JUDD, Tucker y Roberto corrieron por el pasillo silencioso, hacia las escaleras. Judd vio al momento que ambos ascensores descendían. Dejándolos atrás, abrió de un tirón la puerta de las escaleras y oyó fuertes pisadas que descendían desde lo alto y resonaban en las paredes de piedra. Hacían un ruido como el de un batallón.
—¡Corred!
Judd, seguido de Tucker y de Roberto, se abalanzó escaleras abajo hasta el cuarto nivel y miró por el cristal de la puerta, que daba a una antesala formal. Se coló por la puerta, sujetando el fusil de asalto con ambas manos, seguido de cerca por Tucker. Por allí no había nadie.
Tucker sacó a Roberto de las escaleras de un tirón, cerró la puerta, le echó el cerrojo y metió al hombrecillo en un rincón, junto a un armario alto, donde no estaría a tiro.
Judd señaló con la cabeza una enorme puerta de madera tallada.
—La Biblioteca de Oro —dijo.
Pero, antes de poder asaltarla, todavía tendrían que hacer frente a los equipos de seguridad que llegarían en los ascensores.
—Eso parece —asintió Tucker.
Judd echó cuerpo a tierra, mirando a uno de los dos ascensores. Tucker se tendió frente al otro. Apuntaron con sus M4.
El primer ascensor que llegó fue el de Tucker. Iban en él cuatro guardias. Tucker los barrió con una ráfaga de fuego automático, produciendo un gran estrépito. Los guardias, totalmente sorprendidos, no tuvieron tiempo de apuntar.
Mientras los guardias del primer ascensor intentaban apoyarse unos en otros y en las paredes de la cabina, empezaron a abrirse las puertas del ascensor que cubría Judd. Esta vez, los disparos empezaron a sonar desde dentro de la cabina, pero iban apuntados a media altura, hacia un supuesto enemigo que estuviera de pie. Judd respondió al fuego inmediatamente, barriendo los cuerpos de los cinco hombres. Estos se tambalearon y se derrumbaron, con ríos de sangre en el pecho. El aire se llenó de un desagradable olor metálico.
Judd y Tucker se adelantaron de un salto y dejaron bloqueados los dos ascensores.
Roberto ya estaba ante la gran puerta de madera de la biblioteca, con los ojos muy abiertos y mirada de determinación.
—No entres ahí —le ordenó Tucker con voz cortante, desde el otro lado de la sala.
Al otro lado de la ventana de la puerta que daba a las escaleras apareció un guardia que tiró del picaporte, intentando abrir. Había otros guardias detrás de él, en los escalones que subían. El guardia vio a Judd y a Tucker. Mientras disparaba a través del cristal, ellos echaron a correr. Las balas levantaban esquirlas en las paredes y rompían espejos.
Cuando Judd y Tucker llegaron hasta Roberto, se produjo un silencio repentino; estaban fuera del alcance visual del guardia, que tardaría pocos segundos en forzar la puerta. Cuando volvieron a silbar las balas, Judd cruzó una mirada con Tucker. Tucker se puso delante de Roberto y aprestó su fusil de asalto.
Judd entornó levemente la pesada puerta tallada; advirtió inmediatamente que tenía un núcleo de acero macizo, bisagras invisibles y mecanismo neumático. Era una puerta de sala acorazada. Imposible atravesarla con disparos de una M4, y no tenía una cerradura que se pudiera forzar.
Pasaron al interior, agachados, empuñando las armas. Mientras Tucker echaba de golpe los pestillos de la puerta a su espalda, cerrando el paso a los guardias, Judd vio las ocho pistolas con que les apuntaban unos hombres que estaban de pie alrededor de una mesa grande de comedor. Inspeccionó rápidamente la sala.
A la derecha estaba un sumiller asustado, encogido ante un botellero, con la mano dentro de la chaqueta de su esmoquin, sujetándose el corazón. Más allá, ante la misma pared, estaba agachado Yitzhak, con la calva empapada de sudor. Eva estaba cerca de él, tendida en el suelo, desmadejada. Cosa extraña, ambos iban vestidos de esmoquin. Preston levantó la pistola con la que apuntaba a Eva para dirigirla hacia Judd y Tucker. Llevaba pantalones vaqueros y una chaqueta de cuero negra, como la última vez que lo había visto Judd, y dejó caer dos toallas que llevaba en la mano.
—Judd, ¡qué sorpresa tan agradable! —estaba diciendo Martin Chapman—. Creí que no volvería a tener el gusto de verte.
Alto y elegante, estaba de pie ante la mesa del banquete, con la espesa cabellera blanca suelta, un brillo de burla en los ojos azules, apuntando con calma con su pistola.
Judd clavó la mirada en el antiguo amigo de su padre.
—¿Eres tú el que mandó matar a mi padre? Hijo de perra.
Mientras lo invadía una oleada de furia, sintió que Tucker lo contenía poniéndole una mano en el brazo.
—La verdad es que Jonathan se lo hizo a sí mismo —dijo Chapman—. Yo intenté convencerlo para que no lo hiciera; pero ya sabes lo cabezota que podía llegar a ser. No era razonable en absoluto. Lamento que lo hayamos perdido. Todos lo apreciábamos mucho.
Hizo una señal con la mano que tenía libre a los demás hombres que estaban alrededor de la mesa. Estos salieron y se pusieron en fila a ambos lados de Chapman, sin dejar de apuntar con firmeza a Tucker y a Judd.
Judd estudió a los hombres, ataviados con ropa cara de etiqueta. Todos medían un metro ochenta o más, y sus edades iban desde poco más de los cuarenta hasta algo menos de setenta años. Perfectamente arreglados y con cuerpos fuertes y atléticos, tenían un aire inconfundible de orgullo y de confianza. Su semejanza resultaba estremecedora.
—Yitzhak —exclamó Roberto, corriendo por el borde de la sala y pasando por delante del sumiller.
El sumiller contemplaba la escena abriendo desmesuradamente los ojos. Era un hombre de sesenta y tantos años, con arrugas marcadas y gruesa nariz roja; se apreciaba su afición desmedida al vino.
—Chist —le advirtió Yitzhak.
Roberto se dejó caer al suelo junto al profesor. Preston miró hacia ellos, y Eva le tiró una patada a la pierna.
Preston retrocedió y la apuntó con su pistola.
—¡Arriba! —le gritó.
Judd advirtió que varios de los hombres de esmoquin se tambaleaban. Los que estaban más próximos a la mesa se apoyaban en ella.
Chapman también lo notó. Extrañado, miró la fila de hombres que tenía a izquierda y derecha.
A dos les fallaron las rodillas y cayeron.
—¿Qué demonios…? —dijo el de más edad. Se llevó la mano a la frente y se derrumbó.
—Maldita sea —exclamó otro, mirándose la mano con que empuñaba la pistola. Le temblaba sin control.
Dos más se esforzaban por mantenerse de pie. Por fin, los tres cayeron al suelo.
—El coñac… debía de estar envenenado —dijo el más joven a Chapman. Eran los dos últimos que seguían de pie. Ambos volvieron las pistolas hacia el sumiller.
El sumiller sacó la mano que tenía apoyada en el corazón, y, en ella, una Walther de nueve milímetros. De un solo movimiento regular, disparó dos veces. Una bala dio al hombre más joven en la cabeza, y la otra destrozó a Chapman la mano con que empuñaba la pistola.
Chapman, tambaleándose, cogió la M4 con la otra mano.
Al mismo tiempo, Preston apartó a Eva de un empujón y echó a correr a lo largo de la pared cubierta de libros, apuntando al sumiller. Antes de que este pudiera volverse para disparar, Preston descargó un tiro que atravesó el hombro del sumiller. Judd, desde el otro lado de la sala, metió una ráfaga de tres proyectiles en el pecho de Preston.
Preston se quedó paralizado. Una expresión de furor se marcó en sus rasgos aristocráticos al ver la sangre que se le extendía sobre el corazón. Avanzó dos pasos más.
—No sabéis lo que hacéis —dijo—. Hay que proteger los libros…
Se derrumbó de frente, sobre el rostro, con los brazos flácidos a los costados. Relajó los dedos, y el fusil le cayó con ruido metálico al suelo de mármol
El sumiller, haciendo caso omiso de Chapman, corrió hasta Preston y se apoderó de su pistola.
—Buen tiro, Judd, Gracias —dijo. Palpó la arteria carótida de Preston, mientras a él mismo le corría la sangre por la chaqueta.
—¡Idos todos al infierno! —gritó Martin Chapman mientras apuntaba a Judd con la M4, con el dedo pálido en el gatillo.
Judd apuntó.
—¡No! —gritó el sumiller desde donde estaba agachado—. ¡Necesitamos a Chapman vivo!
Nadie se movió. Chapman frunció el ceño, apuntando con su arma a Judd, que lo tenía apuntado a su vez. Parecía que la sala vibraba con la tensión.
Después, Chapman desarrugó el ceño. Le asomó un brillo a los ojos y habló con tono más cálido.
—Judd, has de saber que tu padre siempre había albergado la esperanza de que tú llegases a ser miembro de nuestro club de bibliófilos.
Señaló con un ademán ampuloso de su mano libre ensangrentada la gran extensión de libros enjoyados.
—Estos también pueden ser tuyos. Piensa en la historia, en la misión que heredamos tu padre y yo. Es sagrada. Ahora que Brian ha muerto, nos faltan tres miembros. Únete a nosotros. A Jonathan le habría agradado muchísimo.
Eva, a espaldas de Chapman, lo había estado observando. Judd, que aparentaba tener la vista clavada en Chapman, vio que Eva se estaba quitando los zapatos.
—¿Sagrada? —repuso Judd—. Lo que tenéis aquí no es una misión. Es un egoísmo horrible.
Eva, en calcetines, cruzó corriendo el suelo de mármol, con la cabellera negra al aire, los ojos entrecerrados. Se arrojó hacia delante, sobre el vientre, y se deslizó en silencio bajo la mesa del banquete.
Chapman dedicó a Judd una sonrisa irónica.
—Como dijo John Dryden, «Los secretos son armas afiladas, y no deben tocarlos los niños ni los necios». A ti se te crio enseñándote a apreciar el valor inmenso de esta biblioteca tan notable. Nadie puede cuidarla, estimarla, mejor que nosotros. Tienes la responsabilidad de ayudarnos…
Eva, incorporándose, arrojó los hombros contra las corvas de Chapman. Este vaciló, y cayó por fin con un gruñido, dándose un gran golpe contra el suelo. Perdió la M4. Soltó una sonora maldición, e intentó recuperarlo a toda prisa.
Pero Eva lo recogió y rodó sobre sí misma, y Judd, Tucker y el sumiller cayeron sobre ellos. Los cuatro rodearon a Chapman, apuntándolo con sus armas.
Chapman, enrojecido, se cubrió con la mano sana la mano ensangrentada, que apoyaba a su vez en la pechera plisada de su camisa de esmoquin, y miró a su alrededor a sus compañeros caídos, y después, volviendo la cabeza, el cadáver de Preston. Por último, levantó la vista con rabia. En los ojos se le leía una furia profunda y un resentimiento extraño.
—¿Quién eres? —preguntó al sumiller.
—Llámame Dominó —dijo el sumiller con voz ronca. Tenía la cara ancha, y era bajo y fornido—. El Carnívoro te envía recuerdos —añadió—. Tengo la orden de recordarte que ya te advirtió de sus reglas. Después, debo quitarte de en medio.
—Todavía no estoy muerto, gilipollas. ¿Qué les has hecho?
—Ácido gamma-hidroxibutírico, GHB. Insípido, inodoro e incoloro. Una droga que usan los violadores. En el coñac, por supuesto, en el de la botella nueva. Se despertarán dentro de unas horas, con fuertes dolores de cabeza. Os he estado oyendo hablar. Dinos lo que va a pasar en Jost, en Afganistán.
—¿Por qué os lo iba a decir?
Judd no tenía idea de lo que quería decir Dominó; pero lo había enviado el Carnívoro, y aquello le bastaba. Las cuatro armas se movieron levemente, apuntando a la cabeza de Chapman.
—¡Dínoslo! —dijo Judd.
Chapman miró sucesivamente las armas.
—¿Y qué gano con decíroslo?
—Quizá salgas vivo, como un hijo de perra con suerte —dijo Judd—. Pero si tenemos que matarte ahora, tampoco tendrá importancia. Tus amigos se despertarán, y alguno de ellos hablará.
Chapman parpadeó despacio. Después, se sentó en el suelo y contó la historia de una mina de diamantes olvidada en Afganistán y de un señor de la guerra que iba a eliminar a los combatientes talibanes para que se cerrara la base militar y Chapman pudiera comprar aquella tierra.
—Ya es demasiado tarde para hacer nada al respecto —concluyó Chapman—. La acción se está produciendo ahora mismo. Además, en último extremo nos beneficia a todos. De hecho, beneficia a todo el mundo. No os interesa detenerla.
—¡Condenado estúpido! —explotó Tucker—. ¿Crees que puedes fiarte de las promesas de un señor de la guerra? Solo hará lo que le parezca que le interesa más. Las cosas pueden salir de una docena de maneras distintas, y ninguna nos va a gustar. Lo que es peor, los Estados Unidos mantenemos esas bases secretas porque Kabul nos necesita. Esto podría hacer caer el gobierno y hacer estallar otra guerra sangrienta. ¿Dónde hay un teléfono por satélite? —preguntó, recorriendo la sala con la vista.
Mientras Dominó le entregaba uno, se oyó un golpe sordo en la puerta. Los guardias ya debían de haberse abierto camino hasta la antesala y se disponían a acceder a la biblioteca por la fuerza. Volvió a reinar la preocupación en la sala.
—Puede que dispongan de algo más potente que las M4 —dijo Judd, escuchando.
Tucker asintió con la cabeza y se puso a marcar números en el teclado del teléfono, mientras los demás seguían en silencio, atrapados.