Isla de Pericles
HUBO una leve explosión, y la puerta de la Biblioteca de Oro se deformó. Los guardias tardarían pocos minutos en entrar. A pesar del potente sistema de ventilación, parecía que el aire de la sala estaba más cargado. Mientras Eva se ponía de pie y Tucker hablaba con Jost, Judd leyó algo en los ojos de Dominó.
—¿Hay algo más?
Dominó asintió con la cabeza y apoyó la Walther en el oído de Chapman.
—Dame tu teléfono por satélite.
Chapman se llevó la mano despacio a la chaqueta del esmoquin y sacó el teléfono.
—No saldréis vivos de aquí —dijo.
Dominó, sin hacerle caso, le arrebató el aparato.
—Yo no puedo hacer esto, Judd, pero tú sí puedes. En Creta hay una fuerza de despliegue inmediato que está preparada para un desembarco rápido. Una mujer llamada Gloria Feit está esperando una llamada tuya o de Tucker. Según me han dicho, no tiene otra manera de ponerse en contacto contigo, y no sabía con seguridad si necesitarías o querrías ayuda.
Mientras sonaba al fondo la voz de Tucker, que hablaba por el teléfono, Eva alzó las cejas con sorpresa.
—¿Cómo has oído hablar de Gloria Feit?
—Ya hablaremos de ello más tarde —dijo Dominó, entregando el teléfono a Judd.
—¡Arquímedes! —exclamó Yitzhak, que se había estado paseando a lo largo de la pared. Bajó un volumen y lo abrió con emoción—. Dios santo, tienen sus obras completas.
Judd ya estaba marcando.
Gloria respondió al instante.
—Ya se ha avisado a la bahía de Souda —dijo por el aparato—. Tres helicópteros Black Hawk con equipos de desembarco por cuerda, con todo su material. Despegarán dentro de cinco minutos. Calcula que tardarán media hora en llegar. Puede que algo más. ¿Podréis aguantar?
—No nos queda más remedio —dijo Judd, y puso fin a la conexión.
Mientras Judd les ponía al día, Tucker terminó su llamada y escuchó.
—Solo media hora es una espera muy larga —dijo Roberto con preocupación—. Puede que vuestra gente necesite más tiempo para llegar a la isla; y además, claro está, nosotros estamos aquí abajo. Muy hondos.
Judd sintió una opresión en los pulmones. De pronto, se produjo otra explosión, más fuerte que la anterior. La puerta tembló hacia el interior de la sala, y volaron hacia ellos hilos de humo.
—La mesa —dijo escuetamente Tucker.
Judd, Dominó y Tucker volcaron la mesa sobre un costado. Los vasos y los candelabros se hicieron pedazos al caer al suelo. Hicieron girar la mesa entre los restos hasta que quedó colocada frente a la puerta. Su tablero era de ocho centímetros de mármol sobre diez centímetros de madera, un escudo bastante bueno.
—Meteos detrás —ordenó Judd—. Tú, no —dijo, obligando a Chapman a levantarse de un tirón—. Eva, ocúpate tú de Roberto y de Yitzhak.
Roberto asió a Yitzhak del brazo, lo apartó de los libros y lo metió detrás de la mesa. Eva lo siguió, con la M4 de Chapman. Volvió la cabeza para echar una mirada a Judd. Este la miró a los ojos y asintió con la cabeza. Ella le dirigió una sonrisa tensa y asintió también.
De pronto, Yitzhak se asomó por encima de la mesa.
—¡No deben dañar la biblioteca!
—¡Ahora no, Yitzhak!
Eva le obligó a bajar la cabeza, y se agachó junto a él.
—Toma tú ese lado de la puerta —dijo Dominó, señalando y corriendo—. Yo defenderé el otro.
Tucker echó a correr inmediatamente. Tal como había hecho Dominó, se situó aplastado contra la pared, con el arma dispuesta. Judd, obligando a Chapman a que se pusiera junto a Tucker, se descolgó del cinturón una granada de fragmentación.
La puerta de la biblioteca se abrió con un ruido atronador; dio contra el mármol, y se deslizó a través de la sala. Una nube de humo gris pasó sobre ellos y empezó a extenderse retrocediendo hacia la antesala. Mientras Judd tiraba de la anilla y arrojaba la granada, bien alta entre el humo de la antesala, sonaron inmediatamente disparos; las balas silbaban ciegamente alrededor de ellos en ráfagas, e iban a dar en las sillas, en la mesa, y en los libros.
—¡No! —vociferó Chapman, volviendo la vista con frenesí mientras explotaban las cubiertas doradas y caían al suelo los volúmenes. Clavó un codo en el costado de Judd, intentando liberarse—. ¡Alto el fuego! Soy Martin Chapman. ¡Alto el fuego, es una orden!
Tucker echó un brazo al cuello de Chapman y lo hizo bajar de un tirón.
La fuerte explosión de la granada en la antesala hizo temblar la biblioteca. El humo era pesado y acre. Tosieron entre el silencio repentino. Se oían quejidos al otro lado de la puerta.
Judd hizo una señal con la cabeza a Dominó. En cuclillas, con las armas levantadas, giraron sobre sí mismos y vieron los cuerpos de media docena de hombres, dispersos por el suelo de la antesala. Las paredes estaban salpicadas de sangre. Unos cuatro hombres habían perdido miembros que habían salido despedidos, y estaban sobre otros hombres, contra los ascensores y ante las escaleras.
—Vámonos —dijo Judd, poniéndose de pie y gritando hacia la biblioteca—. ¡Deprisa!
Dominó llegó rápidamente a las escaleras; se había guardado la Walther y llevaba una M4 en los brazos. Judd rodeó los cuerpos amontonados y entró en las escaleras, mientras Tucker empujaba a Chapman hacia la antesala. Oyó a su espalda una exclamación de Eva. Después, los pasos rápidos de todos lo siguieron hacia arriba.
—Me parece que nos hemos librado de diez cuando veníamos —dijo Judd a Dominó, que caminaba delante de él—. Otros seis en la antesala. Entonces, quedan unos treinta y cuatro.
—Así es.
—¿Conoces la distribución?
—En el primer piso subterráneo hay un garaje. Está más allá de la cocina, al final del pasillo. No sabrán que lo conocéis vosotros.
—Es más seguro que atravesar la casa —asintió Judd.
De pronto, se oyeron fuertes pisadas que corrían escaleras abajo hacia ellos. Judd levantó la vista y vio un número uno grande pintado en la pared de piedra, que les anunciaba que casi habían alcanzado el primer nivel inferior. Apretaron juntos el paso hacia el rellano, y en ese momento aparecieron dos hombres de seguridad.
Judd, dejándose caer tendido sobre los escalones, se arrancó una granada, tiró de la anilla y la arrojó. Dominó se echó a su lado, y los dos se cubrieron la cabeza con los brazos. La explosión, contenida en el recinto estrecho de las escaleras, fue ensordecedora. Cayó una lluvia de esquirlas de piedra y ellos se levantaron de un salto, atravesaron el humo y empujaron la puerta, que daba acceso a una cocina de alta tecnología. Al principio parecía desierta, pero Judd vio después a los cocineros y camareros, acurrucados contra una pared del fondo.
—¡Al suelo! —gritó, apuntándolos con la M4.
Mientras los hombres y mujeres se dejaban caer, Dominó corrió a una puerta lateral, la abrió y la dejó sujeta. Se veía por ella un largo pasillo. Volviendo la cabeza a un lado y a otro, corrió por el, observando las puertas cerradas ante las que iba pasando.
Judd abrió la puerta de la cocina y escuchó. Bajaban corriendo por las escaleras más guardias de seguridad.
—¿Estáis enteros? —preguntó Tucker, mientras empujaba a Chapman para hacerlo pasar delante.
Chapman tenía una expresión férrea; los ojos le echaban chispas de indignación.
—Cuando os atrapen mis hombres, os mataré yo en persona.
Judd no le hizo caso.
—Estamos bien —dijo a Tucker—. Dame una de tus granadas. Sigue a Dominó.
Mientras se ponían en camino, llegó Eva con Yitzhak y Roberto. Estos dos jadeaban y no dijeron nada. A Judd no le gustó el aspecto de Yitzhak. La cara redonda del profesor estaba gris, y una gruesa capa de sudor le cubría la calva.
Eva dedicó a Judd una sonrisa de ánimo exagerada, y siguió guiando a Yitzhak y a Roberto hacia el pasillo.
Cuando Judd se quedó solo, se puso en cuclillas, apuntando con la M4 al personal de la cocina mientras escuchaba los pasos que descendían. En cuanto vio el primer par de pies, tiró de la anilla de la última granada, la hizo rodar hasta el rellano, cerró la puerta y echó a correr. El ruido de la explosión lo siguió a través de la cocina. Calculó mentalmente el número de guardias que quedaban en la escalera, y concluyó que serían dos o tres. No eran muchos. Habría creído que, al oír las primeras explosiones, les enviarían a todos sus efectivos.
Cerró de un portazo la puerta del pasillo y corrió por el mismo hacia el garaje. Pensó que ya habían transcurrido al menos treinta minutos. Roberto había tenido razón. Aunque hubieran llegado ya los helicópteros, tardarían más tiempo. Tendrían que pasar diez minutos, veinte quizá, para que los equipos superaran a los guardias que quedaban y los encontraran a ellos. Procuró quitarse de encima el temor a que no fueran capaces de aguantar tanto tiempo.
Empujó la puerta. Y se quedó helado. Contempló la escena. Dominó estaba arrodillado en el suelo, sujetándose con las manos la parte superior del pecho, donde se le veía una nueva herida de bala. Tenía la chaqueta del esmoquin empapada de sangre, y la cara magullada. Tucker lo estaba ayudando a ponerse de pie, mientras Eva encañonaba con su M4 a Martin Chapman. Mientras tanto, Yitzhak estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, derrumbado sobre su grueso vientre, jadeando, Roberto, preocupado, le frotaba la espalda. Seis hombres de seguridad yacían tendidos en el suelo de hormigón, muertos o inconscientes. Así se explicaba en parte dónde estaba el resto de los hombres de Chapman.
Judd comprobó la puerta al instante. No había manera de dejarla cerrada con llave ni cerrojo.
—Nos estaban esperando —dijo Dominó con calma mientras se levantaba, con la M4 colgándole de una mano—. Debían de contar con algún sistema de seguimiento que yo no conocía. Tucker llegó justo a tiempo.
—Buen trabajo, los dos.
Dominó asintió con la cabeza. Tucker, con el fusil dispuesto, corrió a través del gran garaje, del que se habían llevado todos los jeeps de patrulla, hacia las fauces abiertas de la puerta corredera del garaje. Dominó lo siguió, cojeando.
Judd tenía ahora a un tirador herido, al profesor, que parecía estar en tan mal estado que no era capaz de andar, y a Chapman, al que había que vigilar constantemente. Maldijo para sus adentros. De pronto, se sintió agotado, y advirtió que la herida de su costado le producía un dolor punzante. Se apoderó de un carro para equipajes.
—Vamos, profesor —dijo—. Vas a ir en coche.
Entregó su fusil a Roberto, levantó con suavidad al hombre mayor y lo dejó en la cuna del carro.
—Sube a bordo, Roberto —dijo.
Roberto se sentó junto a Yitzhak.
—Estás bien, ¿verdad? —le preguntó.
El profesor no dijo nada; se limitó a bajar la cabeza una sola vez. Tenía los ojos turbios de dolor.
—Tú primero, Eva —dijo Judd, mirándole al rostro crispado.
—Encantada —dijo ella—. Adelante, Chapman. Estaré detrás de ti —advirtió a este—, y me encantaría pegarte un tiro.
—Soltadme —dijo Chapman, evaluando con su mirada fría la situación debilitada de sus cautivadores—. Diré a mis hombres que se retiren, y os sacaré de aquí.
—Y una mierda —repuso Eva—. Estás vivo. No fuerces tu suerte. Como dijo Horacio, semper avarus eget. Eso quiere decir que el avaro siempre necesita más, el avaro canalla como tú.
Lo obligó a seguir adelante aprisa, y Judd los adelantó corriendo, empujando el carro. Tucker estaba a un lado del gran portón del garaje, y Dominó al otro. Los dos miraban al exterior con cautela. Judd volvió la cabeza hacia la puerta de acceso al pasillo para cerciorarse de que seguía cerrada, y Eva seguía controlando a Chapman.
Pero cuando se aproximó a la puerta del garaje y sintió en la piel el fresco del aire de la noche, oyó gritos de hombres en las laderas de las colinas. Aparcó el carro a un lado, junto a la pared. Así se explicaba el paradero de los demás hombres de Chapman. Vendrían por ellos otros más a través del edificio.
—Quedaos aquí —dijo a Yitzhak y a Roberto.
Antes de que estos hubieran podido reaccionar, se reunió con Dominó, quien se apartó para dejarlo a él en cabeza.
—¿Has visto algo?
—Se acercan —dijo Dominó con sus labios magullados. Se le estaba hinchando la mandíbula.
De pronto, entraron ráfagas de disparos por la puerta del garaje; las balas les pasaban silbando e impactaban en el suelo de hormigón. Judd se dejó caer a tierra, rodó sobre sí mismo, levantó el cuerpo apoyándose en los codos y se puso a disparar hacia los fogonazos.
Dominó se tendió junto a él al instante, y también se puso a disparar. Descendían sombras oscuras de hombres que se reunían con los tiradores, muchos más de los hombres de Chapman que Judd había calculado que quedaban. ¿Habría movilizado Chapman a más gente de seguridad de la que pensaba Judd?
Vio de reojo que Eva empujaba a Chapman hacia el lado de la puerta donde estaba apostado Tucker. Cuando hubieron llegado, también Tucker echó cuerpo a tierra para disparar.
Entre ráfaga y ráfaga de disparos, Judd levantó la vista a tiempo de ver que Chapman evaluaba la situación con mirada calculadora. Solo quedaba de pie Eva para custodiarlo.
—¡Eva! —gritó Judd para advertirla—. ¡Chapman va a…!
Era demasiado tarde. El hombre se volvió sobre sí mismo y lanzó a Eva una patada con la que le hizo soltar la M4. Ella se arrojó a recuperar el arma, y él le cayó encima. Ella, defendiéndose, le asestó un rodillazo en la ingle, y rodaron juntos, forcejeando con brazos y piernas. Judd no llegaba a tener a Chapman a tiro.
Enfurecido, se levantó de un salto y corrió hacia ella, mientras seguían entrando disparos en el garaje. Sintió el calor de las balas que le pasaban cerca de la espalda.
Oyó de pronto que se abría bruscamente la puerta del pasillo, por detrás de ellos. Refugiado junto a la pared, se volvió, disparando ciegamente ráfagas hacia la puerta.
—¡Alto, Judd! —vociferó Tucker—. ¡Son los nuestros!
Unos paracaidistas, vestidos de negro con equipos de combate oscuros, iban saliendo por la puerta, agachados, con las M4 levantadas.
Al mismo tiempo, Dominó anunció con voz cansada:
—Vuestra gente está barriendo también de las colinas a los guardias de seguridad.
Judd no dijo nada, asomándose rápidamente mientras escuchaba los fuertes tiroteos. Ya no entraban ráfagas de proyectiles en el garaje. Los disparos sonaban por toda la extensión de las laderas oscuras, y se veían los destellos brillantes y rápidos de las bocas de las armas mientras los paracaidistas combatían contra los guardias.
Judd acudió corriendo junto a Eva.
—¡Déjala en paz, gilipollas! —gritó. Pero antes de que Chapman hubiera tenido tiempo de moverse, Judd le dio una patada en la cabeza.
En las colinas se hizo el silencio por fin. Se veía movimiento de sombras a medida que los paracaidistas iban apresando a los hombres de seguridad de Chapman que quedaban. Dentro del garaje, Eva esperaba junto a Judd, confortada por su cercanía, mientras Tucker y él ponían al día al teniente que comandaba la operación. Chapman estaba sentado en el suelo más lejos, con las manos esposadas a la espalda e inclinando la cabeza, intentando oír lo que se decía. Tenía una mancha de sangre apelmazada en el pelo blanco, del golpe de Judd. Se negaba a hablar y estaba atento, con expresión iracunda, con los labios cerrados y apretados.
Un enfermero había examinado a Yitzhak y le había diagnosticado agotamiento profundo. Roberto y Yitzhak iban sentados juntos, cogidos de la mano, en el carro, que empujaba uno de los soldados por el garaje hacia la casa.
Dominó se quitó la chaqueta de esmoquin, y el enfermero le rasgó la camisa, le puso inyecciones de antibióticos y de analgésicos y le limpió la herida.
—Parece que la bala no le ha afectado a los pulmones, pero creo que tiene una costilla rota —juzgó el enfermero—. Lo vendaré hasta que pueda llevarlo a un hospital. El analgésico ya debería estarle haciendo efecto.
—Deme eso.
Dominó se apoderó de unos paquetes de vendas estériles. Apartando al enfermero, se puso de pie, abrió dos paquetes y se puso una venda en el orificio de entrada que tenía en la espalda, y otra en la herida delantera.
Miró a Judd.
—Vámonos de aquí ahora mismo —dijo.
Pareció que Eva se disponía a decir algo, pero se lo pensó mejor. Se reunió con Dominó, Judd y Tucker, que cruzaban el garaje. Sentía el cansancio de ellos, y de pronto fue consciente del suyo propio.
—¿De modo que trabajas para el Carnívoro, Dominó? —le preguntó Eva.
—Hago algunos trabajos para él. Le pareció que yo sería adecuado para esta misión concreta.
Dominó ya tenía el gesto en calma y despreocupado.
—¿Quién es el Carnívoro, en realidad?
Dominó se rio por lo bajo y se pasó un dedo por la nariz roja.
—Ya me advirtió que quizá me lo preguntaríais. La respuesta es que es un hombre sin rostro. A mí solo me contrata por correo electrónico.
Dirigió una breve mirada a Judd.
—Estoy en deuda contigo por haber matado a Preston. Me salvaste el pellejo.
—El gusto fue mío, palabra.
—En cualquier caso, no lo olvidaré.
Subieron en el ascensor un piso, hasta la planta baja. En la sala de estar se apreciaban los efectos de un tiroteo. Los muebles y los jarrones estaban destrozados, y los cuadros estaban perforados por las balas. Salieron por las puertas dobles de cristal al camino de mármol.
La luz de la luna bañaba con un brillo suave los alrededores de la casa. Había media docena de cadáveres alineados junto a las pistas de tenis. Los cocineros y los miembros del personal estaban sentados en el suelo, custodiados por dos miembros de la fuerza militar. Más allá, en el helipuerto y en sus cercanías, estaban posados tres helicópteros Black Hawk negros, de líneas elegantes. Uno tenía las aspas en movimiento. Yitzhak y Roberto estaban subiendo a bordo.
Los cuatro pasaron ante dos casitas.
—Esta era la de tu marido —dijo Dominó a Eva—. Por si quieres verla.
Eva se detuvo y miró las paredes blancas, y después la puerta de madera tallada, muy semejante a la que daba acceso a la Biblioteca de Oro.
—Sí; tienes razón. Sí que me gustaría entrar.
—Te acompañaré —se ofreció Judd.
—Tenemos que hablar del Carnívoro, y de cómo supisteis lo de Gloria Feit —dijo Tucker a Dominó.
—Claro, te lo contaré todo; pero déjame que descanse unos momentos. ¿Te parece bien que hablemos en el helicóptero, a la vuelta?
—De acuerdo —dijo Tucker, asintiendo con la cabeza con gesto comprensivo.
Mientras los dos esperaban fuera, Judd y Eva entraron en el pequeño zaguán de la casita que había sido de Charles Sherback y pasaron a un cuarto de estar espacioso. Había sido registrado. Los libros estaban amontonados en el suelo en desorden; los estantes de las paredes, vacíos. Los cojines de los sofás y de los sillones estaban levantados, y los cajones del escritorio, abiertos. Eva se llevó una mano a la garganta.
Judd la siguió al dormitorio. La colcha y las sábanas de la cama de matrimonio estaban arrancadas. Había ropa de la cajonera y del armario empotrado tendida por el suelo. Prendas de hombre… y prendas de mujer.
Eva se acercó a un texto hecho con punto de cruz que estaba enmarcado en la pared, sobre la cómoda. Era una cita:
NO PUEDO VIVIR SIN LIBROS.
Thomas Jefferson, en carta a John Adams, 1815
—Se lo di yo a Charles —dijo Eva en voz baja, de espaldas a Judd—. Lo tenía en su despacho, en la biblioteca Moreau. Ya no me acordaba de ello.
Judd no había visto fotografías en el cuarto de estar, pero había varias colgadas en la pared del dormitorio de Charles y Robin. Se les veía juntos, trabajando en la biblioteca, caminando por la playa, cogiendo naranjas de los árboles. Vio que Eva se volvía para contemplarlas.
—Puede que pusiera la cita de Jefferson para tener un recuerdo tuyo —le dijo con delicadeza.
—O puede que quisiera tenerla porque le gustaba la cita. ¿Te había dicho que hago punto de cruz?
Él le paso un brazo por los hombros.
—Me figuro que hay muchas cosas tuyas que no me has dicho todavía. Me gustaría conocerlas todas.
Ella le dirigió una sonrisa, pero no dijo nada, llena como estaba de emociones que no era capaz de calificar.
Él sintió un momento de desilusión; después, la llevó hasta la puerta. Salieron a la noche. Otro helicóptero tenía las aspas en movimiento; las ondas sonoras del motor se extendían por el aire marino fresco.
—¿Dónde están Tucker y Dominó? —dijo Judd, mirando rápidamente a su alrededor.
Echaron a correr. Tucker se estaba levantando del suelo, detrás de un arbusto.
—¿Qué ha pasado, Tucker? —le preguntó Eva.
—El muy canalla me ha dado cuando no lo estaba mirando.
Hizo una mueca, y se limpió el polvo de los pantalones.
—Evidentemente, no quería responder a mis preguntas.
—Allí está —dijo Judd, volviendo la vista hacia un punto elevado de la colina que tenían a su espalda.
Dominó era una figura solitaria que escalaba rápidamente. Se había quitado la camisa blanca y llevaba una camiseta negra de manga larga. Con la camiseta y sus pantalones negros de esmoquin, resultaba difícil verlo. Se volvió, y la luna le iluminó el rostro. Con la M4 entre los brazos, los vio a su vez.
—¡Vuelve acá, maldita sea! —gritó Tucker.
Pero Dominó, en vez de volver, levantó dos dedos y se tocó la frente ostensiblemente, en rápido ademán de saludo. Aquel gesto recordó algo a Eva, vagamente. Y entonces lo vio con claridad: una noche de luna, como aquella, en la costa tracia de Turquía. Judd y ella estaban sentados en la avioneta, a punto de despegar para Atenas, y Judd había devuelto el saludo.
Los hombres soltaron maldiciones, mientras la silueta de Dominó se alejaba corriendo rápidamente y desaparecía tras la cumbre de la colina.
Pero Eva sintió una emoción extraña.
—Dios mío —dijo—, era él desde el primer momento. El asesino a sueldo sin rostro. Dominó no existe. Ese era el Carnívoro.