10. Cómo Joenes entró al servicio del gobierno

10. CÓMO JOENES ENTRÓ AL SERVICIO DEL GOBIERNO

(según la narración de Maaoa de Samoa)

Una oportunidad de abandonar la universidad se le presentó a Joenes a la semana siguiente, cuando un agente reclutador del gobierno visitó el campus. El hombre se llamaba Ollin, y era subsecretario a cargo del Servicio de Personal. Era un hombre pequeñito de quizá unos cincuenta años, con cabellos blancos cortados a cepillo y una cara a lo bulldog. Daba una impresión de energía y dinamismo que gustaron a Joenes.

El subsecretario Ollin hizo una pequeña alocución al alumnado:

—Muchos de ustedes ya me conocen, así que no voy a perder el tiempo con palabras introductorias. Tan sólo quiero recordarles que el gobierno necesita hombres talentudos y dedicados para sus distintos servicios y agencias. Mi trabajo es reclutar a esos hombres. Cualquiera que esté interesado puede visitarme en la habitación 222 del Viejo Scarmuth, que el Decano Fols me ha cedido graciosamente durante mi estancia aquí.

Joenes acudió a visitarle, y el subsecretario Ollin lo recibió calurosamente.

—Siéntese, siéntese. ¿Un cigarrillo? ¿Una copa? Me siento feliz de ver venir a alguien. Tenía entendido que los grandes cerebros de Stephen’s Wood tenían su pequeño proyecto personal para salvar el mundo, algo así como una especie de monstruo mecánico, ¿no?

Joenes se sorprendió enormemente al constatar que Ollin estaba al corriente de la experiencia de Chorowait.

—Nosotros tenemos siempre nuestros ojos abiertos —dijo Ollin—. Al principio nos dejamos engañar porque pensamos que ese monstruo iba destinado a algún film de horror. Pero ahora sabemos lo que está ocurriendo en realidad, y el FBI se ha hecho cargo del asunto. Un tercio de la comunidad de Chorowait está compuesto por sus hombres, trabajando en secreto. Tomaremos las medidas oportunas apenas poseamos las pruebas suficientes.

—La Bestia mecánica va a reproducirse dentro de muy poco tiempo —hizo notar Joenes.

—Estupendo, así tendremos otra prueba más. Pero volvamos a usted, mi querido amigo. Supongo que siente deseos de entrar al servicio del gobierno, ¿no?

—Ajá. Me llamo Joenes y…

—Oh, oh, estoy al corriente de todo eso —dijo Ollin. Abrió una voluminosa cartera portadocumentos y sacó un bloc de notas—. Veamos —dijo, girando varias páginas—.

Aquí está: Joenes. Arrestado en San Francisco por haber pronunciado en la vía pública palabras de naturaleza subversiva. Escuchado por un comité designado por el Congreso, juzgado como poco cooperativo e irrespetuoso, principalmente en lo que concierne a Arnold y Ronald Black, los dos espías gemelos del Octágono. Condenado por el Oráculo a diez años de trabajos forzados, con sobreseimiento de la sentencia. Una breve estancia en el Asilo Psiquiátrico para Criminales Dementes, luego una cátedra en esta universidad, desde donde permanece en contacto diario con los fundadores de la comunidad de Chorowait, —Ollin cerró su bloc de notas y preguntó—: ¿Es todo eso exacto, aproximadamente al menos?

—Bueno, aproximadamente, sí —dijo Joenes, que sentía la completa imposibilidad de explicar o discutir su caso—. Supongo que mi historial me hace inelegible.

Ollin se echó a reír ruidosamente ante esas palabras. Se secó los ojos y dijo:

—Joenes, creo que su estancia aquí le ha ablandado el cerebro. No hay nada tan terrible como usted cree en su historial. Siempre se puede canalizar el idealismo hacia las vías que se consideren más útiles. Nosotros no somos hipócritas, Joenes. Sabemos que ninguno de nosotros es absolutamente puro, que todo hombre tiene en su pasado algo, grande o pequeño, de lo que no se siente precisamente orgulloso. Sepa que para nosotros es usted tan inocente como un carnerillo recién nacido.

Joenes expresó todo el reconocimiento que le inspiraba la actitud del gobierno.

—Bueno —dijo Ollin—, si hay alguien a quien tenga que darle usted las gracias, ese es Sean Feinstein. En su cualidad de Asistente Especial del Asistente del Presidente, nos lo recomendó muy calurosamente. Hemos estudiado muy atentamente su caso, y hemos llegado a la conclusión de que usted es precisamente el hombre que necesitamos.

—¿Realmente? —dijo Joenes.

—Sin la menor duda. Nosotros, los políticos, somos gente realista. Tenemos consciencia de los miles de problemas que nos abruman. Para resolver esos problemas necesitamos pensadores audaces, independientes, que no teman a nadie ni a nada. Sólo la élite nos conviene, y no nos dejamos frenar por ninguna consideración secundaria. Necesitamos hombres como usted, Joenes. ¿Quiere entrar realmente al servicio del gobierno?

—¡Sí! —gritó Joenes, ardiendo de entusiasmo—. E intentaré hacer honor a la confianza que tanto Sean Feinstein como usted han depositado en mí.

—Estaba seguro de que reaccionaría usted así, Joenes —dijo Ollin, con voz estrangulada por la emoción—. La reacción es siempre la misma. Desde lo más profundo de mi corazón, gracias. Firme aquí y aquí.

Ollin presentó a Joenes un formulario standard, y este firmó. Él subsecretario guardó el papel en su cartera portadocumentos y apretó calurosamente la mano de Joenes.

—Desde ahora está usted al servicio del gobierno. Gracias, Dios le bendiga, y recuerde que contamos con usted.

Ollin avanzó hacia la puerta, pero Joenes lo llamó:

—¡Espere! ¿Cuál será mi trabajo, y dónde deberé llevarlo a cabo?

—Se le comunicará oportunamente —dijo Ollin.

—¿Cuándo? ¿Y de qué forma?

—Yo soy tan sólo un reclutador —dijo Ollin—. Lo que ocurre con la gente a la que recluto está por completo fuera de mi jurisdicción. Pero no se preocupe, usted forma parte ya del gobierno. Recuerde que contamos con usted. Ahora discúlpeme, debo ir a dar una conferencia a Radcliffe.

El subsecretario Ollin salió. Joenes se sintió muy excitado por las posibilidades que se abrían ante él, pero un tanto escéptico acerca de la velocidad con la que actuaría el gobierno.

Sin embargo, a la mañana siguiente recibió una carta oficial enviada con un mensajero especial. Se le ordenaba que se presentara a la mayor brevedad posible en la Sala 432 del Ala Este del Edificio Pórtico de Washington, D.C. La carta iba firmada por un importante personaje: John Mudge, Asistente Especial del Jefe de los Servicios de Coordinación.

Joenes se despidió inmediatamente de sus colegas, echó una última mirada al verde césped y a los caminos de cemento de la universidad, y montó en el primer jet para Washington.

Para Joenes su llegada a Washington fue un momento maravilloso. Anduvo a lo largo de las calles de mármol rosa en dirección al Edificio Pórtico, pasó por delante de la Casa Blanca, sede del poder imperial americano, vio a su izquierda los grandes edificios del Octágono, que reemplazaba al viejo Pentágono, demasiado pequeño ya, y tras ellos los Edificios del Congreso.

Estos edificios tenían una significación especial para Joenes. Encarnaban todo el romanticismo de la historia. Los esplendores del Viejo Washington, capital de la Confederación Helénica antes de la desastrosa Guerra Civil, danzaban ante sus ojos. Creía estar asistiendo a uno de esos inmensos debates que oponían a Pericles, representante del gremio de talladores de mármol, a Temístocles, el orgulloso comandante de submarinos. Pensaba en Cleón, llegando hasta allí desde su hogar arcadiano de New Hampshire para exponer con su habitual concisión las razones por las cuales era preciso proseguir la guerra. El filósofo Alcibíades había vivido durante algún tiempo en aquella ciudad como diputado por su Louisiana natal, Xenofon había permanecido de pie sobre aquellos mismos peldaños, recibiendo las ovaciones de la multitud tras haber conducido a sus seis mil hombres desde las orillas del Yalu al santuario de Pusan.

Los recuerdos acudían en tropel. Allí había escrito Tucídides la versión definitiva de su magistral obra, la historia de la trágica guerra Interestados; allí había dominado Hipócrates a la fiebre amarilla y, fiel a su juramento, no había dicho palabra en toda su vida; allí finalmente Licurgo y Solón, primeros jueces de la Corte Suprema, se habían enfrentado en sus apasionadas discusiones acerca de la naturaleza de la justicia.

Todos aquellos grandes hombres parecían apretujarse a su alrededor mientras atravesaba las amplias avenidas de Washington. Pensando en ellos, Joenes tomó la firme resolución de trabajar hasta el límite de sus fuerzas para mostrarse digno de sus antepasados.

En ese extático estado mental, Joenes llegó a la Sala 432 del Ala Este del Edificio Pórtico. John Mudge, el Asistente Especial, se apresuró a darle la bienvenida. Mudge era un hombre tranquilo y afable, reposado a pesar del intenso trabajo que desempeñaba. Joenes supo que Mudge tomaba todas las decisiones políticas en la Oficina de los Servicios de Coordinación, mientras su superior perdía sus días y sus noches escribiendo las habituales instancias solicitando ser transferido al ejército.

—Bueno, Joenes —dijo Mudge—, ha sido asignado usted a nuestro servicio, y nos sentimos orgullosos por ello. Lo mejor será que le explique inmediatamente cómo funciona nuestra oficina. Operamos como una agencia interservicios cuya finalidad es evitar que exista doble empleo en las actividades de las fuerzas militares semiautónomas. Dicho de otro modo, centralizamos las informadores para todos los servicios, y aconsejamos al gobierno en temas de guerra psicológica, económica y militar.

—Es mucho —dijo Joenes.

—Es mucho más que mucho —admitió Mudge—. Y sin embargo, nuestros trabajos son absolutamente indispensables. Ya le he dicho que éramos responsables de la coordinación interservicios. Permítame darle un ejemplo. Hace apenas un año, cuando nuestra oficina aún no existía, algunas fuerzas de nuestro ejército estuvieron luchando durante tres días en las densas junglas del norte de Tailandia. ¡Imagínese cuál sería su contrariedad cuando descubrieron que habían estado atacando a un batallón firmemente afianzado de marines americanos! Imagínese el efecto que puede tener una desgracia de ese tipo sobre la moral de nuestras tropas. Y tenga en cuenta que nuestros efectivos militares forman a lo largo de todo el planeta una línea a la vez tan larga y tan tenue, están dispuestos de un modo tan complejo, que los incidentes de este tipo amenazan con producirse a cada instante.

Joenes asintió con la cabeza. Mudge se enzarzó a explicarle la razón de ser de todas sus demás tareas.

—Tome, por ejemplo, el espionaje. Antes era asunto exclusivo de la C.I.A. Pero ahora la C.I.A. se niega a transmitirnos sus informaciones; prefiere reclamarnos efectivos cada vez más importantes para resolver los problemas que no dejan de planteársele.

—Es deplorable —dijo Joenes.

—Y, por supuesto, la situación es idéntica, y a un grado más importante aún, para los servicios de información del Ejército de Tierra, de la Marina, de la Aviación, de la Infantería de Marina, de las Fuerzas Espaciales… El patriotismo de los hombres que componen esas fuerzas no puede ser puesto en duda, pero teniendo en cuenta que cada servicio ha recibido los medios para llevar independientemente su guerra, se considera capaz de juzgar por sí mismo el peligro y de llevar con sus solas fuerzas el conflicto hasta su solución. Dada esta situación, todos los informes que recibimos acerca de la magnitud y situación de las fuerzas enemigas son o bien contradictorias o bien sospechosos. Y eso paraliza al gobierno, que no dispone de las informaciones precisas para decidir su política.

—Nunca hubiera creído que el problema fuera tan grave —dijo Joenes.

—Es grave e insoluble —dijo Mudge—. A mi modo de ver, el fallo estriba en las propias dimensiones de la organización gubernamental, hinchada como nunca lo había estado en el pasado. Un científico amigo mío me dijo un día que un organismo que crece hasta el punto de rebasar su tamaño natural tiende a escindirse en sus distintos componentes, los cuales terminan por iniciar por su propia cuenta el proceso de crecimiento. Nos hemos hecho demasiado grandes, y el proceso de fragmentación ha comenzado. Sin embargo, nuestro crecimiento es una consecuencia natural de la época, y no podemos dejar que el edificio se derrumbe. Nos hallamos constantemente en plena guerra fría, y debemos cubrir las fisuras de modo que obtengamos una apariencia de orden y cooperación. Nuestro papel consiste en descubrir la verdad sobre la situación de las fuerzas enemigas, presentar esa verdad al gobierno al mismo tiempo que le sugerimos una política, y obtener de los distintos servicios que se limiten a esa política. Debemos perseverar hasta que el peligro externo haya desaparecido. Entonces podremos esperar reducir las dimensiones de nuestra burocracia antes de que las potencias del caos se encarguen de hacerlo por nosotros.

—Creo comprender —dijo Joenes—, y estoy completamente de acuerdo.

—Estaba seguro de ello. Lo supe desde que tuve conocimiento de su historial, y es por ello por lo que solicité que fuera agregado usted a mi servicio. Ese hombre, me dije, está naturalmente dotado para la coordinación, y pese a las numerosas dificultades conseguí obtener la autorización del gobierno.

—Creí que mi nominación había sido debida a Sean Feinstein —dijo Joenes.

Mudge sonrió.

—Sean es tan sólo un hombre de paja: se limita a firmar los papeles que colocamos ante él. Como el patriota de primera clase que es, aceptó voluntariamente representar un papel secreto pero necesario, el de chivo expiatorio del gobierno. Tomarnos en su nombre todas las decisiones dudosas, impopulares o sujetas a rectificación. Cuando la cosa funciona bien, la gloria va a los jefes del servicio; cuando funciona mal, él es quien soporta todas las reprimendas. Así una sola persona sufre por todos los errores, mientras que el buen nombre y la eficacia de todas las demás no resulta en absoluto afectada.

—Eso no debe resultarle muy agradable a Sean.

—Por supuesto que no. Pero quizá se sintiera desgraciado si hiciéramos de su vida algo demasiado fácil y agradable. Eso al menos es lo que opina un psicólogo amigo mío. Otro psicólogo conocido, cuyas inclinaciones son un tanto místicas, cree que Sean Feinstein cumple con una función histórica indispensable, que está destinado a ser un elemento motor de hombres y de acontecimientos, un personaje crucial, un factor de emancipación de las masas; y que, por esa misma razón, es detestado por el pueblo al cual sirve. Pero sea cual sea la verdad, considero a Sean como un personaje eminentemente necesario.

—Me gustaría conocerlo y estrecharle la mano.

—Por el momento es imposible: se halla a pan y agua en su celda. Se le acusa de haber robado al ejército americano 24 misiles atómicos y 187 granadas atómicas.

—¿Lo hizo realmente? —preguntó Joenes.

—Sí. Pero a petición nuestra. Con ellas armamos un destacamento de transmisiones, lo cual nos permitió ganar la batalla de Rosy Gulch, en el sudeste de Solivia. Tengo que añadir que ese destacamento en cuestión llevaba reclamando en vano este armamento desde hacía mucho tiempo.

—Lo siento por Sean. ¿A qué pena ha sido condenado?

—A la capital, por supuesto —dijo Mudge—. Pero le será conmutada. Siempre le es conmutada. Sean es un personaje demasiado importante como para que no se le conmuten todas sus penas.

Mudge giró la vista hacia otro lado por unos instantes, luego volvió a dirigirse a Joenes.

—La misión que debemos confiarle —dijo— es de la máxima importancia. Vamos a enviarle a Rusia para que efectúe un recorrido de inspección y análisis. Por supuesto, no va a ser el primero. Pero, hasta ahora, todos los agentes que hemos enviado allí han regresado ya sea con informaciones sospechosas porque están vistas desde el ángulo particular del Servicio del cual dependían, ya sea con informaciones válidas que han sido clasificadas inmediatamente como Top Secret y encerradas sin siquiera ser leídas en la sala de informaciones Top Secret de los subterráneos de Fort Knox. Mi jefe me ha prometido, y yo a su vez se lo prometo a usted, que su informe no va a correr la misma suerte. Tendremos conocimiento de él, y actuaremos según sus conclusiones. Estamos decididos a hacer aceptar el principio de la coordinación: todo lo que usted diga del enemigo será tenido por válido y utilizado. Ahora, Joenes, vamos a inscribirle a usted definitivamente en nuestros servicios; luego recibirá sus órdenes.

Mudge condujo a Joenes a los Servicios de Seguridad, donde un coronel a cargo de la sección de frenología palpó su cráneo en busca de bultos sospechosos. Luego, Joenes pasó sucesivamente por las manos de los astrólogos gubernamentales, de los videntes que leyeron su futuro, algunos en las cartas, otros en las hojas de té, de los fisonomistas, de los psicólogos, de los casuistas y de las computadoras. Al final de sus respectivos exámenes, todas aquellas personalidades lo declararon leal, sano de mente, responsable, juicioso, respetuoso y, sobre todo, afortunado.

Consecuentemente, recibió su inscripción definitiva y la autorización de leer toda la documentación clasificada.

No poseemos más que una lista parcial de los papeles que Joenes tuvo ocasión de leer entre las paredes de acero de las Habitaciones Secretas, bajo la mirada de dos centinelas armados a los cuales les habían sido vendados los ojos para impedirles que echaran inadvertidamente alguna ojeada por encima del hombro de Joenes a los preciosos documentos. Pero sabemos que como mínimo Joenes tuvo oportunidad de leer:

Los Papeles de Yalta, un informe de la histórica conferencia que reunió al Presidente Roosevelt, al Zar Nicolás II y al Emperador Ming. Joenes supo así cómo las fatídicas decisiones de Yalta habían afectado toda la política moderna, y trabó conocimiento con las violentas protestas que elevó en aquella época Don Winslow, el Comandante Supremo de las Fuerzas Navales.

Yo fui una Esposa de Guerra del Sexo Masculino, una devastadora exposición de las prácticas contra naturaleza que se llevaron a cabo en el ejército.

La Huerfanita Annie contra el Hombre Lobo, un detallado manual de espionaje escrito por una de las más renombradas mujeres espía que jamás hubieran existido.

Tarzán y la Ciudad Negra, extraordinaria descripción de las actividades de los comandos en el África Oriental bajo la ocupación rusa.

Los Cantos, de autor desconocido, una críptica exposición de las teorías monetarias y raciales del enemigo.

Buck Rogers en Mungo, un relato ilustrado sobre las más recientes hazañas del Cuerpo Espacial.

Los Primeros Principios, de Spencer; Las Apócrifas, de autor desconocido; La República, de Platón; Maleus Malificarum, escrito conjuntamente con Torquemada, el Obispo Berkeley y Harpo Marx. Esas cuatro obras constituyen la más profunda esencia de la doctrina comunista, y suponemos que Joenes extrajo un gran provecho de su lectura. Por supuesto, Joenes leyó también El Playboy del Mundo Occidental, de Immanuel Kant, estudio que refutaba de una forma definitiva las obras de inspiración comunista citadas anteriormente.

Desgraciadamente, ninguna de estas obras ha llegado hasta nosotros, ya que nuestros antepasados las imprimieron sobre papel, en lugar de aprendérselas de memoria. Estaríamos dispuestos a ofrecer cantidades fabulosas para conocer la sustancia de esos documentos que condicionaron la brillante y caprichosa política de la época. Y nos gustaría enormemente saber si Joenes tuvo igualmente ocasión de leer los grandes clásicos del siglo XX que han conseguido llegar hasta nosotros, como por ejemplo el conmovedor Limpiabotas, grabado en duradero bronce, o el Manual Práctico de Negocios Inmobiliarios, novela monumental que por si sola modeló el carácter del hombre del siglo XX. ¿Tuvo Joenes ocasión de conocer a Robinson Crusoe, su contemporáneo y uno de los más grandes poetas del siglo? ¿Tuvo la oportunidad de conversar con alguno de los Robinsones Suizos, cuyas esculturas adornan aún gran número de nuestros museos?

Joenes nunca nos ha hablado de esas cosas. De hecho, su relato incide más en otros temas culturales cuya importancia en aquella turbulenta época fue mucho más capital.

Finalmente, tras leer ininterrumpidamente durante tres días y tres noches, Joenes se levantó y abandonó las paredes de acero de las Habitaciones Secretas vigiladas por los dos centinelas de los ojos vendados. Ahora conocía cuál era la situación de la nación y del mundo. Con una mezcla de esperanza y de temor, abrió el sobre que contenía sus instrucciones.

Esas instrucciones le ordenaban presentarse en la Sala 18891, Piso 12, Nivel 6, Ala 63, Subsección AJB2, del Octágono. Junto a las instrucciones iba un mapa que debía ayudarle a hallar su camino en aquel inmenso edificio. En la sala 18891 lo aguardaría un personaje de elevado rango, conocido como el señor M, que le proporcionaría las últimas instrucciones y prepararía su partida en un avión especial hacia Rusia.

El corazón de Joenes se inundó de alegría: por fin iba a tener la ocasión de cumplir con su papel en los asuntos internacionales. Echó a correr hacia el Octágono para recibir sus últimas instrucciones y partir. Pero la misión que le había sido encargada no iba a poder ser capturada tan fácilmente como había parecido a simple vista.