La isla de Pericles
LA isla privada de la Biblioteca de Oro, bañada por la luz de la luna, se alzó de pronto entre el mar oscuro, con sus riscos abruptos pálidos, con sus valles profundos con sombras extrañas. Judd la estudiaba desde la ventanilla del Cessna Super Cargomaster que pilotaba Haris Naxos, amigo de Tucker. La aeronave, con las luces de navegación nocturnas apagadas, se remontaba trazando círculos y no tardaría en alcanzar la altura necesaria para el salto, los diez mil pies.
Se les acababa el tiempo, e iban a actuar sin apoyo. Todos estaban en estado de máxima atención, y no hablaban del peligro.
—Allí está el naranjal y el punto de caída que elegimos —dijo Eva. Judd y ella iban sentados juntos en el asiento corrido que se extendía a lo largo de las paredes de la bodega de carga del avión. Al igual que Tucker, que iba en el asiento del copiloto, vestían trajes de salto y cascos negros. Llevaban al cuello gafas de infrarrojos, y se habían oscurecido el rostro con grasa negra. No solo disponían de sus pistolas, que llevaban en pistoleras a la cintura, sino que Judd y Tucker portaban también granadas de mano y mini Uzis sujetas a las piernas. Tucker llevaba un paracaídas a la espalda, y Judd otro más grande, con mayor superficie de tela, que soportaría el peso de Eva y de él juntos. Los dos hombres acarreaban otras bolsas con material. Eva, que iría sujeta a Judd con correas, no llevaba nada a la espalda.
Judd asintió con la cabeza.
—Sí; deberá salir bien —dijo. Iba saturado de analgésicos, y solo sentía una molestia sorda en el costado.
Habían estado observando los faros de los jeeps que rondaban por la isla, intentando determinar sus pautas. Uno había pasado ante el naranjal.
—¿Qué te parece la claridad del aire, Haris? —preguntó Tucker mientras ascendía el avión.
—Sin cambios. Parece buena para que aterricéis.
Haris Naxos tenía el pelo cano, rasgos angulosos y aspecto de duro; todavía hacía algunos trabajos por contrato.
—Tú ya no eres un gallito joven, Tucker —comentó—. Los saltos de noche son peligrosos. Ten cuidado.
—Lo sé. Hay saltadores viejos y saltadores arriesgados; pero no hay saltadores arriesgados viejos.
Haris se rio, pero fue el único. Judd, como tenía por costumbre, estaba planificando lo que haría si no se abrían los paracaídas, si se enredaban los hilos, todas las mil cosas que podían salir mal.
Al cabo de un rato, Haris preguntó:
—¿Recuerdas todo lo que te he dicho, Eva?
En su hangar del aeropuerto de Atenas, le había dado instrucciones durante media hora, y le había enseñado un vídeo sobre el salto en caída libre en pareja. Haris tenía un negocio de paracaidismo y alquiler de aviones.
—No se me va a olvidar nada, de ninguna manera —dijo ella, con un leve asomo de nervios en la voz.
—Excelente. Entonces, lo diré: estamos en altitud, y nos aproximamos a la zona de salto.
Judd y Eva se pusieron de pie dentro del avión. Eva se volvió, y Judd unió las correas de ambos y apretó las de él hasta que tuvo bien asegurada la espalda de ella contra su pecho. Eva tenía el cuerpo tenso. Su aroma de agua de rosas llenó la mente de Judd. Este se lo quitó de la cabeza rápidamente.
—¿Bien? —preguntó escuetamente.
—Bien.
Mientras se ponían las gafas, Tucker pasó gateando a la zona de carga posterior.
—Abriré la puerta.
Se movía con agilidad, con expresión centrada. Mientras Judd y Eva se sujetaban de las correas del techo, Tucker abrió el cerrojo de la puerta, hizo girar la manivela y empujó. Entró una fuerte corriente de aire frío.
Judd encendió el altímetro visual que llevaba dentro del casco, con el monitor dispuesto para poder verlo de reojo con facilidad, y dispuso a Eva de modo que ambos miraban hacia la cabina de mando. Tenían el costado derecho a pocos centímetros del vacío negro.
—¡Fuera! —gritó el piloto.
—Procura disfrutarlo, Eva —susurró Judd.
Antes de que ella hubiera tenido tiempo de hablar, Judd saltó del avión, llevándola consigo. De pronto, iban en caída libre, surcando el aire a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora, extendiendo los brazos y las piernas juntos como alas. El aire sedoso rodeaba a Judd, que no tenía sensación de caer: la resistencia del aire aportaba sensación de peso y de orientación. Mientras comprobaba su situación sobre la isla, gozaba de la sensación eufórica de libertad absoluta.
—Este es uno de esos raros momentos en los que sabes lo que es ser un ave en vuelo —dijo a Eva—. Podemos hacer todo lo que puede hacer un ave… menos volver a subir.
Mientras Tucker saltaba del avión, Judd cambió de postura a Eva hasta que quedaron sentados en el aire, hechos un ovillo. Le hizo dar volteretas, y después volvió a enderezarla, haciéndolos girar sobre los costados, sobre las espaldas, y dar vueltas de nuevo, girando libremente. Sintió que ella se tensaba más en un primer momento, pero después soltó una risa alegre.
Volviendo a la posición de descenso normal, Judd se llevó la mano a la espalda y tiró del paracaídas de desaceleración; sus hilos y su copa pequeña se recortaban en negro contra las estrellas. Todo iba bien de momento. El paracaídas de desaceleración reducía la velocidad de los dos a la de un solo paracaidista en caída libre. Vio que Tucker asentía con la cabeza, indicando que su material también funcionaba correctamente.
A los dos mil quinientos pies, Judd tiró de una manilla y cayó la bolsa, liberando el paracaídas principal, un parafoil negro. Cogió el viento y se extendió adoptando la forma de una gran cuña abombada. Hubo unos breves segundos de desaceleración intensa, y después se encontraron descendiendo a unos veinte kilómetros por hora. Judd estudió el terreno que tenían por debajo. Observó las arboledas de cítricos, el espacio abierto de hierbas y rocas, que a través de sus gafas infrarrojas aparecía bañado de matices verdes, y la larga quebrada hacia el sur. Pasaba en aquellos momentos junto a los árboles un jeep, de modo que disponían de cerca de media hora hasta que llegara el siguiente. El peligro más inminente que corrían entonces era romperse un tobillo, suponiendo que no dieran en los árboles ni en las rocas.
Mientras seguían flotando en horizontal, cada vez más bajos, Judd tiraba de los hilos, dirigiendo su vuelo. De momento, no se veían más faros de vehículos cerca de la zona de caída.
A los cien pies de altura, Judd sintió una enorme corriente hacia abajo, y le pareció como si cayeran a un agujero negro verdoso. Eva se puso tensa de nuevo. Judd volvió a tirar de los hilos, controlando su dirección y planeando, planeando en silencio. Satisfecho, dirigió con su cuerpo el de Eva para que adoptara una postura erguida, y con sus rodillas las de ella para que tuviera las piernas semiflexionadas. Pasaron entre altas rocas, y cayeron pesadamente, deteniéndose de manera brusca justo antes de alcanzar la carretera que bordeaba los árboles. Judd sintió que Eva respiraba a grandes bocanadas.
—Lo has conseguido —dijo, soltando las correas que los unían—. Buen trabajo. Ahora, vamos a largarnos de aquí enseguida.
Se soltó de los dos paracaídas, el de desaceleración y el vertical, y corrieron por ellos. Mientras recogían las dos telas, Tucker se deslizó próximo a ellos a baja altura. Tiró de sus hilos y pasó muy cerca de una roca que llegaba a la altura del hombro. Con las rodillas dobladas, tomó tierra y se tambaleó hasta que recuperó por fin el equilibrio.
Se quedó de pie, inmóvil, y levantó la cabeza.
—Jódete, Haris —dijo—. A este gallo viejo le queda todavía mucha vida.
Después, sonrió y recogió sus paracaídas.
—Todo ha ido bien —dijo Eva, emocionada—. Los paracaídas se han abierto. Nadie se ha roto una pierna. Podría llegar a cogerle gusto a esto.
Entonces se oyó entre los árboles el canto de un ave. Hubo en el naranjal rumor de hojas agitadas…, un movimiento rápido.
—Mierda —dijo Judd, sacando su Beretta—. Nos estaban esperando. ¡Corred!
Con las armas en la mano, corrieron hacia el sur por la tierra dura, hacia la cortada. Judd echó una mirada atrás y vio que salían de entre los árboles seis hombres vestidos de negro que los apuntaban con fusiles de asalto M4. Llevaban gafas de visión nocturna. Los hombres, sin dejar de correr, disparaban ráfagas de proyectiles. Las balas silbaban e impactaban en la tierra y en las piedras. Tucker gruñó. Una bala rozó una oreja a Judd. Los tres cayeron cuerpo a tierra. Judd señaló con la mano, y Eva corrió a refugiarse tras una formación rocosa alta. Judd y Tucker la siguieron.
Aparecieron por el suroeste los faros de un jeep, y el vehículo avanzó aprisa por la carretera hacia ellos. Resonaban en el aire las pisadas y el rugido del motor.
—Cristo —gruñó Tucker—. Qué poco me gusta caer en una emboscada.
—¿Estáis heridos? —preguntó Judd. Miró a Tucker, y observó después la cara ennegrecida de Eva, lo apretada que tenía la boca. Parecía que estaba bien.
Tucker sacudió la cabeza.
—Estoy bien —dijo—. Llevas un corte muy mono en la oreja, Judd. Me alegro de que no te hayan volado los sesos. La cortada no está lejos. Eva, nosotros te cubriremos. En cuanto empecemos a disparar, corre como loca, sin levantarte. ¿Podrás hacerlo?
—Claro —dijo ella, agachándose.
Los dos hombros se apostaron uno a cada lado del montículo rocoso. Judd miró a Tucker. Este le asintió con la cabeza. Se asomaron, disparando ráfagas de fuego automático con sus Uzis.
Mientras proseguía tras ella el estrépito ensordecedor de los disparos, Eva llegó a la cortada y se dejó caer rápidamente sobre el borde, con las piernas colgando. A partir de las fotos de la NSA, habían calculado que tenía una profundidad media de tres metros. Trazaba una curva y descendía hacia el complejo. Las sombras eran de un verde espeso. Solo estaba ligeramente iluminada la parte superior del lado en que estaba ella de la ladera casi vertical, y se apreciaba tierra desnuda, hierbajos y piedras. Asiendo la S&W con las dos manos como le había enseñado Judd, a los pocos segundos descendía hacia el abismo, resbalando sobre su espalda.
Pero mientras se deslizaba hasta la profundidad de la oscuridad verde, le llamó la atención una roca que estaba en el fondo, en el lado opuesto de ella. Vio allí un leve movimiento, un brazo. Había allí un hombre, en cuclillas para resultar menos visible. El miedo empezó a apoderarse de su mente. Lo reprimió, y apuntó con su pistola. De pronto, hubo un movimiento a su derecha. Y ella movió la pistola hacia allí; aunque comprendió al instante su error. Voló un pie por el aire. Su pistola salió despedida, y cayeron sobre ella dos hombres muy fuertes.
El jeep estaba a solo trescientos metros. Judd vio en él un hombre, que iba al volante. Por algún motivo, el hombre detuvo el vehículo, con el motor todavía en marcha, y se inclinó hacia el otro lado y abrió la puerta del pasajero.
En vista de que Eva se había retirado a salvo, Judd hizo una señal a Tucker. Tucker hizo una mueca, y pareció como si fueran a discutir. Después, se levantó de un salto y echó a correr.
Judd volvió a asomarse y disparó tres ráfagas. Habían conseguido abatir a un hombre, y los demás estaban cuerpo a tierra, disparando cuando les parecía que tenían objetivo a la vista, y algunas veces que no se lo parecía.
Antes de que los guardias hubieran tenido tiempo de responder a su fuego, Judd echó a correr, y Tucker desapareció por el borde de la cortada. Judd no miró; se limitó a saltar, haciendo que sus talones le sirvieran de frenos imperfectos mientras se deslizaba velozmente por la fuerte pendiente hacia la espesa sopa verde.
Tucker movía la cabeza a un lado y otro.
—¿Dónde está Eva?
—Eva —la llamó Judd en voz baja.
No hubo respuesta; pero se oyó un grito en la parte superior.
—Vienen —dijo Tucker—. Vámonos.
—No sin Eva. ¡Eva! —gritó Judd.
—Maldita sea, hijo. La deben de haber atrapado. Si no, nos estaría esperando. Puede que sea por eso por lo que se ha detenido el jeep con la puerta abierta: para recogerla, a ella y al que la hubiera capturado. No vas a hacerle ningún bien si te dejas atrapar o matar. En marcha.
Judd no respondió. En vez de ello, se volvió para bajar por la cortada hacia el jeep. Hacia Eva.
Pero Tucker le dio un manotazo en el casco, por detrás.
—Maldita sea, Judson. Para el otro lado.
Judd sacudió la cabeza para despejarse, y después se quitó el casco de un tirón. Corrieron hacia el sureste, dirigiéndose hacia el complejo. También Tucker se despojó del casco, y los dos recargaron sus armas. La cortada era irregular y estaba llena de piedras que los obligaban a ir despacio.
—Esto no sirve —dijo Judd, oyendo ruido de pasos que corrían por lo alto del borde de la cortada, adelantándolos—. Tenemos que librarnos de esos canallas. Sigue tú. Yo me encargaré de ellos.
Descolgó de una trabilla de sus pantalones una granada de fragmentación y la empuñó en la mano derecha. Tucker, al verlo, aceleró, mientras Judd se deslizaba, agachado, entre las sombras profundas del lado norte de la cortada.
Esperó inmóvil, mientras se aproximaban los guardias.
—Se dirigen a la casa —dijo una voz grave, confiada.
«Radio o walkie-talkie», pensó Judd.
—Claro —siguió diciendo el hombre—. Ningún problema. Los encontraremos.
Estaban casi por encima de él. Judd tomó aire, lo soltó, tiró de la anilla de seguridad con la mano izquierda, arrojó la granada por encima del borde de la cortada y echó a correr, tropezando con piedras, pero tan deprisa que mantenía el equilibrio gracias a su velocidad. Hubo un destello de luz blanca. Retumbó la explosión. Mientras llovía tierra, Judd alcanzó a Tucker, que se había izado sobre el borde y miraba atrás.
—No hay nadie en pie —anunció Tucker—. Deben de tener lesiones graves. Eso los mantendrá ocupados.
Se alejaron trotando, pero Judd advirtió que Tucker se cansaba. Judd aflojó el ritmo hasta una marcha rápida y sacó el aparato de seguimiento que monitorizaba el chip de la tobillera de Eva.
—Ya está en el complejo —dijo—. Parece que está a un par de niveles por debajo de la casa principal. ¿Has visto algún jeep cerca de nosotros? —preguntó, mirando a Tucker.
—Ni uno.
—Lástima. Tenía la esperanza de hacernos con uno. Vale; plan B. Tengo una idea de cómo entrar en el complejo, cuando lleguemos más cerca.
—Más vale que la idea sea buena, maldita sea —dijo Tucker—. Nos van a estar esperando, eso está muy claro.