Georgetown, D.C.
EL atardecer de junio era caluroso hasta entre las sombras alargadas del crepúsculo, como es propio de los veranos en el distrito de Columbia. Las aceras y los edificios de granito irradiaban calor, y los aromas de las plantas en flor se mezclaban con la peste del asfalto grasiento, mientras Eva Blake caminaba aprisa por la avenida Wisconsin, en el centro de Georgetown.
Estaba llena de recuerdos. Habían pasado dos meses desde el descubrimiento de la Biblioteca de Oro en la isla de Pericles, y Eva tenía por fin la noción de lo que quería hacer con su futuro. Una vez que le habían revocado la sentencia por la muerte de Charles, había podido cobrar su seguro de vida, había alquilado un piso en Silver Spring y se había trasladado allí para estar cerca de Washington.
Los titulares de la prensa de todo el mundo se habían hecho eco de la noticia de que se había descubierto por fin la Biblioteca de Oro. Las informaciones anunciaban también que las autoridades griegas habían detenido a Martin Chapman y a los demás miembros supervivientes del club de bibliófilos (todos los cuales eran hombres de negocios internacionales), acusados de haber secuestrado a Yitzhak Law y a Roberto Cavaletti; eran las únicas acusaciones que cabía esperar que se sostuvieran contra ellos. Los hombres no tardaron en salir bajo fianza, alegando que Yitzhak y Roberto los habían ido a visitar, simplemente. Como Yitzhak había dicho en su universidad, en Roma, que se iba de la cuidad en viaje profesional, inmediatamente antes de su desaparición con Roberto, los alegatos del club de bibliófilos tenían cierta verosimilitud. En cualquier caso, los siete hombres contaban con un equipo de abogados de categoría mundial que trabajaban para ellos veinticuatro horas al día, mientras que la CIA tenía que guardar reserva sobre su intervención y no podía prestar gran apoyo a las acusaciones contra los hombres. Al menos, Yitzhak y Roberto habían podido volver a su casa y estaban a salvo, volviendo a hacer su vida de costumbre.
Otra noticia que no llamó la atención a nivel mundial, pero sí, y mucho, en Los Ángeles, fue que en la isla se había encontrado el cadáver de Charles Sherback. Los antiguos amigos y colegas de Eva le habían llamado, llenos de curiosidad, para darle el pésame. Al mismo tiempo, los medios de comunicación habían acudido en bandada, llenando su correo de voz de solicitudes de entrevistas e instalándose ante su hotel. No había podido salir a la farmacia, ni a recoger la ropa de la tintorería, ni a comer en una cafetería, sin que la asediaran a preguntas. Por suerte, allí, en Washington, estaba lejos del punto de mira.
Syed Ullah ya no era señor de la guerra. Así funcionaba la política en Afganistán. El Gobierno de Kabul había enviado a su Ejército para obligarlo a ceder su región a un rival joven y ambicioso, y ahora Ullah se presentaba a las próximas elecciones al Parlamento. Parecía que iba a salir elegido; pero Kabul no daba muestras de inquietud. Las relaciones del país con Pakistán seguían siendo enmarañadas. La película que habían grabado los dos periodistas pakistaníes se había confiscado, y el Gobierno de Islamabad les había ordenado que se olvidaran de todo lo que habían visto; de modo que la base estadounidense estaba a salvo. A Pakistán le interesaba que en Afganistán reinara la mayor estabilidad posible, al menos de momento.
Mientras bajaba por la calle transitada, Eva miraba las sombras oscuras. Seguía sintiendo el agotamiento del haber estado perseguida, de aquella sucesión brusca de fracasos terribles y éxitos emocionantes. Y echaba muchísimo de menos a su amiga, Peggy Doty. Había hablado por teléfono varias veces con Zack Turner, novio de Peggy desde siempre, que seguía inconsolable.
Reprimió su rabia al recordar la falsa muerte de Charles, cómo la habían metido a ella en la cárcel, y el cadáver que se había encontrado en la tumba de Charles, todavía sin identificar. Se preguntaba quién era ella antes de la cárcel y de la operación de la Biblioteca de Oro. Estaba claro que había cambiado. Era el momento de descubrir quién era ella ahora.
Judd y Tucker la esperaban sentados a una mesa de la hamburguesería Five Guys, en la esquina de la calle Dumbarton. Estaban sentados uno frente al otro; el hombre mayor, de aspecto erudito, con sus gafas de concha, y el atleta curtido, con su chaqueta de sport y su suéter de cuello vuelto. Eva les sonrió cuando la vieron llegar.
Indicándoles con un gesto que no se levantaran, besó a ambos en la mejilla.
—Tenéis mi hamburguesa. Gracias, Tucker.
—Tienes buen aspecto, Eva —dijo Judd—. Descansada.
—Me siento descansada —dijo ella, sonriendo, mientras se sentaba entre los dos.
Los hombres ya estaban comiendo, y ella atacó la hamburguesa con patatas fritas que le habían pedido. No había visto a Tucker desde su regreso a los Estados Unidos, y solo había estado con Judd cuando habían tenido que ir a prestar declaración. A Judd todavía le seguía apareciendo en el rostro a veces la preocupación. No solo habían matado a su padre, sino que había descubierto lo mucho que había estado comprometido este con el club de bibliófilos, poderoso e inmoral.
—¿Cómo está tu madre, Judd? —preguntaba Tucker.
—Mucho mejor. Vuelve a estar ocupada con sus obras de caridad. No conoce la verdad acerca de mi padre y de la Biblioteca de Oro.
—No tiene por qué conocerla —se apresuró a decir Eva.
Judd asintió.
—¿Qué hay de nuevo acerca del club de bibliófilos, Tucker? —preguntó.
Tucker siguió masticando un momento.
—No puedo entrar en detalles, claro está; pero sí puedo deciros que el Departamento de Justicia ha puesto a trabajar a investigadores en los diversos países en que tienen negocios los miembros del club. El problema es que los miembros, en la práctica, están fuera de nuestro control, incluso si descubrimos actividades criminales por su parte, a menos que estas tengan lugar en los Estados Unidos o en algún país extranjero cuyo gobierno esté dispuesto a cooperar.
Judd sacudió la cabeza con desagrado. Después, cambió de tema.
—¿Hemos hecho las paces con los griegos?
Tucker rio por lo bajo.
—H. L. Mencken escribió algo en el sentido de que los países se llevan bien unos con otros, no a base de decir la verdad, sino sabiendo mentir con elegancia. Hicimos un trato. A cambio de que los griegos se olvidaran de que enviamos nuestros paracaidistas a su territorio, nosotros les dejamos atribuirse el descubrimiento de la Biblioteca de Oro.
—Así se explican los artículos de prensa. Charles se habría puesto furioso —dijo Eva, riéndose.
Nikos Amourgis, célebre historiador al servicio del Gobierno griego, se había llevado la fama del hallazgo.
—¿Qué va a pasar ahora con la biblioteca? —preguntó Eva a continuación.
Tucker, que había terminado de comer, apartó su plato.
—Ha desaparecido —dijo—. Se dice que seguirá siendo privada.
—¿No sabéis dónde está? —preguntó ella, sorprendida—. ¿Ni lo saben tampoco los griegos?
—Concluyeron su investigación de la isla el mes pasado. A la semana siguiente, nuestros aviones de observación nos dijeron que había desaparecido. En la meseta ya no hay edificios. Los pisos subterráneos se han rellenado, y se han plantado frutales por encima. Se han llevado hasta el muelle. Al fin y al cabo, la isla es privada, y la colección es de propiedad particular, de modo que pueden hacer lo que quieran con ella. La biblioteca no constituye una amenaza para nuestra seguridad nacional, así que no volveremos a asignar efectivos para volver a localizarla.
Guardaron silencio, desilusionados.
—¿Y qué hay del Carnívoro? —preguntó Eva con interés—. ¿Lo has localizado?
Eva sabía que Gloria había enviado aviso a todos los operativos de Catapult, solicitando que ellos, o cualquiera de sus contactos, que se hubieran puesto en contacto con Tucker o con Judd la llamaran por teléfono para que les enviara ayuda. Debía de ser así como el Carnívoro había sabido que debían llamar a Gloria, cuando estaban atrapados en la Biblioteca de Oro. Después, cuando el Carnívoro se había escapado, en la isla, Tucker había enviado a paracaidistas en su persecución. Estos dijeron que habían visto zarpar, en la costa occidental de la isla, una lancha rápida pequeña y oscura. Era posible que fuera a bordo el Carnívoro, pero no la habían perseguido, pues necesitaban los helicópteros para evacuar de la isla a los heridos.
Tucker sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Cuando volví, encargué a Gloria que enviara otro aviso a nuestra gente, esta vez pidiendo que el que hubiera hablado de nosotros al Carnívoro nos lo notificara. Nadie lo reconoció. Una frustración de mil demonios.
—En Catapult hay alguien que conoce al Carnívoro o que puede ponerse en contacto con él de alguna manera —dijo Judd.
—Así es. Pero nadie habla.
—Con todo, su ayuda fue esencial —dijo Eva—. De hecho, creo que se puede asegurar que fue decisiva para salvarnos la vida.
—Sí; y yo no pienso perseguirlo —dijo Tucker—. Al que se pone a buscar al Carnívoro le suelen pasar cosas malas; pero yo no lo dejo por eso. Es que no le veo mucho sentido, al menos de momento.
—Aunque parezca raro, me alegro —dijo Eva.
Tucker recorrió con la mirada el animado local de comida rápida. Dos hombres maduros habían llegado con sus hamburguesas y se habían sentado en la mesa contigua.
—Vámonos de aquí —dijo Tucker. Se puso de pie y salió del restaurante, seguido de Judd y de Eva.
Mientras bajaban por la avenida Wisconsin, Tucker, que iba en el centro, miró sucesivamente a uno y a otro.
—Sé que la operación de la Biblioteca de Oro ha sido dura para los dos —dijo—. Descubristeis datos muy desagradables acerca de personas que os eran queridas. Por otra parte, yo siempre he creído que se da demasiado valor a las ilusiones. Pensad en un gran ballet. Desde el punto de vista del público, ves unos bailarines y bailarinas extraordinarios, que parecen livianos como el aire, que dan saltos, hacen piruetas y se mueven, en general, como sílfides, de unas maneras que nosotros solo podríamos igualar en sueños. Pero si pasas entre bastidores, ves sudor, tirones musculares y pies machacados. ¿Qué es mejor?
Antes de que hubieran tenido tiempo de responder, siguió diciendo:
—Yo veo las cosas entre bastidores. Allí es donde aprendes lo que hace falta para crear algo extraordinario. Ves el espíritu humano en su manifestación más indómita. Y cuando vuelvas a sentarte entre el público, te habrás liberado de la ilusión, y empezarás a ver que, con esfuerzo, todos nosotros podemos conseguir una cierta gloria en nuestras vidas.
—¿Estás hablando del padre de Judd y de Charles? —preguntó Eva.
—Sí. Ambos hicieron cosas reprobables, pero también hicieron cosas buenas. Si lo recordáis, os servirá para aceptar mejor los hechos.
Quedaron en silencio.
Por fin, Tucker dijo:
—Judd, te puedo dar trabajo conmigo siempre que quieras. Sé que ahora no te animas, pero, recuerda, puedes servirme. Cuando Iván el Terrible encargó la redacción del Libro de los Espías, sabía lo que se hacía. Los espías tenemos una larga historia, aunque haya estado llena de claros y sombras, y todavía hacemos mucha falta.
Judd sacudió la cabeza.
—Te lo agradezco; pero no, gracias.
Eva carraspeó.
—¿Y yo? —dijo.
Los hombres se volvieron a mirarla.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Judd con severidad.
—Me pareció que los dos opinabais que yo había hecho un buen trabajo —dijo ella con calma—. Quiero seguir el programa de formación de la CIA. Si me eliminan, no pasa nada.
—Pero ¡tu trabajo de conservadora te encantaba! —adujo Judd.
—Sí; pero no sentía nunca el mismo compromiso, el mismo sentido de estar haciendo algo que podía cambiar las cosas. Tú debiste de notar que yo apuntaba en este sentido, Judd. De lo contrario, no te habrías molestado en enseñarme tantas cosas.
Tucker rio por lo bajo.
—Tienes razón, Eva. Tienes el talento y la inteligencia necesarios. Mañana haré unas llamadas —dijo. Consultó su reloj—. Os dejo aquí. He quedado con mi mujer en el Kennedy para ir a la ópera. Idea suya. La ópera no me gusta nada; pero en estos momentos ella consigue todo lo que quiere.
Dio a Judd una fuerte palmada en la espalda, y besó a Eva en la mejilla.
—Sé que puedo confiar en que ninguno de los dos diréis nunca una palabra sobre la operación —dijo. Se volvió, y se marchó.
—¿Está ahora al mando de Catapult? —preguntó Eva, mientras volvía la cabeza para verlo alejarse y observaba su paso enérgico.
—No, maldita sea —dijo Judd, alzando al cielo los ojos grises—. Yo apostaría a que no llegará nunca a aceptar el cargo. Gloria está irritada, pero se hace a la idea.
Después, añadió en tono solemne:
—Te advertí de que no te gustara demasiado el trabajo.
Ella sonrió.
—¿Me vas a guardar rencor por ello?
—No. Serás un fichaje estupendo para Langley.
Judd buscó algo en su bolsillo y sacó la mano. Cuando extendió los dedos, Eva vio su alianza y el collar que le había regalado Charles.
—¿Los guardaste? —dijo.
Sentía una emoción extraña.
—Ahora que la vida se va asentando un poco, pensé que quizá supieras mejor lo que querías hacer con ellos. Al fin y al cabo, son tuyos.
—El colgante es una moneda romana. La diosa Diana. Fue el primer regalo que me hizo Charles.
—Es la cazadora —recordó él.
—Sí; a Charles le recordé a ella de alguna manera. No le faltaba razón.
Eva tomó las joyas y se hizo cargo de ellas.
—Las donaré —dijo, echándoselas al bolsillo.
Siguieron caminando en silencio. Ella iba dando vueltas a lo que había dicho Tucker de las ilusiones.
—Es extraño que ninguno de los dos viésemos la verdad acerca de tu padre y de Charles —dijo Eva por fin—. En lugar de ello, lo que veíamos era amor. Ut ameris, amabilis esto. Es de Ovidio, y significa que, si quieres ser amado, sé merecedor de amor. Los dos eran merecedores de amor a su manera. No podremos olvidar nunca lo que hicieron; pero sería sano para nosotros que procurásemos perdonarlos.
—Te llamaré —dijo él—. Sí; hablaremos más.
Ella le sonrió, y él le devolvió la sonrisa, mirándola profundamente a los ojos. Transcurrió entre los dos una intimidad cálida.
—Me alegro de haberte conocido, Eva Blake —dijo él. Le cogió la mano. La sostuvo con pulso firme.
Ella levantó las manos de los dos y miró la de él. Ya no le parecía la mano de un matador. Pero Miguel Ángel había trabajado con mármol, y aquella era la carne cálida de un hombre. De un hombre muy bueno.
Roma, Italia
Durante el mes de julio estaban en su apogeo los Estate Romana, el festival de verano de Roma. El festival, una fiesta de seis semanas para el oído y para la vista, era una avalancha de espectáculos, principalmente al aire libre, muchos de los cuales se celebraban en los parques cubiertos de césped y entre las ruinas, sacando buen partido del esplendor de la antigua Roma. El Carnívoro siempre procuraba estar en la ciudad durante algunos días, como mínimo, para disfrutar todo lo que podía. Hacía una buena noche para ello, templada pero no calurosa, y las estrellas brillaban con fuerza.
Dejando a su derecha los muros y las columnas derruidas del templo de Claudio, subió los empinados adoquines de la Via Claudia y respiró hondo, llenándose los pulmones y expulsando el aire a bocanadas potentes, saboreando su vigor recobrado, su buena salud. Para escapar de la isla de Pericles había tenido que poner en juego hasta su último gramo de fuerza. Los analgésicos que le había dado el enfermero lo habían ayudado; y, naturalmente, él practicaba desde hacía mucho tiempo la regla del gato: no mostrar nunca que estás herido, que estás vulnerable.
Jack O’Keefe, Doug Kennedy y George Russell lo habían estado esperando en una lancha rápida potente, en el lugar acordado, y al cabo de unas horas ya estaban en el aeropuerto de Mikonos, camino de su casa. La bala que lo había alcanzado le había rasgado músculos grandes y le había rozado una costilla, por lo que él se había tomado un tiempo para convalecer, y había vuelto a tomar después su régimen de ejercicio cardio y pesas.
Al llegar al portón de hierro forjado sacó una entrada, y accedió a los jardines de la magnífica Villa Celimontana. El parque se extendía sobre el monte Celio, una de las siete colinas históricas de Roma, al sur del Coliseo. Era un oasis de paz y de verdor poco conocido, dentro del tumulto de Roma. La palabra Jazz estaba proyectada en el camino central con letras de colores. El Carnívoro caminó a través de las luces, admirando los altos cipreses y los robles y los pinos centenarios. Los caminos serpenteantes estaban salpicados de fragmentos de mármol tallado y de restos de esculturas clásicas. A los cinco minutos ya había llegado al palacio del siglo XVI, de dos pisos altos, que aparecía de color rosado a las luces nocturnas.
Dobló una esquina y pasó ante una galería de carteles de jazz al aire libre, esculturas, instalaciones artísticas, y llegó por fin a una fuente donde se anunciaba la entrada del acto. Oyó el jazz del dulce saxo tenor de Charles Lloyd.
Mientras la cálida música llenaba el aire de la noche, él subió por las gradas de madera, construidas para la temporada de verano. En los tres últimos niveles del anfiteatro semicircular había hileras de mesas, decoradas con pequeños farolillos rojos, y los asientos para escuchar el concierto estaban en el patio inferior; las sillas estaban dispuestas mirando hacia el escenario, donde Lloyd tocaba un solo ante una pequeña banda de jazz.
Encontró su mesa, se sentó y tomó la cerveza que lo estaba esperando, una Birra Menabrea rubia helada, perfecta para aquella noche templada.
—Me alegro de verte, tío Hal.
Bash Badawi no llevaba su camiseta ni sus pantalones cortos habituales; se había vestido para la ocasión con unos vaqueros gastados y una camisa morada de cuello abierto, con las mangas remangadas. Ambas prendas se le ceñían estrechamente al cuerpo musculoso. A pesar de lo tardío de la hora, llevaba unas gafas de sol envolventes sobre el pelo, negro como el azabache, y los ojos oscuros le sonreían en su rostro dorado. Tenía todo el aspecto de un romano actual.
—¿Cómo está tu madre?
El Carnívoro bebió. En realidad, Bash no era su sobrino, sino su sobrino segundo, nieto de la hermana de su madre. Era complicado, pero es que pertenecían a una extensa familia italiana.
—Mamá está bien. Haciendo pasta como si todos viviésemos aún en casa. Yo le dije que debería empezar a vender por internet, pero ella se mosqueó mucho. Dijo que la pasta no estaría fresca, pero que yo sí que era un fresco por habérselo propuesto. Todavía sabe repartir leña con el cucharón. Ya sabes, el cucharón largo, todavía goteando salsa de espaguetis caliente. Qué daño.
Bash observó al Carnívoro, sonriendo.
—Tienes bastante buen aspecto, teniendo en cuenta que te han enredado en las entrañas —le dijo.
—Solo el músculo.
El Carnívoro volvió a beber, disfrutando de la compañía de aquel joven que le recordaba cómo podía haber sido él. Después, le hizo la pregunta que lo había llevado allí.
—¿Me busca alguien?
—Solo los granujas, los aspirantes y los historiadores de siempre. En serio, creo que estás a salvo. No puedo darte los detalles de cómo lo sé (por la seguridad nacional y todas esas cosas), pero aquel tipo que conociste en la isla, Tucker Andersen, ha suspendido la busca.
El Carnívoro se limitó a asentir con la cabeza, pero se sentía aliviado. Andersen y Eva Blake le habían caído bien, y ahora tenía una deuda con Judd Ryder.
—¿Te vas a ver metido en un lío por esto? —preguntó a Bash.
—Eh, sin problema. Tú nos hiciste un favor, y yo tengo la boca cerrada. Me entrenaron para que guardara los secretos.
Bash alzó una mano musculosa levantando dos dedos para pedir otra ronda de cervezas.
—¿De manera que ahora estás descansando? ¿Tienes algún trabajo nuevo interesante? —preguntó con despreocupación.
El Carnívoro miró por encima del parapeto las vistas de Roma. Las luces de la ciudad brillaban alrededor de las enormes ruinas de las Termas de Caracalla. Ahora no eran más que un armazón de ladrillo, pero en tiempos habían cubierto once hectáreas, con capacidad para mil seiscientos bañistas a la vez. Recordó que el emperador Caracalla, que había construido las termas en el siglo III después de Cristo, había sido un gobernante cruel y despiadado. En un viaje desde Edesa, para hacer la guerra a Partia, se detuvo para orinar al borde del camino y lo asesinó uno de los suyos, un oficial frustrado y ambicioso de la Guardia Imperial.
El Carnívoro se rio por lo bajo.
—Termínate la cerveza, muchacho. La noche es joven, y yo, de momento, supondré que también lo soy. En cuanto a mis planes, a mí también me entrenaron para guardar los secretos.