2. Encuentro de Lum y Joenes

2. ENCUENTRO DE LUM Y JOENES

(según las propias palabras de Lum, tal como están narradas en el Libro de las Fiji, Edición Ortodoxa)

Bueno, creo que todos vosotros sabéis cómo es eso. Tal como dijo Hemingway: «Os deja el alcohol, os deja la chica, ¿y qué es lo que os queda?». Bueno, pues yo estaba en el muelle, esperando el cargamento semanal de peyote, y no estaba haciendo absolutamente nada, tan sólo estaba allá de pie mirándolo todo, la gente, los grandes barcos, la Golden Gate, ya sabéis. Acababa de echarme dentro un bocadillo de auténtico salame italiano con auténtico pan de centeno y, con el peyote que debía llegar, me sentía a mis anchas dentro de mi piel. Bueno, ya sabéis, quiero decir que a veces uno no se siente mal del todo, aunque tu chica se haya largado.

Bueno, pues hete aquí que llega un barco y aparece ese tipo. Era una especie de cosa alta, con un bronceado auténtico, unos hombros así, una camisa de lona, unos pantalones que estaban en las últimas y sin zapatos. Así que evidentemente pensé que era un tipo OK. Bueno, quiero decir que tenía el aire OK. Me acerqué a él y le pregunté si era en aquel barco en el que llegaba la mierda.

El tipo me miró y dijo:

—Me llamo Joenes. Soy extranjero aquí.

Inmediatamente me di cuenta de que no estaba en el ajo y miré hacia otro lado.

—¿Sabe dónde puedo encontrar trabajo? —me dijo—. Es la primera vez que vengo a América y quiero aprenderlo todo de ella, saber lo que me reserva y lo que yo puedo darle.

Lo miré de nuevo porque ahora ya no sabía; parecía estar en el ajo, es cierto, pero hoy en día cualquiera puede parecer estar en el ajo si sabe hacerlo ver, y si uno tiene labia puede incluso trepar hasta el gran Salón de Té en el Cielo donde manda el Alcahuete Mayor de Todos Nosotros, los pijos. Bueno, puede que tal vez intentara dármela con ese aire de no estar en el ajo. Eso es precisamente lo que hacía Jesús; claro que él sí estaba en el ajo, y todos nosotros estaríamos en su campo si todos esos pijos lo dejaran en paz. Así que le pregunté a ese Joenes:

—¿Estás buscando trabajo? ¿Qué es lo que sabes hacer?

Y Joenes me respondió:

—Puedo operar un transformador eléctrico.

—Que te aproveche —le dijo.

—Y tocar la guitarra —añadió.

—Bueno, hombre —dijo—, ¿por qué no me lo largaste en seguida, en lugar de tirarme a la cabeza tu trasto eléctrico? Sé de un antro donde podrás tocar, a muy pocos pasos de donde están los pijos. ¿Tienes pasta, muchacho?

Ese Joenes apenas sabía nada del lenguaje común de cada día, de modo que tuve que explicárselo todo, desde la A hasta la Z. Pero lo pescó aprisa, acerca de todo eso de tocar la guitarra en un antro y de lo de los pijos, de modo que le ofrecí que se quedara lo que quisiera en mi madriguera. ¿Por qué no, si mi chica se había largado? Me sonrió y me dijo que de acuerdo, que eso le iba al pelo. Inmediatamente me preguntó que cuál era la situación aquí, y aparte esto qué podía hacer para distraerse un rato. Aunque no era del lugar, parecía OK. Entonces le dije que por el lado chicas que bueno, que podía arreglarse, y que en cuanto a las demás distracciones lo único que tenía que hacer era quedarse a mi lado y ver venir la cosa. Pareció entender. De modo que lo llevé a mi madriguera y le di un verdadero bocadillo de auténtico pan de centeno de ese que tiene pipas enteras dentro y un trozo de queso suizo que había venido realmente de Suiza y no de Wisconsin. Estaba tan pelado el pobre Joenes que tuve que prestarle mi propia guitarra, ya que me dijo que la suya la había dejado en su isla, si es que esa isla existía en algún lugar del mapa. Luego fuimos al antro.

Joenes lo hizo bien con su guitarra y sus canciones, puesto que cantaba en una lengua que nadie entendía, lo cual era muy bien visto por todos los pijos. Los turistas lamían aquello como leche fresca, y Joenes se embolsó aquella noche 8,30 dólares, lo cual bastaba para una buena chupada de auténtico vodka ruso, y que sodomicen a quien considere que esto no es patriota. Entonces una muñequita que no debía medir más de metro y medio pelo incluido empezó a mirarle con ojos tiernos, lo cual no era extraño ya que Joenes tenía su estatura, sus hombros tal como deben ser unos hombros, y su cabello rubio descolorido por el sol. Un tipo como yo tiene que esforzarse un poco más, ya que soy más bien chaparro y mi barba está algo así como enmarañada, de modo que a veces tengo que tomarme un cierto tiempo. Joenes, por el contrario, era del tipo magnético. Incluso una mujer de los pijos vino a preguntarle si ya había volado por todo lo alto, pero la atajé en seco porque el peyote había llegado y ¿por qué cambiar una migraña por una indigestión?

Así pues Joenes, su muñequita, que se llamaba Deirdre Feinstein, y otra pollita que me busqué para mí, nos fuimos a mi madriguera. Le mostré a Joenes cómo había que hacerlo para chafar los botones de peyote y todo lo demás, y luego lo tomamos y volamos todos al cielo. Nosotros volamos, puesto que Joenes estalló como una bombilla de mil vatios, y tuve que decirle que había que ir con cuidado con los polis que merodean por las calles de San Francisco para echarle la zarpa a todo recién llegado al que pesquen para estrenar sus hermosas prisiones relucientes de tan nuevas, pero no pude impedir que se subiera a la cama y lanzara su discurso. Fue un hermoso discurso, ya que el sonriente chico recién llegado de las lejanas colinas se desmelenaba realmente por primera vez en su vida, y nos transmitió su palabra tal como sigue:

—Amigos míos, he venido hasta vosotros desde mi lejano país de arena y cocoteros con ansias de descubrimiento, y me considero el más feliz de los hombres ya que, apenas dados dos pasos sobre vuestra querida tierra, he sido presentado a vuestro líder, el rey Peyote, he sido elevado en lugar de ser denigrado, he visto las maravillas de este mundo, unas maravillas que enrojecen a mi alrededor y llueven por todos lados como un diluvio. Sólo de un modo imperfecto puedo expresarle a mi querido camarada Lum todo mi reconocimiento. En cuanto a mi nuevo amor, la voluptuosa Deirdre Feinstein, diré que veo crecer en mi una gran llama y soplar un viento tempestuoso. Y en cuanto a la novia de Lum, cuyo nombre desgraciadamente no recuerdo, diré que la amo como a una hermana, incestuosamente y sin embargo con una inocencia nacida de la inocencia misma. Y además…

Bueno, ese Joenes no dejaba de tener potencia de voz. Me atrevería a decir que se parecía a un elefante marino en época de celo. Y aquello era demasiado para mi madriguera, de modo que los vecinos de arriba, esos cerdos degenerados que se levantan todas las mañanas a las ocho para arrastrarse a sus trabajos, empezaron a patear el suelo gritando que ya era demasiada orgía y que acababan de llamar a los polis, de modo que ya lo sabíamos.

Joenes y las chicas estaban en pleno viaje. Yo, por mi parte, me enorgullezco de mantener la mente serena en cualquier ocasión, sea cual fuera la nube que flotara en mis pulmones o el líquido que se agitara en mis venas. Quise tirar el resto del peyote por la taza del water, pero Deirdre, que algunas veces llega a darme miedo con su valor, quiso ocultarlo dentro de su sujetador, donde dijo que nadie tendría la osadía de ir a buscarlo. Les hice salir a todos de la madriguera, Joenes aferrando mi guitarra en su bronceada mano, y llegamos abajo justo en el momento en que un coche lleno de polis se detenía en la acera de enfrente. Recomendé a todos que marcharan en fila india y bien derechos como en un desfile, ya que uno no puede jugar con fuego cuando se lleva mierda encima. Pero no sabía hasta qué punto Deirdre estaba volando.

Echamos a andar todos en fila india, y los polis llegaron a nuestro lado echándonos miradas de poli, y luego comenzaron a lanzar comentarios soeces sobre los beatniks, la inmoralidad y todo eso. Les dije a los otros que siguieran andando como si estuviera lloviendo, pero esa maldita Deirdre no se deja decir según qué cosas. De modo que se detuvo para decirles a los polis lo que ella pensaba de ellos, cosa que no es en absoluto recomendable cuando uno tiene su vocabulario y su imaginación creadora.

El jefe de los polis, un sargento, dijo:

—OK, hermana, ven con nosotros. Quieres jaleo, ¿eh?

Y, forcejando y tironeando, arrastraron a la pobre Deirdre hasta su coche. Vi como Joenes fruncía el ceño, los contemplaba con aire sombrío, y me dijo ya la hemos liado, ya que cargado como estaba debía sentirse lleno de afecto por Deirdre y probablemente por todo el mundo, excepto los polis, claro.

—Muchacho —le dije—, quédate tranquilo, esto tenía que pasar; cuando a Deirdre se le mete algo en la cabeza, lo suelta o revienta. Desde que se fue de Nueva York para estudiar el Zen se pasa el tiempo insultando a los polis y dejándose coger, pero eso no tiene nada de trágico puesto que es la hija de Sean Feinstein, un tipo podrido de dólares, y los polis se contentan con esperar a que termine en paz su viaje y luego la sueltan. Pero tú no eres hijo de Sean Feinstein, hermano, ni de nadie cuyo nombre valga la pena mencionar, así que estate quieto y no mires hacia atrás.

Así es como intenté calmar a Joenes y razonar con él, pero él se paró en seco, una imagen de héroe bajo las farolas, el puño estrujando los trastes de mi guitarra, la mirada llena de comprensión y de amor hacia su prójimo exceptuando los polis. Y se giró.

—¿Buscas algo, chico? —dijo el jefe de los polis.

—Quitad vuestras manos de encima de esa señorita —dijo Joenes.

—Esa drogadicta a la que tú llamas señorita —dijo el poli— ha violado el artículo 431.3 del Código de la Ciudad de San Francisco. Te aconsejo que te metas en tus propios asuntos, hermano, y no toques ese ukelele que llevas en la mano por las calles pasadas las doce.

Creo que la cosa hubiera podido quedar aquí, y todo hubiera ido bien.

Pero entonces Joenes se lanzó a pronunciar un discurso que valía su peso en oro. No lo recuerdo palabra por palabra, pero la idea general era que las leyes son obra del hombre, y que por lo tanto están influenciadas por el mal latente en su propia naturaleza, y que la verdadera moral consiste en seguir los dictados del alma iluminada.

—Así que un comunista, ¿eh? —dijo el jefe de los polis. Y en un chasquear de dedos Joenes se vio metido él también en el coche.

Bueno, naturalmente, a la mañana siguiente Deirdre fue soltada, primero gracias al nombre de su padre, y quizá gracias también a su encanto, que todo San Francisco no deja de alabar. Pero aunque buscamos de arriba a abajo, e incluso tan lejos como Berkeley, no hallamos ni rastro de Joenes.

¡Ni rastro, os lo aseguro! ¿Qué le había ocurrido a aquel rubio trovador de cabellos quemados por el sol y corazón tan grande como el mundo? ¿Adónde había ido con mi guitarra (una genuina Tatay) y mis sandalias de repuesto? Supongo que sólo los polis lo saben, y no nos lo van a decir. Pero no he olvidado a Joenes, el dulce poeta que, a las puertas del Infierno, se giró para echarle una última mirada a su Eurídice, y que sufrió el destino de Orfeo el de la voz de oro. Bueno, las cosas no fueron exactamente así, pero viene a ser lo mismo, ¿y quién sabe por qué lejanos países estarán vagando ahora Joenes y mi guitarra?