5. LA HISTORIA DE JOENES, WATTS Y EL POLICÍA
(según la narración de Ma’aoa de Samoa)
Nunca había visto Joenes nada comparable a la gran ciudad de Nueva York. El ruido y la incesante agitación de una muchedumbre tan numerosa eran algo nuevo para él, excitándole tanto como le sorprendían. Aquel frenesí no se calmaba con la llegada de la noche, y Joenes observó con sorpresa a los neoyorkinos empujándose a la entrada y a la salida de los clubs nocturnos y de las salas de baile en su búsqueda de placer. Pero la cultura no era por ello desdeñada en la ciudad, ya que gran número de personas se interesaban en el arte hoy desaparecido del cinematógrafo.
Al alba, el ritmo decrecía. Joenes se tropezó con multitud de viejos e incluso algunos jóvenes sentados en bancos o de pie junto a las bocas del metro sin hacer nada. En sus rostros leyó una aterradora ausencia de sentimientos y, cuando les habló, ni siquiera pudo comprender sus respuestas. Aquellos neoyorkinos tan distintos de los demás lo desconcertaron, y se alegró al ver surgir de nuevo la mañana.
Inmediatamente, el frenético ir y venir de la multitud comenzó otra vez, y la gente se abría camino a codazos en su prisa por llegar a no sabía dónde para hacer no sabía qué. Joenes quiso conocer la razón de todo aquello y detuvo al azar a un transeúnte para preguntárselo.
—Señor —dijo—, ¿podría consagrar a un extranjero una fracción de su precioso tiempo para explicarle el por qué y el cómo de esta desbordante vitalidad que puede verse a nuestro alrededor?
—¿Qué pasa, está usted loco? —dijo el hombre. Y echó a correr.
Pero el siguiente hombre al que Joenes detuvo y le hizo la pregunta meditó un rato y dijo:
—Así que usted le llama a eso vitalidad, ¿eh?
—Eso me parece —dijo Joenes, haciendo un guiño al zumbante enjambre que se apretujaba a su alrededor—. Por cierto, mi nombre es Joenes.
—El mío Watss —dijo el hombre—. Pero volvamos a su pregunta. Le aseguro que lo que ve usted a su alrededor no es vitalidad. Es pánico.
— Pero ¿a qué puede ser debido este pánico? —preguntó Joenes.
—Para decirlo en dos palabras —dijo Watts—, todos ellos temen que, si paran un solo instante de correr y de empujarse, alguien se dará cuenta de que están muertos. Lo cual resultaría extremadamente grave, ya que, cuando uno constata la muerte de un ciudadano, puede quitarle su empleo, bloquear su cuenta bancaria, alquilar su apartamento y llevarlo a uno a rastras hasta la tumba.
Joenes consideró aquella respuesta poco verosímil.
—Señor Watts —dijo—, esas gentes no tienen el aspecto de estar muertas. Y de hecho, si uno examina fríamente la realidad, se da cuenta de que no lo están.
—Yo nunca examino fríamente la realidad —dijo Watts—. Pero, puesto que es usted extranjero, intentaré explicárselo. En primer lugar, la muerte es tan sólo un asunto de definición. Antes, esta definición era muy sencilla: uno estaba muerto cuando dejaba de moverse durante un cierto lapso de tiempo. Pero luego los científicos examinaron más de cerca esta noción anticuada. Y se han dado cuenta tras un atento estudio de que uno puede muy bien estar muerto bajo todos los aspectos importantes aunque siga moviéndose y hablando.
—¿Cuáles son estos aspectos importantes? —preguntó Joenes.
—Bueno, esos muertos en vida se caracterizan en primer lugar por una ausencia casi total de emociones alegres. No experimentan más que cólera y miedo, aunque a veces sean capaces de disimular otros sentimientos, del modo rudimentario en que un chimpancé hace como si leyera un libro. Luego se aprecia en todas sus acciones el automatismo que acompaña a la interrupción de todos los procesos mentales elevados. Frecuentemente se produce un movimiento reflejo hacia la piedad, un movimiento bastante parecido a las frenéticas gesticulaciones de un pollo al que acaba de cortársele la cabeza. A causa de este reflejo, se hallan a menudo gran cantidad de esos muertos vivientes en los alrededores de las iglesias, donde algunos de ellos se esfuerzan incluso en rezar. Otros merodean por los jardines públicos o las estaciones de metro.
—Ah —dijo Joenes—. Paseando esta noche por la ciudad he visto en esos lugares a algunas personas…
—Exacto —dijo Watts—. Esos son los que ya no pretenden que no están muertos. Pero otros copian a los vivos con un celo intenso y patético, esperando pasar desapercibidos. En general, fracasan debido a que exageran demasiado, gesticulan violentamente o hablan y ríen muy fuerte.
—No tenía la menor idea de todo eso —dijo Joenes.
—No es un problema trágico. Las autoridades hacen todo lo que pueden para mantener a raya esta situación, pero ha tomado ya proporciones gigantescas. Me gustaría poder describirle otras características de los muertos vivientes, señalarle los puntos de contacto con los muertos a la antigua moda, los inmóviles. Estoy seguro de que iba a interesarle sobremanera. Pero veo que se acerca un policía, señor Joenes, y prefiero despedirme de usted.
Y, diciendo esto, Watts hizo jugar sus piernas y desapareció entre la multitud. El policía echó a correr tras él, pero renunció casi inmediatamente a alcanzarlo y regresó junto a Joenes.
—Maldita sea —dijo—. Lo he perdido de nuevo.
—¿Acaso es un criminal? —preguntó Joenes.
—El ladrón de joyas más hábil de estos lugares —dijo el policía, secándose el sudor de su enrojecida y masiva frente—. Le gusta disfrazarse de beatnik.
—Me estaba hablando de los muertos vivientes —dijo Joenes.
—Siempre está inventándose historias de este tipo —dijo el policía—. Un mentiroso empedernido, eso es lo que es. Está completamente loco. Y por eso es peligroso.
Particularmente peligroso debido a que no va armado. Uno no puede prever por anticipado los movimientos de un criminal cuando este no va armado. He estado tres veces a punto de atraparlo. Le he gritado que se detuviera, como señala el manual, y luego, al ver que no obedecía, he disparado. Ya llevo matados a ocho transeúntes, y si eso continúa nunca voy a ascender a sargento. Además, me hacen pagar las balas a mí.
—Pero si ese Watts nunca va armado… —empezó a decir Joenes, y se detuvo bruscamente. El rostro del policía se ensombreció, su mano descendió rápidamente a la culata de su pistola—. Esto, quería decir… ¿hay algo de cierto en esa historia de los muertos vivientes?
—Oh, no, tan sólo son estupideces de beatnik que inventa para burlarse de la gente. ¿No le he dicho que es un ladrón de joyas?
—Lo había olvidado —dijo Joenes.
—Bueno, pues no vuelva a olvidarlo. Tan sólo soy un tipo ordinario, pero ese Watts me retuerce las tripas. Yo cumplo con mi deber tal como prescribe el manual, y por la noche vuelvo a mi casa y miro la tele, menos el viernes que es el día que voy a la bolera. ¿Es eso una existencia de autómata como él pretende?
—Por supuesto que no —dijo Joenes.
—Según él —prosiguió el policía—, la gente no tiene emociones. Bueno, pues déjeme decirle que, aunque yo no soy psicólogo, sé muy bien que yo tengo emociones. Cuando tengo el revólver en la mano me siento completamente a gusto dentro de mi piel. ¿Acaso esto no es una emoción? Y esto no es todo. Me crie en un barrio pobre de la ciudad, y cuando era chaval formaba parte de una banda. Teníamos revólveres y cuchillos, y organizábamos para divertirnos robos a mano armada, asesinatos, violaciones. ¿Acaso eso es una existencia de autómata? Y podría haber continuado por ese camino, convertirme en un criminal tras haber sido un delincuente juvenil, si no hubiera encontrado a aquel cura. No era un tipo engolado, hablaba exactamente como nosotros, porque sabía que este era el único medio de establecer contacto con los chicos duros que éramos. A menudo iba de expedición con nosotros, y más de una vez le he visto pinchar a un asqueroso burgués con la navajita automática que nunca abandonaba. Era de los nuestros, y lo aceptábamos. Pero también era un cura y, como yo sabía que era de los nuestros, dejaba que me hablara. Me explicó que estaba estropeando mi vida.
—Debía ser un hombre extraordinario —dijo Joenes.
—Era un santo —dijo el policía con voz grave, reflexiva—. Era realmente un santo, ya que hacía exactamente lo mismo que nosotros pero, en lo más profundo de su corazón, era puro y nos suplicaba que cesáramos en nuestras criminales actividades.
El policía contempló a Joenes fijamente a los ojos y dijo.
—Yo me hice policía a causa de él. ¡Yo, que según decían todos debía terminar en la silla eléctrica! Y ese Watts tiene el valor de llamarme muerto viviente. Yo me he convertido en un buen poli y no en un bueno para nada como él. He matado a ocho criminales siguiendo órdenes, y he sido condecorado tres veces. Y también he matado accidentadamente a veintisiete transeúntes cuya única falta había sido la de no apartarse con la suficiente rapidez de mi trayectoria. Lo siento por ellos, pero tengo una tarea que cumplir y no puedo dejar que la gente se meta de por medio cuando persigo a un criminal. En cuanto a los sobornos, pese a lo que digan los periódicos, pueden decir lo que les venga en gana, nunca he aceptado uno en mi vida, ni siquiera con las multas de aparcamiento —la mano del policía se crispó convulsivamente sobre la culata de su revólver—. Multaría por mal aparcamiento a Jesucristo en persona, y ni todos los santos juntos lograrían sobornarme. ¿Qué piensa usted de eso, eh?
—Creo que siente usted realmente su oficio —dijo prudentemente Joenes.
—Ajá, tiene usted razón. Y tengo una mujer que es una hermosura y tres chavales como no hay otros. Les he enseñado a usar el revólver. Nada es demasiado para mi familia. ¡Y ese Watts cree saberlo todo de los sentimientos! Cristo, esos malditos bastardos de melosa voz me ponen tan frenético que a veces me cuesta mantener mi sangre fría. Afortunadamente, soy un hombre religioso.
—Afortunadamente —dijo Joenes.
—Cada semana voy a ver al cura que me puso en el buen camino. Sigue ocupándose de los chavales, tal es su fe en su misión. Ahora ya es un poco viejo para manejar el cuchillo, de modo que generalmente utiliza el revólver o una cadena de bicicleta. Ese hombre ha hecho más por la buena causa que todos los centros de rehabilitación de esta ciudad. A veces le echo una mano, y juntos hemos salvado a catorce chicos que parecían irrecuperables. La mayor parte de ellos se han convertido en respetables hombres de negocios, y seis han entrado en la policía. Cada vez que veo a ese hombre siento que mi fe se reafirma.
—Creo que es realmente maravilloso —dijo Joenes. Retrocedió muy suavemente, ya que el policía había sacado su revólver y lo manoseaba nerviosamente.
—No hay nada en este país que un poco de moral y de religión no puedan curar —dijo el policía, con sus mandíbulas estremeciéndose—. Dios siempre termina triunfando, y seguirá siendo así mientras haya hombres de buena voluntad para ayudarle. La ley está más en la punta de mi porra que en las páginas de esos viejos y polvorientos manuales de derecho. Nosotros arrestamos a los criminales, y los jueces vuelven a soltarlos. ¿Cree usted que eso es admisible, eh? Pero nosotros los polis ya estamos acostumbrados, y pensamos que un brazo roto vale tanto como un año en chirona, así que la mayor parte de las veces nos encargamos nosotros mismos de la sentencia.
Entonces el policía blandió su porra. Con esta en una mano y el revólver en la otra, estudió fijamente a Joenes. Joenes captó la repentina inmensidad de la necesidad que sentía el policía de aplicar la ley y el orden. Permaneció inmóvil en su lugar, contentándose con esperar que el policía, cuyos ojos brillaban cada vez más a medida que avanzaba hacia él, no le matara ni le rompiera demasiados huesos.
El momento crucial se acercaba. Pero Joenes fue salvado en el último segundo por un ciudadano que, con la cabeza muy lejos de allí, empezó a cruzar la calle sin esperar a que cambiara el semáforo.
El policía giró sobre sus talones, disparó ruidosamente dos tiros, y cargó contra el hombre. Joenes aprovechó la ocasión para alejarse rápidamente en dirección opuesta, y no dejó de andar hasta llegar a los límites de la ciudad.