EL club de bibliófilos se disponía a empezar el tercer plato. Los hombres, con sus esmóquines hechos a medida, bajo los cuales llevaban pistolas, estaban sentados cómodamente alrededor de la gran mesa ovalada, en la amplia Biblioteca de Oro, convencidos de que, si los guardias no mataban a los intrusos, los matarían sin duda ellos mismos.
Mientras conversaban, volvían las miradas una y otra vez a los magníficos manuscritos iluminados que cubrían las paredes, desde el suelo de mármol hasta las molduras del techo. Había filas y más filas de cubiertas doradas, dispuestas hacia el exterior; sus superficies metálicas, martilladas a mano, relucían a la luz que se reflejaba de una pared a otra y atravesaba la mesa como una música visual. Las joyas y las gemas, de colores que iban desde los tonos oscuros y profundos hasta los claros y suaves, rutilaban, incitantes. Toda la sala parecía bañada de un resplandor mágico. Encontrarse allí era siempre una experiencia visceral, y Martin Chapman soltó un suspiro de satisfacción.
—Caballeros, tienen ante sí dos vinos blancos secos montrachet exquisitos —explicó el sumiller con marcado acento francés—. Uno es un Domaine Leflaive, y el otro, un Domaine de la Romanée-Conti. Sentirán ustedes su factor de emoción, que es el sello de esplendor en un vino.
El sumiller, hombre musculoso, con la pedantería habitual de los grandes expertos en vinos, volvió a retirarse junto a los libros más próximos a la puerta, donde tenía su botellero.
Chapman lo estaba pasando bien, absorbiendo aquella combinación embriagadora de sensaciones físicas, conocimientos, historia y privilegios que aportaba la biblioteca. A la luz temblorosa de las velas, atacó su langosta de Maine con champiñones a la plancha y salsa de higo y masticó despacio, disfrutando de los sabores celestiales. Tomó un trago de uno de los vinos blancos y lo sostuvo contra el paladar. Tragó el vino con un arrebato de placer.
—Discrepo —decía Thomas Randklev—. Tomemos el caso de Freud. Dijo a su médico que coleccionar objetos antiguos, entre ellos libros, era para él una adicción solo comparable con la de la nicotina.
—Esto tiene otro matiz —dijo Brian Collum—. Somos la única especie capaz de concebir nuestra propia muerte; por ello, está claro que necesitamos tener algo mayor que nosotros mismos para que este conocimiento nos resulte soportable. Como diría Freud, es el precio que tenemos que pagar por nuestros lóbulos frontales tan desarrollados… y es el adhesivo que nos mantiene unidos.
—Me alegro de que no sea solo el dinero —observó Petr Klok con una sonrisa.
Sonaron risas alrededor de la mesa.
Chapman pensó para sus adentros que, en realidad, todos ellos habían empezado siendo grandes lectores, y que, si la vida hubiera sido distinta, quizá cada uno hubiera seguido por otro camino. En lo que a él respectaba, había conseguido mucho más que lo que había llegado a soñar de niño.
—Tengo una para vosotros —dijo Carl Lindstöm, desafiante—. «Cuando das a alguien un libro, no solo le das papel, tinta y cola; le das la posibilidad de toda una vida nueva». ¿Quién escribió eso?
—Christopher Morley —dijo Maurice Dresser al instante—. Y John Hill Burton afirmó que no era posible construir una gran biblioteca; tenía que formarse con los siglos. Como se formó la Biblioteca de Oro… y como me he formado yo —añadió Dresser, de setenta y cinco años, señalándose a sí mismo.
El grupo rio suavemente, y Chapman sintió que le vibraba el busca en el pecho. Lo consultó: Preston. Molesto, se disculpó, mientras la conversación pasaba al análisis de los dos borgoñas blancos etéreos. Cuando salía, habían invitado al sumiller a sumarse al debate.
Chapman se montó en el primero de los dos ascensores. Subió en silencio. El ascensor era una cápsula sólida; todos los pisos subterráneos eran búnkeres a prueba de bombardeos atómicos. Cuando llegó al más elevado de los pisos subterráneos, Chapman salió al entorno de porcelana, acero y granito de la cocina. Más allá se extendía un pasillo, con puertas que daban a oficinas y almacenes. Al fondo estaba el enorme garaje.
Mirando a su alrededor, inhaló los aromas apetitosos de los medallones de springbok, gacela de Sudáfrica. Los chefs de cuisine, con sus altos gorros blancos, vociferaban órdenes en francés mientras preparaban el plato. Los sous-chefs, chefs de partie y camareros escogidos de entre el personal de la biblioteca se afanaban de un lado a otro.
Preston tenía una expresión atribulada cuando salió de la cocina a recibir a Chapman en el ascensor.
—Tiene que hablar con ellos, jefe —dijo Preston.
—¿Siguen en mi oficina?
—Sí. Los vigilan tres hombres.
Mientras bajaban en el ascensor hasta el tercer piso, Chapman preguntó:
—¿Qué novedades hay de Ryder y Andersen?
Chapman ya sabía que habían matado a dos guardias y habían herido gravemente a otros cuatro. Preston había enviado a más hombres a pie a buscarlos.
—He aumentado la seguridad alrededor del complejo. Todo el mundo está en alerta máxima.
—Más les vale, maldita sea.
La puerta del ascensor se abrió y salieron a la zona de estar donde el personal acudía a las reuniones más informales. Estaba vacía, como era de esperar, ya que todos estaban trabajando. Las puertas del pasillo daban a despachos, y por la última se accedía a un gimnasio con los últimos aparatos para hacer ejercicios de cardio y de Pilates.
Preston empujó la puerta del despacho de Chapman y retrocedió.
Chapman pasó ante un cuadro de desafío helado. Eva Blake y Yitzhak Law, inmóviles e iracundos, estaban atados a sillas, con las manos a la espalda. Eva llevaba puesto todavía su traje de salto y tenía la cara ennegrecida. No pareció que ninguno de los dos reconociera a Chapman; pero era dudoso que conocieran su mundo.
Sin prestar atención a los guardias, puso una silla ante Blake y Law.
—Voy a ponéroslo fácil. He hecho que los traductores preparen una lista de posibles fuentes de las preguntas que formulará el club de bibliófilos esta noche, durante nuestro torneo. Como en la biblioteca disponemos de textos que han estado perdidos durante siglos, vosotros no podéis conocer su contenido de ninguna manera. Otros ya los conoceréis, claro está. Vuestra tarea consistirá en intentar determinar el libro que corresponde a cada pregunta. Se os dará un gráfico de dónde está dispuesto cada manuscrito iluminado en las estanterías, con algunas frases descriptivas sobre cada uno. Si respondéis correctamente a todas las preguntas del club de bibliófilos, os dejaré con vida. Un gran incentivo.
Se miraron el uno al otro, y después volvieron a mirarlo a él con expresiones pétreas.
Chapman se volvió hacia Preston.
—Haz pasar a Cavaletti —dijo; y se arrellanó en su silla, pensando con rabia en la cena que se estaba perdiendo.
A los pocos instantes, hicieron entrar a Roberto Cavaletti en la habitación a empellones.
—Yitzhak, Eva —dijo. El hombrecillo estaba desaliñado, con el rostro barbado consumido.
Antes de que nadie hubiera tenido tiempo de decir nada más, Chapman ordenó:
—Pégale, Preston.
Mientras Yitzhak y Eva gritaban y forcejeaban con sus ataduras, Cavaletti se encogió y Preston le lanzó contra la mejilla un puñetazo que produjo un ruido sordo.
Cavaletti se echó una mano temblorosa a la cara, vaciló y cayó de rodillas.
—¡Canalla! —gritó Eva.
—Son unos monstruos —dijo el profesor, pálido.
—Pensáoslo mejor —les espetó Chapman—. Sois dos. Juntos, tenéis una posibilidad mucho mayor de ganar esta noche que uno solo de vosotros. Si no queréis hacerlo por vosotros, hacedlo por vuestro amigo Roberto, aquí presente.
A Cavaletti se le estaba formando una gran magulladura en la mejilla izquierda.
Yitzhak Law miró fijamente a Chapman.
—Está bien; pero solo con la condición de que dejen en paz a Roberto. Ni un golpe más.
—No, Yitzhak —dijo Roberto—. No, no. Quieran lo que quieran, no podréis evitar lo inevitable.
Eva miró a Chapman con rabia.
—Muy bien. Estoy de acuerdo yo también. ¿Nos da su garantía de que nos dejará marchar a todos si ganamos?
—Por supuesto —dijo Chapman tranquilamente—. Kardasian, encárgate de que estén limpios y presentables.
Dicho esto, se puso de pie y se marchó.
Preston lo alcanzó en la sala de estar.
—Lo tendré informado de la situación con Ryder y Andersen —le dijo.
Chapman asintió con la cabeza; mentalmente, ya había vuelto a la cena. En ese momento oyeron que se cerraba la puerta de uno de los ascensores. Se acercaron aprisa y vieron que se había detenido en el nivel más bajo, el número cuatro…, la Biblioteca de Oro. Pasaron inmediatamente al otro ascensor, y Preston pulsó el botón.
—¿Quién demonios puede ser? —dijo Preston, con gesto torvo.
La puerta del ascensor se abrió en una antesala elegante. Enfrente había un pórtico en forma de arco que conducía a despachos dispuestos a lo largo del pasillo exterior, con ventanas. Pero ellos corrieron a la izquierda, y Preston abrió una puerta de madera tallada que daba a la biblioteca y al banquete de aquella noche.
El sumiller caminaba hacia su botellero; veían su ancha espalda, vestida de esmoquin. Al oír la puerta se volvió. Vieron que llevaba en las manos dos botellas de vino tinto sin abrir.
Preston hizo un gesto seco, y el sumiller se les acercó. Aunque seguía teniendo el aspecto arrogante de antes, en sus ojos se leía un atisbo de culpabilidad. Levantó ante sí las botellas como si fueran un escudo.
—¿Qué hacías en el tercer piso? —le interrogó Preston.
—Lo siento mucho, señor. Tuve que ir a la cocina por más vino. Los caballeros son más aficionados de lo que yo había esperado. En las prisas por volver, me equivoqué de botón en el ascensor. Naturalmente, no me bajé del ascensor hasta llegar aquí.
Chapman notó que Preston se tranquilizaba.
—Sigue con tu trabajo —dijo Chapman.
El sumiller hizo una honda reverencia y se retiró. Chapman se apresuró a seguir con su cena.