Capítulo 65

Langley, Virginia

A las nueve de la mañana, el legendario séptimo piso del antiguo cuartel general de la CIA era un hervidero de actividad. Tras las puertas cerradas se encontraban los despachos del director de Inteligencia Central y de los otros altos ejecutivos del espionaje, además de salas de conferencia y centros especiales de operaciones y de apoyo. Gloria Feit avanzaba aprisa por el pasillo, cruzándose con miembros del personal que llevaban maletines, portapapeles de plástico y carpetas de diversos colores codificados. El aire transmitía una sensación de premura. A ella le solía resultar emocionante estar allí; pero en aquel momento tenía puesta la mente en operaciones fracasadas… y en sus costes.

Hudson Canon le había dicho que se pasara la noche pensando en Tucker Andersen y en la Biblioteca de Oro; pero ella habría pensado en ello aunque no se lo hubiera pedido. Había dado vueltas en la cama y se había paseado por la habitación hasta el amanecer.

Preocupada, pasó al antedespacho de Matthew Kelley, jefe del Servicio Clandestino.

Su secretaria levantó la vista desde su escritorio.

—La está esperando.

Gloria dio un golpecito en la puerta, y le respondió una voz fuerte:

—Adelante.

Cuando entró en el amplio despacho de Matt, lleno de libros, fotos de familia y certificados enmarcados de galardones de la CIA, Matt, que estaba tras su amplio escritorio, se puso de pie, sonriendo. Era un hombre alto, de cara cálida, surcada de arrugas, que en sus tiempos había tenido el aspecto del perfecto espía, insignificante, vulgar, casi invisible. Ahora que tenía un cargo un poco más público, podía exhibir su buen gusto. Aquel día llevaba un bonito traje cortado a medida y una camisa blanca con gemelos. Con su rostro anguloso y aquel atisbo suyo de predador en el que había confiado en sus tiempos, parecía sacado de un figurín de moda de una revista para hombres.

Se dieron la mano.

—Me alegro de verte, Gloria. Cuánto tiempo. ¿Cómo está Ted?

A una indicación de él, se sentaron ante la mesa de café que estaba al fondo del despacho. Él eligió un sillón de cuero, y ella se instaló en el sofá.

Intercambiaron noticias de sus familias respectivas durante unos momentos, hasta que Matt fue al grano.

—Te ha surgido algo. ¿De qué se trata?

—¿Cerraste la operación de la Biblioteca de Oro? —le preguntó ella.

—Sí. A Tucker se le había metido una idea entre ceja y ceja, nada más.

—¿Te habría consultado Hudson sobre la decisión en circunstancias normales?

—Claro que no. Pero era un proyecto en el que Cathy había estado muy interesada, y Hudson quiso asegurarse de que yo estaba conforme. ¿A dónde quieres ir a parar? —le preguntó, frunciendo el ceño.

—¿Qué dirías si te dijera que empiezo a creer que el accidente de coche de Cathy no fue tal accidente?

Matt se puso tenso.

—Ponme al corriente.

Gloria pasó la media hora siguiente contando los hechos que conocía o que había descubierto aquella misma mañana repasando los correos electrónicos y las notas de Tucker y de Cathy.

—Después de que Tucker saliera de Catapult, recibí una llamada suya. Acababa de atrapar a un limpiador en el mercado de Capitol City. Yo fui a recoger al limpiador, y mientras tanto Tucker se marchó para reunirse con Ryder y Blake en Atenas.

—Crees que Hudson avisó a alguien. Y que por eso estaba allí el limpiador, para eliminar a Tucker.

—Sí.

Matt se lo pensó.

—Las pruebas contra Hudson son endebles, en el mejor de los casos. Los limpiadores podrían haber estado esperando a Tucker varios días delante de Catapult, turnándose, hasta que apareció.

—Pero ¿cómo encontraron los del club de bibliófilos a Ryder y a Blake en Estambul? Tucker creía que la única explicación era que se lo hubiera dicho alguien desde dentro de Catapult. La única persona que lo sabía era Hudson Canon.

—Eso condena a Hudson…, pero solo si Tucker no se equivoca —dijo Matt, y cambió de tema—. Has hecho una cosa tremenda, Gloria. Dios mío. Meter al limpiador en el sótano, por tu cuenta y riesgo…

Gloria alzó la cabeza.

—Tenemos un topo dentro de Catapult. Es preciso proteger la operación. El tipo está bien. Le tengo esposadas las manos y las piernas a un sillón pesado. Come caliente tres veces al día, más que gran parte de la población mundial.

—No has cambiado para nada, a pesar de haber estado haciendo trabajo de oficina —dijo Matt, y suspiró—. Está bien; quiero al limpiador.

Tomó el teléfono que estaba en la mesa de café, y echó después una mirada a Gloria.

—Voy a tener que decírselo a Hudson —dijo—. Todavía es posible que sea inocente.

A ella se le hizo un nudo en la garganta.

—«Pruebas endebles» —dijo—. Lo entiendo.

Matt marcó.

—Hola, Hudson. Soy Matt. Tengo aquí a Gloria, conmigo, en mi despacho. Me dice que tiene una fuente de dos piernas, puesta a buen recaudo en el sótano de Catapult.

Se apartó el teléfono del oído, y Gloria oyó un torrente de imprecaciones sonoras. Después, Matt siguió diciendo:

—Ya nos ocuparemos más tarde de tomar las medidas disciplinarias oportunas contra ella. El hombre es un limpiador. Su objetivo era Tucker. Tenemos que interrogarlo. Haz que dos de tus hombres lo traigan a Langley. Quiero que venga aquí inmediatamente.

—Dile que tengo en mi escritorio las llaves del sótano —dijo Gloria.

Matt suspiró, y dijo por el teléfono:

—Las llaves están en el escritorio de Gloria. Tenemos que hablar. Quiero que vengas con ellos. Estaré en mi despacho.

—Tenemos que ayudar a Tucker —dijo Gloria en cuanto Matt hubo colgado el teléfono—. He consultado con el centro de comunicaciones de Catapult, y me he enterado de que Blake, Ryder y él habían estado investigando una isla privada del Egeo. Yo me figuro que allí es donde se esconde la Biblioteca de Oro, lo que significa que se dirigirán allí de aquí a poco tiempo. Puede que ya estén de camino. A juzgar por todas las muertes que se han producido hasta aquí, va a ser una penetración muy peligrosa. Pero nosotros tenemos una base naval en Creta. Podríamos enviar desde allí equipos de operaciones especiales en helicóptero.

Gloria consultó su reloj. En Grecia eran casi las seis de la tarde.

Pero Matt no estaba dispuesto a dejarse meter prisa.

—Puede que tengas razón. Pero lo primero es lo primero: Hudson y el limpiador. Si el topo es Hudson, debe de tener un contacto. El contacto podría tener toda la información que necesitamos. Míralo de este modo. Puede que Tucker no esté pensando en ir a la isla. Puede que se equivoque de isla, o que haya pasado algo que le haya hecho cambiar de opinión de alguna manera. ¿Tienes algún modo de ponerte en contacto con él?

Ella negó con la cabeza con inquietud.

—Espero que el limpiador, o Hudson, sepan más que yo —dijo—. En caso contrario, a menos que Tucker opte por correr el riesgo de llamarme por teléfono o enviarme un correo electrónico, los otros y él están en la estacada.

—Lo lamento. Pero yo no pienso invadir una isla privada en territorio griego a menos que tenga algo concreto en que apoyarme. Lo último que le hace falta a Langley es un incidente internacional. Tendremos que confiar en el buen sentido de Tucker… y en su suerte.

Washington, D. C.

Hudson Canon apenas era capaz de respirar. Se apartó de su escritorio, se inclinó hacia delante y clavó el puño en la palma de la otra mano. Apretando los dientes, echó la cabeza hacia atrás y siguió dándose puñetazos en la mano. Por fin, el miedo se le fue aliviando. Irguiéndose en su asiento, respiró hondo, a largas bocanadas.

Después, llamó por teléfono a Reinhardt Gruen.

—Tenemos un problema —le dijo. Le contó la llamada que había recibido de Matt Kelley, desde Langley—. ¿Qué sabe su limpiador? —preguntó. Después, en tono más apremiante—: ¿Sabe algo de mí?

Hubo una larga pausa. Oyó con alivio que Gruen le respondía con tono tranquilizador de calma.

—No es el fin del mundo, amigo mío —le dijo el alemán—. Al asesino a sueldo se le contrató de manera anónima. No tiene ningún modo de localizarnos, ni a nosotros ni a usted. Haga lo que le dice su jefe. Vaya con el limpiador y con sus agentes a Langley, y compórtese como el gran jefe de espías que es. Está a salvo.

Isla de Pericles

Reinhardt Gruen, enfurecido por el modo chapucero en que se había llevado la situación en Washington, extendió bruscamente la mano en la que tenía el teléfono móvil. El asistente de la isla de Pericles se lo retiró al instante y lo sustituyó por una gruesa toalla. Gruen, secándose, se apartó de la piscina.

—¿Ya te rindes? —dijo a su espalda Brian Collum, desafiante—. Una carrera más. ¿Qué me dices, Reinhardt? Vamos, hombre. ¡Vamos!

«Malditos americanos», murmuró Gruen entre dientes.

—No os quitéis los bañadores. Volveré.

Encontró a Martin Chapman sentado tras su escritorio, en su despacho, rodeado de esculturas clásicas de mármol que había reunido en Grecia, dispuestas sobre pedestales. Ante él estaban alineados los cuatro traductores de la biblioteca, dos hombres y dos mujeres, vestidos de esmoquin para ayudar a servir en el banquete. Todos ellos eran eruditos encanecidos, y tenían los hombros hundidos, como las personas que se han pasado muchas horas leyendo libros. Sus conocimientos eran fundamentales para que el club de bibliófilos pudiera hacer uso de la biblioteca y disfrutarla; y, por tanto, se trataba a cada uno de ellos con cierto grado de deferencia. Tanto más a los bibliotecarios…, salvo cuando se llegaba a dudar de su lealtad.

Gruen adoptó una sonrisa.

—Ya veo que estás intrigando con nuestros grandes traductores, Martin. ¿No habrás terminado ya, por casualidad? Quisiera tener unas palabras contigo.

Chapman puso sobre su escritorio dos hojas de papel, que cubrió después con la mano con ademán posesivo.

—Sí; acaban de hacerme un trabajo, y me han dado una buena información. Los registros de la biblioteca ya están en el barco. En cuanto haya terminado el banquete, harán su equipaje personal. Estarán preparados para partir al amanecer.

—Bien, bien.

Gruen se apartó para dejar salir a los traductores. Cuando se hubo cerrado la puerta, puso cara de disgusto.

—Acabo de recibir una llamada de Hudson Canon, en Washington —dijo, dejándose caer en un sillón de cuero—. El limpiador que envió Preston está preso en Catapult, y pronto irá camino de Langley. Han ordenado a Canon que vaya con él. Yo lo he tranquilizado y le he dicho que no corría peligro. ¿Cuál es la verdad?

Chapman torció el gesto.

—El limpiador sabe que lo contrató Preston. ¡Por todos los demonios! ¿Cuándo va a terminar todo esto? —exclamó, pasándose los dedos por el pelo—. Si Andersen, Ryder y Blake consiguen llegar a la isla, nos ocuparemos de ellos. Pero no podemos permitir que lleguen a Langley ni el limpiador, ni Canon.

Tomó de un tirón el teléfono de su escritorio, y marcó unos números.

—Preston, te necesito. ¡Ya!

Washington, D. C.

El tráfico de la mañana era denso cuando Michael Hawthorne, al volante de la única furgoneta blindada de Catapult, salía de la ciudad y llegaba al puente que atravesaba el río Potomac. Hudson Canon iba sentado a su lado, cruzado de brazos, esforzándose por dominarse los nervios mientras pensaba lo que diría a Matt. En el asiento trasero iba el limpiador, esposado, y junto a él montaba guardia Brandon Ohr con un fusil de asalto. Los dos jóvenes oficiales encubiertos se habían alegrado de poder dejar sus mesas de despacho en Catapult, aunque solo fuera para una misión tan pequeña como aquella.

—He oído decir que Debi tiene un novio nuevo —iba diciendo Michael.

—¿Te ha echado alguna vez esa mirada asesina suya? —preguntó Brandon—. Dios, qué huevos tiene esa mujer.

—Estoy de acuerdo. Cómo me pone…

Michael calló de pronto.

—¿Ves lo que yo veo? —preguntó, mirando por el retrovisor.

—Lo he estado observando. Un Volvo negro, pesado como un tanque. Acaba de alcanzarnos. Apártate.

Ohr hablaba con el tono neutro habitual del espía profesional cuando afronta un posible problema.

Canon volvió la cabeza y miró por el parabrisas posterior. Tenía el Volvo a sus espaldas; su parachoques estaba a solo diez metros de distancia. Por un lado les venía tráfico rápido en sentido opuesto, y al otro iba quedando atrás velozmente el guardarraíl; más abajo, el río Potomac, de rápida corriente.

Hawthorne, sin poner el intermitente, dio un rápido tirón al volante, apartando la camioneta a la seguridad del carril interior.

Pero, de pronto, una bocina sonora dio un largo pitido. Se les venía encima un enorme camión que se disponía a adelantar; su gran cabina se cernía muy alta por encima de ellos. Hawthorne aceleró al instante, metiendo su furgoneta en el espacio vacío que tenían por delante, alcanzando a la camioneta que había entrado en el puente por delante de ellos. Canon comprendió que, si podían sobrepasarla, Hawthorne podría pasar con la furgoneta al carril interior y dejar atrás al gran camión.

Pero casi al instante se encendieron unas luces de freno rojas, y no se volvieron a apagar. La camioneta perdía velocidad. Y el camión seguía adelante, mientras continuaban teniendo a su espalda el Volvo.

Mientras Ohr bajó su ventanilla y alzó el fusil de asalto, Canon bramó a Hawthorne:

—Nos tienen atrapados. ¡Haz lo que sea, pero sácanos de aquí!

Antes de que Hawthorne hubiera tenido tiempo de responder, la gran cabina del camión golpeó el costado de la furgoneta. El vehículo se ladeó. Canon salió despedido contra su cinturón de seguridad, y cayó después pesadamente sobre el duro asiento. Ohr, asiéndose del borde de la ventanilla con una mano, disparó una larga ráfaga con el fusil de asalto, perforando la puerta del pasajero de la alta cabina del camión. Inmediatamente después, Hawthorne pisó a fondo el acelerador y embistió la parte trasera de la camioneta.

Demasiado tarde. La cabina volvió a chocar contra su furgoneta, y siguió empujándolos. Hawthorne braceó contra el volante, intentando empujar a su vez. Pero la camioneta, centímetro a centímetro, palmo a palmo, era desplazada hacia el lado. A Canon se le secó la garganta al ver la superficie del agua.

Hubo un chirrido de metal contra metal cuando la furgoneta dio contra el guardarraíl. Saltaron chispas ante la ventanilla de Canon. El camión dio un último empujón al vehículo, y, de pronto, este atravesó el guardarraíl y salió volando por el aire. A Canon le palpitaba el corazón con violencia. Soltó un alarido, y el furgón se hundió de frente en el Potomac.