12. LA HISTORIA DE RUSIA
(según la narración de Pelui de la Isla de Pascua)
Joenes ocupó su lugar en el jet especial, y unos minutos más tarde volaba hacia el norte, muy alto en el cielo, en dirección al polo. La cena le fue servida automáticamente, y luego pudo contemplar un film exhibido especialmente para su placer solitario. El sol estaba bajo en el horizonte cuando el piloto automático del jet le pidió a Joenes que se atara el cinturón de seguridad, ya que iban a aterrizar en el aeropuerto de Moscú.
El aterrizaje se produjo sin el menor incidente, y Joenes, dominado por la aprensión y la excitación, aguardó a que la puerta del jet se abriera sobre la capital del mundo comunista.
Fue recibido por tres representantes del gobierno soviético. Llevaban gorros, pellizas y botas de piel, una protección necesaria contra el helado viento que soplaba sobre la llana tierra. Se presentaron, y le pidieron a Joenes que subiera al coche oficial que aguardaba para llevarlos a la ciudad. Durante el viaje, Joenes tuvo ocasión de observar detenidamente a los hombres con los que tendría que tratar.
El camarada Slavski era barbudo hasta los ojos, pequeñitos, profundos y maliciosos.
El camarada Oruthi era pequeño, pelado al cero, y cojeaba ligeramente.
El mariscal Trigask era redondo, jovial, y parecía un hombre en quien se podía confiar.
En la Plaza Roja, el coche se detuvo ante la Casa de la Paz. En el interior, el fuego crepitaba alegremente. Los rusos ofrecieron a Joenes un confortable sillón y se instalaron a su lado.
—Será mejor que no perdamos el tiempo con palabras vanas —dijo el mariscal Trigask—. Como prólogo a nuestra discusión, me limitaré a desearle la bienvenida a nuestra querida capital. Siempre nos sentimos felices cuando un diplomático occidental tan acreditado como usted acude a visitarnos. Tenemos por costumbre ir siempre directos al grano, y deseamos que nuestros interlocutores actúen de igual modo. Esta es la única forma de que funcionen las cosas. Quizá haya observado usted, a su llegada al aeropuerto…
—Sí —interrumpió Slavski—; ruego que me perdonen, suplico su perdón, ¿pero han observado ustedes esos cristalinos de nieve inmaculada? ¿Y ese cielo invernal tan blanco, tan blanco? Lo siento muchísimo, no debería levantar la voz, pero pese a mi bajeza esos sentimientos me exaltan, y una fuerza irreprimible me impulsa a veces a expresarlos. ¡La naturaleza, señores! Perdonen, pero debo decirlo: a veces la naturaleza tiene algo que…
—Ya es suficiente, Slavski —interrumpió a su vez el mariscal Trigask—. Estoy convencido de que Su Excelencia el Enviado Presidencial Joenes ha tenido ocasión, en uno u otro momento, de observar la naturaleza. Soy un hombre sencillo, y mis palabras son sencillas. Creo que podemos ahorrarnos esas mundanidades. Aunque no quisiera parecer grosero. Soy un soldado, y las sutilezas de la diplomacia me son extrañas. ¿Está claro?
—Absolutamente —dijo Joenes.
—Estupendo —dijo el mariscal Trigask—. ¿Cuál es entonces su respuesta?
—¿Mi respuesta a qué?
—A nuestras últimas proposiciones —dijo Trigask—. Supongo que no habrá hecho usted todo ese viaje tan sólo para tomarse unas vacaciones.
—Me temo —dijo Joenes— que me veo en la obligación de pedirle que me explique en qué consisten esas proposiciones.
—Es muy sencillo —dijo el camarada Oruthi—. Tan sólo deseamos que su gobierno destruya su stock de armamentos, nos ceda su colonia de Hawai, nos autorice a instalarnos en Alaska (territorio que, originalmente, nos pertenecía), y nos dé, como muestra de buena voluntad, la parte septentrional de California. En estas condiciones aceptaremos, a cambio, acceder en algunas cosas que en este momento no recuerdo exactamente. ¿Qué dice usted al respecto?
Joenes intentó explicar que no poseía ninguna autoridad para aceptar o rechazar nada, pero los rusos se negaron a aceptar eso. Consecuentemente, sabiendo que Washington no consideraría aceptables aquellas proposiciones, Joenes respondió en forma negativa.
—¿Se dan cuenta? —dijo Oruthi—. Les dije que no estarían de acuerdo.
—De todos modos, valía la pena intentarlo, ¿no? —dijo el mariscal Trigask—. A fin de cuentas, podían haber dicho que sí. Pero volvamos a lo esencial. Señor Joenes, quiero que tanto usted como su gobierno sepan que estamos dispuestos a rechazar cualquier ataque susceptible de ser lanzado contra nosotros.
—Nuestras defensas —dijo Oruthi— cubren un territorio que, desde Alemania del Este, se extiende a lo largo desde el Báltico hasta el Mediterráneo, y en profundidad desde Berlín a Omsk. Además, nuestras defensas son automáticas, y mucho mejores que las de la Europa occidental. En pocas palabras, les superamos ampliamente, y nos sentiremos orgullosos de demostrárselo cuando ustedes quieran.
Slavski, silencioso desde hacía rato, dejó oír de nuevo su voz:
—¡Usted podrá ver todo eso, amigo mío! ¡Usted podrá ver la difusa luz de las estrellas reflejándose en los cañones de los fusiles! Le ruego que me perdone, pero incluso una persona tan humilde como yo, una persona que fácilmente podría ser tomada por un comerciante de pescado o un carpintero, tiene sus momentos poéticos. ¡Es cierto, señores, aunque ustedes se rían! ¿Acaso uno de nuestros mayores poetas no ha dicho: «Oscura es la hierba / Cuando la negra noche / cae como un manto»? ¡Oh, ustedes seguramente nunca esperaron oírme recitar versos! Ya sé que eso no es conveniente. ¡Soy consciente de ello, se lo aseguro! Lamento mi conducta más de lo que pueden ustedes imaginar, la deploro. Sin embargo…
El camarada Oruthi palmeó suavemente su hombro, y Slavski calló. Oruthi prosiguió:
—No preste atención a sus inspiraciones, señor Joenes. El camarada Slavski es un brillante teórico, y eso explica que se siente inclinado a la autocrítica. ¿Dónde estábamos?
—Creo —dijo el mariscal Trigask— que yo estaba explicándole al señor Joenes lo perfectamente a punto que está nuestro sistema defensivo.
—Exacto —dijo Oruthi—. No querría que su gobierno se equivocara al respecto. Y le aconsejo también que no le dé mucha importancia al incidente de Yingdraw. Seguramente los publicitarios de ustedes lo habrán presentado bajo una óptica falsa. La verdad es muy simple. Y el propio incidente fue el resultado de un incidente también muy simple.
—Yo estaba allí cuando sucedió —dijo el mariscal Trigask—, y puedo explicarle lo que ocurrió realmente. Las fuerzas que yo comandaba, es decir el primero, octavo, decimoquinto y vigésimoquinto cuerpos de ejército, se hallaban de maniobras en Yingdraw, cerca de la frontera con la República Popular China. Durante esas maniobras, fuimos violentamente atacados por un grupo de revisionistas chinos corrompidos por el oro capitalista, que habían escapado, no sé cómo, de las autoridades de Pekín.
—Por aquel entonces —dijo Oruthi— yo era comisario político, y puedo jurarle que todo lo que está diciendo el mariscal es cierto. Aquellos bandidos se arrojaron sobre nosotros, vestidos con el uniforme del cuarto, duodécimo, decimotercero y vigésimosegundo cuerpos del ejército chino. Naturalmente, antes de hacerlos retroceder hasta el otro lado de la frontera, informamos debidamente a Pekín.
—Por supuesto —dijo el mariscal Trigask sonriendo irónicamente—, ellos pretendieron que habíamos sido nosotros quienes habíamos invadido su territorio, y que ellos tan sólo nos expulsaron. Este, naturalmente, es el tipo de explicación que puede esperarse de tales rebeldes, de modo que empleamos todas nuestras fuerzas en la batalla. Mientras tanto, habíamos recibido un mensaje de Pekín. Desgraciadamente, aquel mensaje estaba escrito en chino. Como éramos incapaces de descifrarlo, lo enviamos a Moscú para ser traducido. Mientras esperábamos, el combate creció en virulencia, y durante una semana ambos bandos se destrozaron furiosamente.
—El mensaje nos fue remitido de vuelta —dijo Oruthi—. Estaba escrito en estos términos: «El gobierno de la República Popular China protesta contra las acusaciones de expansionismo formuladas contra él, principalmente en lo que concierne a las tierras ricas e incultivadas vecinas a las superpobladas regiones fronterizas chinas. No hay rebeldes ni revisionistas en el territorio de la República Popular China, y su existencia es imposible en un Estado realmente socialista. En consecuencia, ordenamos que renuncien inmediatamente a sus acciones hostiles dirigidas contra nuestras apacibles fronteras».
—Puede usted imaginar cuál fue nuestra perplejidad —dijo el mariscal Trigask—. Los chinos afirmaban que no había rebeldes ni revisionistas entre ellos, mientras nosotros estábamos luchando contra más de un millón de ellos que habían robado uniformes del Glorioso Ejército Popular Chino.
—Afortunadamente —dijo Oruthi—, el Kremlin nos había enviado también un consejero, un experto en asuntos chinos. Nos dijo que no teníamos que preocuparnos por la primera parte del mensaje, la que contenía las acusaciones de expansionismo, ya que esto no era más que una fórmula de cortesía. En cuanto a la segunda, la que negaba la existencia de rebeldes y revisionistas, manifiestamente iba destinada a cubrir las apariencias. En consecuencia, nos animó a rechazar al enemigo hasta China.
—Lo cual —hizo notar el mariscal Trigask— no fue nada fácil. Los rebeldes y revisionistas habían recibido un refuerzo de varios millones de hombres armados, y con la sola fuerza de su número habían conseguido empujarnos hasta Omsk, saqueando a su paso el Semipalatinsk.
—Observando que la situación se agravaba —dijo Oruthi—, solicitamos refuerzos. Acudieron veinte divisiones del ejército ruso. Gracias a ellas pudimos masacrar un número incalculable de rebeldes y revisionistas, y empujar a los demás hasta la otra orilla del SiKiang.
—Con lo cual —dijo el mariscal Trigask— creímos haber terminado el incidente. Avanzábamos sobre Pekín para cambiar impresiones con el gobierno de la República China, cuando un nuevo contingente de rebeldes y revisionistas se arrojaron sobre nosotros. Esta vez eran casi cincuenta millones. Afortunadamente, no todos poseían armas.
—Incluso el oro capitalista tiene sus límites —hizo notar Oruthi.
—También recibimos una nueva nota de Pekín —dijo el mariscal Trigask—. Nos ordenaba abandonar inmediatamente el territorio chino, y dejar en paz los elementos defensivos del Ejercito Popular Chino.
—Eso al menos es lo que nosotros creímos leer —dijo Oruthi—. Pero, por algún demoníaco ardid, el mensaje estaba construido de tal forma que, leído de arriba a abajo, se convertía en un poema que decía: «Qué hermosa es la montaña / que flota en el río / al otro lado de mi jardín».
—Lo más divertido —dijo el mariscal Trigask— es que, mientras descifrábamos el mensaje, el enemigo nos obligó a retroceder varios miles de kilómetros, atravesando toda el Asia septentrional hasta Stalingrado. Allá resistimos lo suficiente como para sembrar la muerte entre las filas de los rebeldes y revisionistas. Pero estos nos forzaron a retroceder de nuevo hasta Karkov, y de allí hasta Kiev, y desde allí hasta Varsovia. La situación empezaba a ponerse seria. Recluíamos voluntarios en Alemania Oriental, en Polonia, en Checoslovaquia, en Rumania, en Hungría y en Bulgaria. Traicioneramente, los albaneses se unieron a los griegos que, juntamente con los yugoslavos, atacaron nuestra retaguardia. Tras rechazarlos, concentramos nuestras fuerzas en dirección este. Obligamos a los rebeldes y revisionistas a retroceder todo el camino que habían hecho, hasta más allá de Cantón, que devastamos a nuestro paso.
—Entonces —continuó Oruthi—, los rebeldes y revisionistas echaron mano a sus últimas reservas, y nos obligaron a volver a nuestras fronteras. Una vez reagrupadas allí nuestras tropas, transcurrimos bastantes meses librando una serie de escaramuzas. Finalmente, y de mutuo acuerdo, nosotros nos retiramos al otro lado de nuestra frontera, y ellos también de la suya. Así terminó el incidente de Yingdraw.
—Desde entonces —dijo Oruthi— no hemos podido volver a entrar en contacto con Pekín. Pero suponemos que el enfado de nuestro gran aliado pasará pronto.
—De todos modos —dijo el mariscal Trigask—, no olvide decirle a su Presidente que, pese a ello, nuestro sistema de defensa automática y nuestro potencial misilístico están intactos, aunque nuestros efectivos militares convencionales se hayan visto algo reducidos. Estamos dispuestos a hacer llover sobre su país la destrucción y la muerte si es necesario. Por cierto, imagino que deseará tomar usted algo…
Joenes se reconfortó a base de grandes cantidades de yogurt y pan negro, que era lo único de que disponía el país por el momento. Luego, sus tres interlocutores lo acompañaron, a bordo de su propio avión, a fin de que pudiera ver las fortificaciones.
Joenes pudo ver hileras y más hileras de cañones, de minas, de metralletas, de alambradas, de búnkers, extendiéndose interminablemente hasta el horizonte bajo la apariencia de granjas, pueblos, ciudades, troikas, droshkys… Sin embargo, todo aquel territorio estaba desierto, lo cual le hizo recordar lo que había oído acerca de la situación en la Europa occidental.
De regreso al aeropuerto de Moscú, los rusos descendieron del aparato, tras desearle a Joenes un buen viaje.
Pero, antes de su partida, el camarada Slavski le dijo:
—No olvide, amigo mío, que todos los hombres somos hermanos. Oh, puede usted reírse de los buenos sentimientos expresados por un borrachón como yo, que ni siquiera es capaz de hacer correctamente lo que se le pide. No me enfadaré si se echa usted a reír a carcajadas, como tampoco me enfadé ayer, cuando mi jefe, Rosskolenko, me tiró de la oreja amenazándome con que perdería mi empleo si volvía a presentarme borracho a la oficina. No odio a Rosskolenko, amo a ese terrible hombre como a un hermano, aun sabiendo que cualquier día volveré a emborracharme y me despedirá. Pero entonces, me pregunto, señores, ¿qué le ocurrirá a mi pobre mujer, que llora día y noche, y que reza tendida en el sofá del salón? ¿Qué le ocurrirá a mi hija mayor, Grustikaya, que plancha pacientemente mis camisas y ni siquiera me insulta cuando le robo sus ahorros para ir a beber? Ya me doy cuenta de que usted me desprecia, pero no se lo reprocho. Nadie es más despreciable que yo. Pueden ustedes abrumarme de injurias, caballeros, pero sin embargo seguiré siendo siempre un hombre cultivado, en mí florecen los buenos sentimientos, y hubo un tiempo en que tenía un brillante futuro ante mí…
En aquel momento el avión de Joenes despegó, y este no pudo oír el final del discurso de Slavski, en el caso de que ese discurso tuviera algún final.
Joenes reflexionó largamente sobre todo lo que había visto y oído. Necesitó un buen tiempo para darse cuenta de que la guerra no era inevitable, que ni siquiera era una posibilidad en las actuales circunstancias. Las potencias del caos se habían abatido sobre Rusia y China, al igual que sobre toda la Europa oriental. Pero no existía ninguna razón para que lo mismo se produjera también en América.
Joenes envió este mensaje, con todos los detalles, para que le precediera en su camino a Washington.