8. LO QUE JOENES ENSEÑÓ, Y LO QUE APRENDIÓ CON ELLO
(según la narración de Maubingi de Tahití)
Muy pronto para su gusto, Joenes llegó a la universidad de St. Stephen’s Wood, que estaba situada en Newark, Nueva Jersey. Pudo ver un campus enorme y muy verde, con unos edificios bajos y de formas agradables. Fols los fue identificando para él: el Gretz Hall, el Waniker Hall, el Gimnasio, la Casa de Estudiantes, el Laboratorio de Física, La Casa de los Profesores, la Biblioteca, la Capilla, el Laboratorio de Química, el Ala Moderna y el Viejo Edificio. Tras la universidad se deslizaba perezosamente el Newark, cuyas amarronadas aguas se teñían en algunos lugares de ocre debido a la fábrica de plutonio situada más arriba del río. Los enormes edificios del Newark industrial dominaban el recinto de la universidad, ante la cual discurría una autopista de ocho carriles. Todo esto, hizo notar el Decano Fols, introducía un toque de realidad en aquella vida académica, quizá un poco demasiado replegada sobre sí misma.
Joenes tomó posesión de su habitación en la Casa de los Profesores. Luego acudió a un cocktail dado por los miembros del profesorado.
Allí trabó conocimiento con sus colegas. El profesor Carpe, de Literatura Inglesa, retiró la pipa de su boca el tiempo necesario para decir:
—Bienvenido a bordo, Joenes. Si necesita algo de mí, ya sabe.
Chandler, de Filosofía, dijo:
—Encantado.
Blake, de Física, dijo:
—Espero que no sea usted uno de esos humanistas que se sienten obligados a refutar E = MC2. Las cosas son como son, y no hay por qué cambiarlas, y no veo por qué tendríamos que excusarnos por ello. Eso es lo que expuse en mi libro La Consciencia de un Físico Nuclear, y no he cambiado de opinión. ¿Qué quiere tomar?
Hanley, de Antropología, dijo:
—Puede tener usted la completa seguridad de ser bien recibido en mi departamento, señor Joenes.
Dalton, de Química, dijo:
—Bienvenido a bordo, Joenes. Estoy contento de tenerle con nosotros.
Geoffrard, de Clásicos, dijo:
—Supongo que se desinteresará usted por completo de un bicho raro como yo.
Harris, de Ciencias Políticas, dijo:
—Encantado.
Manifesfree, de Bellas Artes, dijo:
—Bienvenido a bordo, Joenes. Vaya trabajito que le han dado, ¿eh?
Hoytburn, de Música, dijo:
—Creo que he leído su disertación, Joenes, y debo decirle que no estoy completamente de acuerdo con el paralelo que trazó usted con respecto a Monteverdi. Por supuesto, yo no soy un experto en su especialidad, y como usted tampoco es un experto en la mía, es difícil que podamos llegar a un acuerdo, ¿no? De todos modos, bienvenido a bordo.
Ptolomeo, de Matemáticas, dijo:
—¿Joenes? Creo haber leído su tesis doctoral sobre los sistemas binarios de valores. Era muy interesante. ¿Qué quiere beber?
Shan Lee, de Francés, dijo:
—Bienvenido a Bordo, Joenes. Tomará usted algo ¿no?
Y así transcurrió la velada, inmersa en agradables conversaciones. Joenes intentó discretamente descubrir lo que se suponía debía enseñar, charlando con aquellos de entre los profesores que parecían estar al corriente de la cuestión. Pero, quizá por delicadeza, sus colegas se abstuvieron de hacer ninguna mención de la materia que debía inculcar a sus alumnos, prefiriendo narrarle algunas historias ilustrativas de sus propias capacidades.
Viendo fracasada su tentativa, Joenes fue a dar una vuelta por el gran vestíbulo, y aprovechó para echar una ojeada al tablón de anuncios. No halló más que una nota escrita a máquina señalando que el curso del señor Joenes tendría lugar a las 11 horas en la clase 143 del Ala Moderna en lugar de la clase 341 del Waniker Hall como se había anunciado erróneamente.
Por un momento pensó en tomar aparte a uno de los profesores, el filósofo Chandler quizá, que seguramente debía tener costumbre de enfrentarse con circunstancias de este tipo, y preguntarle directamente qué era exactamente lo que se suponía debía enseñar. Pero una natural e innata vergüenza le impidió hacerlo. Los invitados se fueron retirando, y Joenes regresó a su habitación sin haber conseguido saber nada nuevo.
A la mañana siguiente, ante la puerta de la Sala 143 del Ala Moderna, Joenes estuvo a punto de ceder ante el pánico. Sintió deseos de huir de la universidad. Pero lo que hasta entonces había visto de la vida universitaria le gustaba, y le repugnaba renunciar a todo ello por algo tan insignificante. Así pues, entró en la clase con los dientes apretados y el paso firme.
Apenas la puerta se cerró tras él todas las conversaciones se interrumpieron, y los estudiantes examinaron con la mayor atención a su nuevo profesor. Joenes reunió todo su valor y se dirigió a sus alumnos con esa aparente sangre fría que, a menudo, vale más que la propia sangre fría.
—Señoritas, señores —dijo—, creo que lo mejor es poner las cosas en claro desde nuestra primera clase. Dada la naturaleza ciertamente insólita de mi curso, algunos de ustedes quizá crean que va a ser algo divertido y sencillo; a todos estos les digo desde ahora mismo: no esperen más, elijan otra materia que responda mejor a sus esperanzas.
Aquella entrada en el tema hizo que la clase se sumiera en un atento silencio. Más animado, Joenes prosiguió:
—Parece ser que tengo la reputación de ser liberal en mis calificaciones. Prefiero advertírselo desde un principio: esta reputación es falsa. Seré duro, pero justo. Y no vacilaré en darles a todos ustedes notas inferiores a la media si las circunstancias así lo exigen.
Un ligero suspiro, casi un gemido de desesperación, escapó de las gargantas de algunos estudiantes de medicina. Al ver la expresión aterrada de los rostros vueltos hacia él, Joenes comprendió que se había hecho dueño de la situación. Suavizó un poco el tono de su voz:
—Creo que ahora empiezan ustedes a conocerme algo mejor. Así pues, no me queda más que decirles a todos los que han elegido este curso en su sed de erudición auténtica: ¡bienvenidos a bordo!
Como un inmenso organismo, la clase se relajó perceptiblemente.
Durante los siguientes veinte minutos, Joenes anotó febrilmente el nombre de sus alumnos y sus respectivos lugares. Al llegar al final de la lista, tuvo una feliz inspiración y se apresuró a ponerla en práctica.
—Señor Ethelred —dijo, dirigiéndose a un alumno sentado en la primera fila y que parecía especialmente competente—, ¿quiere subir al encerado y escribir en letras mayúsculas, a fin de que todo el mundo pueda leerlo, el tema de este curso?
Ethelred tragó saliva, echó una ojeada a su cuaderno de notas, y se levantó. Escribió en el encerado: «Las Islas del Sudoeste del Pacífico: Puente Entre Dos Mundos».
—Muy bien —dijo Joenes—. Ahora usted, señorita Hua, ¿tiene la bondad de tomar esa tiza y desarrollar en pocas palabras el programa que vamos a seguir en este curso?
La señorita Hua, una chica muy alta, fea y con gafas, en la que Joenes había visto instintivamente una alumna que prometía, escribió: «Este curso va a estudiar la civilización de las islas del Sudoeste del Pacífico, con una atención especial hacia su arte, su ciencia, su música, su artesanía, su folklore, sus costumbres, su psicología y su filosofía. Estudiaremos los paralelismos de esta civilización con las culturas asiáticas, así como la influencia de las culturas europeas».
—Excelente, señorita Hua —dijo Joenes. Ahora sabía ya el tema del que debía hablar, aunque ignorara todo lo relativo a él. Pero estaba seguro de poder llenar esa laguna. Y, afortunadamente, pudo constatar que muy pronto iba a sonar el final de la clase.
—Por hoy —dijo—, creo que podemos decirnos ya adiós, o mejor aloha. Y, una vez más, bienvenidos a bordo.
Los alumnos abandonaron la clase. Tras su marcha, entró el Decano Fols.
—Siga sentado, por favor —dijo—. Esta visita no tiene nada de… ¿cómo diría?… oficial. Solo quería felicitarle. Le he oído, estaba escuchando al otro lado de la puerta. Los ha cautivado usted, Joenes. Temía que tuviera usted algunas dificultades, ya que casi la totalidad de nuestro equipo de béisbol se ha inscrito en su curso. Pero ha hecho usted gala de esa suave firmeza que constituye la grandeza del auténtico pedagogo. Le felicito una vez más, y le auguro una carrera universitaria larga y llena de éxitos.
—Gracias, señor —dijo Joenes.
—No me dé las gracias —dijo Fols sombríamente—. Le predije lo mismo al Barón-Profesor Moltke, un brillante especialista de Sofismas Matemáticos. Le creí abocado a un esplendoroso futuro. Desgraciadamente, el pobre Moltke se volvió loco tres días después del inicio de las clases y mató a cinco miembros del equipo de fútbol. Ese año perdimos ante el Amherst, y desde entonces perdí la confianza en mi intuición. Pero buena suerte de todos modos, Joenes. Aunque tan solo sea un administrador, escojo a mis amistades.
Fols saludó brevemente y abandonó la clase. Tras un decente intervalo, Joenes salió a su vez y se precipitó a la librería del campus para comprar todas las obras que necesitaba. Desgraciadamente, todas habían sido vendidas.
Joenes se dirigió a su habitación y se tendió en la cama. Pensó en la intuición del Decano Fols y en la locura del pobre Moltke; pero sobre todo maldijo la suerte que había permitido que todos sus alumnos se le adelantaran en sus ansias de saber, dejando a su propio profesor sin los elementos necesarios para cubrir una necesidad mucho más urgente que la suya.
Cuando hizo frente otra vez a sus estudiantes, la inspiración le llegó de nuevo. Enfrentándose a la clase, dijo:
—Hoy no voy a enseñarles yo a ustedes, sino que voy a dejar que ustedes me enseñen a mí. La cultura del Sudoeste del Pacífico, estoy seguro de que todos ustedes lo saben, es particularmente susceptible a ser considerada erróneamente. Así, antes de iniciar un estudio formal de la misma, me gustaría oír qué es lo que piensan ustedes de ella. No teman en desarrollar ideas de las que no estén muy seguros. Nuestro propósito es por el momento abarcar un panorama lo más amplio posible, y luego, si es necesario, ya corregiremos todos los errores que se presenten. Así, desarrollando primero en las informaciones falseadas y eliminándolas posteriormente, entraremos con la mente abierta a lo más profundo de esa crucial cultura que ha sido certeramente llamada «El Puente Entre Dos Mundos». Creo que está todo claro. Señorita Hua, ¿quiere usted iniciar la discusión?
Joenes dejó que sus estudiantes discutieran entre ellos durante las siguientes seis clases, cosechando todo un ramillete de contradictorias informaciones sobre Europa, Asia y el Sudoeste del Pacífico. Cuando algún estudiante preguntaba si alguna de las nociones expresadas era correcta, Joenes se limitaba a sonreír y decía:
—Me reservo mis comentarios para el final. Por ahora, sigamos con lo que tenemos entre las manos.
En la séptima sesión, los estudiantes ya no fueron capaces de decir nada más. Entonces, Joenes habló del impacto cultural de la llegada de la energía eléctrica a los atolones del Pacífico. Utilizando buen número de anécdotas, consiguió que su material durara algunos días. Cuando algún estudiante hacía una pregunta que Joenes no sabía cómo contestar, decía rápidamente:
—¡Excelente, Holingshead! Su pregunta llega hasta el fondo mismo del problema. Estoy seguro de que usted conseguirá hallar por sí mismo la respuesta antes de nuestra próxima clase, de modo que escríbala y luego la leeremos en público. Digamos que puede utilizar unas quinientas palabras… y, esto… póngalas a doble espacio, por favor.
Con estos trucos, Joenes fue prolongando sus clases todo lo que pudo. Sin embargo, se daba cuenta de que no podía mantenerse así indefinidamente, y no tenía ni la más remota idea de lo que iba a hacer después. Pero afortunadamente los tan esperados libros de texto que se habían solicitado para reponer los agotados llegaron, y Joenes tuvo todo un fin de semana para estudiarlos.
Muy útil le fue un libro titulado: Las Islas del Sudoeste del Pacífico: Puente entre Dos Mundos, escrito por Juan Diego Álvarez de las Vegas y de Rivera. Aquel hombre había sido capitán de la flota española con base en las Filipinas y, aparte sus invectivas contra Sir Francis Drake, sus informaciones parecían muy completas.
Muy útil le fue también otro libro titulado: La civilización de las islas del Sudoeste del Pacífico: su arte, su ciencia, su música, su artesanía, su folklore, sus costumbres, su psicología y su filosofía, sus paralelismos con las culturas asiáticas, y la influencia de las culturas europeas. Su autor era el honorable Allan Flintmooth, exvicegobernador de las islas Fiji y jefe de la expedición de castigo del 03 a Tonga.
Con la ayuda de estos dos libros, Joenes pudo mantenerse constantemente una lección por delante de sus alumnos. Cuando, por cualquier razón, estos lo alcanzaban, le quedaba el recurso de señalar un repaso por escrito de las clases precedentes. Afortunadamente, la señorita Hua, la chica alta de las gafas, se brindó a corregir y puntuar estos trabajos. Joenes no pudo por menos que sentirse agradecido de que su labor pedagógica se viera descargada de aquella faceta tan poco atractiva.
Poco a poco, Joenes fue instalándose en una placentera rutina. Daba sus clases, planteaba sus cuestionarios, la señorita Hua corregía y puntuaba las respuestas. Sus alumnos absorbían rápidamente lo que les inculcaba, redactaban sus ejercicios, se apresuraban a olvidar lo que habían aprendido. Como la mayor parte de los organismos jóvenes y sanos, tenían la facultad de eyectar de su intelecto cualquier elemento nocivo, preocupante, deprimente o simplemente aburrido. Claro que también eyectaban todos los elementos útiles, estimulantes o profundos, lo cual era un fenómeno tal vez lamentable, pero que formaba parte del proceso educativo al cual tenía que acostumbrarse todo profesor, Como decía Ptolomeo, de Matemáticas: —El valor de la educación universitaria reside en el hecho de que permite a los jóvenes vivir en las proximidades de la ciencia. Los alumnos del Dormitorio Goodenough se hallan a menos de treinta metros de la Biblioteca, a cincuenta del Laboratorio de Física y apenas a diez metros del de Química. Creo que podemos enorgullecemos de ello.
Sin embargo, los profesores eran prácticamente los únicos que utilizaban las facilidades que les ofrecía la Universidad. Por supuesto, lo hacían tan sólo con una gran circunspección. El médico de la institución les había prevenido muy seriamente de los estragos que podía causar en su organismo una dosis demasiado fuerte de trabajo intelectual, y racionaba cuidadosamente sus cuotas de información semanal. Lo cual no impedía que se produjeran accidentes. El viejo Geoffrard sufrió un síncope tras leer el original latino del Satiricón, creyendo que estaba leyendo una encíclica papal. Necesitó varias semanas de descanso absoluto antes de volver a ser el mismo. Y Devlin, el más joven de los profesores de inglés, sufrió de amnesia durante un prolongado período por no haber podido hallarle a Moby Dick una interpretación religiosa coherente.
Estos eran los riesgos de la profesión y, antes que temerlos, los profesores los consideraban como un motivo de orgullo. Como decía Hanley, de Antropología:
—La pulga de mar corre el peligro de ahogarse en la arena húmeda; nosotros corremos el peligro de ahogarnos bajo el peso de los viejos libros.
Hanley había estudiado detenidamente las pulgas de mar, y sabía de qué estaba hablando.
Los alumnos, excepto raras excepciones, apenas se exponían a tales peligros. Su vida era muy distinta de la que llevaban los profesores. Algunos de entre los más jóvenes conservaban aún las navajas o las cadenas de bicicleta de su infancia, y por las noches recorrían las calles en busca de individuos dudosos. Otros tomaban parte en las orgías que se celebraban cada semana en la Sala de la Libertad. Otros incluso se dedicaban al deporte. Los jugadores de baloncesto, por ejemplo, se entrenaban día y noche en echar el balón a la cesta, con la mecánica regularidad de los robots industriales, a los que invariablemente ganaban.
Algunos, finalmente, y pese a su tierna edad, manifestaban un claro interés por la política. Esos intelectuales, como se les llamaba, iban del liberalismo al conservadurismo según su temperamento y su educación. Eran los elementos conservadores del campus quienes, en las precedentes elecciones, habían estado a punto de llevar hasta la Presidencia de la República a un tal John Smith. El hecho de que el tal Smith hubiera muerto hacía más de veinte años no había enfriado en nada su ardor; por el contrario, muchos de ellos veían en ese detalle una de las mayores cualidades del candidato.
Hubieran podido llegar a ganar si la mayoría de los votantes no hubieran temido crear un precedente. Los liberales habían explotado hábilmente esos temores declarando al respecto:
—No tenemos nada contra John Smith, Dios guarde su alma, e incluso somos muchos los que creemos que la Casa Blanca se beneficiaría con su presencia. Pero ¿qué ocurriría si, en el futuro, algún muerto indeseable se presentara a las elecciones?
El argumento había prevalecido.
Sin embargo, en general, los liberales del campus dejaban las discusiones a sus mayores. Ellos preferían seguir los cursos especiales sobre el arte de la guerrilla, la fabricación de bombas o el empleo de armas portátiles. Tal como hacían observar con frecuencia: «Reaccionar contra esos sucios comunistas no basta. Debemos copiar sus métodos, sobre todo en lo que respecta a la propaganda, la infiltración, el golpe de Estado y el control político».
En cuanto a los conservadores del campus, desde que habían perdido las elecciones preferían actuar como si nada hubiera cambiado en el mundo desde la victoria del general Patton sobre los persas en el 45. A menudo se reunían para cantar a coro la «Saga de la Playa de Omaha». Los más eruditos de entre ellos la cantaban en su idioma original, el griego.
Joenes observaba todas estas cosas, y seguía enseñando la civilización del Sudoeste del Pacífico. Se sentía a gusto en aquel ambiente universitario, y poco a poco sus colegas lo habían ido aceptando. Al principio, por supuesto, había habido algunas objeciones. Carpe, de Inglés, había dicho:
—No creo que Joenes acepte Moby Dick como parte integrante de la civilización del Sudoeste del Pacífico. Es extraño.
Blake, de física, había dicho:
—Me pregunto si no habrá olvidado un punto importante no estudiando la razón por la cual esos isleños desconocen por completo la moderna teoría de los quanta. Personalmente, yo hubiera investigado más a fondo el asunto.
Hoytburn, de Música, había dicho:
—Tengo entendido que no ha mencionado para nada los cantos religiosos, cuya influencia en la música folklórica de esa área es innegable. En fin, es su problema.
Shan Lee, de Francés, había dicho:
—Tengo la impresión de que Joenes no ha considerado interesante hacer notar la influencia del francés secundario y terciario sobre la técnica de transposición verbal del Sudoeste del Pacífico. De acuerdo, yo tan sólo soy un lingüista, pero creo que ese paralelismo tiene su importancia.
Hubo otras lamentaciones por parte de otros profesores a los cuales Joenes había maltratado, menospreciando o silenciando sus respectivas especialidades. Con el tiempo, las relaciones de amistad entre Joenes y sus colegas se hubieran visto deterioradas por ello. Pero Geoffrard, de Clásicos, salvó la situación.
Tras sopesar durante varias semanas los pros y los contras, aquel gran viejo dijo:
—Supongo que las opiniones de un bicho raro como yo les tendrán sin cuidado, pero por todos los infiernos debo decirles que ese Joenes me cae bien.
El cálido comentario de Geoffrard le hizo mucho bien a Joenes. Los demás profesores perdieron algo de su agresividad, y algunos llegaron incluso a ofrecerle su amistad. Se le invitó más a menudo a las reuniones y a las veladas literarias. Muy pronto se olvidó su equívoca situación de profesor no titular, y la gran familia de St. Stephen’s Wood lo acogió en su seno.
Esta posición entre sus colegas conoció su apogeo durante las vacaciones de Pascua: los profesores Harris y Manisfree lo invitaron a una excursión, con algunos amigos, a las montañas del Adirondack.