11. Las aventuras en el Octágono

11. LAS AVENTURAS EN EL OCTÁGONO

(Las aventuras en el Octágono y los cuatro relatos comprendidos en ellas tienen por narrador a Maubingi de Tahití)

Ardiendo de entusiasmo, Joenes penetró en el Octágono. Se detuvo unos instantes paralizado por la sorpresa, ya que nunca hubiera imaginado que pudiera existir un edificio tan grande y majestuoso. Luego, recuperando su sangre fría, se aventuró por los inmensos vestíbulos y por los interminables corredores, en busca de las distintas escaleras, ascensores, pasillos y más pasillos.

Moderado su primer impulso, de dio cuenta de que su mapa era totalmente inexacto: nada de lo que veía a su alrededor correspondía a las anotaciones hechas en él. Incluso podría creerse que se trataba de un edificio completamente distinto. Joenes se hallaba por aquel entonces en pleno corazón del Octágono, tan incapaz de proseguir su camino como de volver sobre sus pasos. Se metió el plano en el bolsillo y decidió preguntar a la primera persona con la que se tropezara.

Muy pronto alcanzó a un hombre que andaba algunos pasos por delante de él en un pasillo. Aquel hombre llevaba un uniforme de coronel del Departamento de Cartografía, y tenía un aspecto a la vez amable y distinguido.

Joenes lo detuvo, le explicó que se había perdido, y que su plano no parecía serle de ninguna utilidad.

El coronel echó una ojeada al plano y dijo:

—¡Oh, todo está perfectamente en regla! Este plano pertenece a la serie 2443-321 B, y lo hemos publicado hará apenas una semana.

—Pero no me dice nada de lo que busco —dijo Joenes.

—Por supuesto que no —dijo orgullosamente el coronel— ¿Se da cuenta usted de la extrema importancia que reviste este edificio? ¿Sabe usted que alberga a los organismos más importantes y más secretos de nuestra nación?

—Estoy al tanto —dijo Joenes—. Sin embargo…

—Entonces tiene que comprender usted en qué situación nos hallaríamos si el enemigo conociera su disposición y su función exactas. Los espías se infiltrarían en todos esos corredores. Disfrazados de soldados, de políticos, tendrían acceso a nuestras informaciones más vitales. Ninguna medida de seguridad sería eficaz contra un espía hábil y resuelto que conociera exactamente la distribución del edificio. Nos hallaríamos perdidos, mi querido señor, irremediablemente perdidos. Un plano de este tipo, tan desconcertante para un espía, es una auténtica salvaguardia para nosotros.

—No lo dudo en absoluto —dijo Joenes educadamente.

El coronel acarició amorosamente el plano y dijo:

—¿Imagina usted las dificultades que presenta crear un plano de esas características?

—¿Realmente? —dijo Joenes—. Hubiera jurado que no había nada más sencillo. Trazar el plano de un lugar imaginario no debe ser tan complicado como eso.

—Ajá, eso es lo que cree el profano. Tan sólo un cartógrafo como nosotros, o un espía, puede apreciar la envergadura de los problemas que debemos afrontar. Fabricar un plano que no dé ningún indicio y que sin embargo parezca auténtico, incluso a los ojos de un experto… esto, amigo mío, ya no es sólo asunto de técnica, ¡es auténtico arte!

—Le creo, por supuesto. Pero entonces, ¿por qué tomarse el trabajo de editar falsos planos?

—Por razones de seguridad. Lo comprendería usted si supiera lo que piensa un espía cuando consigue un plano de ese tipo: vería usted entonces cómo el plano destruye su eficacia desde su misma base, cosa que no se produciría si el espía actuara sin ningún punto de referencia. Para comprender esto hay que conocer a fondo la mentalidad del espía.

Joenes admitió que se sentía desconcertado por esa explicación. Pero el coronel le repitió que evidentemente no comprendería nada si antes no comprendía el particular modo de pensar del espía. Y, para ilustrar su teoría, le describió las reacciones de un individuo de ese tipo una vez en posesión del famoso plano.

HISTORIA DEL ESPÍA

El espía (dijo el coronel) ha superado todos los obstáculos que ha encontrado en su camino. Armado con el precioso plano, ha penetrado en el corazón mismo del edificio. Ahora intenta utilizar su documento, y muy pronto se da cuenta de que lo que ve a su alrededor no se halla en absoluto representado en el papel. Pero constata también que el plano está realizado con mucho cuidado, que está impreso en papel de calidad, que lleva un número de serie y el sello del gobierno. Es un plano lúcido y claro, una auténtica obra maestra. ¿Va a tirarlo y a intentar reproducir el trazado de las desconcertantes complejidades que le rodean en un miserable cuaderno de notas, utilizando un bolígrafo que no funciona demasiado bien? Por supuesto que no. Quizá si lo hiciera conseguiría algo, pero nuestro espía no es más que un hombre. Sus limitadas facultades de observación, de abstracción, de imitación, de generalización, no pueden competir con las de los expertos, y él lo sabe muy bien. Necesitaría un valor extraordinario y una inmensa confianza en sí mismo para deshacerse de ese magnífico plano y proseguir su camino confiando únicamente en el testimonio de sus sentidos. Y, si poseyera esas cualidades, no sería un espía. Sería un conductor de hombres, un artista o un sabio. Y sin embargo no es nada de eso: es simplemente un espía. Es decir, que ha elegido un oficio de detección y no de acción, un oficio que lo obliga a descubrir lo que saben los demás antes que buscar lo que sabe él mismo. Y admite necesariamente la existencia de verdades externas a su propia persona, ya que ningún espía digno de ese nombre aceptaría creer que ha dedicado toda su existencia al estudio de cosas erróneas o frívolas. Hay que tener en cuenta todo eso si se quiere estudiar el carácter de un espía, sea quien sea, pero más aún si se trata de un espía que ha robado un plano oficial y penetrado en el corazón de un edificio celosamente vigilado.

Creo que, en justicia, podemos suponer a nuestro espía las necesarias cualidades de sinceridad, de entusiasmo, de astucia y de perseverancia. Esas cualidades le han permitido vencer todos los peligros y conseguir una posición ventajosa en el centro de este edificio. Pero tienen también como efecto el modelar sus pensamientos, el hacer imposibles algunas acciones. Hay que aceptar el hecho de que, cuanto más dotado, astuto, entusiasta, paciente, experimentado sea, menos susceptible será de imponer silencio a esas virtudes, de tirar el mapa, de tomar un lápiz, un papel en blanco, y garabatear lo que vea. La idea de deshacerse de un plano oficial quizá le parezca sencilla a usted; pero, para el espía, es una idea repugnante, prácticamente imposible de poner en práctica y completamente contraria a su modo de ser.

Entonces empieza a razonar según su propio método, es decir, empleando un sistema que a su parecer es el único válido pero que, nosotros lo sabemos, no es más que su forma de eliminar una contradicción puesta de manifiesto por la vida real y que su instinto y su razón rechazan.

Delante de él tiene, por una parte, un plano oficial auténtico, y por otra parte un cierto número de puertas y de pasillos. Observa el plano, ese documento parecido en todos sus puntos a otros documentos auténticos y válidos que ha robado en otras ocasiones con gran peligro de su vida. Y se pregunta: «¿Es posible que este plano sea falso? Sé que proviene de los servicios del gobierno, también que lo he robado a una persona que lo tenía en gran estima. ¿Tengo derecho a no servirme de él bajo el pretexto de que parece no tener ninguna relación con lo que estoy viendo a mi alrededor?

El espía reflexiona, y finalmente se detiene en esa palabra clave: parece. El plano parece no tener la menor relación con el edificio. Por un instante las apariencias lo han engañado. Ha estado a punto de dejarse ganar por el testimonio de sus sentidos. Los que han fabricado este plano le han jugado ese truco, a él que se considera maestro en el arte del camuflaje y del disimulo, a él que ha pasado su vida arrancando los secretos de los demás. Ahora todo está claro.

El espía se dice: «Han intentado vencerme con mis propias armas. Con muy poca habilidad, por supuesto, pero al menos eso indica que están empezando a pensar correctamente». Lo que entiende el espía por esas palabras es que están empezando a pensar como él, y por lo tanto a hacer sus secretos más comprensibles para él. Esto lo alegra. Su mal humor provocado por la falta de parecido entre el plano y el edificio se ha desvanecido por completo. Está alegre, con nuevas energías, dispuesto a superar cualquier dificultad, a proseguir con este problema hasta su última conclusión.

«Estudiemos los hechos y lo que implican», se dice. «En primer lugar, sé que este plano es importante. Su aspecto, el modo cómo lo he conseguido, mi experiencia, todo ello me ayuda a persuadirme. Sé también que, aparentemente, no representa el edificio que, sin embargo, se supone debe representar. Pero, ha de existir algún tipo de relación entre el plano y el edificio. ¿Cuál es esta relación, y cuál es la verdad respecto al plano?

El espía reflexiona unos instantes, y luego prosigue: «Los hechos parecen implicar la existencia de un código, de un factor de variabilidad introducido en el documento por algún artesano hábil y astuto, de un código que las personas a quienes va destinado este plano deben conocer pero que, hasta ahora, yo ignoraba».

En este punto, se yergue en toda su estatura y declara: «Pero resulta que yo soy especialista en la decodificación. E incluso nada me apasiona más que un mensaje cifrado. Podría decirse que he sido creado para eso, y que el destino me ha llevado hasta aquí, en este lugar y en este momento, para enfrentarme con un documento capital».

Nuestro espía se exalta. Pero muy pronto empieza a preguntarse: «¿No es ir un poco demasiado aprisa el ver en este plano, desde el principio de mi investigación, un documento auténtico cifrado y nada más que eso? La experiencia me ha enseñado, y a qué precio, que el hombre es un ser retorcido. Yo soy la prueba viviente de ello, ya que mis artimañas me han permitido camuflarme en el seno de mis enemigos sin que ellos consigan reconocerme y descubrir varios de sus secretos. Consecuentemente, ¿no sería más justo suponerles una artimaña semejante a la mía?».

«Perfecto», piensa el espía. «Aunque el razonamiento y el instinto me dicen que este plano es auténtico desde todos los ángulos, y que si por el momento no me sirve de nada es porque no poseo aún la clave del código, debo tener en cuenta la posibilidad de que sea en parte falso, es decir auténtico tan sólo en parte. Podría hallar buen número de razones apoyando esta hipótesis. Supongamos que la única parte verídica del plano sea aquella que necesita para guiarse el hombre a quien se lo he robado. Con la información que yo no poseo, ese hombre no tendría ningún problema en orientarse. Como funcionario sin imaginación que es, sin un interés particular hacia los planos y los mensajes cifrados, seguiría sus indicaciones para alcanzar su oficina y prescindiría de todo lo demás. La sección falsa del mapa, tan hábilmente mezclada con la auténtica, lo dejaría indiferente. ¿Y por qué no? Él no es ni espía ni cartógrafo. El hecho de que el plano sea auténtico o falso no le preocupa más de lo que puedan preocuparme a mí sus mezquinas actividades. Tampoco tiene tiempo para inquietarse de cosas complejas que son de su competencia. Puede utilizar este plano sin que su falsedad general violente sus sentimientos».

La idea de que aquel hombre pueda utilizar el plano sin interesarse en nada más que en su propio camino divierte y entristece a la vez a nuestro espía. Qué extraña es la gente. Qué curioso resulta que ese funcionario pueda contentarse con seguir las directrices del plano sin hacerse jamás preguntas acerca de su misteriosa naturaleza, mientras que el espía sabe que sólo hay una cosa importante: comprender en su totalidad el plano y lo que representa. De su comprensión se desprenderá todo lo demás, y los secretos del edificio se harán accesibles. Esto le parece tan evidente que no puede admitir la indiferencia del funcionario. El interés que él, el espía, siente por el plano le parece tan natural, tan necesario, tan universal, que llega incluso a dudar si el funcionario es un ser humano, a preguntarse si no pertenecerá por azar a alguna otra especie.

«Pero no», se dice finalmente. «Esta es mi impresión, pero la única diferencia que existe entre ese hombre y yo es probablemente el resultado de la herencia o del medio ambiente, o alguna otra cosa que no llego a concebir. Esto no debe preocuparme. Desde siempre he sabido que los seres humanos son extraños e imprevisibles. Incluso los espías, cuya mentalidad es sin embargo tan fácil de comprender, utilizan métodos y puntos de vista distintos. Sí, este mundo es extraño, y yo lo conozco tan poco. ¿Qué sé de la historia, de la psicología, de la música, del arte o de la literatura? Oh, soy capaz de mantener una conversación sobre cualquiera de esos temas, pero en el fondo de mi corazón sé que lo ignoro todo de ellos». Este pensamiento lo hace infeliz. Luego piensa: «Afortunadamente, hay algo que conozco muy bien: el espionaje. Nadie es omnisciente, y he hecho más de lo que se me pedía convirtiéndome en el experto que soy en este campo. Es en esta especialización en donde reside toda mi esperanza y mi salud, en esta estrechez yace mi auténtica profundidad, el patrón que me sirve para medir al mundo. No ignoro nada o casi nada de la historia y de la psicología del espionaje, he leído todo lo que hay que leer al respecto. He admirado los más célebres cuadros de espías, y las obras musicales que cantan sus hazañas me son familiares. La profundidad de mi conocimiento me da envergadura. El saber que poseo de esta única ciencia me asegura una posición firme en el mundo. Desde esta mi posición, poseo una cierta perspectiva sobre todo lo demás».

«Por supuesto», sigue pensando el espía, «no debo cometer el error de creer que todo se reduce a una cuestión de espionaje. Incluso aunque parezca ser así, sería simplificar demasiado el problema. No, el espionaje no lo es todo. No es la clave de todo».

Una vez llegado a esta conclusión, el espía se dice: «No, el espionaje no lo es todo. Pero, afortunadamente para mí, el enigma del plano pertenece a esta rama de la ciencia. Los planos son el fundamento del propio espionaje, y cuando yo tengo entre las manos uno de ellos, sabiendo que ha sido impreso por el propio gobierno, tengo ante mí un problema de mi competencia que he de resolver. El hecho de que el plano esté cifrado o sea parcialmente falso es, en cualquier caso, un asunto de espionaje. Y seguiría siéndolo aun en el caso de que fuera enteramente falso».

Ahora, el espía está preparado para analizar el plano. «Hay tres posibilidades», se dice. «Primero: el plano es auténtico, y está cifrado. Entonces hay que descifrarlo, utilizando toda mi paciencia y toda mi habilidad».

«Segundo: el plano es auténtico tan sólo en parte, y está cifrado. En este caso, antes de descifrarlo, debo distinguir lo que es auténtico de lo que es falso. Un problema que le parecerá difícil a un profano pero que, para un experto, es fácilmente superable. Y en el momento en que haya decodificado la más pequeña porción de la parte auténtica, todo lo demás me será accesible. Aparte, por supuesto, la parte falsa, que cualquier otro distinto a mí quizá echará a un lado. Yo me guardaré muy mucho de hacerlo. Trataré la parte falsa exactamente igual a como lo haría si fuera falsa en su totalidad. Y con ello entro en la tercera posibilidad».

«Tercera: todo el plano es falso. No me queda más que buscar qué informaciones puedo sacar de su falsedad. Sí, supongamos que lo sea, aunque la idea de que un plano oficial pueda ser falso en su totalidad parece absurda. O más bien supongamos que los cartógrafos hayan tenido la intención de dibujar un plano inexacto. Entonces me pregunto: ¿cómo se las arregla uno para dibujar un plano falso?».

«Bueno, no es tan fácil como parece. Si el cartógrafo trabaja en este edificio, si pasa su tiempo subiendo sus escaleras o recorriendo sus pasillos, debe conocerlo mejor que nadie. ¿Cómo podrá en este caso, evitar el que, dibujando su falso plano, reproduzca inconscientemente alguna parte del auténtico edificio?».

«Pero supongamos que sus superiores tengan conciencia plena de todo esto, y que hayan reflexionado profundamente en el problema que plantea la creación de un plano falso. Concedámosle el beneficio de la duda en los límites exigidos por la situación. Sabe que el plano para cumplir con su finalidad, debe ser dibujado por un cartógrafo hábil, y de acuerdo con las reglas lógicas que rigen el arte de la arquitectura y el de la cartografía; que debe ser completamente falso, y no auténtico en algunas de sus partes, incluso accidentalmente».

«Supongamos finalmente que dichos superiores hayan podido conseguir los servicios de un cartógrafo civil que jamás haya puesto sus pies en esta edificio. Lo introducen en él con los ojos vendados, lo instalan en un despacho bajo vigilancia de una persona de toda confianza, y le ordenan dibujar los planos de un edificio imaginario. Hace lo solicitado; pero el problema, sin embargo, no queda resuelto con esto. Puede ocurrir aún que, sin saberlo, el artesano haya dibujado una fracción del plano que corresponda a la realidad. Así que hay que hacer comprobar su obra por otro cartógrafo que, ese sí, conozca el edificio. Y no se puede elegir a nadie más, ya que tan sólo un cartógrafo tiene competencia suficiente como para ser un buen juez. Así pues, este hombre declara que el plano es perfecto, puesto que es falso de la cabeza a los pies».

«De modo que volvemos a nuestra primera hipótesis: ¡el plano no es más que un mensaje cifrado! Ha sido dibujado por un cartógrafo civil conocedor del tema, por lo cual es conforme a los principios generales que rigen el arte de la arquitectura y el arte de la cartografía. Ha sido considerado falso, pero lo ha sido por un cartógrafo oficial que conoce la verdad, y que sobre ella ha decidido la falsedad de cada detalle sobre la base de sus conocimientos. En pocas palabras, este plano autocalificado como falso no es más que una especie de imagen invertida o deformada de la realidad tal cual la conoce el cartógrafo oficial; y los lazos que unen el auténtico edificio con el plano han sido establecidos por la razón de su juicio, ya que él conoce lo verdadero y lo falso, y él ha sido quien se ha pronunciado sobre sus desemejanzas. Su propia intervención demuestra la naturaleza del falso plano… ¡el cual, siendo una distorsión lógica cuya finalidad es disimular la verdad, merece enteramente el nombre de código!».

«¡Y este código, puesto que observa los principios universales de la arquitectura y de la cartografía, es susceptible de ser descifrado!».

El análisis del espía ha terminado. Sus tres posibilidades desembocan en una sola hipótesis: el plano es auténtico, y está en código.

Entusiasmado por su descubrimiento, el espía se dice: «Han intentado engañarme, pero en mi campo eso es imposible. Mi búsqueda de la verdad me ha obligado a pasar toda mi vida costeando la inexactitud y el engaño; sin embargo, siempre he estado seguro de mi propia realidad. Estoy mejor emplazado que cualquier otro para saber que nada es nunca enteramente falso, que tan sólo existen la verdad por un lado y el enigma por el otro. La verdad puedo interpretarla, el enigma puedo resolverlo. Puesto que, en último extremo, ¿qué es un enigma sino una verdad que se oculta?».

Por fin el espía es feliz. Ha franqueado abismos de perplejidad, ha hecho frente a las más terribles hipótesis. Su recompensa lo aguarda.

Ahora, con su atención clavada en el documento que sostiene entre sus dedos como en un abrazo de amante, el espía inicia la tarea que es el apogeo de su carrera y que no podrá terminar jamás, ni aunque dispusiera de toda la eternidad: empieza la imposible tarea de descifrar el falso plano.

LA EXPLICACIÓN DEL CARTÓGRAFO

Cuando el coronel terminó su historia, él y Joenes permanecieron en silencio unos instantes. Luego, Joenes dijo:

—No puedo evitar el compadecer a ese pobre espía.

—Evidentemente, es una triste historia —dijo el coronel—. Pero las historias de los hombres son siempre tristes.

—¿Qué le ocurrirá si se deja atrapar?

—Ya se ha impuesto su propio castigo —replicó el coronel—: descifrar el plano.

Joenes no podía imaginar suerte más triste. Preguntó:

—¿Atrapan ustedes a menudo espías en el recinto del Octágono?

—Hasta hoy —dijo el coronel—, ni un solo espía ha conseguido franquear las instalaciones exteriores de seguridad y penetrar en el edificio propiamente dicho.

Sin duda el coronel se dio cuenta de la sombra de decepción que cruzó por el rostro de Joenes, ya que se apresuró a añadir:

—De todos modos, no por ello mi historia pierde algo de su valor. Si algún espía consiguiera por casualidad infiltrarse hasta aquí pese a la vigilancia que ejercemos, se comportaría exactamente como le he descrito. Y, créame, cada semana atrapamos multitud de espías en las redes de nuestras defensas exteriores.

—No he notado ninguna instalación de este tipo —hizo observar Joenes.

—Por supuesto. En primer lugar, usted no es ningún espía. Y además, nuestros servicios de seguridad conocen lo suficiente su trabajo como para no revelar su presencia ni actuar excepto en casos de auténtica necesidad. Esta es la situación actual. En el futuro, cuando espías más hábiles lleguen más allá de los actuales, nos queda el recurso de los falsos planos.

Joenes asintió. Deseaba con todas sus fuerzas iniciar su próxima tarea, pero sinceramente no sabía con exactitud cómo hacerlo. Optando por dar un giro, preguntó al coronel:

—¿Está usted convencido de que no soy ningún espía?

—Bueno, todo el mundo lo es, en cierto grado —dijo el coronel—. Pero, en el sentido que le atribuye usted a esa palabra, sí, estoy completamente convencido de que no es usted un espía.

—Entonces —dijo Joenes—, debo confesarle que he recibido instrucciones especiales ordenándome que me presente en una determinada oficina.

—¿Puedo ver estas instrucciones? —preguntó el coronel. Joenes le tendió el papel. El coronel lo leyó y se lo devolvió—. Es un documento oficial —dijo—. Le aconsejo que se presente lo antes posible en ese despacho.

—Esta es precisamente la dificultad —dijo Joenes—. Para confesarle la verdad, estoy perdido. He intentado seguir uno de estos excelentes planos falsos, y naturalmente no he conseguido absolutamente nada. Puesto que usted sabe que no soy ningún espía y que, por el contrario, me halló en misión oficial, le quedaría muy agradecido si me ayudara a encontrar mi destino.

Joenes había efectuado su petición de una forma que creía lo suficientemente indirecta como para adecuarse con la mentalidad del coronel. Este, sin embargo, giró la cabeza con una expresión de embarazo en su digno semblante.

—Me temo —dijo— no poder serle de una gran ayuda. No tengo la menor idea del lugar donde se encuentra ese despacho en cuestión, y ni siquiera sé qué dirección recomendarle.

—¡Pero esto no es posible! —exclamó Joenes—. Usted es cartógrafo, cartógrafo oficial de este edificio. Aunque sea usted un maestro en dibujar planos falsos, estoy seguro de que dibuja también mapas auténticos, ya que esta es realmente su profesión.

—Sus deducciones son perfectamente correctas —dijo el coronel—, sobre todo en lo que se refiere a mi auténtica profesión. Cualquiera puede adivinar cuál es la verdadera naturaleza de un cartógrafo, ya que esta depende de su trabajo. Este trabajo consiste en dibujar planos de la más perfecta exactitud, planos tan precisos y tan claros que el más estúpido de los hombres no pueda equivocarse con ellos. Aunque mi función se haya visto pervertida por circunstancias independientes de mi voluntad, ya que debo pasar la mayor parte de mi tiempo dibujando falsos planos que den apariencia de autenticidad, como usted ha adivinado muy bien nada puede impedir a un verdadero cartógrafo el dibujar verdaderos planos. Yo, personalmente, lo haría aunque me lo prohibieran. Aunque afortunadamente no me lo han prohibido nunca. Por el contrario, se animan a hacerlo.

—¿Quienes?

—Mis superiores. Esas personas controlan los sistemas de seguridad, utilizan los auténticos planos para disponer mejor sus fuerzas. Por supuesto, esos documentos no son más que simples comodidades para ellos, trozos de papel a los cuales se refieren con tanta indiferencia como se refiere usted a su reloj para saber si son las tres y veinte o las tres y treinta. En caso de necesidad, podrían fácilmente pasarse sin ellos y utilizar únicamente sus conocimientos y sus facultades. Sería un pequeño engorro, pero nada más.

—Entonces —insistió Joenes—, si dibuja usted verdaderos planos, seguro que puede indicarme mi camino.

—Me es absolutamente imposible. Tan sólo los personajes que ocupan la cúspide de la jerarquía conocen lo suficientemente bien este edificio como para orientarse.

El coronel observó el aire incrédulo de su interlocutor.

—Sé que todo esto debe parecerle increíble —dijo—. Pero entienda, yo dibujo tan sólo una sección de este edificio cada vez. Es demasiado vasto y demasiado complejo como para que pudiera hacerlo de otro modo. Así pues, dibujo una sección y la envío a través de un mensajero a mis superiores. Luego dibujo otra, y otra más, y así siempre. Combinar el conocimiento que poseo de esas distintas dependencias le aseguro que me es del todo punto imposible. En primer lugar, yo no soy el único cartógrafo aquí: hay otros cartógrafos que se encargan de algunas secciones que yo nunca he llegado a ver. Además, aunque me dedicara yo solo a dibujar todo el edificio, reproduciéndolo sección tras sección, nunca llegaría a poder combinar todas esas secciones de modo que dieran como resultado un conjunto coherente y comprensible. Tomadas una a una, cada sección me parece clara, y la reproduzco sobre el papel con una gran precisión. Pero cuando intento representarme las innumerables secciones que he dibujado como formando parte de un todo, el conjunto se embarulla en mi mente y ya no consigo distinguir las unas de las otras. Y si pienso en ello demasiado tiempo tanto mi apetito como mi sueño se resienten, fumo demasiado, busco consuelo en el alcohol, y mi trabajo sufre por ello. A veces, cuando paso por una de esas crisis, cometo errores, y no me doy cuenta de ellos hasta el momento en que mi superiores me devuelven mi trabajo pidiéndome que lo corrija. Mi fe en mis propias capacidades se ve disminuida; así que decido renunciar a mis malos hábitos y dedicarme únicamente a los deberes propios de mi cargo, que consisten en reproducir fielmente tan sólo una sección cada vez, sin preocuparme del resto, y así supero la crisis.

El coronel se interrumpió y se frotó los ojos.

—Como sin duda habrá adivinado usted —continuó—, mis buenos deseos no suelen durar mucho tiempo, sobre todo cuando me hallo en compañía de mis colegas cartógrafos. En estos casos, nos ocurre a menudo que nos ponemos a discutir acerca del edificio, que intentemos, entre varios, determinar cómo es realmente. Nosotros, los cartógrafos, somos tímidos por naturaleza; como los espías, preferimos trabajar en la soledad, sin charlar entre nosotros. Pero esta soledad se nos hace a veces intolerable; entonces violentamos nuestros sentimientos y discutimos acerca del edificio: cada uno de nosotros aporta su parte de información, generosamente y sin pedir nada a cambio, con la única finalidad de obtener una visión comprensible del todo. Pero esas tentativas están siempre condenadas al fracaso.

—Pero ¿por qué? —preguntó Joenes.

—Como ya le he dicho —explicó el coronel—, de tanto en tanto nuestros planos nos son enviados para revisar, y suponemos que hemos cometido algún error, aunque los planos nunca vienen acompañados por ningún comentario oficial. Pero cuando nos reunimos, a veces nos damos cuenta de que dos de nosotros hemos dibujado la misma sección del edificio, y las recordamos, y las comparamos, y observamos que las hemos reproducido de diferente manera. Por supuesto, lo único que prueba esto es que la mente humana es falible. De todos modos, lo que nos desconcierta es cuando nuestros superiores aceptan las dos versiones. ¿Puede imaginar usted lo que siente un cartógrafo cuando le ocurre algo así?

—¿Cómo lo explica usted? —preguntó Joenes—. Bueno, en primer lugar, cada cartógrafo tiene su estilo individual, su idiosincrasia, lo cual podría bastar para explicar esas diferencias. Luego, las mejores memorias tienen sus lagunas: quién sabe si no nos equivocamos, quién nos asegura que hemos dibujado a fin de cuentas la misma sección. Pero, a mi modo de ver, esta no es la solución del problema.

—¿Cuál es entonces? —preguntó Joenes.

—Creo que, siguiendo órdenes de nuestros superiores, hay constantemente cuadrillas de obreros que pasan todo su tiempo transformando la fisonomía del edificio. Esta es la única explicación que me satisface. He llegado incluso a detectar en el recinto la presencia de individuos que no pueden ser otra cosa que obreros. Pero aunque no los hubiera visto me mantendría firme en esa opinión. Reflexione por un instante en ello. La preocupación constante de nuestros superiores es garantizar la seguridad del edificio. ¿Qué mejor medio de conseguirlo que mantenerlo en constante estado de cambio? Por otro lado, si permaneciera estático, un solo juego de planos bastaría. En cambio, se nos pide constantemente que revisemos los antiguos planos o que dibujemos otros nuevos. Además, el mundo que nuestros superiores se esfuerzan en controlar es complejo y cambiante; en consecuencia, si el mundo se transforma, el edificio debe hacerlo también. Hay que construir nuevos despachos, modificar los antiguos para instalar en ellos a otros ocupantes, suprimir toda una hilera de divisiones y reemplazarla por un auditorio, condenar un bloque de pasillos para renovar la instalación eléctrica y sanitaria. Y así. Entre esas modificaciones, algunas son claramente visibles. No se necesita ser cartógrafo para darse cuenta de ello. Pero otras son operadas o en secreto, o al menos así lo parece, o en algunas partes del edificio en las que uno pone raramente el pie. Cuando uno vuelve a ellas, una vez terminados los trabajos, tiene una extraña impresión de familiaridad, aunque nunca se atrevería a jurarlo. Estas son las razones por las que creo que este edificio cambia constantemente, lo cual hace imposible el conocerlo en su conjunto.

—Pero si así es —objetó Joenes—, ¿cómo lo hace usted para hallar cada día el camino hasta su despacho?

—En esto, me da vergüenza confesarlo, ni siquiera mis talentos de cartógrafo me sirven para nada. Encuentro el camino hasta mi oficina como cualquier otro… por una especie de instinto. La gente no se da cuenta de estas cosas: todos creen que rehacen su itinerario habitual por una especie de proceso intelectual, que es su razón la que les indica que deben girar a la derecha o a la izquierda. Como el espía, tienen la impresión de poder, si así lo desean, conocer todo el edificio. Uno siente deseos de reír, o de llorar, cuando los oye discutir entre sí, cuando ni siquiera se han aventurado nunca más allá del pasillo que conduce hasta su despacho. Pero yo soy cartógrafo, mi trabajo me lleva hasta las más profundas profundidades de este edificio. A veces se han producido grandes cambios en un lugar que he recorrido con anterioridad, haciéndolo irreconocible. En estos casos, algo que pertenece más al instinto que a la razón me lleva hasta mi despacho, una fuerza parecida a la que conduce a cualquier animal de vuelta a su nido incluso a través de paisajes desconocidos.

—Entiendo —dijo Joenes, que cada vez entendía menos—. Así pues, no sabe usted lo que debo hacer para encontrar ese despacho.

—Realmente no lo sé.

—¿Podría darme algún consejo sobre la forma de proceder, indicarme algún punto de referencia que pueda identificar?

—Soy un experto en lo que concierne a este edificio —dijo tristemente el coronel—. Podría hablar durante un año entero sin temor a repetirme. Y sin embargo, no puedo serle de ninguna ayuda en su situación particular.

—¿Cree usted que llegaré a encontrar alguna vez el despacho al que debo acudir? —preguntó Joenes angustiado.

—Si su misión es importante —dijo el coronel—, y si sus superiores desean realmente que lo halle, estoy seguro de que lo hallará sin la menor dificultad. Claro que, por otro lado, es posible que esta misión, por importante que pueda ser a sus ojos, no lo sea a los ojos de nadie más, en cuyo caso su búsqueda será sin lugar a dudas larga. Claro que es usted portador de instrucciones oficiales; pero sospecho que nuestros superiores envían a veces a personas a oficinas imaginarias para poner a prueba la eficacia de sus defensas interiores. Si este es su caso, sus posibilidades de éxito son mínimas.

—Tanto en uno como en otro caso —murmuró Joenes, desanimado—, mi futuro me parece bastante sombrío.

—Todos nos hallamos embarcados en la misma nave —dijo el coronel—. Los espías sospechan que sus jefes les han enviado a una misión peligrosa con el único fin de librarse de ellos, los cartógrafos sospechan que sus superiores les hacen dibujar planos con el único fin de ocuparlos en alguna tarea inofensiva. Todos, todos nosotros tenemos nuestras dudas. No puedo hacer más que desearle buena suerte y esperar que sus sospechas no lleguen a confirmarse nunca.

Con lo cual el coronel hizo una cortés inclinación de cabeza y siguió su camino.

Joenes consideró por unos instantes la posibilidad de seguirle. Pero ya había ido en aquella dirección, y seguir en pos de lo desconocido en lugar de volver sobre sus pasos a la menor decepción le parecía un acto de fe necesario.

Así pues, prosiguió su camino, aunque únicamente por conciencia profesional. Empezaba a temer que la zona que recorría no hubiera cambiado en el intervalo de su conversación con el cartógrafo.

Atravesó vestíbulos, recorrió nuevos pasillos, subió escaleras, pasó ante puertas cerradas, recorrió más pasillos. Resistió al deseo de consultar de nuevo su falso plano, tan magníficamente ejecutado, pero no halló el valor suficiente para tirarlo. Lo metió en su bolsillo, y prosiguió su camino.

Nada le permitía calcular el paso del tiempo, pero pronto empezó a sentirse cansado. Ahora estaba en una parte antigua del edificio. El suelo era de madera y no de mármol, una madera tan desnivelada que a cada momento corría el peligro de tropezar y caer. Las paredes, sucias e irregulares, estaban cuarteadas en algunos puntos, mostrando fragmentos de instalación eléctrica con señales de podredumbre en el revestimiento, con la evidente amenaza de un incendio por cortocircuito. Incluso el techo parecía poco seguro: en algunos lugares se apreciaban bolsas tan amenazadoras que Joenes temió en algunos momentos verlo desmoronarse sobre él.

Si en alguna ocasión había despachos en aquella zona, habían desaparecido hacía tiempo, y el lugar gritaba urgentes reparaciones. Joenes observó un martillo tirado en el suelo; aunque no vio por ninguna parte la menor huella de obreros, aquello le convenció de que las reparaciones estaban a punto de iniciarse.

Completamente perdido y profundamente desanimado, Joenes se tendió en el suelo, ganado por su enorme cansancio. Se tendió a todo lo largo y, unos instantes más tarde, se quedaba profundamente dormido.

LA HISTORIA DE TESEO

Joenes se despertó con una indefinible sensación de malestar. Acababa de levantarse cuando oyó en el pasillo un ruido de pasos acercándose.

El autor de los pasos apareció casi inmediatamente. Era un hombre alto, en la primavera de la vida, de rostro a la vez inteligente y suspicaz. Llevaba en la mano un enorme ovillo, y a medida que andaba iba desenrollándolo y dejándolo a sus espaldas en forma de hilo que destacaba en el suelo con un brillo apagado.

Al ver a Joenes, el hombre hizo una mueca rabiosa. Sacó un revólver de su cinturón y apuntó.

—¡Espere! —gritó Joenes en voz muy alta—. ¡Sea lo que sea lo que usted esté pensando, nunca he hecho daño a nadie!

Con un evidente esfuerzo, el hombre se obligó a no apretar el gatillo. Sus ojos, que por un momento habían lucido vacíos de toda expresión, recuperaron su aspecto normal. Volvió a meter el revólver en su funda.

—Lamento haberle asustado —dijo—. Realmente, le tome por otra persona.

—¿Alguien a quien me parezco?

—No exactamente. Pero en este horrible lugar me pongo nervioso y tengo tendencia a disparar antes de pensar. Además, mi misión es de una tal importancia que seguramente puede excusar mi comportamiento, debido a mi estado de tensión.

—¿Qué misión? —preguntó Joenes.

El rostro del desconocido se iluminó. Dijo orgullosamente:

—Mi misión es aportar al mundo la paz, la felicidad y la libertad.

—Es mucho —reconoció Joenes.

—No podría contentarme con menos. Anote bien mi nombre. Me llamo George P. Teseo, y tengo fundadas razones para esperar que se me recuerde como el hombre que destruyó la dictadura y liberó al pueblo. Lo que estoy haciendo aquí adquirirá valor de símbolo en la mente de los hombres, lo cual no impide que sea algo bueno y justo en sí mismo.

—¿Qué es lo que está haciendo aquí? —preguntó Joenes.

—Voy a matar a un tirano sin ayuda de ninguna clase. Ese individuo ha conseguido que se le diera un importante puesto decisorio en este edificio, y los cretinos lo consideran como un bienhechor porque ha hecho construir diques para prevenir las inundaciones, distribuye alimentos a los pobres, financia hospitales… en pocas palabras juega a ser un mecenas. Su actitud podrá engañar a algunas personas, pero yo nunca me he dejado engañar.

—Si se trata realmente de alguien como el que acaba usted de describir —hizo observar Joenes—, realmente es un bienhechor de la humanidad.

—Estaba seguro de que usted también reaccionaría así —dijo amargamente Teseo—. Como todo el mundo, se deja usted engañar por sus estratagemas. No puedo esperar persuadirlo de lo contrario. No estoy dotado para las argumentaciones sutiles, mientras que ese hombre tiene en su nómina a los mejores publicitarios del mundo. Mi venganza deberá aguardar al futuro para ser reconocida. Por el momento lo único que puedo decir es lo que sé, y decirlo en términos brutales, sin fiorituras de ninguna clase.

—Me gustará oírle —dijo Joenes.

—Bien —dijo Teseo—, considere entonces esto. Para hallarse en posición de jugar al bienhechor de la humanidad, ese hombre necesitaba ocupar una posición importante. Para conseguir esta posición, distribuyó sobornos y sembró la discordia a su alrededor, dividió a la gente en facciones hostiles las unas de las otras, asesinó a aquellos que se oponían a su avance, corrompió algunas personalidades influyentes que necesitaba y arrinconó a otras. Finalmente, una vez bien alcanzada su posición y bien afianzado en ella, se lanzó a ejercer sus buenas obras. Pero no por amor al pueblo. No, él actuaba como alguien que limpia las hierbas de un jardín, a fin de que se vea hermoso y agradable. Así ocurre con todos los tiranos, que hacen cualquier cosa con tal de alcanzar sus fines y, en consecuencia, crean y perpetúan los males que pretenden erradicar.

Joenes se sintió tremendamente emocionado por el discurso de Teseo, pero no acabó de creerlo completamente, ya que lo consideraba demasiado retorcido y peligroso. Así pues, habló prudentemente.

—Ahora comprendo perfectamente —dijo— por qué quiere usted matar a ese hombre.

—No —dijo Teseo con aire sombrío—, usted no comprende nada. Seguramente me toma por un globo hinchado de ideales, uno de esos fanáticos armado con un revólver. No, no hay nada de eso. Soy un tipo como cualquier otro. Si puedo llevar a cabo una buena acción y ganar un lugar de honor en la historia, tanto mejor para mí. Pero mi odio al tirano proviene primordialmente de motivos personales.

—¿Y cómo es así? —preguntó Joenes.

—Ese individuo —dijo Teseo— posee gustos particulares tan pervertidos como las violentas pasiones que lo han conducido al poder. Habitualmente, ese tipo de revelaciones son mantenidas en secreto y pasan por ser calumnias o invenciones delirantes de algún imbécil envidioso. Sus publicitarios se preocupan de que eso sea así. Pero yo conozco la verdad.

»Un día, ese prohombre atravesó la ciudad donde yo vivía en su Cadillac negro blindado; bien protegido tras sus cristales antibalas, chupaba un enorme cigarro y saludaba con la mano a la multitud. De pronto, en medio de la gente vio a una niñita, e hizo detener el coche.

»Sus guardaespaldas dispersaron a los mirones; sólo algunas personas contemplaron la escena, ocultos tras las puertas o en las azoteas de las casas. El tirano descendió del coche y se dirigió hacia la niñita. Le ofreció helados, bombones, y le pidió que diera un paseo con él.

»Entre aquellos que permanecían ocultos, algunos comprendieron lo que ocurría y se precipitaron en ayuda de la niñita. Pero los guardaespaldas los mataron a tiros. Habían colocado silenciadores en sus armas, y le dijeron a la niñita que todos aquellos hombres habían sentido de repente deseos de dormir.

»Pese a su total inocencia, la niñita sospechó algo. Quizá la alertaron los temblorosos y lascivos labios del tirano, su frente perlada de sudor. Por ello, aunque deseaba con toda su alma los helados y los bombones, vaciló, indecisa, mientras el tirano temblaba de concupiscencia y nosotros, tras las puertas y en las azoteas, contemplábamos impotentes, y nuestro temor por ella no nos dejaba ni respirar.

»Tras contemplar con ojos de deseo el maravilloso montón de dulces y haber observado los nerviosos movimientos del tirano, la niñita se decidió: dijo que aceptaba subir al coche si sus amiguitas podían acompañarla. En la terrible vulnerabilidad de su inocencia, creía que entre sus amiguitas estaría completamente segura.

»El tirano enrojeció de placer. Sus ojos se nublaron. Su siniestra divisa era que cuantos más fueran más reinan. Hizo que la niñita trajera a todas sus amiguitas, y ella las llamó.

»Toda la chiquillería subió al Cadillac negro. Y nadie pudo hacer nada, ya que el tirano había tenido la inteligencia de conectar su aparato de radio, que difundía la música más maravillosa y más alegre del mundo.

»Al son de esta música, y bajo una lluvia de caramelos y bombones, el tirano cerró la portezuela. Sus guardaespaldas, montados en sus poderosas motocicletas, rodearon el coche. Luego desaparecieron, camino de inconfesables orgías en los apartamentos privados del tirano. Nadie ha vuelto a ver nunca más a aquellos niños. Y, quizá lo haya adivinado usted, la niñita que raptó bajo mis propios ojos, mientras yo contemplaba impotente tras mi puerta la escena, en medio de los cadáveres de mis conciudadanos, era mi propia hermana».

Teseo se secó las amargas lágrimas que fluían de sus ojos.

—Ahora —le dijo a Joenes— conoce usted las razones personales que me hacen desear la muerte del tirano. Quiero destruir esa encarnación del mal, vengar a mis amigos asesinados, salvar a los niños a los que ha seducido, pero sobre todo encontrar de nuevo a mi pobre hermanita. No soy ningún héroe, tan solo un tipo como los demás, a quien las circunstancias han obligado a emprender esta justa empresa.

Joenes, cuyos ojos tampoco estaban secos, abrazó a Teseo y le dijo:

—Le deseo buena suerte en su justa búsqueda, y confío en que tenga éxito.

—Tengo razones para creerlo —dijo Teseo—. Y no estoy desprovisto de la voluntad y de la astucia indispensables para llevar a buen término esa difícil tarea. Para empezar, busqué a la propia hija del tirano. Me gané su simpatía, usé todos los artificios posibles, y conseguí que se enamorara de mí. Entonces la seduje, lo que me proporcionó una cierta satisfacción, ya que tenía más o menos la misma edad que mi propia hermanita. Como ella deseaba casarse, le prometí que me casaría con ella, aunque en realidad esta idea me repugne tanto que preferiría cortarme antes la cabeza. Luego le expliqué la clase de hombre que era su padre. Al principio, aquella pequeña idiota no quiso creerme, tanto quería al tirano de su papá. Pero me quería aún más a mí, de modo que poco a poco se fue dejando convencer. Finalmente (y esa fue la última etapa), le pedí que me ayudara a asesinar a su padre. Ya podrá imaginar lo que me costó. Aquella maldita chiquilla no quería que yo matara a su papá, hubieran sido cuales hubieran sido sus responsabilidades y sus crímenes. Pero la amenacé con abandonarla para siempre si me negaba su ayuda; desgarrada entre su amor por mí y su afecto hacia su padre, estuvo a punto de volverse loca. No dejaba de suplicarme que olvidara el pasado, cuando nada en el mundo lo podría borrar. Me pedía que huyéramos a algún lugar alejado, donde yo no pensaría más en su padre y podría dedicarme sólo a ella. ¡Como si pudiera ver su rostro sin ver a través de ella los rasgos del tirano! Durante los muchos días que se me resistió, creyendo que conseguiría persuadirme de actuar como ella deseaba, me hablaba constantemente de su amor por mí, en términos exagerados, casi histéricos. No dejaría jamás que la vida nos separara, me decía, y si yo moría ella se mataría también. En fin, me inundaba con una cantidad tal de estupideces que yo, como hombre de buen sentido que soy, llegué a sentir repugnancia.

»Finalmente terminé amenazándola con abandonarla. Entonces todo su valor se desvaneció. Con las más exquisitas manifestaciones de asco hacia sí misma, aquel joven monstruo se decidió a ayudarme en la preparación del asesinato de su adorado padre, a condición de que yo le jurara que jamás la abandonaría. Por supuesto, le juré todo lo que ella quiso. Le hubiera prometido cualquier cosa con tal de conseguir su colaboración.

»Así, me reveló lo que solo ella conocía: dónde hallar el despacho de su padre en este inmenso edificio. Y también me dio este ovillo, a fin de que pudiera volver a hallar mi camino y salvarme rápidamente una vez cumplido mi cometido. Finalmente, me consiguió este revólver. Y aquí estoy, camino al despacho del tirano».

—Entonces, aún no lo ha encontrado.

—Todavía no. Como debe usted saber ya, esos pasillos son extraordinariamente largos y tortuosos. Además, la mala suerte me ha perseguido. Ya le he dicho que soy de temperamento nervioso, y tengo tendencia a disparar antes de tomarme el tiempo necesario para pensar. Debido a mi impulsiva naturaleza, he matado hace unas pocas horas, y enteramente por accidente, a un hombre con uniforme de oficial. Se tropezó conmigo por sorpresa, y disparé antes de pensar.

—¿Era acaso el cartógrafo? —preguntó Joenes.

—No sé quién era. Pero llevaba insignias de coronel y tenía un rostro agradable.

—Entonces era el cartógrafo —dijo Joenes.

—Lo siento. Pero aún lo siento más por las otras tres personas que he matado en este mismo recinto. Decididamente, no tengo suerte.

—¿Quiénes eran?

—Con gran dolor de mi corazón, tres de los niños que había acudido a salvar. Sin duda habían abandonado furtivamente los apartamentos del tirano en su intento por recobrar la libertad. Disparé contra ellos como hice con el oficial, y como he estado a punto de hacerlo con usted: es decir apenas verlos, sin darles siquiera tiempo a hablar. No puedo hacer más que expresar mi tremendo dolor, y reafirmar mi determinación de hacerle pagar al tirano todas esas perversidades.

—¿Y qué piensa hacer usted con su hija? —preguntó Joenes.

—No obedeceré a mis instintos naturales que me incitan a matarla. Pero esa maldita putilla no volverá a verme nunca más. Y rezaré para que esa estirpe muera por sí misma, con el corazón roto de dolor.

Y diciendo esto, los ojos de Teseo se clavaron, furiosos, en la oscura hilera de pasillos que se extendían ante él.

—Y ahora —dijo—, debo proseguir mi misión. Adiós, amigo mío, y deséame buena suerte.

Teseo se alejó a buen paso, desenrollando tras él su brillante ovillo. Joenes lo siguió con la mirada hasta el instante en que desapareció tras una esquina. Durante un tiempo siguió oyendo aún el ruido de sus pasos, y luego reinó de nuevo el silencio.

Hasta que de repente una joven apareció en el pasillo situado tras Joenes.

Era muy joven, casi una niña, gordita y de rostro rojizo, con los ojos reluciendo con un brillo demente. Avanzaba con pasos sigilosos, tras la pista de Teseo. Y, en su avance, iba recogiendo el hilo que el hombre tan cuidadosamente había ido depositando en el suelo. Llevaba una enorme bola en la mano, y seguía enrollándolo, borrando el rastro a través del cual confiaba Teseo poder huir.

En el momento en que pasaba ante Joenes, se giró hacía él y le miró; sus rasgos dejaban traslucir la cólera y el dolor. No dijo una palabra, pero posó un dedo sobre sus labios como para recomendarle silencio. Luego siguió su camino, siempre sigilosamente y enrollando el hilo.

Desapareció tan aprisa como había aparecido, y el pasillo quedó de nuevo desierto. Joenes miró a ambos lados, pero no vio nada que traicionara el paso de Teseo o de la joven. Se frotó los ojos, se tendió nuevamente en el suelo, y se volvió a dormir.

Algunos historiadores mantienen que Joenes vivió otras numerosas aventuras mientras permaneció en los pasillos del Octágono. Se dice que se encontró con las Tres Parcas, y que esas viejas brujas le explicaron sus obligaciones y deseos, y que por ellas Joenes aprendió algo de los problemas de los dioses, y de sus formas de resolver esos problemas. Se dice también que Joenes durmió en el suelo del corredor durante veinte años, y que despertó tan solo gracias a la intervención de Afrodita Pandemos, la cual le contó la historia de su vida. Y cuando Joenes le expresó su incredulidad con respecto a algunos detalles de esa historia, la diosa cambió a nuestro héroe en mujer. En esta forma, Joenes vivió las más curiosas aventuras y aprendió cosas que nunca, como hombre, había aprendido antes. Y finalmente tuvo que reconocer que eran verdad todos los detalles de la historia de Afrodita, y esta volvió a transformarlo de nuevo en hombre.

Pero esto son tan solo leyendas que corren, y no hay más detalles al respecto. Lo cierto es que la que sigue es la última aventura de Joenes en el Octágono, y que empezó en el momento en que despertó de nuevo tras su encuentro con Teseo.

LA HISTORIA DE MINOTAURO

Joenes fue despertado por el contacto de una mano en su hombro. Se puso en pie de un salto, e inmediatamente constató que el vestíbulo donde se había dormido ya no era vetusto y ruinoso, sino moderno y brillando con innumerables cromados. El hombre que acababa de despertarle era de apariencia fuerte, tan alto como fornido, con el aire severo de quien no pierde el tiempo en tonterías. A todas luces se trataba de un alto personaje.

—¿Es usted Joenes? —preguntó—. Bueno, si ya ha terminado su sueñecito, supongo que podemos ponernos a trabajar.

Joenes presentó sus más humildes excusas por haberse dormido en lugar de buscar como era su obligación el despacho en el cual estaba citado.

—Eso no tiene ninguna importancia —dijo el alto personaje—. Aquí nos regimos por un cierto protocolo, pero no creo que nadie pueda acusarle de no haber procedido conforme a las reglas. Y de todos modos es mejor que haya dormido usted un poco. Yo tenía mi despacho al otro lado del edificio, y los Servicios de Seguridad me han comunicado que debía trasladarme aquí inmediatamente, tras haber efectuado las reparaciones pertinentes. Los operarios lo hallaron dormido, y decidieron que era mejor no molestarle. Han trabajado en silencio, y solamente lo han movido para reparar la parte del suelo que ocupaba su cuerpo. Y eso ni siquiera le ha hecho abrir los ojos.

Joenes contemplaba incrédulo la enorme cantidad de trabajo que se había llevado a cabo durante su sueño. A su derecha, donde antes había una cuarteada pared, había una puerta de cristal donde podía leerse, en caracteres perfectamente distinguibles, la inscripción: S

ALA

18891, P

ISO

12, N

IVEL

6, A

LA

63, S

UBSECCIÓN

AJB-2. Ese era exactamente el lugar que durante tanto tiempo había estado buscando en vano. Se sorprendió en voz alta de que su búsqueda terminara de esa manera.

—No hay nada sorprendente en ello —dijo su interlocutor—. Es un proceso completamente normal. Los servicios oficiales conocen a la perfección no solamente este edificio y su contenido, sino también todo lo que ocurre en él. Son conscientes de las dificultades con las que tropiezan los extraños que quieren dirigirse a algún lugar concreto, y desgraciadamente hay leyes muy precisas que impiden ayudar a esos extraños. De modo que, en determinadas condiciones, los altos estamentos oficiales le dan un giro a la ley y desplazan el despacho de referencia de modo que sea él quien encuentre a la persona que lo está buscando. Es algo razonable, ¿no? Ahora venga conmigo: debemos ponernos a trabajar.

En la oficina había una enorme mesa de despacho repleta de papeles, y tres teléfonos que sonaban al mismo tiempo. El alto personaje le hizo una seña a Joenes para que se sentara mientras se ocupaba de ellos. Lo hizo con una pasmosa celeridad.

—¡Más fuerte, chico! —le rugió al primer teléfono—. ¿Qué? ¿Una nueva inundación en el Mississippi? ¡Construye una presa, diez presas si es necesario, pero contenía!

¡Envíame un informe cuando hayas terminado con ello!

—¡Sí, le oigo! —le gritó al segundo teléfono—. ¿Qué ocurre? ¿Que la gente se muere de hambre en su zona? ¡Distribuya inmediatamente raciones! ¡No tiene más que firmar con mi nombre en los almacenes del gobierno!

—¡Cálmese, no entiendo nada! —le vociferó al tercer teléfono—. ¿Una epidemia en Los Ángeles? ¿Y qué espera para enviar vacunas por avión, helicóptero o lo que sea? ¡Telegrafíeme cuando tenga dominada la situación!

Colgó el tercer teléfono, y dijo a Joenes:

—Esos imbéciles de asistentes se asustan por nada. No se atreverían a sacar de una bañera a un bebé que se está ahogando sin pedirme antes mi autorización.

Escuchando el rápido flujo de decisivas órdenes pronunciadas con voz firme, Joenes sintió que una sospecha penetraba insidiosamente en su alma.

—No me atrevería a asegurarlo —dijo—, pero tengo la impresión de que cierto joven, exasperado por los deseos de venganza, anda merodeando por aquí…

—… con la intención de asesinarme —terminó el hombre por él—. Es eso, ¿no? Bueno, el asunto ha quedado arreglado hace como una media hora. Edwin J. Minotauro duerme siempre con un ojo abierto. Mis guardias personales lo han arrestado. Seguramente será condenado a cadena perpetua. Pero no se lo diga a nadie.

—¿Por qué?

—Mala publicidad. Sobre todo si se supieran las relaciones que mantenía con mi hija, que, entre nosotros, está embarazada de él. Y eso que le dije a esa estúpida que podía traer a casa a todos los amigos que quisiera. Pero no, tuvo que ir a flirtear en secreto con los anarquistas. Hemos preparado una versión para la prensa: ese Teseo me ha herido gravemente, se teme desesperadamente por mi vida, y luego ha huido raptando a mi hija y violándola. ¿Comprende todas las ventajas de una tal historia?

—Bueno, no demasiado bien.

—Maldita sea, eso va a atraer hacia mí las simpatías de la gente. Me compadecerán cuando sepan que estoy agonizando, y me compadecerán aún más cuando sepan que mi única hija ha sido raptada y violada por mi asesino. Entienda, pese a mis numerosas cualidades, el pueblo no me quiere. Esa historia los atraerá hacia mi causa.

—Muy ingenioso —dijo Joenes.

—Gracias —dijo Minotauro—. Hablando francamente, hace algún tiempo que estoy preocupado por mi publicidad, y si ese cretino no hubiera venido con su ovillo y su revólver hubiera tenido que alquilar a alguien para que hiciera el trabajo. Lo único que espero es que los periodistas saquen partido inteligentemente de todo esto.

—¿Tiene usted motivos para dudarlo?

—Oh, van a escribir lo que yo les diga. Además, he comprado a un escritor para que haga una novela de todo esto. Luego haré que saquen de ella una obra teatral y que produzcan una película. No se preocupe, explotaré este asunto al máximo.

—¿Y qué pasará con su hija?

—Bueno, como ya le he dicho, ha sido raptada y violada por ese sujeto. Al que luego obligaremos a casarse con ella, sólo para que el niño tenga un nombre, claro. Luego iniciaremos los trámites del divorcio. Mientras tanto, vaya usted a saber lo que escribirán esos imbéciles acerca de mi gordita Ariane. Seguramente alabarán su belleza para complacerme. Y la gente que lee todas esas tonterías sentirá que las lágrimas corren por sus mejillas al saber sus desdichas. Incluso es probable que se emocionen hasta los reyes y los presidentes, que prefieren leer esa burda literatura del corazón en lugar de una buena estadística. La raza humana está compuesta en su mayor parte por inútiles, mentirosos y torpes. A veces consigo llegar a hacerles actuar como creo que deben actuar, pero sinceramente, que me ahorquen si los entiendo.

—¿Y las niñitas? —preguntó Joenes.

—¿Eh? ¿Qué niñitas? —gruñó Minotauro, con el ceño fruncido.

—Esto… Teseo me dijo…

—Oh, ese hombre es un perturbado, inteligente pero perturbado. Si no fuera por el puesto que ocupo, lo demandaría por difamación. ¡Niñitas! ¿Cree usted que tengo tiempo de pensar en esas cosas? Olvide esa historia de las niñitas. Mejor que pasemos a discutir su misión.

Joenes asintió, y Minotauro le expuso brevemente la situación política que seguramente iba a encontrar en Rusia. Le mostró un mapa secreto, en el cual se hallaban indicadas aproximadamente la posición y la fuerza respectivas de los ejércitos comunistas y occidentales, de uno a otro extremo del planeta. Joenes se sintió sorprendido por la tremenda magnitud de las fuerzas enemigas, pintadas de un color rojo sangre, esparcidas por numerosos países. Las fuerzas occidentales, pintadas de un color azul cielo, parecían en comparación absolutamente insuficientes.

—La situación no es tan desesperada como parece —dijo Minotauro—. En primer lugar, este mapa es tan sólo fruto de nuestras conjeturas. Además, poseemos un gigantesco stock de cabezas nucleares, así como un sistema completo de misiles para transportarlas. Esos misiles fueron experimentados el año pasado, durante las Grandes Maniobras del Simulacro. Un misil Gnomo, equipado con un modelo perfeccionado de cabeza nuclear, hizo saltar él solo a lo, uno de los satélites de Júpiter, en el cual habíamos construido una falsa base rusa.

—Esto suena como si realmente fuéramos fuertes —dijo Joenes.

—Oh, sí. Lo somos. Pero los rusos y los chinos también disponen de misiles perfeccionados, que hace cuatro años consiguieron hacer estallar el planeta Neptuno. Bueno, en pocas palabras, parece que las fuerzas están bastante equilibradas. Quizá últimamente haya algún desacuerdo entre rusos y chinos a causa del incidente de Yingdraw, pero no podemos contar con ello.

—¿En qué podemos contar entonces? —preguntó Joenes.

—Nadie lo sabe —dijo Minotauro—. Es por eso por lo que lo enviamos a usted allá. Nuestro problema es información, Joenes. ¿Qué está tramando actualmente el enemigo? ¿Qué está pasando realmente allí? ¿Comprende en qué consiste su misión, Joenes?

—Sí, creo que sí —dijo Joenes.

—Tenga en cuenta que no estará sirviendo usted a una facción o a un grupo en particular; y sobre todo, a su regreso no debe contarnos usted lo que supone que deseamos oír. No hay ni que minimizar ni que aumentar lo que usted vea allá, sino describírnoslo lo más objetivamente y lo más sencillamente posible.

—Lo haré lo mejor que pueda —dijo Joenes.

—Supongo que no se le puede pedir más —dijo Minotauro, a regañadientes.

Luego le dio los papeles y el dinero que iba a necesitar. Y, en lugar de enviarlo de nuevo a los pasillos en busca de la salida, abrió una ventana y pulsó un botón.

—Siempre utilizo esta salida —dijo Minotauro, ayudando a Joenes a instalarse en la silla al lado del piloto—. No tengo tiempo de romperme la cabeza con esos malditos pasillos. Buena suerte, Joenes, y no olvide nada de lo que le he dicho.

Joenes aseguró que no iba a olvidar nada. Se sentía profundamente emocionado por la confianza que Minotauro depositaba en él. El helicóptero tomó la dirección del Aeropuerto de Washington, donde lo esperaba un avión a reacción especial autopilotado. Pero, en el momento en que el helicóptero se despegaba de la ventana, Joenes creyó oír unas ahogadas risas infantiles en la habitación que comunicaba con la oficina de Minotauro.