Capítulo 54

ROBIN Miller había pasado dos días atareados en Atenas y empezaba a sentirse preparada por fin, mientras caminaba entre el crepúsculo y se adentraba en el barrio de Plaka. Además de grandes gafas de sol, llevaba una peluca, sencilla, de color castaño, que le llegaba un poco más abajo de las orejas. Un largo flequillo le rozaba las cejas, teñidas de negro. Unas lentes de contacto marrones le cambiaban el color de los ojos azules, y no llevaba lápiz de ojos, ni rímel, ni barra de labios.

Llevaba ropa dos tallas más grande de su tamaño: unos pantalones de algodón muy holgados y una camisa suelta de botones, también de algodón. Solo eran de su talla sus viejas zapatillas deportivas, compradas en el rastrillo de Monastiraki. Llevaba una bolsa de compra que había encontrado sobre un cubo de basura. La bolsa iba llena de periódicos arrugados, y la cartera y otros artículos los llevaba en los bolsillos. La primera vez que se había visto a sí misma, reflejada en un escaparate, no se había reconocido en aquella mujer desaliñada y rellenita. Había sonreído con agrado.

Ahora necesitaba dinero. La zona comercial de Plaka estaba muy animada, como de costumbre. Los tenderos anunciaban sus mercancías en voz alta desde la puerta de sus pequeñas tiendas. Pasó un grupo de popes ortodoxos, con sotanas negras y con móviles pegados al oído. Robin entró en el pequeño banco que había elegido y se dirigió a una caja. Antes de desaparecer para ingresar en la Biblioteca de Oro, había guardado los ahorros de su vida en una cuenta numerada de un banco suizo. Hacía solo media hora, había llamado al número de teléfono que se había aprendido de memoria hacía mucho tiempo para transferir los fondos a aquel banco.

El cajero la condujo a una mesa, donde un empleado del banco ya tenía preparados unos impresos. Ella cumplimentó el número de cuenta y otros datos necesarios, y dijo su contraseña al empleado, de palabra.

—¿Cómo quiere usted los fondos? —le preguntó el empleado.

—Cuatro mil en euros. Otros dos mil en un cheque bancario. El resto, en otro cheque bancario. Deje el destinatario en blanco.

—Es mucho dinero. ¿No prefiere abrir una cuenta? Aquí estará bien guardado.

—No, gracias.

El empleado asintió con la cabeza y se retiró. Ella, girando en su butaca, observaba las idas y venidas de la gente.

Cuando regresó el empleado, le entregó ceremoniosamente un grueso sobre blanco.

—Si puedo hacer algo más por usted en sus cuestiones financieras, le ruego que me lo diga, señora.

Ella volvió a darle las gracias y se marchó. Tenía en total unos cuarenta mil dólares. No era suficiente para aguantar mucho tiempo a salvo del club de bibliófilos, pero al menos tendría algo de dinero disponible.

Ya se había puesto el sol, y las calles animadas de Plaka se llenaban de sombras. A Robin le gustaba el dramatismo de la llegada de la noche, y le serviría para ocultarse. Se metió el sobre bajo la cintura de los pantalones. Sentía los pies ligeros y esperanza en el corazón mientras se dirigía hacia el sur, serpenteando entre la zona comercial. Quería estar lo más cerca posible de donde había dejado su maleta de ruedas y el Libro de los Espías.

Mientras caminaba, sacó su teléfono móvil y marcó. A veces, la fortuna sonreía. Intentar negociar su libertad con Martin Chapman le había dado miedo, pero ahora tenía una alternativa.

Cuando respondió aquella voz de hombre, ella le preguntó:

—¿Es Judd Ryder?

—Sí. ¿Es usted Robin Miller?

Tenía una voz fuerte. Aquello le gustó.

—Sí —dijo ella—. ¿Quién es usted?

—Trabajo para el Gobierno de los Estados Unidos. ¿Conoce usted la ubicación de la Biblioteca de Oro?

De modo que era aquello lo que quería. Ella no hizo caso de la pregunta.

—¿Cómo supo de mí?

—He estado buscando la biblioteca. Tenía una pista que me condujo a Estambul, pero Preston me encontró allí e intentó eliminarme. Encontré en su bolsillo una nota donde había escrito el nombre de usted, además de «Atenas» y «el Libro de los Espías». Antes, en Londres, yo había encontrado dos números de teléfono en el móvil de Charles Sherback, pero no sabía a quién pertenecían. He llamado a los dos, dejando el mismo mensaje, con la esperanza de que uno de ellos fuera el de usted.

Robin se mordió el labio.

—¿Sabe usted quién mató a Charles?

—Ya hablaremos de eso cuando nos veamos.

Había estado procurando quitarse a Charles de la cabeza. Siempre que pensaba en él, la llenaba un dolor sin fondo. Era una pérdida tan grande, tan cruda, le destruía su mundo de tal manera, que le costaba trabajo pensar. Después de respirar hondo varias veces, consideró su situación. Ryder había conseguido escapar de Preston, y aquello decía mucho a su favor, en el sentido de que verdaderamente podía ser capaz de protegerla. Y ella comprendía su ansia de encontrar la biblioteca.

—Estoy segura de que Preston me está buscando —le dijo—. Tiene usted suerte de haberse escapado de él.

—No ha sido cuestión de suerte. Explíqueme por qué tengo que hacer tratos con usted.

La voz se había vuelto más dura.

—Yo trabajé en la Biblioteca de Oro, pero nunca descubrí dónde estábamos exactamente. Le puedo decir que la biblioteca está en una isla, pero no sé en qué isla. Siempre nos llevaban por aire, encapuchados, normalmente desde Atenas. Hay un helipuerto, un embarcadero y tres edificios que parecen un centro de vacaciones, con piscina y pistas de tenis. Hay unas veinte personas en plantilla, la mayoría de ellas de seguridad. El banquete anual es mañana por la noche, por lo que Preston habrá estado desplegando todavía más guardias desde hoy.

Pareció que sus respuestas habían agradado a Judd.

—¿Hay otras islas a la vista?

—Hay una a lo lejos. En los días muy despejados se ven sus cumbres.

—¿Tiene usted el Libro de los Espías?

—Lo tengo escondido en Atenas, y estoy dispuesta a vendérselo.

—De acuerdo. Reunámonos.

—Quiero cinco millones de dólares por él —dijo Robin con firmeza—. Antes de que me hagan alguna objeción, tengan en cuenta que el Getty pagó hace pocos años cinco millones ochocientos por el Bestiario de Northumberland.

El Bestiario era un raro manuscrito iluminado gótico inglés, del siglo XIII.

—Este es el único ejemplar que se hizo nunca del Libro de los Espías, y debería valer mucho más, de modo que les estoy ofreciendo una ganga.

—Tiene razón; es un buen trato si se mira desde el punto de vista de usted. Por otra parte, yo le ofrezco algo más valioso todavía… la voy a sacar de Atenas sana y salva. ¿Cuánto vale su vida?

Ella sintió un escalofrío.

—Me conformaré con tres millones.

—Mucho mejor. Haré la llamada telefónica necesaria para liberar los fondos; pero tardarán unas horas en depositarlos en su cuenta. O bien, podré dárselos en un cheque bancario o en cualquier otro medio de pago que quiera. Tendrá su dinero mañana por la mañana.

—Un cheque bancario estará bien.

Robin, sintiendo una oleada de emoción, miró a su alrededor. Había salido de Plaka y había entrado en el barrio de Makrigianni. Iba por el Dionysiou Areopagitou, un amplio bulevar peatonal. A su izquierda había una hilera de casas elegantes, de estilo modernista y neoclásico, y a su derecha, la inmensa Acrópolis, centro espiritual de la ciudad en tiempos remotos. Miró con interés hacia la parte superior de la ladera. Solo veía la crestería blanca de las ruinas en lo alto, iluminadas con focos. Observó después que pasaba junto a ella mucha gente que se dirigía hacia la entrada del parque de la Acrópolis, que estaba abajo y contenía los restos del antiguo centro intelectual y cultural de Atenas. Vio luces fuertes en el Teatro de Dioniso. Supuso que habría un concierto o un espectáculo de algún tipo. Una multitud podría resultarle útil.

Explicó a Judd dónde lo esperaría.

—¿Qué aspecto tiene usted? —preguntó a Judd.

Cuando él se lo dijo, ella describió a su vez su disfraz.

—Estaré allí dentro de pocos minutos —le aseguró él.

Preston, dominándose la frustración, estaba de pie con su móvil en la mano mientras dos de sus hombres y él buscaban con la vista a Robin. Se encontraban en un rincón de la calle Adrianou, la principal del barrio de Plaka, llena de tiendas para turistas. Robin había llamado por teléfono desde el café con terraza que estaba enfrente. Habían registrado la zona y no habían visto ningún indicio de ella, lo que le daba a entender que, o bien los había detectado y estaba escondida, o se había marchado.

Cuando sonó su móvil, se lo llevó al oído precipitadamente. Era Irene, su contacto en la NSA.

—Su persona de interés ha vuelto a hablar por el móvil —dijo Irene, que parecía nerviosa—. La llamada terminó hace cosa de un cuarto de hora. Se dirigía hacia el sur. Ya no le puedo ayudar más, Preston. Aquí ha pasado algo. Están vigilando a todos. He tenido que subirme a mi coche y marcharme del centro para llamarle. Me temo que van a investigar mis consultas y mis búsquedas en la NRO.

La NRO era la Oficina Nacional de Reconocimiento, que diseñaba, construía y operaba los satélites estadounidenses de reconocimiento, y recogía los datos que transmitían.

Preston maldijo para sus adentros.

—Deme la información exacta. Todo lo que haya descubierto. Ya me haré cargo yo a partir de ahora.