma de dirigirte a tus superiores. Ahora, lárgate de aquí y ve a pedirle instrucciones al sargento.
Al ver que yo no tenía ninguna intención de irme de allí, dejó de sonreír y dijo:
—Mira, soldado, el hecho de que estuvieras cargado como dices cuando te alistaste no le importa a nadie. En cuanto a los distintos impedimentos que mencionas, no te preocupes por ellos. He conocido a drogadictos empedernidos que hacían un trabajo de primera en Planificación, y nadie podrá decir nada de los estupendos logros de la Brigada Homosexual en nuestra última actuación en la Patagonia. Así que compórtate como un buen soldado, y verás cómo el ejército no es tan malo como eso. Pero no pases tu tiempo citando el Código de Alistamiento como si fueras un abogado de oficio, porque vas a hacerte mal ver de mis sargentos, y puede que te vuelvan la cabeza del revés y te la peguen así de nuevo al cuerpo. ¿Has comprendido? Estupendo. Ahora ambos sabemos cuál es nuestro lugar, y no voy a tomar ninguna acción sobre ello. Incluso te felicito por el ardor patriótico que demostraste ayer por la noche, alistándote en el ejército por un período ininterrumpido de cincuenta años. ¡Así me gusta, muchacho! Ahora, lárgate de aquí y preséntate al sargento.
Así que me fui de su despacho, preguntándome cómo iba a salirme de aquello, ya que uno puede escapar de una prisión o de un asilo, pero nunca del ejército. Me sentía terriblemente deprimido. Luego, unos pocos días después, fui nombrado subteniente, e inmediatamente después agregado al estado mayor personal del general Voig, que es quien manda en todo este embrollo.
Al principio creí que había sido elegido por mi encantadora personalidad, pero he terminado por darme cuenta que no era nada de eso. Al parecer, al alistarme bajo los efectos de la mierda, escribí en la línea reservada a la profesión: «alcahuete», y esto llamó la atención a los oficiales encargados de tomar nota de los nuevos reclutas con talentos especiales. Le hablaron del asunto al general Voig, y este se apresuró a solicitar mi traslado y asegurarse mis servicios.
Al principio, no habiendo trabajado nunca en esa rama, no sabía exactamente lo que tenía que hacer. Pero otro alcahuete del general, bautizado más sofisticadamente como Oficial de Servicios Especiales, me puso al corriente. Mi misión consistiría en organizarle un buen viaje al general Voig todos los jueves por la noche, único día que se lo permitían sus obligaciones militares. Es un trabajo sencillo: no tengo más que llamar a cualquiera de los números que figuran en el Libro de Entretenimientos del Área Defensiva de Washington, o si el tiempo apremia enviar un mensaje a los Servicios de Aprovisionamiento de las Fuerzas Armadas, que tienen ramificaciones en todas las grandes ciudades. El general se mostró muy satisfecho de mi eficacia, y debo confesar que el ejército no es tan terrible y siniestro como yo había imaginado.
Esta es, Joenes, la razón de mi presencia aquí. En mi calidad de teniente y amigo del general Voig, puedo asegurarte que esta guerra, sea cual sea la identidad del enemigo, no puede estar en mejores manos. Esto es algo que todo el mundo tendría que saber, ya que demasiado a menudo circulan calumnias acerca de las personas que ocupan puestos importantes.
Por otra parte, Joensey, muchacho, me creo en el deber de señalarte que acaba de producirse una explosión, una explosión anunciadora de inminentes catástrofes. Acaban de apagarse las luces, y el aire empieza a hacerse irrespirable. Así pues, mi querido amigo, puesto que es evidente que nuestros servicios aquí ya no son necesarios, te propongo que nos larguemos inmediatamente, si aún es posible.
—Hey, Joensey, ¿estás todavía aquí conmigo? ¿Te encuentras bien, muchacho?