7. LAS AVENTURAS DE JOENES EN UNA CASA DE LOCOS
(según la narración de Paaui de las Fiji)
Joenes avanzó hacia la entrada de la casa, y se detuvo para leer el rótulo que colgaba sobre la puerta. El rótulo decía: ASILO PSIQUIÁTRICO PARA CRIMINALES DEMENTES.
Estaba pensando en las implicaciones de esta frase cuando el hombre que le había hecho señas se precipitó sobre él y lo sujetó por los dos brazos. Joenes se preparaba para defenderse cuando reconoció al hombre: no era otro que Lum, su amigo de San Francisco.
—¡Joensey! —exclamó Lum—. Realmente temí por tu piel cuando aquellos polis te metieron dentro de su trasto allá en la costa. Me preguntaba cómo te saldrías de aquello, un extranjero un tanto simple de espíritu, en esa América de la que lo único que puedo decir es que no se trata precisamente de un lugar de descanso. Pero Deirdre me aconsejó que no me preocupara, y tenía razón. Veo que has encontrado el lugar.
—¿El lugar? —dijo Joenes.
—Sanctuarysville —dijo Lum—. Entra.
Joenes entró en el Asilo Psiquiátrico para Criminales Dementes. Dentro, en el Salón, Lum le presentó a unas cuantas personas. Aunque Joenes las observó y las escuchó atentamente, no pudo hallar en ellas nada anormal. Se lo hizo notar a Lum.
—Bueno, por supuesto que no —contestó Lum—. El rótulo que has leído en la entrada no es más que el nombre técnico del lugar. Nosotros preferimos llamarlo Colonia para Escritores y Artistas.
—Entonces, ¿no es un asilo para locos? —preguntó Joenes.
—Por supuesto que sí, aunque solamente en un sentido técnico.
—¿Hay realmente locos aquí?
—Mira, muchacho —dijo Lum—, esta es la colonia de artistas más buscada de todo el este. Claro que hay algunos locos. Son necesarios para ocupar a los médicos, y además perderíamos nuestra subvención del gobierno y nuestro status de exención de impuestos si no dejáramos entrar a algunos.
Joenes echó una rápida mirada a su alrededor, ya que nunca había visto a ningún loco. Pero Lum agitó la cabeza y dijo:
—No están en el Salón. Por regla general, los locos se hallan encadenados en el sótano.
Un alto y barbudo doctor había estado escuchando toda la conversación. Dirigiéndose a Joenes, dijo:
—Sí, estamos muy satisfechos con ese sótano. Su humedad y la oscuridad que reina en él tienen tendencia a calmar a los más excitables.
—Pero ¿para qué encadenarlos?
—Esto les da la impresión de que son deseados —dijo el doctor—. Y no hay que subestimar el valor educativo de las cadenas. Los domingos tenemos visitantes: la vista de esos dementes sucios, gritones, crea en sus mentes una imagen inolvidable. La psicología es un asunto tanto de prevención como de curación, y nuestras estadísticas demuestran que las personas que han visitado nuestras celdas subterráneas son menos susceptibles a caer en la locura que el conjunto de la población en general.
—Eso es muy interesante —dijo Joenes—. ¿Tratan ustedes del mismo modo a todos los locos?
—¡Infiernos, no! —exclamó el médico, riendo alegremente—. En psicología uno no puede permitirse el adoptar una actitud rígida. A menudo el tipo de enfermedad mental es el que nos dicta el tratamiento. Para los melancólicos, por ejemplo, el abofetearles con un pañuelo frotado con escalonia consigue buenos resultados, despertándolos de su torpor. En el caso de los paranoicos, lo más a menudo recomendado es compartir la ilusión del enfermo. Los hacemos seguir por espías, vigilar por máquinas de rayos X y otros aparatos del mismo tipo. Su locura no tarda en desaparecer, puesto que hemos manipulado el medio en el que vive hasta convertir sus temores en realidades. Este tratamiento nos ha valido grandes éxitos, y nos sentimos con razón orgullosos.
—¿Y qué ocurre luego? —preguntó Joenes.
—Una vez hemos entrado en el universo del paranoico, que hemos transformado en realidad, nos esforzamos en alterar ese contexto-realidad de modo que el paciente vuelva a la normalidad. Aún no hemos conseguido ningún éxito con esta maniobra, pero los resultados teóricos son alentadores.
—Como puedes ver —dijo Lum a Joenes—, nuestro doc sabe lo que se hace.
—Oh, no —dijo el médico, con una risita modesta—. Simplemente intento apartar las vendas que cubren nuestros ojos y mantener la mente abierta a todas las hipótesis. Es mi temperamento; no tiene nada de ejemplar.
—Vamos, vamos, doc —dijo Lum.
—No, realmente no —insistió el médico—. Simplemente poseo lo que podríamos llamar una mente curiosa. A diferencia de algunos de mis estimados colegas, yo me hago preguntas. Por ejemplo: cuando veo a un adulto acurrucado sobre sí mismo, con los ojos cerrados, en posición fetal, no me lanzo a aplicarle una terapia de choque a base de someter al enfermo a un bombardeo radiactivo. Prefiero preguntarme: «¿Qué ocurriría si le construyera un inmenso útero artificial y lo instalara dentro?». Este es un ejemplo que he tenido que llevar a la práctica.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Joenes.
—El paciente murió por sofocación —dijo Lum con una risita.
—Nunca he pretendido ser un ingeniero —dijo secamente el doctor—. El margen de error es algo necesario. Además, considero esa experiencia como un éxito.
—¿Por qué? —preguntó Joenes.
—Porque, poco antes de morir, el paciente se desacurrucó. Ignoro si hay que atribuir este resultado a la muerte, al útero artificial, o a una combinación de los dos; pero la importancia teórica de la experiencia salta a la vista.
—Estaba bromeando, doc —dijo Lum—. Ya sé que está usted realizando una magnífica labor.
—Gracias, Lum —dijo el médico—. Y ahora debo disculparme, tengo que ocuparme de uno de mis pacientes. Un caso de esquizofrenia muy interesante. El paciente se considera una reencarnación física de Dios. Su convicción es tan fuerte que, gracias a algún tipo de estratagema cuya naturaleza no pretendo conocer, consigue darles órdenes a las moscas que pululan por su celda, de tal modo que siempre están formando como un halo alrededor de su cabeza. En cuanto a las ratas, se inclinan ante él, y los pájaros de los campos vienen desde kilómetros a la redonda a cantar bajo su ventana. Uno de mis colegas está muy interesado en este fenómeno, que según él implica la existencia de un medio de comunicación hasta hoy desconocido entre el hombre y los animales.
—¿Qué terapéutica sigue usted? —preguntó Joenes.
—Utilizo su medio ambiente. Penetro en su ilusión haciéndome pasar por su adorador, por su discípulo. Cada día, durante cincuenta minutos, permanezco sentado a sus pies. Cuando los animales se inclinan ante él, yo también me inclino. Todos los días lo llevo a la enfermería y le dejo curar a los enfermos, y esa actividad parece serle muy agradable.
—¿Los cura realmente? —preguntó Joenes.
—Hasta ahora, nunca ha fracasado. Pero las curaciones llamadas «milagrosas» no son, evidentemente, nada nuevo ni para la ciencia ni para la religión. Nunca hemos pretendido saberlo todo.
—¿Podría ver a ese paciente? —preguntó Joenes.
—Por supuesto —dijo el doctor—. Le encantan las visitas. Lo arreglaré para esta tarde —y, con una sonrisa, se alejó rápidamente.
Joenes recorrió el amplio y soleado Salón, escuchando las eruditas conversaciones que se producían a su alrededor.
El Asilo Psiquiátrico para Criminales Dementes le parecía un lugar ideal para vivir. Su creencia se reafirmó unos instantes más tarde cuando vio avanzar hacia él a Deirdre Feinstein.
La hermosa muchacha se echó a sus brazos, y su cabello tenía el olor de la miel calentada por el sol.
—Oh, Joenes —dijo con voz temblorosa—, pienso en ti desde nuestra prematura separación en San Francisco, cuando te interpusiste con tanta audacia como amor entre los polis y yo. De noche sueño contigo y de día no hago más que pensar en ti, hasta tal punto que no puedo distinguir la noche del día. Con ayuda de Sean, mi padre, te he buscado por toda América, pero he temido no volver a verte nunca más, y he venido aquí con la única finalidad de calmar mis nervios. Oh, Joenes, ¿es el destino o la fortuna quien nos ha reunido aquí?
—Este… —dijo Joenes—, creo que…
—Estaba segura de ello —exclamó Deirdre, apretándole fuertemente entre sus brazos—. Nos casaremos dentro de dos días, el 4 de julio, ya que en tu ausencia me he vuelto patriota. ¿Estás de acuerdo?
—Este… —dijo Joenes—, creo que sería preferible pensárnoslo…
—Oh, gracias, gracias —dijo Deirdre—. Ya sé que no siempre he sido juiciosa en el pasado, con todas esas historias de drogas, aquel mes que pasé escondida en el dormitorio de hombres de Harvard, el día que fui elegida reina de los Degolladores del West Side y maté a la anterior reina a golpes de cadena de bicicleta, y todo lo demás. No me siento orgullosa de todo aquello, querido, pero tampoco me siento avergonzada, fueron escapadas juveniles, y es necesario que la juventud siga su curso. Es por eso por lo que te he confesado todas esas cosas, y seguiré confesándotelas a medida que las vaya recordando, puesto que no deben existir secretos entre nosotros. Estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?
—Este… —dijo Joenes—, tengo la impresión que…
—Sabía que estarías de acuerdo —dijo Deirdre—. Afortunadamente para nosotros, todo eso pertenece al pasado. Ahora soy una adulta consciente de mis responsabilidades; me he afiliado a la Liga Juvenil de los Conservadores, a la Liga contra el Antiamericanismo Bajo Todas Sus Formas, a los Amigos de la Sociedad Salazar y a la Cruzada Femenina para el Nacionalismo Integral. Y tan solo he cambiado superficialmente. Siento en mí un profundo odio hacia todo lo que ha hecho sentirme culpable, así como una gran aversión hacia todo arte, que en general no es más que un pretexto a la pornografía. Puedes ver que mi transformación es sincera, que me he convertido realmente en un ser adulto, y que me convertiré en una esposa consciente y fiel.
Joenes tuvo una visión de lo que sería su vida futura con Deirdre, una sucesión de confesiones repugnantes y de insoportable aburrimiento. Ella seguía charloteando acerca de los preparativos de la ceremonia; finalmente, salió apresuradamente de la habitación para telefonearle a su padre.
—¿Cómo hace uno para largarse de aquí? —le preguntó Joenes a Lum.
—Nada más sencillo, muchacho —dijo Lum—. Seguir la carretera por la cual has llegado.
—Ya sé. Pero ¿no hay que llenar ninguna formalidad? ¿Basta con abrir la puerta e irse?
—No, por supuesto. No olvides que nos hallamos en un Asilo Psiquiátrico para Criminales Dementes.
—¿Puedo pedirle al doctor la autorización para irme?
—Por supuesto. Pero será mejor que esperes a la semana próxima. El hombre se pone siempre un poco nervioso cuando se acerca la luna llena.
—Quiero irme hoy mismo —dijo Joenes—. O mañana como máximo.
—Esta es una decisión repentina. ¿Se debe acaso a la pequeña Deirdre y a sus proyectos de matrimonio?
—Exactamente —dijo Joenes.
—Bueno, no te preocupes por eso. Me ocuparé de Deirdre, y mañana podrás irte de aquí. Confía en mí, Joenes, y verás cómo todo se arregla. El viejo Lum se va a hacer cargo del asunto.
Algo más tarde, el doctor acudió en busca de Joenes para acompañarle a la celda del paciente que se creía una reencarnación física de Dios. Los dos hombres cruzaron toda una serie de gigantescas puertas metálicas, y llegaron a un corredor de color gris. Al final de aquel corredor había una puerta. Se detuvieron ante ella.
—No estaría de más —dijo el doctor— que adoptara usted una actitud psicoterapéutica durante esta visita, es decir que fingiera compartir la ilusión del enfermo.
—De acuerdo —dijo Joenes, y bruscamente se sintió inundado por una repentina esperanza y aprensión.
El doctor abrió la puerta de la celda, y entraron en ella. Pero en la celda no había nadie. En un lado había un camastro de campaña con las ropas bien arregladas, y en el otro una ventana con barrotes muy juntos. Había también a un lado una pequeña mesita de madera, junto a la cual sollozaba amargamente un ratón, como si su corazón fuera a romperse de un momento a otro. Sobre la mesa había una nota. El doctor la tomó.
—Es muy extraño —dijo—. Parecía de excelente humor cuando lo he dejado, no hará aún media hora.
—Pero ¿cómo ha podido escapar? —preguntó Joenes.
—Utilizando algún tipo de telequinesia, sin duda —dijo el doctor—. No pretendo saberlo todo acerca de este autocalificado fenómeno físico; pero esta aventura prueba hasta qué extremos puede conducir una mente desajustada que busca justificarse. De hecho, la propia intensidad del esfuerzo de evasión indica el grado alcanzado por la enfermedad. Lamento no haber podido ayudar a ese pobre hombre, y espero que, allá donde se halle, recuerde los pocos rudimentos de introspección que hemos intentado inculcarle.
—¿Qué dice la nota? —preguntó Joenes.
El doctor echó una ojeada al papel que tenía en las manos y dijo:
—Parece una lista de compras. Una lista de compras muy extraña, de todos modos. Me pregunto dónde esperaba conseguir…
Joenes intentó echar una ojeada por encima del hombro del doctor, pero este se apresuró a meterse el papel en el bolsillo.
—Esta nota va dirigida estrictamente a las autoridades médicas —dijo—. No podemos dejar que la lea un profano. No al menos antes de haberla analizado, registrado, y sustituido cuidadosamente algunos términos-clave a fin de proteger el anonimato del enfermo. Y ahora, ¿qué le parece si regresamos al Salón?
Joenes no tuvo otro remedio que seguir al doctor hasta el Salón. Tan solo había podido leer la primera palabra de la nota: RECUERDA. Era poca cosa, pero de todos modos Joenes lo recordaría siempre.
Joenes no durmió aquella noche, preguntándose cómo se las arreglaría Lum para cumplir su promesa respecto a Deirdre y su marcha del asilo. Pero había subestimado la inventiva de su amigo.
Lum resolvió el problema del matrimonio explicándole a Deirdre que antes de poder casarse con nadie Joenes debería ser tratado de una sífilis de tercer grado, que el tratamiento sería largo, y que, si fracasaba, la enfermedad atacaría terriblemente el sistema nervioso del desgraciado muchacho, convirtiéndolo en algo muy parecido a un vegetal.
Deirdre se entristeció enormemente ante la noticia, pero declaró que pese a todo se casaría con Joenes el 4 de julio. En voz baja, le confió a Lum que, tras su vuelta al bien, no experimentaba más que repugnancia hacia cualquier tipo de relación carnal. En consecuencia, consideraba la enfermedad de Joenes como un bien más que como un mal, ya que excluía cualquier otro tipo de unión excepto la espiritual. En cuanto al hecho de encontrarse casada con un vegetal, aquella eventualidad no le desagradaba en absoluto: siempre había soñado con ser enfermera.
Lum hizo notar entonces que la enfermedad de Joenes le impedía obtener legalmente una licencia de matrimonio. Inmediatamente, Deirdre desistió de sus propósitos: su recién adquirida madurez le prohibía contravenir de ningún modo las leyes nacionales o federales.
Así fue como Joenes escapó de una no deseada alianza.
Lum se ocupó también de su partida del asilo. Poco después del almuerzo, Joenes fue llamado a la Sala de las Visitas. Allí Lum lo presentó al Decano Garner J. Fols, del Comité de Profesorado de la Universidad de St. Stephen’s Wood.
El Decano Fols era un hombre alto, delgado, enjuto casi, de mirada suavemente académica, corazón generoso y labios ligeramente sarcásticos. Hizo que Joenes se sintiera a gusto con una observación acerca del tiempo y una cita de Aristófanes, y luego le expuso la razón de que hubiera solicitado entrevistarse con él.
—Entienda, mi querido señor Joenes, si me permite llamarle así, que en nuestra calidad de… ¿debería llamar educadores?… nos vemos obligados a estar constantemente al acecho de nuevos talentos. De hecho, algunas veces se nos ha comparado, sin ninguna mala intención, estoy seguro de ello, con esos profesionales del béisbol que cumplen idénticas funciones. Y eso da que pensar.
—Comprendo —dijo Joenes.
—Me gustaría añadir —prosiguió el Decano Fols—. que concedemos menos importancia a la posesión de títulos académicos, como los que poseemos nosotros, mis colegas y yo, que al profundo conocimiento del tema profesado por el candidato y al dinamismo de sus métodos de enseñanza. Nosotros, los universitarios, nos hallamos demasiado a menudo separados de lo que me atrevería a llamar la corriente principal de la vida americana. Muy a menudo hemos dejado a un lado, en tiempos pasados, a aquellos que, sin ningún bagaje pedagógico, eran sin embargo unas luminarias en tal o cual rama de actividad. Pero estoy seguro que su buen amigo el señor Lum le debe haber explicado todo esto mucho mejor de lo que sabría hacerlo yo.
Joenes miró a Lum, que se apresuró a decir:
—Como sabes, durante dos trimestres sucesivos he estado dando en St. Stephen’s Wood unos cursos sobre «Las Interrelaciones del Jazz y la Poesía». No estuvieron nada mal, con los bongos y todo lo demás.
—Los cursos del señor Lum tuvieron una extraordinaria acogida —dijo el Decano Fols—, y estaríamos muy contentos si le viéramos ocupar de nuevo su cátedra…
—Oh, no, amigo —dijo Lum—. Ya sabe que no quiero dejarle en la estacada, pero por mi parte ya he acabado con todo eso.
—Por supuesto —dijo el Decano Fols—, si se siente usted atraído hacia algún otro tema…
—Quizá podría dar algún seminario retrospectivo sobre el Zen —dijo Lum—. Ya sabe que está de nuevo en la onda. Pero tendría que pensarlo.
—Por supuesto —dijo el Decano Fols. Y luego, dirigiéndose a Joenes—: Como sin duda debe usted saber, el señor Lum me telefoneó ayer por la tarde, dándome todos los detalles necesarios acerca de usted y sus antecedentes.
—Es muy amable por su parte —dijo Joenes precavidamente.
—Sus referencias son magníficas —prosiguió Fols—, y la serie de cursos que se propone dar usted será, estoy convencido de ello, un éxito absoluto.
Joenes comprendió finalmente que le estaban ofreciendo una cátedra en la Universidad. Desgraciadamente, desconocía por completo lo que se suponía que debía enseñar, incluso si era capaz de enseñarlo. Lum, absorto en la contemplación del Zen, permanecía con los ojos clavados en el suelo, de modo que no podía serle de ninguna ayuda.
Finalmente, dijo:
—Estaré encantado de trabajar en una Universidad tan reputada como la de ustedes. En cuanto al tema que debo enseñar…
—Por favor, no se menosprecie —cortó rápidamente el Decano Fols—. Sabemos que su temática entra en un terreno altamente especializado, y somos conscientes de las dificultades con las que va a tropezar presentándolo a sus alumnos. Le proponemos, para empezar, el cargo de profesor titular, es decir mil seiscientos diez dólares al año. Ya sé que no es una gran suma, y a veces experimento una cierta amargura al pensar que en nuestra civilización un ayudante de lampista llega a ganar incluso mil ochocientos dólares al año. Pero la vida universitaria tiene sus compensaciones, si puede decirse así.
—Estoy dispuesto a ocupar mi cátedra inmediatamente —dijo Joenes, temeroso de que el Decano cambiara de opinión.
—Excelente —exclamó Fols—. Admiro el dinamismo de las nuevas generaciones. Y debo reconocer que siempre hemos tenido una gran suerte dirigiéndonos a las colonias de artistas como esta cuando hemos querido asegurarnos la colaboración de nuevos talentos. Señor Joenes, ¿tiene usted la amabilidad de seguirme?
Joenes subió junto al Decano Fols en un viejo coche. Hizo una última seña de adiós a Lum, y muy pronto el asilo desapareció en la lejanía. Joenes era de nuevo libre, sujeto tan sólo por su promesa de enseñar en la universidad de St. Stephen’s Wood. Su única preocupación era el que ignoraba aún lo que se suponía debía enseñar a sus alumnos.