9. La necesidad de la utopía

9. LA NECESIDAD DE LA UTOPÍA

(las cuatro siguientes historias que forman las aventuras de Joenes en Utopía tienen por narrador a Pelui de la Isla de Pascua)

Un sábado por la mañana, temprano, Joenes y algunos otros profesores partieron en el viejo coche de Manisfree a la Comunidad de Chorowait en las montañas del Adirondack.

Chorowait, supo Joenes, era una comunidad puesta bajo la protección de la universidad y dirigida enteramente por hombres y mujeres idealistas que se habían retirado del mundo para servir a las futuras generaciones. Chorowait era una experiencia de gran envergadura, cuya finalidad era proponer al mundo un modelo de sociedad ideal. De hecho, Chorowait pretendía ser una utopía realizable y práctica.

—Creo —dijo Harris, de Ciencias Políticas— que la necesidad de un tipo así de utopía es evidente. Usted ha viajado por el país, Joenes. Usted ha podido ver con sus propios ojos la decadencia de nuestras instituciones y la apatía de nuestro pueblo.

—Sí, me he dado cuenta —dijo Joenes.

—Las razones de todo esto son muy complejas —dijo Harris—. Pero hay una que, a nuestros ojos, reviste una importancia capital: estamos asistiendo en estos momentos a una renuncia del individuo, a su abdicación ante los problemas de la realidad. Y la locura está formada precisamente por estos elementos: un replegarse sobre sí mismo, una no participación, la construcción de una vida imaginaria más satisfactoria que la vida real.

—Para nosotros —dijo Manisfree—, que hemos hecho Chorowait, se trata de una enfermedad social que necesita un tratamiento social.

—Hay poco tiempo —dijo Harris—. Usted ha visto a qué velocidad se derrumba nuestro sistema, Joenes. La ley es una farsa; la idea de castigo ha perdido todo su significado; no hay recompensas que ofrecer; la religión predica su anticuado mensaje a gentes que se tambalean en la cuerda floja entre la apatía y la demencia; la filosofía propone doctrinas que solo los filósofos pueden comprender; la psicología se esfuerza en definir un comportamiento basándose en reglas caducas hace ya más de cincuenta años; la economía parte del principio de una expansión infinita, calculada como necesaria para paliar un fantástico aumento demográfico; las ciencias físicas nos ofrecen los medios de mantener esta expansión hasta que cada metro cuadrado de la superficie terrestre esté ocupado por un ser humano; en cuanto a mi propio campo, la política, su utilidad se limita a permitirnos luchar provisionalmente contra fuerzas gigantescas… luchar hasta que todo se derrumbe o estalle a nuestro alrededor.

—Y no crea —añadió Manisfree— que nosotros nos consideramos libres de toda culpa en ese asunto. Aunque los educadores nos hallemos a un nivel de competencia situado por encima de la media, a menudo permanecemos apartados de las preocupaciones públicas. Entre nuestros alumnos, los más dotados se convierten a su vez en profesores, lo cual los aparta como nosotros de la vida y los encierra en sus respectivas torres de marfil. Los otros, mientras se adormecen en nuestras monótonas conferencias, no sueñan más que en abandonarnos y ocupar su lugar en ese mundo demente. No llegamos hasta ellos, Joenes, no les enseñamos a pensar.

—Más bien obtenemos con ellos un resultado exactamente contrario al deseado —dijo Blake—. No hacemos más que inspirarles a nuestros alumnos un auténtico odio a tener que pensar. Llegan incluso a desconfiar de la civilización, a despreciar la ética, a no ver en la ciencia más que un medio de medrar. Ahí es donde hemos fracasado, y somos culpables de ello. Y todo el mundo sufre por nuestro fracaso.

Los profesores permanecieron silenciosos durante un tiempo. Luego, Harris añadió:

—Estos eran nuestros problemas. Pero nos hemos despertado de nuestro letargo. Construyendo Chorowait, hemos reaccionado. Lo único que deseo es que estemos aún a tiempo.

Joenes ardía en deseos de saberlo todo respecto a aquella comunidad que debía resolver tan trágicos problemas. Pero los profesores se negaron a responder a sus preguntas.

—Muy pronto verá Chorowait con sus propios ojos, Joenes —le dijo Manisfree—. Así podrá juzgar usted sobre hechos y no sobre palabras.

Finalmente, llegaron a las montañas; el viejo coche de Manisfree gemía y pedorreaba subiendo las abruptas pendientes, derrapaba en las cerradas curvas. De pronto, Blake palmeó el hombro de Joenes y le señaló con el dedo una verdadera montaña que destacaba claramente entre todas las demás montañas que la rodeaban. Supo que aquello era Chorowait.

COMO FUNCIONABA LA UTOPÍA

El coche de Manisfree escaló trabajosamente el camino surcado por profundas roderas que serpenteaba a lo largo de la ladera del monte Chorowait. Unos kilómetros más adelante, el camino estaba cortado por unos troncos. Abandonaron el vehículo y continuaron a pie, primero por un estrecho camino de tierra batida, luego por un sendero que atravesaba el bosque, y finalmente a través del mismo bosque, guiados únicamente por la regular inclinación del terreno.

Los profesores estaban ya al borde del agotamiento cuando vieron a dos hombres de Chorowait avanzar a su encuentro.

Iban vestidos con pieles de ciervo. Cada uno de ellos llevaba un arco y un carcaj lleno de flechas. Tenían el rostro curtido, los colores de la salud, y parecían llenos de energía. Ofrecían un extraño contraste con la piel pálida, los hombros arqueados y el pecho hundido de los profesores.

Manisfree hizo las presentaciones.

—Este es Lunu —le dijo a Joenes, señalando al más alto de los dos hombres—. Es el jefe de la comunidad. Su compañero se llama Gat, y nadie puede superarlo en el arte de seguirles la pista a los animales.

Lunu se dirigió a los profesores en una lengua que Joenes no había oído nunca antes.

—Nos da la bienvenida —le susurró Dalton.

Gat añadió algo.

—Dice que este mes hay muchas cosas buenas para comer —tradujo Blake—. Nos pide que le acompañemos hasta el poblado.

—¿Qué idioma está hablando? —preguntó Joenes.

—El chorowaitiano —dijo el profesor Vishnu, del Departamento de Sánscrito—. Es una lengua artificial que hemos inventado especialmente para la comunidad, y por muy importantes razones.

—Nosotros —dijo Manisfree— sabemos que las cualidades intrínsecas de un lenguaje tienden a modelar los procesos mentales, así como a preservar las estratificaciones étnicas y sociales. Este es uno de los motivos por los cuales juzgamos en su momento absolutamente necesario dotar a Chorowait de un nuevo lenguaje.

—No fue fácil —dijo Blake, con una ensoñadora sonrisa.

—Éramos muchos los que deseábamos la más extrema simplicidad —dijo Hanley, de Antropología—. Nos hubiera gustado contentarnos con una serie de gruñidos monosílabos que ofrecieran un obstáculo natural a los pensamientos a menudo destructores del hombre.

—Pero éramos también muchos los que deseábamos un lenguaje de una increíble complejidad, dotado de varios niveles distintos de abstracción —dijo Chandler, de Filosofía—. Creíamos que este tipo de lenguaje tendría exactamente los mismos efectos de los gruñidos monosílabos, pero respondería mejor a las necesidades del ser humano.

—¡La lucha fue encarnizada! —dijo Dalton.

—Terminamos poniéndonos de acuerdo sobre un lenguaje cuya frecuencia vocal correspondiera aproximadamente a la del anglosajón —dijo Manisfree—. A nuestro Departamento de Francés no le gustó en absoluto la idea, por supuesto. Quería tomar como modelo el antiguo provenzal. Pero la mayoría se pronunció en contra.

—Sin embargo, su influencia no dejó de hacerse notar —dijo el profesor Vishnu—. Pese a conservar la frecuencia vocal anglosajona, adoptamos el modo de pronunciación del antiguo provenzal. Sin embargo, apartamos deliberadamente de la construcción de las raíces todos los elementos indoeuropeos.

—Lo cual —dijo Dalton— hizo que nuestras investigaciones tuvieran que ser enormes. Gracias a Dios, la señorita Hua estaba allí para ocuparse del trabajo más pesado. Lástima que esa chica sea tan poco agraciada.

—La primera generación de chorowaitianos es bilingüe —dijo Manisfree—. Pero sus hijos, o sus nietos, no hablarán más que el chorowaitiano. Espero vivir lo suficiente para ver este momento. Nuestra lengua ha producido ya en las costumbres de la comunidad un efecto perceptible.

—Piense —dijo Blake— que las palabras «incesto», «homosexualidad», «violación», «asesinato», no existen en chorowaitiano.

—Nosotros llamamos a todas estas cosas Aleewadith —dijo Lunu en inglés—, que significa: «lo que no debe ser pronunciado».

—Esto —dijo Dalton— es una prueba de lo que puede conseguirse a través de la semántica.

Lunu y Gat condujeron a sus visitantes hasta el poblado chorowaitiano. Joenes inspeccionó Chorowait durante el resto del día.

Vio que las cabañas de la comunidad estaban construidas con ramas y corteza de abedul. Las mujeres preparaban la comida en fuegos instalados al aire libre, tejían la lana de los carneros y se ocupaban de los niños. Los hombres araban los campos de abruptas pendientes con arados fabricados por ellos mismos, cazaban en los profundos bosques o pescaban en las frías aguas del Adirondack, y volvían cargados con ciervos, conejos o truchas que compartían con los demás miembros de la comunidad.

En todo Chorowait no podía hallarse ni un solo artículo manufacturado. Todos los utensilios eran de fabricación local. Los cuchillos que servían para despellejar la caza, por ejemplo, venían directamente del mineral extraído por los chorowaitianos. Y cuando alguna cosa no podía hacerse con las propias manos, la comunidad prescindía de ella.

Joenes observó todo aquello antes de la llegada de la noche, y se sintió favorablemente impresionado por la independencia, la industria y la alegría que reinaban en la comunidad. Pero el profesor Harris, que lo acompañaba en su gira de inspección, parecía querer hacerle olvidar ese aspecto de Chorowait.

—Todo esto —repetía constantemente como si se disculpara—, es superficial, Joenes. Usted debe estar diciéndose: no es más que una de esas aburridas experiencias de vida pastoral.

Joenes no había visto nunca ese tipo de experiencias, e incluso ignoraba su existencia. Dijo que el intento le parecía plenamente conseguido.

—Por supuesto, por supuesto —suspiró Harris—. Pero se han producido ya innumerables tentativas de este tipo. Muchas de ellas empezaron bien y terminaron mal. La vida pastoral tiene su encanto, principalmente cuando es adoptada por personas instruidas, decididas, idealistas. Pero generalmente está condenada a hundirse en la desilusión, el cinismo y el abandono.

—¿Eso es lo que le ocurrirá a Chorowait?

—Creemos que no. El fracaso de nuestros predecesores nos ha enseñado mucho. Hemos estudiado las razones de esos fracasos, y hemos podido rodear Chorowait de timbres de alarma. Muy pronto podrá ver usted esos timbres de alarma.

Aquella noche, tras una sencilla y poco apetecible cena compuesta de leche, queso, pan sin levadura y uva, Joenes siguió a sus guías hasta el Haierogu o lugar de plegarias.

Era un claro en el bosque, donde los chorowaitianos adoraban al sol durante el día y a la luna durante la noche.

—La religión fue un problema —le susurró Hanley a Joenes, mientras la multitud se postraba a la pálida claridad de la luna—. Queríamos evitar todo lo que recordara la tradición judeo-cristiana. El hinduismo y el budismo tampoco nos llamaban demasiado la atención. De hecho, tras nuestras intensivas investigaciones, ninguna doctrina nos sedujo.

Algunos de nosotros hubieran deseado inspirarse en las deidades T’iele que se veneran al sudeste de Zanzíbar; otros se decantaban en favor del Viejo Dhavagna, adorado por una oscura secta de negros Thais. Pero finalmente llegamos a un compromiso con la deificación del sol y de la luna. Además, no nos falta precedentes históricos: podíamos presentar esta doctrina a las autoridades del estado de Nueva York como una forma de cristianismo primitivo.

—¿Eso era importante? —preguntó Joenes.

—Enormemente. Se sorprendería usted si supiera lo difícil que es obtener un permiso para un lugar como este. Teníamos que probar también que el sistema empleado en nuestra comunidad era el de la libre empresa. Lo cual no dejaba de presentar sus problemas, ya que aquí todos los bienes pertenecen a la comunidad. Afortunadamente, por aquel entonces teníamos a Gregorias como profesor de Lógica, y pudo convencer a las autoridades.

Los adoradores se balanceaban y gemían cadenciosamente. Un viejo se adelantó, con el rostro manchado con arcilla amarilla, y empezó a cantar en chorowaitiano.

—¿Qué es lo que está diciendo? —preguntó Joenes.

—Está entonando una plegaria particularmente hermosa adaptada por Geoffrard de una oda de Píndaro. Esta parte dice:

»Oh, Luna, vestida en tu pudor con la más fina gasa,

Deslizándote con paso suave sobre la cima de los árboles,

Ocultándote tras la Acrópolis para huir de tu fiero amante, el Sol,

Y rozando con tus virginales dedos el blanco mármol del Partenón.

Es a ti a quien tu pueblo dirige esta plegaria,

Pidiendo tu intercesión para que le protejas

De la amenaza de las horas oscuras,

Y lo preserves, por una sola noche,

De la Bestia que merodea por el mundo».

—Precioso —dijo Joenes—. Pero ¿por qué la Acrópolis y el Partenón?

—Francamente —dijo Harris—, nunca he comprendido los motivos ni su utilidad. Pero el Departamento de Clásicos, en su tiempo, le concedió mucha importancia a este detalle.

Y como hasta entonces eran la Economía, la Antropología, la Física y la Química quienes habían prevalecido en todas las discusiones, les dejamos que usaran su Partenón. A fin de cuentas, cuando se trabaja en común hay que transigir alguna que otra vez.

Joenes asintió.

—¿Y qué hay de la parte que habla de la amenaza de las horas oscuras, y de la Bestia que merodea por el mundo?

Harris le guiñó un ojo.

—El miedo es necesario —dijo.

Joenes fue alojado para pasar la noche en una pequeña cabaña construida totalmente sin clavos. Su cama de agujas de pino era deliciosamente rústica, pero también terriblemente inconfortable. Tras haber buscado durante largo tiempo la posición menos dolorosa, se hundió en un tenue sueño.

Fue despertado por el contacto de una mano en su hombro. Levantando la cabeza, vio a una muchacha extraordinariamente hermosa inclinada sobre él con una suave sonrisa. Joenes se sintió repentinamente incómodo, no por sí mismo sino porque creyó que la muchacha se había equivocado de cabaña. Pero no tardó en darse cuenta de su error.

—Me llamo Laka —dijo ella—. Soy la esposa de Kor, el jefe de la Asociación de Jóvenes Adoradores del Sol.

—He venido a dormir contigo esta noche, Joenes, y hacer todo lo que esté a mi alcance para que tu estancia en Chorowait sea agradable.

—Gracias —dijo Joenes—. Pero ¿tu marido está al corriente de tu presencia aquí?

—El hecho de que mi marido lo sepa o no, no tiene la menor importancia —dijo Laka—. Kor es un hombre creyente, acepta las costumbres de Chorowait. Y las costumbres y la religión quieren que acojamos a nuestros huéspedes de este modo. ¿No te lo ha explicado el profesor Hanley?

Joenes respondió que Hanley, de Antropología, ni siquiera le había hecho la menor alusión al respecto.

—Entonces es que quería sorprenderte agradablemente —dijo Laka—. Fue él precisamente quien la estableció: la tomó de un libro.

—No tenía la menor idea —dijo Joenes, girándose de costado para hacerle frente a Laka, que se había tendido a su lado sobre las agujas de pino.

—Parece incluso que el profesor Hanley insistió mucho en este punto —dijo la joven—. Al principio halló alguna oposición por parte del Departamento de Ciencias. Pero Hanley les dijo que si la gente necesita religión, necesita también unas costumbres y unas prácticas y que estas costumbres y estas prácticas deben ser elegidas por un experto. Al final, su punto de vista fue el que prevaleció.

—Entiendo —dijo Jones—. ¿Seleccionó Hanley otras costumbres similares a esta?

—Bueno —dijo Laka—, están las Saturnales, y las Bacanales, y los Misterios de Eleusis, y el Festival de Dionisio, y el Aniversario del Fundador, y los Ritos de Fertilidad de la Primavera y del Otoño, y la Adoración de Adonis, y…

Aquí Joenes la interrumpió, haciendo notar que parecía haber muchas celebraciones en los Montes Chorowait.

—Sí —dijo Laka—. Esto nos da mucho trabajo a nosotras las mujeres, pero ya estamos acostumbradas a ello. Los hombres no están tan convencidos. Les gustan mucho las fiestas, pero tienden a ponerse celosos e irritables cuando son sus propias mujeres las que participan en ellas.

—¿Qué es lo que hacen entonces? —preguntó Joenes.

—Siguen el consejo del doctor Broing, del Departamento de Psicología. Practican una carrera de cinco kilómetros entre los matorrales, se arrojan a las heladas aguas de un río, lo atraviesan a nado, y luego aporrean un saco de arena hasta caer completamente agotados. Según el doctor Broing, el agotamiento completo va siempre acompañado de una ausencia total de emociones, aunque sea temporal.

—¿Y esa receta del doctor funciona? —preguntó Joenes.

—Parece ser infalible —dijo Laka—. Si la cura no tiene un éxito completo la primera vez, hay que repetirla tantas veces como sea necesario. Además, tiene la virtud de tonificar los músculos.

—Es muy interesante —dijo Joenes. Sintiendo a Laka muy cerca de él, dejó repentinamente de sentir deseos de prolongar aquella conversación antropológica. Suavemente, adelantó una mano y acarició los negros cabellos de la joven.

Laka tuvo un movimiento instintivo de retroceso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joenes—. ¿No debo tocar tus cabellos?

—No, no es eso —dijo Laka—. El problema es que generalmente me disgusta que me toquen. Créeme, esa repulsión no tiene nada que ver contigo en particular. Es mi propia naturaleza, eso es todo.

—No lo entiendo —dijo Joenes—. ¿Y pese a eso has venido voluntariamente a vivir a esa comunidad, y sigues en ella por tu propia voluntad?

—Oh, por supuesto que sí —dijo Laka—. Es curioso, pero un gran número de personas civilizadas que se sienten atraídas por un modo de vida primitivo experimentan una clara aversión hacia todo lo que se ha convenido en llamar los placeres de la carne. Los profesores estudian este fenómeno con gran interés. Mi caso no tiene nada de particular: me gustan las montañas y los prados, las actividades concretas, el trabajo de los campos, la caza y la pesca. Con tal de seguir disfrutando de esas cosas, estoy dispuesta a dominar el disgusto que me producen todas las experiencias sexuales.

Joenes consideró que aquello era sorprendente, y pensó en las dificultades que se producen cuando uno intenta poblar con personas humanas una comunidad utópica. Sus pensamientos fueron interrumpidos por Laka, que había recuperado su autodominio: cuidando escrupulosamente sus reacciones, pasó su brazo en torno al cuello de Joenes y lo atrajo hacia ella.

Pero ahora Joenes ya no sentía por ella más deseo del que podría sentir por un árbol o por una nube. Suavemente, se soltó de su abrazo y dijo:

—No, Laka, no quiero violentar tus inclinaciones naturales.

—¡Pero debes hacerlo! —exclamó ella—. ¡Es la costumbre!

—Teniendo en cuenta que no formo parte de la comunidad, no tengo ninguna obligación de seguir vuestras costumbres.

—Supongo que tienes razón —dijo ella—. Sin embargo, los demás profesores siguen las costumbres, y esperan a que llegue el día para discutir si tienen razón o están equivocados.

—Ese es su problema —dijo Joenes, inconmovible.

—Es culpa mía —dijo Laka—. Tengo que saber dominarme mejor. ¡Si supieras lo que he rezado para conseguir este autodominio que me falta!

—No lo dudo —dijo Joenes—. Pero el ofrecimiento ha sido hecho, el espíritu de la costumbre se ha respetado. Piensa en ello, Laka, y regresa con tu marido.

—Me moriría de vergüenza —dijo Laka—. Las demás mujeres sabrían que no he cumplido con mi deber si me vieran regresar antes del alba, y se burlarían de mí. Y mi marido se mostraría muy irritado.

—Pero ¿no me has dicho que se sentía celoso e irritable cuanto tú hacías esto?

—Oh, claro que sí —dijo Laka—. ¿Qué hombre sería si no reaccionara así? Pero siente también un gran respeto hacia la ciencia, y cree profundamente en las costumbres de Chorowait. Es por eso por lo que desea que yo me pliegue a ellas, aunque él tenga que sufrir.

—Debe de ser un hombre muy infeliz —dijo Joenes.

—Al contrario, es más feliz que cualquier otro hombre de la comunidad. Mi marido cree que la verdadera felicidad es de tipo espiritual, y sólo el dolor permite llegar hasta ella. Así pues, su dolor lo hace feliz. Esto es al menos lo que él me dice. Por otro lado, sigue casi todos los días la prescripción del doctor Broing, y en la actualidad supera, tanto en la carrera como en la travesía a nado a todos sus compañeros.

Joenes no hubiera querido por nada del mundo causarle dolor al marido de Laka, aunque este dolor lo hiciera a fin de cuentas feliz. Pero tampoco quería hacer sufrir a Laka enviándola de vuelta a su casa. Y no quería tampoco hacerse sufrir a sí mismo realizando un acto que ahora le repugnaba. La situación parecía insoluble. Finalmente, le dijo a Laka que fuera a dormir al extremo opuesto de la cabaña, lo cual le ahorraría al menos las burlas de las demás mujeres.

Laka, con labios fríos, depositó un beso en la frente de Joenes, y luego se acurrucó sobre las agujas de pino en el otro extremo de la cabaña y se durmió; Joenes, por su parte, tardó mucho tiempo en dormirse; finalmente, cayó en un inquieto sopor.

Sin embargo, los acontecimientos de aquella noche no habían terminado. Serían las dos o las tres de la madrugada cuando Joenes se despertó sobresaltado, inquieto, sin saber exactamente por qué. La luna se había ocultado, la oscuridad era profunda. Los grillos, los pájaros nocturnos, los pequeños animales del bosque, todo estaba en silencio.

Joenes sintió que un estremecimiento recorría su espina dorsal. Se giró hacia la puerta, convencido de que el marido de Laka había venido para matarle. Joenes había estado pensando en aquello toda la noche, ya que tenía sus dudas respecto a la prescripción del doctor Broing.

Pero lo que había sumido a la noche en el silencio no era el furor de un marido celoso. Se dio cuenta de ello al oír el terrorífico rugido lleno de cólera y de pasión, un rugido como jamás garganta humana podría emitir. El rugido se cortó repentinamente, y la maleza en el exterior de la cabaña crujió bajo el peso de una enorme criatura.

—¿Qué es eso? —preguntó Joenes.

Laka se había puesto en pie, y se había abrazado a Joenes con tanta fuerza que parecía querer fundirse en él. Susurró:

—¡Es la Bestia!

—¡Pero yo creía que esa Bestia era un mito! —exclamó Joenes.

—No hay mitos en los Montes Chorowait —dijo Laka—. Adoramos al sol y a la luna, que son reales. Y tememos a la Bestia, que también es muy real. A veces conseguimos apaciguarla o echarla. Pero esta noche ha venido a matar.

Joenes no dudó de la autenticidad de sus palabras, sobre todo cuando oyó el estruendo de una enorme masa lanzada contra la pared de la cabaña. La pared, aunque estaba hecha de troncos de árboles ensamblados con ayuda de pasadores y de lianas, no resistió el embate. Y, levantando los ojos, Joenes se encontró mirando cara a cara al temible rostro de la Bestia.

LA BESTIA DE UTOPÍA

Aquella criatura no se parecía a nada que Joenes hubiera visto antes. Su masiva cabeza parecía la de un tigre, excepto por el color, más bien negro que leonado. Su torso, provisto de dos rudimentarias alas, hacía pensar en algún pájaro monstruoso. Sus ancas recordaban las de un reptil, y se remataban con una cola cuya longitud era al menos el doble de la de su cuerpo, el grosor como una pierna humana, y estaba completamente recubierta de escamas y de espinas.

Joenes captó todo esto en un solo instante, tan fuerte fue la impresión que la Bestia causó a sus sentidos. En el momento en que la Bestia se agazapaba para saltar, Joenes tomó a la desvanecida Laka entre sus brazos y huyó a todo correr. Antes de lanzarse en su persecución, la Bestia se demoró, por puro entretenimiento, en una concienzuda labor de destrucción.

Joenes consiguió reunirse con un grupo de cazadores que, al mando de Lunu, se preparaban para combatir al monstruo con sus arcos y sus lanzas.

A su lado estaban el brujo del poblado y sus dos asistentes. El arrugado rostro del viejo brujo estaba pintado de ocre y azul, en su mano derecha blandía un cráneo, y con su izquierda hurgaba frenéticamente en un montón de ingredientes mágicos. Para emplear bien su tiempo, mientras hacía todo esto increpaba a sus asistentes con las más terribles injurias.

—¡Imbéciles! —gritaba— ¡Ineptos! ¡Tres veces idiotas! ¿Dónde está el moho que retiramos de la cabeza del cadáver?

—Bajo vuestro pie derecho, señor —dijo uno de los asistentes.

—¿Y a quién se le ocurrió la maldita idea de ocultarlo ahí? ¡Dádmelo, rápido! ¿Y el hilo rojo arrancado del sudario?

—En vuestra bolsa, señor —dijo el otro asistente.

El brujo tomó el hilo, lo pasó por las órbitas del cráneo, metió el moho por sus fosas nasales, y luego se giró a sus ayudantes.

—A ti, Huang, te envié a leer las estrellas, y a ti, Pollito, a descifrar el mensaje del alce sagrado. Decidme rápidamente y sin vacilar el contenido de esos mensajes y lo que los dioses nos ordenan hacer para apaciguar a la Bestia esta noche.

—Las estrellas —dijo Huang— exigen que se rodee el cráneo con una rama de romero, cuidando de anudarla de derecha a izquierda.

El brujo tomó una rama de romero de su montón de ingredientes y la sujetó al cráneo con ayuda de otro hilo arrancado al sudario, cuidando de anudarla de derecha a izquierda.

—El alce sagrado —dijo Pollito— quiere que se le de a respirar al cráneo de rapé una pulgarada, y afirma que con esto la cosa estará acabada.

—Déjate de falsas rimas y dame el rapé —gruñó el brujo.

—No lo tengo, señor.

—¿Dónde está, entonces?

—Ayer noche nos dijisteis que os habíais procurado un saquito y que lo habíais puesto a buen recaudo en algún lugar seguro.

—Por supuesto, pero ¿dónde? —exclamó el brujo, hurgando en su montón de ingredientes.

—Tal vez en el Altar Subterráneo —sugirió Huang.

—O tal vez en el Lugar Sagrado —aventuró Pollito.

—No, esos dos sitios no me recuerdan nada —dijo el brujo—. Dejadme pensar…

La Bestia, sin embargo, no atendió a sus deseos. Salió de la cabaña al trote y enfiló directamente hacia el grupo de cazadores. Una docena de flechas y lanzas zumbaron en el aire como un enjambre de furiosas avispas yendo a su encuentro, aunque sin excesivo éxito. Indemne, la Bestia abrió una gran brecha en el frente de cazadores. El brujo y sus ayudantes recogieron rápidamente sus ingredientes y se pusieron a salvo en el bosque. Los cazadores volvieron también grupas, pero Lunu y dos de sus compañeros resultaron muertos.

Joenes siguió a los cazadores, con el terror dándole alas a los pies. Finalmente llegó a un claro en cuyo centro se levantaba un altar de piedras enmohecidas por el tiempo. Allí encontró de nuevo al brujo y a sus dos ayudantes, tras los cuales se apretujaba un tembloroso grupo de cazadores. Los aullidos de la Bestia resonaron con redoblada intensidad en el bosque.

El brujo escarbaba el suelo cerca del altar, murmurando:

—Estoy casi seguro de haber ocultado aquí el rapé. Ayer por la tarde vine aquí a implorar sobre esta ara la bendición particular del sol. Pollito, ¿recuerdas lo que hice a continuación?

—Yo no estaba aquí, señor —dijo Pollito—. Vos me dijisteis que debíais realizar un ritual secreto y que nuestra presencia aquí estaba prohibida.

—Por supuesto que vuestra presencia aquí estaba prohibida —gruñó el brujo, cavando vigorosamente alrededor del altar con la punta de su báculo—. Pero ¿acaso no me espiasteis?

—Nunca nos atreveríamos a hacerlo, señor —sollozó Huang.

—¡Cretinos de poca monta! ¡Conformistas! —apostrofó el brujo—. ¿Cómo esperáis ocupar algún día mi puesto si no aprovecháis todas las ocasiones de espiarme?

La Bestia hizo su aparición al otro extremo del claro, a menos de cincuenta metros del grupo. En aquel mismo momento el brujo se inclinó, luego volvió a enderezarse exhibiendo triunfalmente en la mano un saquito de piel de ciervo.

—¡Aquí está! —exclamó—. Exactamente debajo del maíz sagrado que enterré ayer por la tarde. ¡Vamos, zoquetes, rápido, otro hilo!

Pollito le tendía ya uno. Con una gran destreza, el brujo anudó el saquito a la mandíbula inferior del cráneo, tomando buen cuidado de enrollar el hilo tres veces y de derecha a izquierda. Luego sopesó el cráneo entre sus manos y dijo:

—¿Habré olvidado alguna cosa? No, no creo. Ahora pues, observad, hombres sin espíritu, observad bien a vuestro brujo y presenciad el prodigio.

Avanzó hacia la Bestia, sujetando el cráneo con las dos manos. Joenes, los dos ayudantes del brujo y los cazadores contemplaron asombrados al monstruo que, tras haber escarbado con sus pezuñas un agujero de más de un metro de profundidad, en sus preparativos para el ataque, dio un salto por encima de él y, con aire amenazador, se dirigió en tromba hacia el brujo.

El viejo, impávido, siguió avanzando. En el último momento lanzó el cráneo contra la Bestia, que recibió el impacto en pleno pecho. El golpe le pareció a Joenes más bien débil; sin embargo, el monstruo lanzó un bramido de dolor, giró sobre sus pezuñas y se hundió a grandes saltos en el bosque.

Los cazadores estaban demasiado cansados como para celebrar su victoria contra la Bestia. Regresaron silenciosos a sus cabañas.

—Espero que hoy al menos habréis aprendido algo —dijo el brujo a sus dos ayudantes—. Para que el exorcismo sea eficaz, el cráneo, o aharbitus, debe golpear a la Bestia en pleno pecho. De otro modo, su furor no hará más que aumentar. Ahora podéis iros. Mañana estudiaremos el exorcismo de los tres cadáveres, que tiene un muy hermoso ritual.

Joenes tomó entre sus brazos a Laka, aún desvanecida, y la llevó de vuelta a lo que quedaba de su cabaña. Apenas cruzado el umbral, Laka recuperó el sentido e, inmediatamente, lo ahogó bajo un diluvio de besos. Joenes la dejó en el suelo, suplicándola que no hiciera violencia a sus sentimientos y no excitara sus emociones de hombre. Pero la joven declaró que había cambiado, aunque no sabía si el cambio era tan sólo provisional o sería permanente. El espectáculo de la Bestia, argumentó, el valor que había demostrado Joenes arrancándola de sus garras, la habían transformado hasta lo más profundo de su ser. Y luego, la muerte del pobre Lunu le había hecho darse cuenta de la importancia que tenía la pasión en una existencia efímera.

Aquella explicación no acabó de convencer a Joenes, pero pese a todo no podía negar que Laka había cambiado en efecto. Sus ojos brillaban y, de repente, con una agilidad que recordaba un poco a la de la Bestia, saltó sobre Joenes y lo tiró de espaldas sobre el lecho de agujas de pino.

Joenes se dijo que, si conocía mal a los hombres, mucho menos aún conocía a las mujeres. Y las agujas de pino se le clavaban horriblemente en la espalda. Pero olvidó muy pronto su dolor y su ignorancia. De hecho, no tuvo la menor oportunidad de pensar en ellos hasta que los primeros rayos del sol penetraron en la cabaña, y Laka se marchó para regresar junto a su esposo.

NECESIDAD DE LA BESTIA DE UTOPÍA

Por la mañana, Joenes se reunió con sus colegas de la Universidad. Les contó sus aventuras de la noche anterior, y les reprochó no haberle prevenido acerca del peligro que lo amenazaba.

—¡Pero querido Joenes! —protestó el profesor Hanley—. Era necesario que viera usted con sus propios ojos este aspecto esencial de Chorowait para poder estudiarlo sin prejuicios.

—¿Incluso aunque ello hubiera costado la vida? —exclamó Joenes, furioso.

—Oh, usted no ha corrido ni por un momento el menor peligro —dijo el profesor Chandler—. La Bestia no ataca nunca a las personas relacionadas más o menos de cerca con la Universidad.

—Sin embargo, parecía muy decidida a acabar conmigo.

—Por supuesto que parecía decidida —dijo Manisfree—. Pero de hecho su objetivo era Laka, una víctima mucho más propiciatoria, puesto que es miembro de Chorowait. Podía ocurrir que usted resultara ligeramente lastimado cuando la Bestia le arrancara a la joven de los brazos, pero no había la menor posibilidad de que le ocurriera algo más grave que algunas contusiones leves.

Joenes sintió una cierta decepción al saber que el peligro que tan próximo le había parecido la noche anterior no había existido nunca. Para disimular su despecho, preguntó:

—¿Qué es esa criatura, y a qué especie pertenece?

Geoffrard, de Clásicos, carraspeó con aire de suficiencia y dijo:

—La Bestia que vio usted esta noche pasada es única en su género, y no hay que confundirla ni con la que perseguía Sir Pellinore ni con las Bestias del Apocalipsis. La Bestia de Chorowait está más bien emparentada con el Opinicus, que según los antiguos era en parte camello, en parte dragón y en parte león, aunque ignoremos en qué proporción era cada una de esas tres cosas. Sin embargo, incluso ese parentesco es superficial. Como le he dicho ya, nuestra Bestia es única en su género.

—¿De dónde procede? —preguntó Joenes.

Los profesores se miraron y soltaron una risita, como escolares gastándole una inocente broma a su profesor. Blake, de Física, fue el primero en controlarse y decir a Joenes:

—De hecho, nos corresponde a nosotros el honor de haberla creado. La fabricamos pieza a pieza y miembro a miembro en el Laboratorio de Química, durante nuestros fines de semana y nuestros ratos libres. Todo el cuerpo de profesores colaboró en su gestación y su puesta a punto, pero debo señalar muy particularmente la contribución de los profesores de Química, Física, Matemáticas, Cibernética, Medicina y Psicología, sin olvidar a los profesores de Clásicos y Antropología, a los cuales debemos la idea en sí. El profesor Elling, de Artes Aplicadas, merece también una citación: él fue quien recubrió el cuerpo de la Bestia con una piel de plástico extremadamente resistente. Finalmente, citaré a la señorita Hua como nuestra asistente, ya que si ella no hubiera estado allá para registrar y clasificar cuidadosamente nuestras observaciones, nuestra empresa hubiera corrido el probable peligro de derrumbarse.

Los profesores escuchaban divertidos el discurso de Blake. Joenes, para quien el misterio no había hecho más que convertirse en enigma, seguía sin comprender nada.

—Entonces —dijo finalmente— la construcción de la Bestia debió ser una tarea muy difícil.

—¡Oh, sí! —dijo Ptolomeo, de Matemáticas—. Sin tener en cuenta el tiempo empleado y el desgaste normal de los instrumentos de laboratorio, la fabricación de los elementos especiales nos costó doce millones cuatrocientos doce dólares con sesenta y tres centavos. Hoggshead, de Contabilidad, tiene anotados cuidadosamente todos nuestros gastos para el caso en que se nos pidiera cuentas de los mismos.

—¿Y de dónde sacaron ustedes el dinero? —preguntó Joenes.

—Fuimos subvencionados por el Gobierno, por supuesto —dijo Harris, de Ciencias Políticas—. Yo y mi colega Finfitter, de Economía, nos encargamos de reunir los fondos. Nos llegó incluso para organizar una gran fiesta con la que celebrar la terminación de la Bestia. Lástima que usted no estuviera aún con nosotros por aquella época, Joenes.

Harris previo la pregunta que iba a hacer Joenes:

—Claro que nunca le hemos dicho al gobierno qué era lo que estábamos haciendo. Hubiéramos obtenido igualmente, sin la menor duda, nuestra subvención, pero hubiéramos tenido que aguardar mucho tiempo y llenar papeles y más papeles. Les dijimos que estábamos estudiando la posibilidad de una autopista subterránea de ocho carriles que cruzara el país de uno a otro extremo, para proteger la defensa nacional. Es inútil que le diga que el Congreso, que siempre está reclamando se mejore la red de comunicaciones, votó inmediatamente en nuestro favor, incluso con más entusiasmo del necesario.

—Somos muchos —dijo Blake— los que creemos que esta autopista no es tan sólo realizable sino también muy necesaria. Cuanto más pensábamos en ella, más nos gustaba la idea. Pero la Bestia estaba antes. E, incluso con los fondos del gobierno, la tarea era tremendamente difícil.

—¿Recuerdan —dijo Ptolomeo— las enormes dificultades que tuvimos cuando quisimos programar el cerebro electrónico de la Bestia?

—¡Oh, Dios, sí! —rio Manisfree—. ¿Y las dificultades para dotarla de un sistema partenogenético de reproducción?

—¡Estuvimos a punto de quedarnos encallados allá! —dijo Dalton—. Y recuerden lo que nos costó conseguir coordinar y estabilizar sus movimientos. Necesitamos varias semanas para que dejara de trastabillar de una pared a otra del laboratorio.

—Fue entonces cuando mató al viejo Duglaston, de Neurología recordó tristemente Ptolomeo.

—Algunos accidentes son inevitables —hizo notar Dalton—. Demos gracias que pudimos contarle a la Administración que se había tomado su año sabático.

Los profesores parecían tener un millar de anécdotas que contar al respecto. Pero Joenes rompió impacientemente el hilo de sus recuerdos.

—Lo que me gustaría saber —dijo— es por qué construyeron ustedes la Bestia.

Los profesores permanecieron pensando unos instantes. Habían transcurrido varios años desde aquellos lejanos días en los que habían descubierto la necesidad y la razón de existir de la Bestia. Afortunadamente, las razones seguían siendo válidas. Tras una corta pausa, Blake dijo: —La Bestia era necesaria, Joenes. Se necesitaba un monstruo de ese tipo para garantizar el éxito de nuestra experiencia y, por extensión, el logro del futuro que Chorowait representa. La Bestia es la necesidad implícita sobre la que reposa toda nuestra utopía.

«La Bestia, mi querido Joenes, no es nada más que la personificación de la Necesidad. En una época como la nuestra, en la que todas las montañas son escaladas, todos los océanos conquistados, donde los planetas se hallan al alcance de nuestra mano y las estrellas inaccesibles, donde los dioses han muerto y el Gobierno se desmorona, ¿qué le queda al hombre? Sin embargo, necesita expresar su fuerza contra algo. Así pues, le hemos dado la Bestia. El hombre no se hallará nunca solo: la Bestia acechará siempre a su alrededor. En su ociosidad, nunca atacará a su hermano, ya que siempre deberá permanecer alerta por miedo a que la Bestia no salte de improviso sobre él. —La Bestia asegura la estabilidad y la cohesión de Chorowait— dijo Manisfree. —Si los miembros de la comunidad no se unieron para combatirla, ella los iría matando uno a uno. Es gracias a los esfuerzos de la población como un conjunto que sus depredaciones se mantienen dentro de unos límites razonables.

—Y gracias a ella siguen respetando la religión —dijo Dalton—. Uno necesita creer en algo cuando siente a la Bestia rondando a su alrededor.

—Es la negación misma de la complacencia —dijo Blake—. Uno no puede sentirse satisfecho de sí mismo cuando se halla frente a la Bestia.

—Gracias a la Bestia —siguió Manisfree—, la comunidad de Chorowait es feliz, se siente unida, es creyente, está próxima a la tierra y se siente consciente de las ventajas de la virtud.

—Pero ¿qué es lo que impide a la Bestia destruir de golpe a toda la comunidad? —preguntó Joenes.

—Su programa —dijo Dalton.

—¿Perdón?

—La Bestia fue programada, es decir, en su cerebro artificial fueron introducidas algunas informaciones y algunas reacciones. Es inútil que le digamos que operamos con máximo cuidado en esa fase de nuestra operación.

—¿Le enseñaron ustedes a no matar a los profesores de la Universidad?

—Esto…, sí. Confieso que no nos sentimos muy orgullosos por ello, pero creímos que era lo mejor, al menos por un cierto tiempo.

—¿Y qué más introdujeron en su programa?

—A atacar prioritariamente al jefe de Chorowait o al grupo que rige la comunidad, luego a las personas corrompidas, y finalmente a cualquier otro chorowaitiano. En consecuencia, el jefe se ve en la obligación de protegerse, tanto a sí mismo como a su pueblo, contra la Bestia. Esto basta para que no cometa tonterías. Pero también debe cooperar con los sacerdotes, ya que de otro modo sería impotente. Esto hace que las dos fuerzas se equilibren.

—Hemos tenido la precaución de mantener la separación necesaria entre Iglesia y Estado —dijo Harris—. Entienda lo que quiero decirle: no existe un sistema único, susceptible de servir en todas las ocasiones. Por el contrario, hay un gran número de fórmulas, que hay que calcular cada día basándose en los ciclos lunar y estelar, y en otras variables tales como la temperatura, la humedad, la velocidad del viento, etc.

—Estos cálculos deben dar mucho trabajo a los sacerdotes —hizo notar Joenes.

—Efectivamente. Tanto trabajo que no tienen tiempo de intervenir en los asuntos de estado. Para impedir definitivamente el acceso al poder de un sacerdote rico, osado o ambicioso, introdujimos en el cerebro electrónico de la Bestia un factor que se presenta a intervalos irregulares. En estos casos, la Bestia ataca exclusivamente al brujo, y a nadie más. Lo cual hace que el brujo y el jefe corran exactamente los mismos peligros.

—¿Comprende ahora cómo todo encaja? —dijo Blake—. El jefe y el brujo no pueden mantener sus posiciones más que con el apoyo del pueblo. Un jefe impopular no hallará a nadie para ayudarle a combatir a la Bestia, y no durará mucho con vida. Un brujo impopular no recibirá las sustancias que le resultan indispensables para apaciguarla y que deben ser reunidas gracias a los esfuerzos de toda la población. Lo cual significa que el poder del jefe y del brujo se apoyan en el consenso y la aprobación popular. Es decir, que la Bestia asegura a Chorowait la existencia de una auténtica democracia.

—Hay también algunos aspectos colaterales a todo esto —dijo Hanley, de Antropología—. Creo que es la primera vez en toda la historia que la gama completa de instrumentos mágicos es objetivamente indispensable. Y es también la primera vez que una criatura tan próxima a lo sobrenatural existe realmente sobre nuestro planeta. Esta situación, por supuesto, plantea algunos problemas, pero esto es algo que ocurre siempre en cualquier sistema social en estadio experimental. Afortunadamente, ese estadio está tocando ya a su fin. —Terminará— dijo Manisfree —cuando la Bestia se reproduzca.

Los profesores observaron un respetuoso silencio.

—Hemos tenido que superar considerables dificultades —dijo Ptolomeo— para conseguir que la Bestia pueda reproducirse por partenogénesis. Su progenie se extenderá por las comunidades vecinas. Sus crías no estarán programadas como su padre, así que nada las obligará a permanecer en los límites de Chorowait. Al contrario, cada una de ellas buscará su propia comunidad para sembrar en ella el terror. —Pero esas gentes no sabrán defenderse contra ellas— hizo notar Joenes.

—Aprenderán pronto. Acudirán a Chorowait a buscar consejo, y aprenderán las fórmulas particulares que les permitirán vencer a sus respectivas Bestias. Así nacerán las comunidades del futuro, que no tardarán en propagarse por toda la superficie de la Tierra.

—Además, no pensamos pararnos ahí —dijo Dalton animadamente—. La Bestia es una magnífica realización, pero ni ella ni sus hijos se hallan completamente al abrigo de las capacidades de destrucción del hombre. Así que hemos obtenido del gobierno otras subvenciones que nos permitirán proseguir nuestra obra.

—¡Llenaremos los cielos de vampiros mecánicos! —dijo Ptolomeo.

—¡Zombies cuidadosamente articulados sembrarán el terror por toda la tierra! —gritó Dalton.

—¡Monstruos fantásticos nadarán en las profundidades de los océanos! —aulló Manisfree.

—La humanidad —dijo Hanley— vivirá por fin entre las creaciones fabulosas en las que siempre ha soñado: el grifo y el unicornio, el monócero y la manticora, el hipogrifo y el centauro, todos esos y muchos monstruos más cobrarán existencia real. La superstición y el temor reemplazarán la indolencia y el aburrimiento; el valor renacerá, puesto que será necesario para combatir a todos esos djins. Y la gente se alegrará cuando el unicornio apoye su cabeza en las rodillas de la joven virgen, o cuando el Pequeño Pueblo recompense con un saco de oro al hombre virtuoso. El avaro será infaliblemente castigado por los coreófagos, y el lujurioso temerá el encuentro con la encarnada Afrodita Pandemos. El hombre ya no estará solo en el universo, vivirá con criaturas tan maravillosas como él mismo. Y en consonancia con las únicas reglas que acepta su naturaleza… ¡las que le son impuestas por un ser sobrenatural manifestándose en la tierra!

Joenes miró a los profesores: irradiaban satisfacción. Entonces juzgó preferible no preguntarles si el mundo exterior deseaba realmente el reinado de lo fabuloso, si no sería mejor consultarle antes. No les dijo tampoco que a su modo de ver el mundo no se vería acechado por una serie de seres míticos sino por una cierta cantidad de máquinas fabricadas por la mano del hombre y que supuestamente deberían actuar como productos de su imaginación, unas máquinas que, en lugar de ser divinas e infalibles, serían mortales y falibles, estúpidamente destructivas, extremadamente irritantes y fáciles de aniquilar desde el momento en que se hallara su punto débil.

Por otro lado, no fue solamente por consideración hacia los sentimientos de sus colegas por lo que Joenes se calló. Temía que aquellos entusiastas decidieran eliminarlo si se mostraba excesivamente rebelde a sus explicaciones. Así pues, guardó un prudente silencio y, en el coche que lo devolvía a la universidad, pensó largamente en las grandes dificultades de la vida humana.

De regreso a la universidad, Joenes decidió abandonar lo antes posible aquella enclaustrada vida regida por la erudición.