3. EL COMITÉ DEL CONGRESO
(según la narración de Ma’aoa de Samoa)
Joenes no podía saber que en aquel mismo momento un comité del Senado Americano se hallaba en San Francisco realizando una investigación. Pero la policía sí lo sabía. Adivinando intuitivamente el valor que podía tener el testimonio de Joenes en aquella investigación, le condujeron directamente de su celda a la sala donde el Comité estaba celebrando una sesión ejecutiva.
El presidente del Comité, cuyo nombre era senador George W. Pelops, preguntó inmediatamente a Joenes qué tenía que decir en su defensa.
—No he hecho nada —dijo Joenes.
—Ah —replicó Pelops—, ¿le ha acusado alguien de haber hecho algo? ¿Le he acusado yo? ¿Lo ha hecho alguno de mis ilustres colegas? Si es así, me gustaría oírselo decir.
—No, señor —dijo Joenes—. Yo tan sólo pensaba…
—Los pensamientos no son admisibles como evidencia —dijo Pelops.
Pelops se rascó su calva cabeza, ajustó sus gafas, dirigió su mirada a la cámara de televisión y dijo:
—Este hombre, según ha admitido él mismo, no ha sido acusado de ningún crimen, ni de hecho ni de intención. Simplemente le hemos pedido que hablara, haciendo uso del derecho que nos concede nuestro privilegio como miembros del congreso. Sin embargo, sus propias palabras traicionan un sentimiento de culpabilidad. Creo, señores, que deberíamos llevar este asunto un poco más lejos.
—Quiero un abogado —dijo Joenes.
—No tiene usted derecho a ningún abogado —dijo Pelops—, ya que la misión de las personas aquí presentes es la de determinar los hechos y no la de inculparle. Pero tomamos nota de que ha reclamado usted la presencia de uno. Dígame, señor Joenes: ¿cree usted realmente en el discurso que pronunció anoche en las calles de San Francisco?
—No recuerdo haber pronunciado ningún discurso.
—¿Rehúsa usted responder a mi pregunta?
—No puedo responder. No recuerdo nada. Creo que estaba intoxicado.
—¿Recuerda usted las personas con las que estuvo anoche?
—Creo que estaba con un hombre llamado Lum y una muchacha llamada Deirdre…
—No le preguntamos los nombres —dijo apresuradamente Pelops—. Queríamos simplemente saber si recordaba usted con quién se encontraba, y usted acaba de responder que lo recuerda. Esto no es lógico, señor Joenes. Resulta demasiado cómodo poseer una memoria capaz de recordar una serie de hechos y olvidar otros, teniendo en cuenta que los dos se produjeron en un mismo período de veinticuatro horas.
—No se trataba de hechos —dijo Joenes—, sino de personas.
—El Comité no le ha pedido que sea usted chistoso —dijo severamente Pelops—. Le advierto desde ahora que cualquier respuesta chistosa, vaga o de naturaleza equívoca, al igual que cualquier negativa a responder, serán consideradas como desacato a este Congreso, lo cual constituye un delito penable de un mes a un año de prisión.
—No pretendía burlarme de este Comité, señor —dijo Joenes rápidamente.
—Muy bien, señor Joenes. Y ahora sigamos. ¿Niega usted haber hecho alusión, en su discurso de ayer por la noche, al pretendido derecho que, según usted, posee todo ciudadano de derribar por la fuerza el código legalmente instituido de este país? ¿Niega usted, en otras palabras, haber incitado a la rebelión a los disidentes susceptibles de ser influenciados por sus palabras de inspiración extranjera? O, para hacerle mi pregunta más comprensible, ¿niega usted haber predicado el derrocar por la fuerza a un gobierno que descansa necesariamente sobre las leyes de este gobierno? ¿Puede pretender usted que el fondo y la sustancia de su discurso no iban en contra de esas mismas libertades, entregadas a nosotros por nuestros Padres Fundadores, que le autorizan a usted y a sus semejantes a tomar la palabra, lo cual seguramente no le sería permitido en la Rusia Soviética? ¿Se atrevería usted a decirnos que ese discurso, disimulado bajo la máscara de una bohemia inofensiva, no formaba parte integrante de un complot muy preciso cuya finalidad es provocar en este país disensiones internas y preparar el camino a agresiones procedentes del exterior, y que no goza usted para ello de la aprobación tácita, sino de directrices explícitas, de algunas personas pertenecientes a nuestro propio Departamento de Estado? ¿Que esas palabras, según usted pronunciadas en estado de aparente intoxicación, no le han parecido justificadas por el derecho que cree tener usted de actuar subversivamente en una democracia donde el poder de las represalias es, según usted al menos, inoperante a causa de una constitución y de una Declaración de Derechos que sin embargo no están destinadas, como parece pensar usted, a preservar las libertades del pueblo contra los ataques de mercenarios ateos como usted mismo? ¿Me equivoco, señor Joenes? Responda solamente sí o no.
—Bueno —dijo Joenes—, me gustaría aclarar un poco…
—La pregunta, señor Joenes —dijo Pelops con voz glacial—. Responda sí o no a la pregunta.
—Me acojo a mis derechos constitucionales —dijo Joenes—, y en particular a la Primera y Quinta Enmiendas, y declino respetuosamente contestar.
Pelops sonrió ligeramente.
—Esta actitud no le es válida, señor Joenes, puesto que esta misma Constitución a la cual se agarra usted ahora con tanto fervor ha sido reinterpretada, o mejor dicho modernizada, por aquellos de entre nosotros que desean preservarla de cambios y profanaciones. Las Enmiendas que usted menciona, señor Joenes (¿o debería decir camarada Joenes?), no le autorizan a guardar silencio, por razones que cualquier Juez de la Corte Suprema se sentiría feliz de exponerle… ¡si usted se hubiera tomado la molestia de preguntárselo!
No había ninguna respuesta posible a aquella aplastante réplica. Incluso los periodistas que había en la habilitación, endurecidos observadores de la escena política, se mantenían inmóviles. Joenes se puso rojo como un tomate, luego blanco como una azucena. Sin saber qué decir, abrió la boca para intentar una respuesta. Pero fue salvado momentáneamente por la intervención de uno de los miembros del comité, el senador Trellid.
—Perdón, señor —dijo el senador Trellid a Pelops—, y perdonen todos ustedes que aguardan la respuesta de este hombre. Sólo tengo una cosa que decir, y querría que fuera consignada en el acta de esta sesión, puesto que hay ocasiones en las que un hombre digno de este nombre debe hacer que se oiga su voz, sean cuales sean para él las consecuencias políticas o económicas. Sí, un hombre como yo debe tomar la palabra de acuerdo con su conciencia, incluso si las palabras que va a pronunciar van en contra de esa gran potencia que representa la opinión pública. Así pues, quiero decir esto. Soy un hombre viejo y, en mi vida, he visto multitud de cosas y he contemplado aún muchas más. Quizá sea mostrarme imprudente el hablar así, pero debo decirles que odio la injusticia. A diferencia de algunas personas, no puedo aprobar la matanza de Hungría, la toma ilegal del poder en China, la invasión del comunismo en Cuba. Soy viejo, se me ha acusado de conservador, pero no puedo aprobar estas cosas. Y sean cuales sean los epítetos con los que se me abrume, espero no ver jamás el día en el que un ejército ruso ocupe Washington. Y si me levanto contra ese hombre, ese camarada Jonski, no es en mi calidad de senador, sino más bien en recuerdo del niño que fui un día, ese niño que nació en las regiones montañosas del sur de Sour Mountain, que cazó y pescó en las profundidades de los bosques, que tomó lentamente consciencia de lo que América significaba para él, al que sus vecinos delegaron en el Congreso para que les representara, a ellos y a sus seres queridos, y que ahora se siente en la obligación de hacer esta declaración de fe. Es por esta razón, y por esta razón tan sólo que les recuerdo las palabras de la Biblia: «¡El Mal es Malo!». Algunos de entre ustedes, más sofisticados, sonreirán quizás al oírme expresarme así, pero es así como habla la Biblia, y yo creo en la Biblia.
El Comité en pleno estalló en aplausos espontáneos. Aunque lo habían escuchado ya multitud de veces, el discurso del viejo senador no dejaba nunca de despertar en ellos exquisitas y profundas emociones. Con los labios blancos, el presidente Pelops se giró hacia Joenes.
—Camarada —preguntó, con una suave ironía—, ¿es usted miembro militante del Partido Comunista?
—¡No! —gritó Joenes.
—En este caso —dijo Pelops—, ¿quiénes eran sus asociados durante el tiempo en que fue miembro militante de él?
—No tenía asociados. Quiero decir…
—Comprendemos perfectamente lo que quiere usted decir. Puesto que se niega a identificar a sus compañeros de traición, ¿aceptará indicarnos el emplazamiento de su célula? ¿No? Dígame, camarada Jonski, ¿le recuerda algo el nombre de Ronald Black? En otras palabras, ¿cuándo vio usted a Black por última vez?
—Nunca lo he visto —dijo Joenes.
—¿Nunca? Esta es una palabra muy definitiva, señor Joenes. ¿Quiere usted hacerme creer que jamás, en ningún momento, ha podido ver usted a Ronald Black? ¿Qué jamás ha podido cruzarse inocentemente con él en la calle, que jamás ha podido asistir a una sesión de cine sentado cerca de él? No conozco a nadie en América que pueda afirmar con tanta seguridad no haber visto nunca a Ronald Black. ¿Desea usted que su declaración conste en acta?
—Bueno, es posible que alguna vez lo haya visto en la calle, que me haya topado con él en algún cruce, paseando, pero no podría jurar…
—Sin embargo, admite usted que el hecho es posible.
—Indudablemente, es posible.
—Excelente —dijo Pelops—. Estamos avanzando algo. Ahora, querría saber dónde se encontró usted con Black, lo que él le dijo, lo que usted le dijo a él, qué documentos recibió de él y a quién entregó usted a su vez esos documentos.
—¡Yo no me he encontrado nunca con Arnold Black! —gritó Joenes.
—Nosotros lo conocemos como Ronald Black —dijo Pelops—. Pero siempre nos gusta aprender sus distintos seudónimos. Me permito hacerle observar que usted mismo ha admitido la posibilidad de una asociación entre ustedes dos, posibilidad que, dadas las actividades de usted en el seno del Partido, se convierte en una probabilidad que tiene valor de certeza. Además, usted mismo nos ha indicado el nombre bajo el cual es conocido Ronald Black en el Partido, un nombre que hasta ahora ignorábamos. Esto, me parece, constituye una prueba suficiente.
—Escuchen —dijo Joenes—, yo no conozco a ese Black, no siquiera sé lo que ha hecho.
Con tono sombrío, Pelops declaró:
—Ronald Black fue convicto de haber robado los planos del nuevo Convertible Compacto Studebaker Roadelinger de Lujo Super V-2, y haberlos vendido a un agente de la Unión Soviética. Al término de un proceso llevado a cabo en todos sus puntos conforme a las reglas, Black fue ejecutado en la forma prescrita por la ley. A raíz de aquello, treinta y uno de sus cómplices fueron descubiertos, juzgados y ejecutados. Usted, camarada Jonski, es el treinta y dos eslabón de la cadena de espionaje más importante que jamás haya existido en este país.
Joenes intentó hablar, pero le falló la voz, y se dio cuenta de que estaba temblando de miedo.
—Este Comité —prosiguió Pelops— ha sido dotado de poderes extralegales, puesto que su misión es investigar, no castigar. Este estado de cosas es algo que hay que lamentar, pero debemos seguir la letra de la ley. En consecuencia, ponemos al agente secreto Jonski en manos del Fiscal General, a fin de que sea juzgado conforme a la ley y sufra el castigo que esta rama del gobierno considere adecuado para un hombre que se reconoce culpable de traición y que no merece más que la muerte. Se levanta la sesión.
De este modo fue como Joenes se vio transferido rápidamente a la rama punitiva del gobierno y confiado al cuidado del Fiscal General.