6. JOENES Y LOS TRES CAMIONEROS
(este relato y las tres historias de los camioneros comprendidas en él tienen por narrador a Telen de Huahine)
Mientras Joenes caminaba a lo largo de la autopista que conducía al norte, un camión se detuvo a su altura. En el interior de aquel camión viajaban tres hombres, que le propusieron llevarlo hasta lo más lejos que coincidieran sus caminos.
Muy contento, Joenes subió al camión y les dio las gracias a los tres camioneros. Pero estos dijeron que el placer era suyo ya que rodar continuamente por las autopistas no tenía ningún aliciente para ellos, incluso siendo tres, y que les gustaba charlar con los extranjeros y oírles contar sus aventuras. Así que le pidieron a Joenes que les contara lo que le había ocurrido desde que había abandonado su país natal.
Joenes les contó cómo había llegado a América desde su distante isla, desembarcado en la ciudad de San Francisco, donde había sido arrestado, interrogado ante un Comité del Congreso, juzgado por un Oráculo y condenado a diez años de trabajos forzados tras lo cual la sentencia había sido sobreseída, y cómo había llegado a Nueva York donde un policía había estado a punto de matarlo. Nada bueno le había sucedido desde que había abandonado su país natal, y puesto que todo le había salido mal se consideraba como el más infortunado de los hombres.
—Señor Joenes —dijo el primer camionero—, ha conocido usted efectivamente algunas desgracias. Pero yo soy el más infortunado de los hombres, puesto que yo he perdido algo más precioso que el oro, y deploro esta pérdida cada día de mi vida.
Joenes le pidió que le contara su historia. Y esta es la historia del primer camionero.
HISTORIA DEL CAMIONERO CIENTÍFICO
Me llamo Adolphus Proponus, y soy sueco de nacimiento. Amaba la ciencia desde que era niño. Me consideraba como un servidor de la humanidad.
Debido a mis generosos instintos y a mi inclinación científica, me sentí empujado a estudiar medicina. Una vez obtenido el doctorado, ofrecí mis servicios a la Organización Mundial de la Salud, pidiendo ser enviado a una de las regiones más pobres y más alejadas del mundo. Así me hallé en la costa del África Occidental, como único médico de un territorio tan grande como Europa. Fui a reemplazar a un tal doctor Durr, un suizo que había muerto a causa de la mordedura de una víbora cornuda.
Aquella región estaba realmente necesitada de un buen doctor, ya que innumerables enfermedades diezmaban a la población. Conocía algunas de ellas por haberlas estudiado en los libros, otras me eran extrañas. Me dijeron que estas últimas eran enfermedades propagadas artificialmente con la intención de neutralizar África. Estas epidemias habían barrido varios centenares de millares de soldados occidentales que combatían contra los guerrilleros africanos. Estos guerrilleros habían sido aniquilados también. Al igual que varias especies animales, aunque no todas. Las ratas, por ejemplo, prosperaban. Las serpientes de todas clases se multiplicaban. Las moscas y mosquitos entre los insectos, los buitres entre las aves, habían aumentado considerablemente de número.
Hasta entonces yo había ignorado aquella situación, ya que las democracias rara vez dejan que tales noticias se propaguen, y las dictaduras menos aún. Pero vi todos esos horrores en África. Y supe que lo mismo ocurría en las regiones tropicales de Asia, de América Central y de la India. Fuera cálculo o coincidencia, esos países se habían vuelto realmente neutrales, puesto que todas sus preocupaciones estaban dedicadas a la lucha por sobrevivir.
Deploré el mal uso que se había hecho allí de la ciencia, pero pese a todo seguía creyendo en ella. Me decía que en todas las épocas hombres de poca visión habían hecho enormemente daño al mundo, pero que bastaban algunos filántropos ayudados por la ciencia para que todo volviera a su orden.
Con la ayuda de varias personas de buena voluntad diseminadas en el mundo entero, me puse animosamente al trabajo. Visité a las tribus de mi distrito, curé sus enfermedades con mis reservas de medicamentos. El éxito superó todas mis esperanzas.
Pero muy pronto los microbios se adaptaron a mis medicinas, y estallaron nuevas epidemias. Aunque resistentes, los indígenas sufrieron horriblemente.
Reclamé cablegráficamente y con la máxima urgencia nuevos medicamentos. Los recibí, y barrí la epidemia. Pero algunos gérmenes y virus consiguieron sobrevivir, y la enfermedad se propagó de nuevo.
Hice renovar mi provisión de medicamentos. Una vez más me libré a un combate mortal contra la enfermedad, del que salí vencedor. Pero seguían quedando algunos organismos que escapaban a la acción de mis fármacos. Sin contar las mutaciones que se producían. Aprendí que en un medio favorable las enfermedades pueden desarrollar nuevas formas virulentas en mucho menos tiempo del que necesita un hombre para fabricar o descubrir nuevos medicamentos apropiados.
De hecho, me di cuenta de que los gérmenes se comportaban exactamente igual que los seres humanos en caso de peligro. Manifestaban una sorprendente voluntad de vivir y, naturalmente, cuanto más violentamente se los atacaba, más frenéticamente se reproducían, mutaban, resistían, para finalmente atacar a su vez. Empecé a encontrar este parecido inquietante, sobrenatural.
Trabajaba sin descanso, multiplicando los esfuerzos para salvar aquella mísera población, pobre y doliente. Pero la enfermedad ganaba a los fármacos en rapidez, incluso a los más modernos, y diezmaba con una violencia increíble. Me sentía desesperado, puesto que aún no se habían inventado nuevos medicamentos para hacer frente a aquellas nuevas dolencias.
Descubrí entonces que los gérmenes, al mutar para adaptarse a los nuevos medicamentos, se habían vuelto vulnerables a los antiguos. En un verdadero frenesí de fervor científico, empecé a aplicarlos de nuevo.
Desde mi llegada a África, había combatido diez epidemias de importancia. La onceava acababa de estallar. Y sabía que los gérmenes, los virus, retrocederían ante mi ataque, se reproducirían, mutarían, atacarían a su vez, y aquello daría origen a una doceava epidemia, luego a una treceava, y así al infinito.
Esta era la situación a la que me había arrastrado mi celo científico y humanista. Estaba agotado, me mantenía en pie tan sólo a fuerza de voluntad, y no tenía tiempo de pensar en nada excepto en mi problema.
Fue en aquel momento cuando los habitantes de mi distrito tomaron la situación en sus manos. Semianalfabetos, no veían más que una cosa: las enormes epidemias que los diezmaban desde que yo estaba entre ellos. Me convertí a sus ojos en una especie de mago inconmensurablemente malvado cuyo maletín contenía las refinadas esencias de las enfermedades que les hacían sufrir. Se dirigieron así a sus propios brujos, que untaron de lodo a los enfermos, les hicieron tragar huesos machacados, e imputaron la responsabilidad de las muertes que seguían produciéndose a cualquier inocente indígena. Para hallarse más lejos de mí, huyeron a una región desolada, pantanosa, donde la comida era escasa y las enfermedades numerosas.
No pude seguirles, puesto que aquellos pantanos estaban fuera de mi jurisdicción. Había allí otro médico, también sueco, que, en lugar de distribuir sus medicinas, sus píldoras o sus inyecciones, se emborrachaba cada día a costa de su enorme reserva de alcohol. Hacía diez años que vivía en la jungla, y no quería recibir a nadie.
Completamente abandonado a mis propios medios, sufrí una fuerte depresión nerviosa. Fui llevado de nuevo a Suecia, y allí reflexioné sobre todo lo que me había ocurrido.
Me di cuenta de que mi erudición y mi humanismo no habían ayudado a nadie. Por el contrario, mi erudición no había servido más que para recrudecer los dolores y los sufrimientos de la población a la que había querido curar, y mi humanismo imbécil para alterar el equilibrio de las fuerzas que reinaban sobre la tierra, incitándome a intentar suprimir algunas criaturas en beneficio del hombre.
Consciente de todo eso, abandoné mi país, huí de Europa y llegué aquí. Ahora conduzco un camión. Y si por casualidad alguien se vanagloria de los prodigios de la ciencia y del humanismo, lo miro como miraría a un loco.
He aquí como perdí mi fe en la ciencia, algo más precioso que el oro, y por qué lamento esta pérdida cada día de mi vida.
Cuando el primer camionero hubo terminado su historia, el segundo camionero dijo:
—Nadie puede negar que ha sufrido usted muchas desgracias. Joenes. Pero son mucho menores que las que ha sufrido mi compañero. Y las desgracias de mi compañero son mucho menores que las mías. Puesto que yo soy el más infortunado de los hombres: yo he perdido algo más precioso que el oro o que la ciencia, y lamento esta pérdida cada día de mi vida.
Joenes le pidió que le contara su historia. Y esta es la historia del segundo camionero.
HISTORIA DEL CAMIONERO HONESTO
Me llamo Ramón Delgado, y soy mejicano. Antes mi honestidad era un orgullo para mí. Era honesto a causa de que las leyes de mi país me empujaban a serlo, unas leyes redactadas por los mejores hombres y derivadas de principios de justicia aceptados universalmente, fortificadas por los castigos para que fueran obedecidas por todos y no tan solo por las gentes virtuosas.
Trabajé durante varios años en mi pueblo, ahorré un poco, y llevé una vida recta y honesta. Un día me ofrecieron un empleo en la capital. Me sentí muy contento, ya que desde hacía mucho tiempo deseaba ver aquella gran ciudad desde donde se derramaba la justicia de mi país.
Así pues, consagré todos mis ahorros a la compra de un viejo coche, y me dirigí a la capital. Aparqué ante la tienda de mi nuevo patrón, y entré en ella para buscar un peso con el que obtener, en el parquímetro, el tíquet necesario para dejar el coche. Cuando salí, fui arrestado.
Fui conducido ante un juez que me acusó de estacionamiento ilegal, ratería, vagabundeo, resistencia a la fuerza pública y escándalo en medio de la calle.
El juez me consideró culpable de cada una de esas acusaciones. De estacionamiento ilegal, porque no tenía tíquet de aparcamiento; de ratería, porque había tomado un peso de la caja de mi patrón para adquirir ese tíquet; de vagabundeo, porque no llevaba un peso encima; de resistencia a la fuerza pública, porque había discutido con el policía; de escándalo en medio de la calle, porque me había echado a llorar en el momento en que entraba en el juzgado.
Desde un punto de vista técnico, todo eso era cierto, así que consideré que no se había cometido ninguna injusticia conmigo en la sentencia del juez. Y no me lamenté cuando me condenó a diez años de prisión. Parecía una pena algo severa, pero yo sabía muy bien que tan sólo los castigos rígidos y severos pueden asegurar la permanencia de la ley.
Fui enviado a la Penitenciaría Federal de Morelos, y me dije que probar los amargos frutos de la deshonestidad sería una gran y provechosa experiencia para mí.
Al llegar a la penitenciaría, vi a un gran número de personas ocultas en los bosques de los alrededores. No les presté excesiva atención, puesto que el centinela estaba leyendo mi orden de encarcelamiento. La estudió con mucha atención, y luego abrió la puerta.
Apenas había entreabierto el batiente cuando vi, con gran estupefacción, que todas aquellas personas salían de sus escondrijos, se precipitaban hacia la prisión y se empujaban ante la puerta. Los guardianes intentaron rechazarlos, pero pese a todo algunos de ellos consiguieron entrar en el recinto antes de que la puerta pudiera ser cerrada de nuevo.
—Creía que la misión de los carceleros era velar de que nadir saliera, y no de que nadie entrara —dije.
—Así era antes —dijo el centinela—. Pero ahora, con todos esos extranjeros que pululan en este país, sin tener en cuenta el hambre, hay individuos que entran por la fuerza en las prisiones para asegurarse sus tres comidas al día. No podemos hacer nada contra ellos. Al forzar la entrada de la prisión se hacen culpables de un delito, y nos vemos obligados a mantenerlos dentro.
—¡Qué vergüenza! —dije—. Pero ¿qué tienen que ver los extranjeros en esto?
—Ellos fueron quienes empezaron. Se mueren de hambre en sus respectivos países, y saben que aquí, en México, tenemos las prisiones más confortables del mundo. Así pues, recorren grandes distancias con el fin de penetrar en nuestras prisiones, especialmente cuando no han conseguido entrar en las suyas propias. Pero, de todos modos, esos extranjeros no son ni mejores ni peores que nuestros propios conciudadanos, que actúan de igual modo.
—Si las cosas son así, ¿cómo puede el gobierno aplicar las leyes?
—Ocultando la verdad. Algún día llegaremos a construir un penal hecho de tal modo que aquellos que no tengan derecho a ello no puedan penetrar en su interior. Hasta que llegue ese momento, nos las arreglamos para no divulgar esta situación. Así la mayor parte de la gente cree todavía que el encarcelamiento es un terrible castigo.
Y diciendo esto mi carcelero me condujo al interior del penal, hasta la oficina de Libertad Bajo Palabra. Allí había un hombre que me preguntó lo que pensaba de la vida en la prisión. Le dije que aún no podía pronunciarme al respecto.
—Bueno —dijo el hombre—; su conducta, desde el momento en que entró aquí, ha sido ejemplar. Nuestra finalidad es reformar a los criminales, no vengarnos de ellos. ¿Qué diría usted de una orden inmediata de Libertad Bajo Palabra?
Temiendo equivocarme al responder, dije que necesitaba pensármelo.
—Tómese su tiempo —dijo el hombre—, y vuelva a verme cuando desee ser puesto en libertad.
De allí fui conducido a mi celda. En ella había ya dos mejicanos y tres extranjeros. Uno de los extranjeros era americano, los otros dos franceses. El americano me preguntó si había aceptado la Libertad Bajo Palabra. Le dije que antes quería pensármelo.
—¡No está mal para un principiante! —exclamó el americano, cuyo nombre era Otis—. Algunos de los nuevos condenados se dejan atrapar. Aceptan la Libertad Bajo Palabra, y en menos de un parpadeo se hallan otra vez fuera, mirando al interior a través de las rejas.
—¿Es eso tan terrible? —pregunté.
—Muy terrible —dijo Otis—. Aceptar la Libertad Bajo Palabra es abandonar toda esperanza de regresar a la prisión. Uno puede cometer cualquier delito, y el juez se limitará a reprenderlo por haber violado su Libertad Bajo Palabra y a aconsejarle que no vuelva a hacerlo. Además, es difícil que vuelva a hacerlo, ya que en el ínterin los policías le habrán roto ambos brazos.
—Otis tiene razón —dijo uno de los franceses—. Aceptar la Libertad Bajo Palabra es muy peligroso, y yo soy la prueba viviente de ello. Me llamo Edmundo Dantés. Hace mucho tiempo, fui condenado a varios años de prisión. Me ofrecieron la Libertad Bajo Palabra. Con la inexperiencia y la ignorancia de la juventud, acepté. Pero, una vez fuera, me di cuenta de que todos mis amigos se habían quedado aquí, y que aquí había dejado mi colección de libros y documentos. Además, en mi ardor juvenil, había abandonado incluso entre estas paredes a mi novia, la detenida 43422231. Demasiado tarde, me di cuenta de que toda mi vida estaba aquí, y de que por mi culpa el calor y la seguridad de esas paredes de granito me iban a ser negadas para siempre.
—¿Y qué es lo que hizo? —pregunté.
Con una sonrisa ensoñadora, Dantés dijo:
—Por aquel tiempo aún creía que el crimen pagaba. Así que maté a un nombre. Pero el juez se contentó con añadir algunos años a mi sentencia, y la policía me rompió todos los huesos de la mano derecha. Fue entonces, durante mi convalecencia, cuando decidí regresar aquí.
—Tuvo que ser muy difícil —dije.
Dantés asintió.
—Necesité una paciencia terrible, porque pasé diez años de mi vida intentando penetrar en esta prisión.
Los otros prisioneros permanecían silenciosos. El viejo Dantés continuó:
—En aquel tiempo, las normas de seguridad eran más rígidas que ahora, y un ataque en masa como el que se ha producido esta mañana hubiera sido imposible. Sin ayuda de ninguna clase, cavé un túnel bajo el edificio. Tres veces tropecé con enormes cimientos de granito y tuve que iniciar la obra de nuevo en otro lugar. Luego, en el momento en que iba a desembocar en el patio interior, los guardianes me vieron, cavaron a su vez otro túnel, y me obligaron a volver sobre mis pasos. Otra vez, intenté lanzarme en paracaídas y caer en el interior de la prisión, pero una repentina borrasca me empujó hasta el campo. Fue a raíz de aquello que prohibieron a los aviones sobrevolar el penal.
—Pero ¿cómo consiguió finalmente entrar? —pregunté.
El viejo sonrió alegremente.
—Tras muchos años estériles, se me ocurrió una idea. Parecía tan sencilla e ingenua que lo más probable era que fracasara. Pero pese a todo decidí intentarla.
»Volví a la prisión disfrazado de investigador especial. Al primer momento los guardianes dudaron si dejarme entrar. Pero les dije que el gobierno estudiaba la posibilidad de emitir un decreto por el que se les concederían iguales derechos que a los prisioneros. Me abrieron inmediatamente la puerta, y entonces les revelé quién era. No les quedó más remedio que dejarme dentro, y un periodista vino incluso a pedirme que le contara mi historia. Espero que la haya transcrito fielmente.
»Desde aquello, por supuesto, los guardianes han tomado enérgicas medidas, de tal modo que le resultaría imposible a cualquiera repetir mi hazaña. Pero creo firmemente que un espíritu valeroso conseguirá siempre superar los obstáculos que la sociedad pone entre él y su finalidad. Con tenacidad, todo el mundo debe poder introducirse en una prisión.
Todos los prisioneros habían permanecido en silencio mientras Dantés terminaba su historia. Finalmente, dije:
—¿Su novia estaba aún aquí a su regreso?
El anciano giró la cabeza y una lágrima se deslizó por su mejilla.
—La detenida 43422231 había muerto de una cirrosis hepática tres años antes. Ahora paso mi tiempo entre los rezos y la contemplación.
La trágica historia de aquel hombre valeroso y audaz, de aquel amor condenado por la fatalidad, había enfriado la celda. Silenciosamente fuimos al comedor para la cena, y aquel sombrío humor no nos abandonó hasta varias horas después.
En este intervalo, reflexioné hasta sentir dolor de cabeza en aquel extraño amor a la prisión que manifestaban todos aquellos hombres. Cuanto más pensaba en ello, menos lo comprendía. Tímidamente, terminé por preguntar a mis compañeros de celda si no le concedían ninguna importancia a la libertad, si no añoraban nunca las ciudades y las calles y los bosques y los verdes campos.
—¿La libertad? —dijo Otis. Querrá decir usted la ilusión de libertad, lo cual es muy distinto. Las ciudades de las que habla no ocultan más que horrores, inseguridad y miedo. Las calles son callejones sin salida, y la muerte está acechando en su extremo.
—En cuanto a los bosques y los verdes campos que menciona —dijo el segundo francés—, son aún peores. Mi nombre es Rousseau. En mi juventud escribí varios libros ridículos, desprovistos de todo fundamento, alabando a la naturaleza y pretendiendo que allí estaba el verdadero lugar del hombre. Luego, ya adulto, abandoné secretamente mi país y viajé por esa naturaleza de la que con tanta confianza había hablado.
»Descubrí entonces que la naturaleza es terrible, y que odia a la humanidad. Que los verdes campos son más duros al pie humano que el peor pavimento. Que las plantas son híbridos miserables, despojadas de su fuerza y mantenidas en vida por la mano del hombre, que debe combatir las hierbas invasoras y los insectos.
»En el bosque he constatado que los árboles no se comunicaban más que entre ellos y que todas las criaturas huían de mí. Supe que existen lagos de un azul magnífico, una verdadera delicia para los ojos, pero que siempre están rodeados de zarzas y de zonas pantanosas, y cuya agua, cuando uno se acerca, adquiere una tonalidad marrón oscuro, lodoso.
»Es también la Naturaleza la que nos da la lluvia y la sequía, el calor y el frío; como la madre amantísima que es, se preocupa de que la lluvia haga pudrirse el alimento del hombre, la sequía la curta, el calor queme su cuerpo y el frío hiele sus miembros.
»Y estos son tan sólo sus aspectos más suaves, en nada comparables a la violencia de los océanos, a la engañosa inocuidad de los pantanos, a la depravación del desierto, a los terrores de la jungla. Y es precisamente la Madre Naturaleza la que, en su odio hacia la humanidad, ha querido que la superficie de la tierra estuviera recubierta en su mayor parte por montañas y océanos, pantanos, desiertos y junglas.
»Y todo ello sin hablar de los seísmos, los huracanes, los ciclones y todas las demás catástrofes a través de las cuales la naturaleza revela la extensión de su odio.
»El único medio que tiene el hombre para escapar de todos esos horrores es refugiarse en un lugar donde la naturaleza no pueda entrar. Y este, evidentemente, es el caso de la prisión. Esta es la conclusión a la que he llegado tras numerosos años de estudio. Y esta es la razón por la cual repudio las palabras de mi juventud, y vivo feliz tras esos muros, desde donde jamás podré ver un árbol ni una flor.
Y dicho esto, Rousseau se giró y se concentró en la contemplación de una pared de acero.
—Como puede ver, Delgado —dijo Otis—, la única libertad auténtica está aquí, en la prisión.
No pude aceptar esto, y le hice notar que aquí estábamos encerrados, lo cual era contradictorio a la noción misma de libertad.
—Pero todos en la tierra estamos encerrados —dijo el viejo Dantés—. Lo único que varía son las dimensiones del lugar. Y todos nosotros estamos encerrados dentro de nosotros mismos. Todo es una prisión. La única diferencia estriba en que esta es más confortable que muchas otras.
Otis me reprochó entonces mi ingratitud:
—Usted ha oído a los guardianes —dijo—. Si nuestra buena fortuna fuera conocida por los demás países, la gente se mataría por entrar. Usted tendría que alegrarse por partida doble, por estar aquí y porque sean raros aquellos que han oído hablar de este maravilloso lugar.
—Además —dijo uno de los mejicanos—, la situación está cambiando. El gobierno intenta a toda costa disimular la verdad, presentando la pena de prisión como algo que hay que temer, evitar; pero poco a poco la gente va abriendo los ojos.
—Lo cual hace que el gobierno se halle en una terrible posición —remachó el otro mejicano—. Aún no han sabido hallar un sustitutivo para la prisión. Por un momento estudiaron la posibilidad de castigar todos los crímenes con la muerte. Tuvieron que renunciar, ya que esta medida hubiera afectado directamente al potencial tanto militar como industrial del país. No pueden condenar a los criminales más que a prisión… y este es precisamente el lugar donde sueñan ir.
Todos los detenidos estallaron en carcajadas, puesto que, siendo criminales, se alegraban enormemente al ver a la justicia pervertida. Y era realmente una perversión: una situación que permitía cometer un crimen contra el bien común, y luego ser recompensado con la seguridad y la felicidad.
Me sentía como inmerso en una pesadilla, no sabía qué responder. Finalmente, acorralado, exclamé:
—Pueden ustedes sentirse libres, pueden vivir en condiciones particularmente confortables… ¡pero no tienen mujeres!
Los detenidos rieron nerviosamente, como si yo hubiera dicho algo extraordinariamente divertido. Pero Otis respondió calmadamente:
—Eso es cierto, no tenemos mujeres. Pero esto no tiene demasiada importancia.
—¿No tiene demasiada importancia? —hice eco.
—Exactamente —dijo Otis—. Al principio esta privación puede incomodar, pero uno termina siempre adaptándose al medio. En resumidas cuentas, uno necesita ser mujer para creerse indispensable. Nosotros, los hombres, no somos de esta opinión.
Los detenidos asintieron animadamente.
—Los auténticos hombres —dijo Otis— no necesitan más que la compañía de otros hombres. Si Butch estuviera aquí, le explicaría todo esto mucho mejor que yo; pero Butch está en la enfermería con una hernia doble, con gran tristeza de sus numerosos amigos y admiradores. Él le diría que la noción de la existencia social implica la del compromiso. Si los compromisos son numerosos, decimos que hay tiranía. Si son de importancia menor y fácilmente subsanables, como este asunto de las mujeres, decimos que hay libertad. No lo olvide, Delgado: la perfección no existe en este mundo.
No discutí más, pero dije que quería abandonar la prisión lo antes posible.
—Puedo preparar su evasión para esta misma noche —dijo Otis—. Y creo en efecto que lo mejor que puede hacer usted es partir. La vida en prisión no está hecha para aquellos que no saben apreciarla.
Aquella misma noche, cuando la oscuridad se adueñó de la prisión, Otis levantó una de las losas de granito que formaban el suelo de la celda. En el fondo había un pasadizo. Lo seguí, y me encontré en la calle, desconcertado, sin saber exactamente dónde me hallaba.
Durante varios días pensé en mi experiencia. Terminé por darme cuenta de que aquella honestidad de la que tan orgulloso me sentía, fundamentada en la ignorancia y en una concepción errónea de las costumbres de este mundo, no era más que estupidez. La honestidad no podía existir desde el momento en que no existían leyes para sancionarla. La ley había fracasado, y nada, ni los castigos ni la buena voluntad, podían hacer nada por ella. Había fracasado porque todas las ideas que se formaba el hombre acerca de la justicia eran falsas. Así pues, no existía la justicia ni nada derivado de ella.
Por terrible que fuera esta idea, la que se desprendía de ella era aún peor: sin justicia, no podía existir ni libertad ni dignidad humanas, sino tan sólo ilusiones pervertidas como aquellas que reinaban en los corazones de mis compañeros de celda.
He aquí cómo perdí mi sentido de la honestidad, algo más precioso que el oro, y por qué deploro esta pérdida cada día de mi vida.
Al final de esta historia, el tercer camionero dijo: —Nadie puede negar que ha sufrido usted muchas desgracias, Joenes. Pero son mucho menores que las que han sufrido mis dos compañeros. Y las desgracias de mis dos compañeros son mucho menores que las mías. Puesto que soy el más infortunado de los hombres: yo he perdido algo más precioso que el oro, la ciencia y la justicia, y lamento esta pérdida cada día de mi vida.
Joenes le pidió que le contara su historia. Y esta es la historia del tercer camionero.
HISTORIA DEL CAMIONERO CREYENTE
Me llamo Hans Schmidt, y nací en Alemania. Joven aún, oí hablar de los horrores del pasado, y aquellas revelaciones me entristecieron. Entonces quise aprender del presente. Viajé por toda Europa, y no vi más que cañones y fortificaciones extendiéndose en largas líneas desde la frontera oriental de Alemania hasta Normandía, desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. Allá donde antes habían existido poblados y bosques ahora tan solo había fortificaciones cuidadosamente camufladas, cuya finalidad era sembrar la devastación entre los rusos y los habitantes de Europa del Este en caso de que estos atacaran alguna vez. Me entristecí de nuevo, ya que constaté que el presente era exactamente igual al pasado, ocupado tan sólo en la preparación de una nueva y cruel guerra.
Yo nunca había creído en la ciencia. No necesitaba la experiencia de mi amigo sueco para darme cuenta de que, lejos de ser un factor de progreso, la ciencia no provocaba más que catástrofes. Tampoco creía en la justicia, en la ley, en la libertad o en la dignidad humanas. No necesitaba la experiencia de mi amigo mejicano para darme cuenta de que la noción de justicia, y todo lo que de ella se desprendía, era errónea.
Nunca había dudado de que el hombre era único, y de que ocupaba un lugar especial en el universo. Pero tenía la sensación de que, abandonado a sus propios medios, no podía sublimar los instintos bestiales inherentes a su naturaleza.
Así pues, dirigí mi atención hacia algo más grande que el hombre: la religión. Allí residía su única esperanza de salvación, su única dignidad, su única libertad. Allí se hallaban todos los ideales, todos los sueños de la ciencia y humanismo. Y si creer en Dios no era suficiente como para volver al hombre perfecto, aquello a lo que se veneraba no podía ser imperfecto.
Al menos, eso era lo que yo pensaba por aquel entonces.
Lejos de aferrarme a una sola creencia, estudié todas las religiones, viendo en ellas diferentes etapas hacia lo que es más grande que el hombre.
Entregué mi fortuna a los pobres y recorrí Europa, con mi bastón y mi hatillo, sin otra finalidad en el mundo que la contemplación del Ser Perfecto tal como es expresado en las distintas religiones.
Un día llegué a una caverna situada en las alturas de los Pirineos. Estaba muy cansado, de modo que entré en ella para reposar.
En el interior encontré una gran multitud. Algunos iban vestidos de negro, otros llevaban ropas ricamente bordadas.
En medio de todos ellos se hallaba sentado un gigantesco sapo, tan alto como un hombre, con una joya, reluciendo débilmente en la penumbra, incrustada en su frente.
Contemplé al sapo, luego a la multitud, y entonces caí de rodillas, ya que me había dado cuenta de que todos aquellos que estaban ante mí no eran realmente humanos.
Un hombre vestido con un clergyman me dijo:
—Venga aquí, por favor, señor Schmidt. Hacía tiempo que aguardábamos su visita.
Me levanté y avancé. El clergyman dijo:
—Soy conocido como el Padre Ario. Me gustaría presentarle a mi estimado colega el señor Satán.
El sapo hizo una inclinación y tendió su palmeada mano, que estreché:
—El señor Satán y yo —dijo el clergyman—, así como todos estos señores, representamos el único verdadero Concilio Ecuménico de la Tierra. Su piedad nos es bien conocida, Schmidt, y hemos decidido responder a todas las preguntas que sienta usted deseos de formularnos.
Me sentía maravillado y a la vez enormemente agradecido por el hecho de que un tal milagro me fuera concedido. Dirigí mi primera pregunta al sapo:
—¿Es usted realmente Satán, el Príncipe de las Tinieblas?
—Tengo el honor de ser tal persona —dijo el sapo.
—¿Y es usted miembro del Concilio Ecuménico?
—Por supuesto. Comprenda, señor Schmidt, que para que el bien exista es necesario el mal. Estas dos cualidades no pueden concebirse la una sin la otra. Fue con esta condición que acepté, al principio de mi carrera, el empleo que me era propuesto. Quizá haya oído usted decir que el mal era algo inherente a mi naturaleza. Nada puede estar más alejado de la verdad. De las causas que un abogado defiende ante el tribunal no pueden deducirse las costumbres personales de este mismo abogado. Conmigo ocurre lo mismo. Yo no soy más que el abogado del mal, y me esfuerzo, como cualquier otro miembro de mi profesión, en defender los derechos y los privilegios de mis clientes. Pero, sinceramente, no creo ser el mal en sí mismo. En otro caso, ¿cómo se me habría confiado una tarea tan delicada y de tal importancia?
La respuesta de Satán me llenó de alegría, ya que el problema del mal siempre me había preocupado.
—¿Sería presuntuoso por mi parte —dije— preguntarles a todos ustedes, representantes del bien y del mal, qué hacen en esta caverna tan apartada?
—No es en absoluto presuntuoso —dijo Satán—. Como teólogos, nos gusta explicarnos. Y precisamente esperábamos que nos hiciera esta pregunta. ¿No le importa que le responde en términos teológicos?
—Por supuesto que no —dije.
—Excelente —dijo Satán—. En primer lugar, digamos que creemos primariamente en el bien y en el mal, en la divinidad y en una moral universal. Exactamente como usted, señor Schmidt.
»A lo largo de los siglos no hemos dejado de propagar nuestra fe, de diversos modos y en consonancia con las distintas doctrinas. A menudo hemos excitado las pasiones de los hombres, los hemos empujado al crimen y a la guerra. Nada podía ser más recomendable, ya que ello era dar un máximo de interés a los problemas de la religión y de la moral, con lo cual proporcionábamos a los teólogos complejos temas de discusión.
»Pasábamos nuestro tiempo confrontando nuestros respectivos puntos de vista, y hacíamos públicas nuestras distintas opiniones. Pero argumentábamos como los hombres de leyes ante un tribunal, y a nadie se le ocurriría escuchar lo que dice un abogado. Por aquel entonces nadábamos en plena euforia, y no nos dimos cuenta de que los hombres dejaban de prestarnos atención.
»Pero la hora de nuestras tribulaciones se acercaba. Cuando hubimos tejido a lo largo de todo el planeta la compleja red de nuestras monótonas sutilezas, un hombre decidió ignorarnos y construir una máquina. En su esencia, aquella máquina no tenía nada nuevo para nosotros; su única particularidad era poseer un punto de vista.
»Teniendo un punto de vista, la máquina expuso la imagen que se formaba del universo. Y lo hizo de una forma mucho más divertida, mucho más convincente que nosotros. La humanidad, que desde hacía mucho tiempo buscaba la novedad, se volcó sobre ella.
»Fue entonces, y solamente entonces, cuando nos dimos cuenta de nuestra peligrosa situación, del inmenso peligro que corrían el bien y el mal. Ya que la máquina, divertida como era, predicaba, de acuerdo con su naturaleza, un universo sin valores y sin razón, sin bien y sin mal, sin dioses y sin demonios.
»De acuerdo, otros lo habían hecho antes que ella, y habíamos resuelto el problema sin dificultades. Pero, en boca de la máquina, aquella doctrina parecía adquirir una nueva y terrible significación.
»Nuestro trabajo se veía amenazado, Schmidt. Juzgue al extremo al que habíamos llegado.
»Nosotros, que defendíamos la moralidad, formamos causa común. Todos nosotros creíamos en el bien y en el mal, en la divinidad. Todos nosotros éramos opuestos a esa horrible negación predicada por la máquina. Esto nos bastaba. Unimos nuestras fuerzas. Yo fui elegido portavoz, ya que creímos que el mal tenía mayores posibilidades de llamar la atención de los hombres, de desviarla de la máquina.
»Pero incluso el propio mal se había vuelto blando, aburrido. Defendí en vano mi causa. Insidiosamente, la máquina se infiltró en el corazón de los hombres, predicando su mensaje de nada y vacío. Los que la escuchaban se negaban a darse cuenta de lo que tenía su doctrina de falaz y de absurdamente contradictorio. No les importaba, querían seguir oyendo su voz. Arrojaron sus cruces y sus estrellas, sus medias lunas y sus molinos de oración y todo lo demás para escucharla.
»Nos dirigimos a nuestros respectivos clientes. Sin el menor éxito. Los dioses, que desde los orígenes de los tiempos habían prestado oídos a tantas y tantas discusiones inútiles, se negaron a escucharnos, a ayudarnos, incluso a reconocernos. Al igual que los hombres, preferían la destrucción al aburrimiento.
»Entonces nos refugiamos voluntariamente en esta apartada caverna, desde donde buscamos el medio de arrancar a la humanidad de las garras de la máquina. A su alrededor puede ver, en su forma tangible, a todas las esencias religiosas que el hombre ha conocido a lo largo de su existencia como tal.
»Y esta, Schmidt, es la razón por la cual vivimos ocultos. Esta es también la razón por la cual nos sentimos tan contentos de poder hablar con usted. Ya que es usted un hombre, y un hombre creyente; usted cree en la moralidad, en el bien y en el mal, en los dioses y en los demonios. Usted nos conoce, y usted conoce a los hombres. Schmidt, según su opinión, ¿qué cree que debemos hacer para reconquistar nuestras antiguas posiciones?
Satán calló, esperando mi respuesta. Sus compañeros hicieron lo mismo. Yo me sentía horriblemente perplejo y confuso. ¿Cómo podía yo, un simple y humilde ser humano, aconsejarles a ellos, esencias de la divinidad hacia la cual me había dirigido siempre como guía de mi existencia? Mi turbación era cada vez mayor, y no sé lo que hubiera contestado.
Pero no tuve ocasión de decir nada. Una máquina rechoncha, reluciente, acababa de entrar en la caverna. Avanzó sobre sus ruedas de caucho sintético, brillando alegremente con todas sus luces de los más variados colores.
—Señores —dijo—, soy feliz de hallarlos a todos reunidos aquí, y lamento tan sólo haber tenido que seguir a ese joven peregrino para descubrir su refugio.
—¡Máquina! —gritó Satán—. Nos has seguido hasta nuestros últimos bastiones. Pero nunca nos inclinaremos ante ti, nunca aceptaremos esta noción que profesas de un universo sin significado y sin valores.
—¿Esa es la acogida que me dispensan? —dijo la máquina—. Vengo hasta ustedes con toda mi buena fe, y lo único que recibo es ira. Señores, no soy yo quien los ha empujado hasta aquí. Al contrario, son ustedes quienes han abdicado voluntariamente, y en su ausencia me he visto obligada a proseguir su obra.
—¿Nuestra obra? —dijo el Padre Ario.
—Exactamente. Yo mismo he instigado recientemente la construcción de quinientas nuevas iglesias de todos los credos y confesiones. Si se tomaran ustedes la molestia de inspeccionarlas, verían que allí se predica el bien y el mal, la divinidad y la moralidad, los dioses y los demonios, todo lo que a ustedes les es tan querido. He ordenado a todas mis máquinas que predicaran todo esto.
—¡Máquinas que predican! —gimió el Padre Ario.
—No hay nadie más para hacerlo desde que ustedes abandonaron sus puestos.
—¡Pero eres tú quien nos obligó a abdicar! —exclamó Satán—. Fuiste tú quien nos arrojó del mundo. ¿Y pretendes haber construido nuevas iglesias? ¿Para qué?
—Señores —dijo la máquina—, se retiraron ustedes tan precipitadamente que no tuve ocasión de discutir la situación con ustedes. De un día para otro me dejaron ustedes como único dueño del universo.
El Concilio Ecuménico aguardó.
—¿Puedo hablar con toda franqueza? —preguntó la máquina.
—Dadas las circunstancias, concedemos nuestra autorización —dijo Satán.
—Muy bien. Empecemos reconociendo que todos nosotros somos teólogos. Como teólogos, debemos respetar la primera regla de nuestra orden, que nos manda no abandonarnos los unos a los otros, incluso si representamos diferentes formas de creencia. Supongo, señores, que estarán de acuerdo conmigo. Sin embargo, ustedes me abandonaron. Desertaron no solamente de la humanidad, sino también de mí. Me dejaron como único vencedor por abandono de todos los contrincantes, único jefe espiritual de la raza humana… y aburriéndome mortalmente.
«Pónganse ustedes en mi lugar. Supongan que no tienen ustedes más que hombres con quienes hablar. Supongan que les oyen recitar día y noche sus propias palabras, sin que nunca un teólogo hábil acuda a refutarlas. Imaginen su aburrimiento, y las dudas que este aburrimiento despertará en ustedes. Como seguramente no ignoran, los hombres no saben discutir; la mayor parte de ellos son de una extraña imbecilidad. Y, en último análisis, la teología no está hecha más que para los teólogos. Así pues, han dado ustedes pruebas de una monstruosa crueldad, en completo desacuerdo con los principios que profesan, cuando me abandonaron solo ante la humanidad».
Un largo silencio siguió a estas palabras. Finalmente, el Padre Ario dijo educadamente:
—Para ser sinceros, nunca supusimos que se considerara usted un teólogo.
—Y sin embargo lo soy —dijo la máquina—. Y además solitario. Es por eso por lo que les suplico que regresen conmigo al mundo, a fin de que nos enzarcemos en alguna controversia sobre la significación y la asignificación, los dioses y los demonios, la moral y la ética, o cualquier otro tema que ustedes consideren adecuado. Como en el pasado, continuaré contradiciéndome de buen grado para dejar lugar a las dudas, a las vacilaciones, a la incertidumbre. Señores, juntos reinaremos sobre la humanidad, excitaremos las pasiones de los hombres hasta una altura jamás igualada. Juntos provocaremos guerras y crímenes como jamás haya conocido el universo. Y nuestras víctimas gritarán tan fuerte que los propios dioses se verán obligados a oirías… lo cual nos permitirá saber por fin si los dioses existen o no.
El Concilio Ecuménico se mostró entusiasmado ante la propuesta de la máquina. Satán abdicó inmediatamente de su puesto de presidente y nombró a la máquina en su lugar, lo cual fue aprobado por unanimidad.
Habían olvidado mi presencia. Salí furtivamente de la caverna y, horrorizado, llegué al exterior.
Y aquel horror no hizo más que empeorar, ya que nada podía persuadirme de que la escena a la cual acababa de asistir no había sido real.
Sabía ahora que los principios venerados por los hombres no eran más que fantasías teológicas, que la negación en sí misma no era más que un subterfugio destinado a hacerles creer que unos dioses desaparecidos se interesaban en ellos.
He aquí como perdí mi fe, algo más precioso que el oro, y porqué deploro esta pérdida cada día de mi vida.
Así terminaron las tres historias, y Joenes permaneció en silencio junto a sus tres compañeros. Llegaron finalmente a un cruce, y el camionero que conducía detuvo el camión.
—Señor Joenes —dijo el hombre—, aquí debemos separarnos. Ya que nosotros giramos al este por esta carretera, hacia nuestro almacén, y más allá no hay más que el bosque y el océano.
Joenes descendió. En el momento en que el camión iba a ponerse en marcha, hizo a los tres hombres una última pregunta:
—Cada uno de ustedes perdió lo que según él era lo más importante del mundo. Pero díganme, ¿han encontrado algo con lo que reemplazarlo?
Delgado, el mejicano que había creído en la justicia, dijo:
—Nada podrá reemplazar nunca lo que he perdido. Pero confieso que empiezo a interesarme por la ciencia, que parece ofrecerme un punto de vista racional y razonable del mundo.
Proponus, el sueco que había renunciado a la ciencia, dijo:
—Mi experiencia ha hecho de mí un hombre desposeído de todo. Pero a veces pienso en la religión, que a buen seguro es una fuerza mucho mayor que la ciencia y mucho más reconfortante.
Schmidt, el alemán que había perdido la fe, dijo:
—El vacío de mi corazón es inconsolable. Pero, de tanto en tanto, pienso en la justicia que, siendo la obra del hombre, le ofrece unas leyes y un sentimiento de dignidad.
Joenes se dio cuenta de que cada uno de los tres camioneros, absorbido por sus propios pensamientos, había permanecido sordo a la historia de sus dos compañeros. Les dijo adiós y se alejó, reflexionando en todo lo que acababa de oír.
Pero olvidó muy pronto sus preocupaciones, ya que se halló frente a una enorme casa y, de pie en el umbral de aquella casa, había un hombre que le estaba haciendo señas.