Capítulo 74

Provincia de Jost, Afganistán

SAM Daradar empezaba a notar el frío penetrante de la noche de Jost. Estaba plantado ante la ventana abierta de la torreta de vigilancia, con los soldados Abe Meyer y Diego Castillo. Inspeccionó las luces de los faros de los Humvee que se veían a lo lejos y que venían hacia ellos uno tras otro. Entre la noche oscura daban impresión de soledad y de peligro.

—¿Alguna señal de problemas? —preguntó Sam.

—No, señor —dijo Meyer—. Todo tranquilo, como de costumbre.

—Llámalos por la radio.

Meyer encendió su aparato.

—Teniente, el capitán quiere hablar con usted.

Sam Daradar pulsó el botón de su propia radio.

—¿Por qué se han retrasado?

Se oyeron por la radio toses en el Humvee.

—Perdone, señor. Creo que me estoy resfriando. Hicimos un reconocimiento adicional por la Punta de los Contrabandistas. Tuve una corazonada y quise comprobarla; pero no había nadie allí ni en el valle.

El teniente hablaba con una voz tan tomada, que resultaba casi irreconocible.

Sam maldijo para sus adentros. Lo que menos le convenía en esos momentos era que se extendiera una enfermedad por la base.

—¿Han visto algo en alguna otra parte?

—No, señor. Todo tranquilo como una tumba.

El hombre carraspeó.

—Quiero un informe completo cuando lleguen —dijo Sam, y cortó la conexión.

—Voy a salir —dijo.

Bajó de la torreta y pasó ante los sacos terreros que estaban apilados contra el muro. Allí cerca estaban los barracones Sea Hut donde se albergaban los comedores y el Centro de Operaciones Tácticas, y, más allá, los otros, tipo Butler Hut, donde dormían sus hombres. Se desactivó el cierre de la puerta, y esta se entreabrió lo suficiente para que él pudiera salir al exterior.

Caminando aprisa por la zona iluminada, llegó a la oscuridad y redujo el paso. Esperó a que se le acostumbraran los ojos a la penumbra, y recorrió con la mirada las tierras altas que ascendían hasta convertirse en colinas, y, después, las montañas de altas cumbres. A su izquierda estaba la población. Apenas distinguía su silueta general. Había algunas luces. Nada fuera de lo común. La luz de la luna iluminaba los arbustos y los grupos de árboles de las proximidades de la base. Se había levantado un viento que suspiraba. Sam buscó movimientos con la vista, escuchó los sonidos, olfateó en busca de olores. Estaba retrocediendo al siglo XVI tanto como los demás habitantes de la región.

Dio media vuelta y se apresuró a volver al interior de la base y a subirse a la torreta. Cuando volvió a apostarse tras la ventana, advirtió un movimiento que procedía de la población. Era un vehículo de algún tipo; la luna iluminaba su superficie plateada. Era raro que no tuviera encendidos los faros.

Se puso unos prismáticos de infrarrojos y miró por ellos. Maldición: era el Toyota Land Cruiser de Syed. Mientras lo observaba, el vehículo se detuvo y se apearon tres personas, Ullah entre ellos. Hablaban entre sí, mirando hacia la base. Después, uno se llevó algo al hombro y apuntó con ello. Sam miró atentamente. Parecía una cámara de cine. ¿Qué demonios estaba pasando?

Cuando los Humvee estaban a unos cuarenta metros de la base, mandó abrir las puertas.

Sonó la radio. La cogió, esperando que sería el teniente, para decirle que también él había visto a Ullah.

En vez de ello, oyó la voz de un desconocido que le decía:

—Capitán Daradar, le paso con Tucker Andersen, de la CIA. Tiene una información importante para usted.

Un instante después, sonó una voz fuerte que anunció:

—Aquí, Andersen. Tengo que contarle una cosa. Abreviaré.

Sam lo escuchó con inquietud creciente.

Cuando Andersen hubo terminado, Sam dijo:

—No se han producido ataques en la población ni en ninguna de las chozas que se ven desde aquí. Ahora vuelve a la base una patrulla. He hablado hace un rato con el teniente, y me dijo que todo estaba en calma también por estos parajes. Pero Ullah está en la llanura, aquí cerca, con otras dos personas, y parece como si estuvieran grabando la base en película. Puede que sea el equipo de noticias pakistaní del que le habló a usted su informante.

—¿Conoce usted en persona a Syed Ullah?

—Todo lo bien que puede conocerlo una persona de fuera.

—¿De qué es capaz?

—De cualquier cosa —respondió Sam sin vacilar.

Puso fin a la comunicación, y ordenó escuetamente al soldado Meyer:

—Dé la alarma. Quiero a todos los hombres en sus puestos, y los demás, aquí. Cierre la puerta en cuanto hayan entrado los Humvee.

Mientras sonaba con estrépito la sirena de alarma y se transmitían las órdenes por los altavoces, Sam tomó su fusil de asalto y bajó aprisa de la torreta. Se apostó muy por detrás de ella, en un punto que no se veía desde la puerta. Los Humvee se detendrían en una zona bien iluminada, de tierra apisonada, ante él. A los pocos segundos acudieron a su lado un teniente y un cabo.

—¿Qué pasa, señor? —preguntó el teniente.

—Todavía no lo sé —dijo Sam. Tenía la sensación de que ya conocía la respuesta, pero esta no le gustaba—. ¿Algunos de los hombres tienen resfriados o infecciones por virus?

El teniente y el cabo negaron con la cabeza.

—Ya me figuraba que no. Puede que me equivoque, pero no podemos correr ningún riesgo. Creo que en esos Humvee pueden venir hombres de Ullah.

Sam dio instrucciones al teniente.

Cuando fueron llegando más soldados, el teniente ordenó a la mitad que se quedaran con Sam, y corrió con los demás hasta el otro lado de la puerta, donde también quedarían ocultos a la vista.

Los Humvee entraron en la base con rugido de motores. Sam se asomó por el borde de la torreta para mirarlos. Los tiradores que iban en las cúpulas llevaban uniformes y cascos del Ejército de los Estados Unidos. Iban con la cabeza baja sobre sus ametralladoras, como si dormitaran. Sam no les veía la cara, y los que iban en el interior tampoco resultaban visibles a través de los vidrios oscuros. Pero los vehículos tenían orificios de bala recientes. Las puertas se cerraron tras los Humvee con ruido metálico.

Sam hizo una señal y cuatrocientos soldados plenamente equipados, armados y con chalecos antibalas salieron en tropel, con tal rapidez que los servidores de las ametralladoras apenas tuvieron tiempo de levantar la cabeza antes de que los arrancaran de las torretas y los desarmaran. Era una exhibición abrumadora de fuerza, hilera tras hilera de fusiles de asalto que apuntaban a los Humvee desde todos los ángulos posibles.

No hubo ningún movimiento durante unos instantes. Después, se abrieron las puertas y salieron más hombres con uniformes del Ejército estadounidense, con M4 militares en las manos, que llevaban levantadas sobre las cabezas. Todos eran afganos. Los soldados estadounidenses les quitaron las armas de las manos y las pistolas de los cinturones.

Sam levantó la vista hacia la torreta de vigilancia y gritó:

—¿Sigue allí fuera Ullah?

El soldado Castillo se asomó para responder.

—Sí, señor. Grabaron la entrada de los Humvee en la base; pero ahora se ha vuelto a apagar el piloto de la cámara.

Sam se abrió camino entre sus hombres para llegar hasta Jasim, el hijo de Ullah, cuya alta figura estaba apoyada contra el primer vehículo, abierta de brazos y de piernas. Tenía la cara hosca. Sam levantó la mano, asió un puñado de tela de la guerrera de Jasim y se la apretó contra la garganta.

—¿Quieres que muera tu padre? —dijo, amenazándolo—. Tengo un francotirador en la torreta —añadió, mintiendo—, y con solo dar la orden, Syed Ullah será una cagada de burro. Dime qué demonios está pasando.

El joven abrió mucho los ojos, pero siguió sin decir nada.

Sam le recordó con dureza que era un pastún.

—Tu primer deber es proteger a tu familia.

Jasim, con voz entrecortada, contó los detalles del plan para invadir la base y matar a todos los soldados.

Sam se encogió de hombros con furia. Dio un fuerte empellón a Jasim, y después lo soltó. Gritó una orden a sus hombres:

—Que os diga dónde han dejado los cuerpos de los nuestros; después, encerradlo. Vamos a salir.

Sam salió de la base a toda velocidad en un Humvee. Sus soldados, en otros Humvee o corriendo a pie, se extendieron en arco sobre la llanura. Los hombres de Ullah surgían de detrás de los arbustos, de agujeros en el terreno y de detrás de los árboles y huían por el paisaje desnudo. Capturarían a la mayoría, aunque alguno se escaparía. Pero Sam tenía clara una cosa: iba a atrapar a Ullah.

Se oyó el ruido lejano de un motor que se encendía, y el Land Cruiser de Ullah trazó una amplia curva.

El Humvee de Sam, y otros dos, avanzaban dando tumbos por aquel terreno a mucha mayor velocidad que el Land Cruiser, y le cortaron el paso cuando entraba en la carretera que conducía a las colinas y a la casa de Ullah.

Sam habló con un megáfono por su ventanilla abierta.

—Abajo. ¡Todo el mundo abajo! ¡Ya!

Se bajó de su Humvee con la M4 en la mano, y se encontró con Ullah y los otros dos en la carretera de tierra. Acudieron inmediatamente a su lado sus hombres, con las armas levantadas.

La ancha cara de Ullah expresaba sorpresa, interés, amabilidad.

—Capitán Daradar, es muy tarde para que esté usted de patrulla —dijo.

—Buenas tardes, señor Ullah. En mi Humvee hay sitio para todos ustedes. Su hijo pregunta por usted.

Cuando Ullah oyó hablar de Jasim, alzó levemente las cejas, y arrugó después la frente. El gesto fue leve; pero, viniendo del pastún, lo decía todo. Teniendo preso a su hijo, no solo estaba derrotado por una fuerza superior, sino que estaba acorralado por el código Pashtunwali.

—Deme su fusil —le ordenó Sam.

Ullah hizo girar su AK-47 con gesto airoso, esbozó una sonrisa encantadora y se lo entregó ceremoniosamente, con la culata por delante, como el vencido que reconoce una derrota… de momento.

Lo que hubiera querido hacer Sam sería pegar un tiro al condenado señor de la guerra y brindar a los periodistas la entrevista de sus vidas; pero aquello no gustaría al Gobierno de Kabul ni al tío Sam.

—Suban. Nos volvemos a la base para tomarnos un té americano.