La historia misteriosa de la Biblioteca de Oro

HACE cinco siglos que se busca en los túneles laberínticos del subsuelo de Moscú la biblioteca perdida de Iván el Terrible, llamada a veces la Biblioteca Bizantina, que ha captado la imaginación de emperadores, potentados y del propio Vaticano. Joseph Stalin puso fin a la investigación en la década de 1930, temiendo que la exploración de los túneles lo haría vulnerable a un ataque por el subsuelo. Por su parte, Vladimir Putin, en gesto simbólico de la nueva apertura de Rusia, permitió que prosiguiera la busca en la década de 1990.

En la actualidad, son multitud los estudiosos, los científicos, los historiadores y los aficionados que repasan antiguos mapas incompletos y que solicitan el permiso oficial para investigar. Se suman a la empresa zahoríes que dicen emplear poderes bioenergéticos para localizar el metal; videntes que ejercen de protectores contra las fuerzas oscuras que pueden estar protegiendo los tomos ocultos, dado que los investigadores anteriores han sufrido accidentes, enfermedades, ceguera, o la muerte; y los Excavadores del Mundo Subterráneo, grupo de espeleólogos urbanos de culto que se introducen por las alcantarillas y fuerzan puertas de hierro olvidadas para llegar a los pasadizos inexplorados.

Hace más de veinte años que me interesé por la biblioteca. El 28 de junio de 1989, leyendo Los Angeles Times, me llamó la atención el artículo de Masha Hamilton titulado «Los túneles del Kremlin: el secreto del mundo subterráneo de Moscú».

Una tarde de verano de 1933, los dos jóvenes encontraron lo que buscaban: la entrada de un túnel subterráneo, de siglos de antigüedad, a la vista de la muralla roja del Kremlin. Mientras se abrían camino bajo tierra, hacia la sede del poder de Moscú, iluminándose con una linterna, los hombres creían que podrían descubrir la legendaria biblioteca de libros recubiertos de oro de Iván el Terrible. Lo que encontraron fueron cinco esqueletos, un pasadizo tan estrecho que a veces tenían que ir uno detrás del otro y, a unos pocos centenares de metros del Kremlin, una puerta de acero oxidada que no fueron capaces de abrir.

Me apasionó aquella «biblioteca de libros recubiertos de oro», que empecé a llamar mentalmente la Biblioteca de Oro. Los funcionarios del Kremlin pusieron fin a la exploración de los dos jóvenes y les hicieron jurar que guardarían el secreto, bajo amenaza implícita de muerte. Después, Stalin mandó construir una piscina sobre aquella zona, impidiendo así posibles investigaciones por parte de nadie.

La historia de la biblioteca fabulosa es una historia de política territorial, de un matrimonio acordado, de locura y del amor perdurable a los libros. Y comienza hace más de dos mil años, en el mundo grecorromano de los emperadores, los sabios, los guerreros y los ricos.

Un sepulcro romano tiene la siguiente inscripción, intencionadamente estremecedora: Sum quod eris, fui quod sis, «soy lo que serás; fui lo que eres». Los antiguos reunían bibliotecas públicas y privadas para el deleite, para la educación, y para exhibir su opulencia y sus privilegios. Pero, en un sentido más general, las bibliotecas se creaban para conservar los conocimientos. En Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Roma y Atenas perduraron durante siglos bibliotecas internacionales notables. Por desgracia, todas fueron destruidas, unas veces en la guerra, otras por avaricia, algunas veces con el propósito explícito de destruir la historia y la cultura.

El último gran depósito de aquel mundo occidental antiguo fue la Biblioteca Real de Constantinopla. La ciudad, fundada hacia el 330 después de Cristo por Constantino el Grande, se levantaba sobre una ciudad griega anterior llamada Bizancio. Fue sede de lo que entonces se llamaba el Imperio romano, aunque hoy se recuerda con el nombre de Imperio bizantino. En el año 475, la Biblioteca Real había alcanzado los ciento veinte mil volúmenes, con lo que era probablemente la mayor de su época. A lo largo de los siglos siguientes, la biblioteca se incendió varias veces, y se quemaron muchas obras preciosas, entre ellas, según decían algunos, una obra de Homero escrita con letras de oro sobre una piel de serpiente de cuatro metros de largo.

Pero la colección imperial siempre volvía a surgir de sus cenizas literarias. En el siglo XV, el viajero español Pero Tafur la describió así: «… debajo de unas cámaras está una lonja sobre mármoles, abierta, de arcos con poyos en torno bien enlosados e junto con ellos como mesas puestas de cabo a cabo sobre pilares bajos, ansí mesmo cubiertos de losas, en que están muchos libros e escrituras antiguas e estorias…».

El golpe final llegó el 29 de mayo de 1453, cuando Mehmed el Conquistador y sus turcos otomanos se apoderaron brutalmente de Constantinopla. El historiador inglés Edward Gibbon escribió: «Se dice que desaparecieron ciento veinte mil manuscritos».

Seis años más tarde, los supervivientes de la familia real bizantina huyeron cuando los turcos otomanos invadieron Morea, la rica península griega del Peloponeso, gobernada por el heredero y sobrino del emperador, Tomás Paleólogo. En la pequeña galera veneciana acompañaban a Tomás su mujer y sus hijos, dos niños y una hija de unos doce años llamada Zoe. Esta había de desempeñar un papel fundamental en la Biblioteca de Oro.

Llegaron a Italia, donde el papa Pío II los puso bajo su protección, y el Vaticano les proporcionó un palacio y un estipendio. El papa tenía un objetivo político y religioso vital: entronizar a Tomás en la Constantinopla reconquistada. Tomás y su familia eran cristianos ortodoxos griegos, pero en cuanto llegaron a Italia se habían convertido inmediatamente al catolicismo. Si el papa lograba su plan, Tomás sería rey de una nueva Bizancio cristiana, de cultura occidental, unificando a los católicos con los ortodoxos, y bajo el control religioso de Roma.

A los venecianos, que estaban ganando fortunas en el comercio con los turcos otomanos, no les agradaba tanto el plan. Cuando Pío intentó, en dos ocasiones, montar una Quinta Cruzada, esta vez contra Constantinopla, los venecianos le dieron largas. Por fin, su flota se retrasó tanto que el último ataque planeado no se pudo llevar a cabo, y el papa murió.

El papa siguiente, Pablo II, realizó una política indirecta. Volvió a mirar a Oriente, pero esta vez su objetivo era Iván III, gran príncipe de Moscú, viudo, que más tarde se llamaría Iván el Grande. La Iglesia ortodoxa rusa florecía en Moscú desde hacía mucho tiempo. Con la esperanza de ganarse a Iván como aliado militar contra los turcos, así como su consentimiento para una unión de las iglesias, el papa le ofreció la mano de Zoe en matrimonio en 1472. Por entonces, Zoe tenía unos veinte años.

Moscú era el más fuerte de los estados rusos, y la potencia que más se desarrollaba en la época, a pesar de estar sometido aún al yugo musulmán. Iván aceptó la propuesta, y la real pareja se casó en Moscú aquel mismo año. Zoe adoptó el nombre de Sofía.

Sabemos que Sofía viajó a Moscú por tierra y por mar con un séquito numeroso. Llegó acompañada de italianos y de griegos, que se establecieron también en Moscú y adquirieron influencia, hasta el punto de reconstruir el Kremlin en un estilo ruso italianizado. Aquí es donde comienza la leyenda.

Según varios cronistas, Sofía se llevó consigo a Moscú manuscritos iluminados preciosos de la colección imperial bizantina. «Las crónicas cuentan que llegaron a Moscú cien carros cargados de trescientas cajas de libros raros», según Alexandra Vinogradskaya, en The Russian Culture Navigator. Otra versión dice así: «La princesa llegó a Moscú con una dote de setenta carros, que llevaban centenares de cajas y contenían el legado de las culturas antiguas, la biblioteca que habían recogido los emperadores bizantinos», según explica Nikolay Khinsky en WhereRussia.com, sito web del Turismo Nacional Ruso para Viajeros Internacionales.

Lo que es indiscutible es que Sofía trajo consigo el trono de marfil de los emperadores bizantinos, en el que se coronaron desde entonces todos los monarcas rusos, así como el águila bicéfala, que había sido símbolo del Imperio bizantino durante mil años y lo sería del Kremlin durante casi otros quinientos. Introdujo también las grandiosas tradiciones de la corte bizantina, entre ellas la etiqueta y los vestidos de ceremonias. Ya antes de la boda, Iván había asumido el título de zar (césar), al que añadió el de grozny, «temible», título común en la autocracia bizantina, ya que se consideraba al soberano imagen terrenal de Dios, dotado de todos sus poderes religiosos y jurídicos.

Ya que Sofía había llevado consigo tantas cosas de Bizancio, es muy posible que entre su dote figuraran manuscritos iluminados. Como me escribió Deb Brown, bibliógrafa y bibliotecaria de los Servicios de Información de Estudios Bizantinos en Dumbarton Oaks, «parece que en las fuentes actuales (publicadas) no se encuentra nada que dé fe de los libros que tenía Zoe/Sofía en su poder; pero yo no estoy convencida de que no llevara libros. Hay que sopesar el silencio de las fuentes contra la naturaleza de las fuentes, que son pocas, e interesadas por las cuestiones de Estado y económicas y poco más. Existen bastantes indicaciones de que la princesa era culta y bien educada».

A la larga, el juego geopolítico del Vaticano tuvo un éxito parcial. Fue Sofía quien persuadió en 1478 a Iván III para que desafiara a la Horda Dorada. «Cuando se presentaron los emisarios habituales del kan tártaro para exigir el tributo habitual, Iván arrojó el edicto al suelo, lo pisó, lo escupió, y mandó matar a todos los embajadores, salvo a uno, al que envió de nuevo a su señor», según Gilbert Grosvenor, en la revista National Geographic. Más adelante, sus ejércitos repelieron a los soldados del kan Ahmed, y Moscú no volvió a sufrir nunca amenazas serias por su parte. Iván, que fue uno de los monarcas rusos de reinado más largo, triplicó su territorio y sentó las bases del estado, inspiradas en gran medida en el Gobierno autocrático de Bizancio.

Lo que no consiguió el Vaticano fue unificar la silla de Pedro con el trono de Constantino: a su llegada a Moscú, Sofía había vuelto a abrazar inmediatamente el cristianismo ortodoxo.

La Biblioteca de Oro habría pasado de Sofía e Iván al hijo de ambos, Basilio III, y de este a su hijo, Iván IV. En 1547, con solo diecisiete años, Iván IV frustró las intrigas del Kremlin y se hizo coronar «zar de todas las Rusias». Con el tiempo, también él fue llamado grozny, Iván el Terrible, tristemente célebre desde entonces por su crueldad, por sus matanzas de ciudades enteras y por su afición a los tormentos. Por otra parte, Iván abrió Rusia a Occidente, cien años antes de que se atribuyera esta medida a Pedro el Grande. Solía mantener correspondencia con los monarcas europeos, entre ellos Isabel I de Inglaterra; intercambió diplomáticos y fomentó el comercio internacional. No solo extendió los límites de Rusia hasta llegar al océano Pacífico, sino que introdujo en Rusia la imprenta.

«¿Cuántos manuscritos orientales posee el monarca?», pregunta Khinsky, citando testimonios que describen la biblioteca de Iván el Terrible. «Hasta ochocientos. Algunos los ha comprado, otros los ha recibido como regalo. La mayoría de los manuscritos son griegos, pero muchos son latinos. Los latinos que he visto contienen historias de Livio, De Republica de Cicerón, crónicas de los emperadores de Suetonio. Estos manuscritos están escritos en pergamino fino y encuadernados en oro».

Sabemos por sus cartas que Iván conocía bien la Biblia, los Apócrifos, las Cronografías, que trataban de la historia mundial, y los relatos de la Ilíada. Los emisarios y visitantes extranjeros le regalaban libros, él mismo encargaba que se redactaran libros, y mandaba que otros se tradujeran al ruso para su uso personal.

«Los historiadores conocen la existencia de la biblioteca porque Iván el Terrible encargó a sus escribas que tradujeran los libros al ruso», dice un artículo publicado en el Times de Londres. «Según la leyenda, la biblioteca ocupaba en sus tiempos tres salas, e Iván el Terrible la valoraba tanto, que construyó una cripta para proteger los libros de los incendios que solían asolar Moscú».

Pero la cripta, supuestamente oculta bajo el Kremlin, también pudo deberse a la inestabilidad mental de Iván y a su paranoia creciente.

La fama de la biblioteca se difundió por Europa. «Los alemanes, los ingleses y los italianos intentaron en muchas ocasiones persuadir al zar ruso para que les vendiera el tesoro», escribe Vinogradskaya. «Pero Iván el Terrible, que también era hombre dotado de un talento literario considerable, era coleccionista ávido de libros raros, y conocía muy bien el gran valor de su colección. Se negó a vender nada».

A Iván lo fascinaba también la cuestión de los espías y de los asesinos a sueldo, a los que solía recurrir con frecuencia. Su jefe de seguridad y de espionaje tenía acceso inmediato a sus aposentos privados por uno de los túneles que transcurrían por debajo del Kremlin. E Iván creó la temible Oprichniki, su fuerza armada personal y clandestina, que llevaba a cabo misiones de espionaje y asesinatos políticos. Debían de tener un aspecto estremecedor, pues iban vestidos totalmente de negro y cabalgaban en caballos negros.

Los túneles subterráneos, enrevesados e interminables, se empezaron a construir en el siglo XII y se fueron ampliando a lo largo de los siglos. En un principio debían de servir de vías de escape, para acceder al agua en caso de asedio del Kremlin, y para desplazarse con comodidad de un edificio a otro durante los crudos inviernos rusos. Los túneles, que alcanzan hasta doce niveles de profundidad, contienen cursos de agua, mazmorras y cámaras secretas.

«Según la leyenda, todo el oro de Iván estaba escondido en un túnel —dice Khinsky—, las pinturas y los iconos en otro, y los manuscritos de la Biblioteca Bizantina en otro. Todos los escondrijos estaban cerrados cuidadosamente con ladrillos». Al parecer, en el mundo subterráneo de Moscú se han encontrado depósitos naturales de sal, y la sal es un buen conservador.

En 1584, después de haber leído su testamento por la mañana y de haber pedido su tablero de ajedrez por la tarde, Iván murió. El testamento, en el que podría haber figurado su biblioteca, desapareció misteriosamente. Cuando se exhumó su cadáver, en 1963, aparecieron restos de mercurio y de arsénico, aunque no a niveles tan elevados como para que hubieran podido causarle la muerte por envenenamiento; aunque existe la creencia popular de que, en efecto, murió envenenado.

Según Khinsky, diecisiete años después de la muerte del monarca llegó un emisario del Vaticano para investigar lo que había sido de la biblioteca. Se escudriñaron viejos archivos y depósitos de libros y se enviaron equipos de exploración a hacer excavaciones. «La existencia de la biblioteca se cita por primera vez en documentos del periodo del reinado de Pedro el Grande, que comenzó en 1682», según Hamilton, del Los Angeles Times.

Iván fue el último propietario conocido de la Biblioteca de Oro. «Historiadores, arqueólogos, Pedro el Grande y hasta el mismo Vaticano han buscado en vano la biblioteca desaparecida durante centenares de años», según el Times de Londres. En el siglo XVII, la mayor parte de los túneles más antiguos estaban ya en desuso y olvidados, y con el transcurso del tiempo la busca se ha vuelto cada vez más difícil por el debilitamiento de las obras de fortificación, los corrimientos de tierras, las inundaciones y la falta de planos completos.

«El Kremlin es una residencia de fantasmas», escribió el marqués de Custine, que visitó Rusia a principios del siglo XIX. «Los sonidos subterráneos que allí se producen parecen salidos de la tumba».

No es de extrañar que esta colección fundamental de libros, que es quizá la más importante que ha sobrevivido de la historia, siga siendo objeto de vivo interés. En el transcurso de diversas exploraciones se han descubierto tesoros muy antiguos en la amplia red de túneles subterráneos, entre ellos un arsenal oculto de armas de Iván el Terrible, los aposentos de la zarina, donde pasó su infancia Pedro el Grande, el depósito más grande de monedas de plata hallado en la ciudad, joyas de oro, documentos, y platos y cubiertos preciosos, muchos de los cuales están expuestos al público en la actualidad. Algunos de estos hallazgos únicos se encuentran en el Museo de Arqueología.

«¡Temblad, roedores gigantes de las alcantarillas! ¡Soy Vadim, señor del Mundo Subterráneo!». Así se titula un artículo de Erin Arvedlund, publicado en la revista Outside, sobre Vadim Mikhailov y su animosa banda de exploradores subterráneos, los Excavadores del Mundo Subterráneo. Su sueño es encontrar la Biblioteca de Oro. De momento, han encontrado esqueletos, peces mutantes, fugitivos, nubes de gases tóxicos, feos hierbajos, cucarachas albinas, y un estanque subterráneo que en tiempos se empleó para suicidios en masa. Como hallazgo más útil, descubrieron también doscientos cincuenta kilos de materiales radiactivos, debajo de la Universidad Estatal de Moscú, que quizá explicaran el largo historial de enfermedades, caída del cabello e infertilidad que se ha registrado entre sus estudiantes y profesores. El gobierno retiró los materiales.

Apollos Ivanov, jubilado moscovita de ochenta y siete años que había ejercido de ingeniero en el Kremlin y había estudiado las estructuras subterráneas de Moscú, creía que la Biblioteca de Oro estaba en uno de los ramales que se extendían por encima de una amplia red de catacumbas que él había visto. En 1997 desveló su secreto al alcalde, que autorizó enseguida la búsqueda. Muchos estaban convencidos de que se desenterraría por fin la colección perdida. Ivanov había perdido la vista, y corría la leyenda de que cualquiera que se acercara a descubrir la biblioteca, correría la misma suerte. Pero Ivanov se equivocaba, y la biblioteca sigue desaparecida.

Todavía se sigue buscando con entusiasmo hoy día; los nuevos investigadores aportan equipos cada vez más modernos. Al fin y al cabo, la magnífica Biblioteca Real del Imperio bizantino era la última esperanza del mundo occidental antiguo, cargada de la sabiduría y de los conocimientos perdidos de los antepasados, y sin que en nuestros tiempos se le pueda comparar ni siquiera la Biblioteca Vaticana. Resulta irresistible pensar que la Biblioteca de Oro, la flor y nata de la literatura, puede reposar en silencio en el mundo subterráneo misterioso de Moscú.