13. LA HISTORIA DE LA GUERRA
(según la narración de Teleu de Huahine)
Es triste relatar que, mientras Joenes sobrevolaba California, una estación automática de radar tomó su aparato por un avión soviético, y lanzó contra él toda una serie de misiles. Aquel trágico incidente marcó el inicio de la gran guerra.
Errores de este tipo se han producido en todos los tiempos. Pero, en la América del siglo XXI, en la que el hombre había entregado a las máquinas su afecto y su confianza, y donde las propias máquinas eran semiautónomas, esos errores no podían tener más que trágicas consecuencias.
Joenes contempló con horror y fascinación los misiles volando a toda velocidad contra su aparato. Luego sintió un violento choque: el piloto automático, dándose cuenta del peligro, había lanzado a su vez sus misiles antimisiles.
Aquella iniciativa desencadenó la reacción de otras estaciones de misiles de los alrededores. Algunas de ellas eran automáticas, otras no, pero todas respondieron inmediatamente a la señal de alarma. Durante este intervalo, el aparato de Joenes había lanzado todo su armamento.
Pero no había perdido nada de la sofisticada inteligencia que los ingenieros que lo habían construido habían introducido en su cerebro electrónico. Conectó su radio sobre la longitud de onda utilizada por las estaciones para mantener el contacto con sus proyectiles, emitió a su vez la señal de alarma, se declaró atacado, y dio órdenes de destruir los misiles lanzados con anterioridad, que hizo pasar por blancos enemigos.
Su táctica tuvo un cierto éxito. Los misiles más antiguos, los más rudimentarios, se negaron a atacar a un aparato que identificaban como perteneciente a su propio bando. Pero los demás, más sofisticados, habían sido concebidos precisamente con las instrucciones necesarias para eludir cualquier tentativa de engaño de este tipo por parte del enemigo. Prosiguieron la lucha, mientras sus congéneres más antiguos defendían ferozmente el solitario avión.
Cuando la batalla estaba en pleno apogeo, el aparato de Joenes desapareció. Dejando que los misiles lucharan entre sí en el aire, puso rumbo a su base, el aeropuerto de Washington.
Inmediatamente después de su llegada, Joenes fue conducido por un ascensor automático a las salas subterráneas que albergaban el Alto Mando, a varios centenares de metros bajo tierra. Fue interrogado sobre lo que sabía del ataque que había sido lanzado contra él, y cuál era la identidad de sus atacantes. Pero todo lo que Joenes pudo responder fue que había sido atacado por un enjambre de misiles y defendido por otro.
Aquella información, y otros datos relativos a la batalla, fueron introducidos en una calculadora automática, que un poco después emitió una lista de posibilidades, por orden decreciente de probabilidad:
La calculadora emitió también todas las combinaciones y permutaciones imaginables de esas cinco posibilidades, señalándolas como subposibilidades alternativas.
Los oficiales que aguardaban el resultado se vieron abrumados por esa enorme cantidad de probabilidades, subprobabilidades, posibilidades y subposibilidades. Habían creído poder adoptar inmediatamente aquella que la máquina juzgara más verosímil, y obrar en consecuencia. Pero eso no era posible. A medida que recibía nuevos datos, la calculadora revisaba y redefinía sus posibilidades, cuyo orden y designación cambiaba constantemente. Al ritmo de diez por segundo, iba escupiendo correcciones señaladas como URGENTÍSIMAS, todas ellas diferentes. Los oficiales se desesperaron.
La situación era desconcertante. Por ello no hay que sorprenderse de la decisión que adoptaron finalmente los responsables: eligieron las cinco posibilidades mayores elegidas por la máquina, les atribuyeron un índice de probabilidad idéntico, y las sometieron al general Voig, Comandante en Jefe de las fuerzas armadas, a fin de que se diera la decisión definitiva, ya que una Calculadora de Posibilidades de Guerra no emitía órdenes sino tan sólo evaluaciones: el emitir órdenes era únicamente responsabilidad y gloria de los seres humanos.
Voig estudió las cinco alternativas que le eran propuestas. Tenía plena conciencia de los problemas que planteaba la guerra moderna, y se veía obligado a reconocer tristemente que debía apoyarse en las informaciones que tenía ante sí para tomar una decisión con conocimiento de causa. Sin embargo, sabía también que la mayor parte de aquellas informaciones tenían por autor a unas máquinas tremendamente costosas que, sin embargo, eran a menudo incapaces de distinguir un cohete de un pato salvaje; máquinas que necesitaban ser constantemente vigiladas, reparadas, perfeccionadas, reconfortadas por regimientos de ingenieros altamente especializados. Y pese a los cuidados que se les prodigaba, Voig sabía que uno no podía confiar por completo en ellas. Las creaciones no eran mejores que sus creadores, e incluso se les parecían en sus peores aspectos. Al igual que los hombres, las máquinas eran presa a menudo de crisis de inestabilidad emocional. Algunas sufrían de exceso de celo, otras tenían alucinaciones, depresiones funcionales o psicosomáticas, algunas terminaban por hundirse en un estado catatónico. Y además de sus propios problemas, sufrían la influencia de sus operadores humanos. De hecho, las más impresionables de entre ellas no eran más que extensiones de la personalidad de aquellos que velaban por su funcionamiento.
Por supuesto, el general Voig sabía que las máquinas no eran realmente conscientes, y que por lo tanto no podían sufrir realmente ninguna de las enfermedades reservadas a los seres conscientes. Sin embargo, daban la impresión de que sí podían, lo cual venía a ser más o menos lo mismo.
Sin embargo, el general Voig estaba entrenado para tomar decisiones rápidas. Es por ello que apenas se tomó el tiempo de echar una ojeada a las cinco alternativas y dudar por última vez de su propia competencia, antes de tomar su teléfono de emergencias y dar sus instrucciones.
Ignoramos cuál de las cinco posibilidades eligió el general, y cuáles fueron las instrucciones que dio. De todos modos, eso no tenía la menor importancia. La situación ya no dependía de él: no podía parar el ataque ni acelerarlo, ni siquiera podía ejercer ninguna influencia en el curso de las hostilidades. La batalla había escapado de su control, y todo ello a causa de la naturaleza misma de las máquinas.
Un misil californiano fue a estrellarse contra la base de Cabo Cañaveral, en Florida, destruyéndola a medias. El resto de la base reunió sus fuerzas y las lanzó en represalia en dirección de donde parecía haber llegado el enemigo, es decir California. Otros misiles, más o menos alcanzados, cayeron un poco por todas partes a lo ancho y a lo largo del país. Los jefes militares del estado de Nueva York, de Nueva Jersey, de Pennsylvania y de otros lugares reaccionaron bajo su propia responsabilidad, al igual que las estaciones de misiles automáticos. Hombres y máquinas disponían de todas las informaciones necesarias para justificar su acción. De hecho, antes de la ruptura de su red de comunicaciones, habían recibido un auténtico diluvio de informes que cubrían todas las posibilidades imaginables. Puesto que eran soldados, eligieron la más desastrosa.
De uno a otro extremo de California, y a través de toda la extensión de la América occidental, las represalias se sucedieron a las represalias. Los comandantes locales imaginaron que el enemigo, cuya identidad ignoraban, había establecido cabezas de puente en la costa este de América. Su principal empeño era destruirles, y para ello no vacilaron en emplear cabezas nucleares cada vez que lo juzgaron necesario.
Todo aquello se produjo con una terrible rapidez. Los comandantes locales y sus máquinas, sometidos a una infernal lluvia de fuego, intentaban resistir el mayor tiempo posible. Algunos de ellos quizá esperaron órdenes más específicas; pero, a fin de cuentas, todos aquellos que podían luchar lo hicieron, sembrando el desorden y la destrucción hasta las regiones más alejadas del globo. Y muy pronto aquella civilización donde proliferaban las máquinas desapareció de la faz de la Tierra.
Mientras se producía todo esto, Joenes contemplaba, con ojos alucinados, en el Alto Mando, cómo unos generales daban unas órdenes que eran revocadas inmediatamente por otros generales. Asistía a todo aquello, y seguía sin saber contra quién se estaba luchando.
De pronto, un enorme temblor sacudió la estructura del edificio. Aunque enterrado a centenares de metros, acababa de ser alcanzado por los misiles especialmente concebidos para enterrarse profundamente en el suelo antes de estallar.
Joenes tendió los brazos para mantener el equilibrio, y se agarró al hombro de un joven teniente. Este se giró, y Joenes lo reconoció inmediatamente.
—¡Lum! —exclamó.
—¡Hey, Joensey! —dijo el teniente.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Joenes—. ¿Y qué haces con uniforme de teniente?
—Bueno —dijo Lum—, es una historia larga y más bien extraña, ya que yo nunca he tenido lo que podría llamarse un temperamento militar. Pero estoy realmente contento de que me hayas hecho esta pregunta.
El Puesto de Mando tembló nuevamente, tirando por el suelo a varios oficiales. Pero Lum consiguió mantener el equilibrio, y le contó a Joenes cómo se había unido al ejército.