Isla de Pericles
A las cuatro de la tarde, los ocho miembros del club de bibliófilos volaban hacia la isla de Pericles en un cómodo helicóptero Bell. Aunque los rotores hacían mucho ruido y la aeronave vibraba, Martin Chapman se estaba divirtiendo. Antes de despegar, había hablado con Syed Ullah y este le había dado un informe positivo. La noticia del éxito de la misión del señor de la guerra en Jost debería llegarle durante el banquete.
Mientras el helicóptero trazaba círculos, Chapman veía desde el aire las verdes colinas cubiertas de tomillo, las esbeltas palmeras y los olivos, las plantas autóctonas. Sobre las colinas se extendían hectáreas de hermosos naranjos y limoneros. Por el final de las quebradas caían cascadas relucientes. Sonreía para sus adentros contemplando las playas de guijarros blancos, las calas desiertas y los acantilados espectaculares, disfrutando del hecho de que aquel paraíso secreto había sido solo suyo y de unos pocos más.
La aeronave voló a baja altura sobre la playa del sur, pasando ante el muelle donde se estaba cargando el barco, y subió después por el valle hacia la meseta, que estaba a menor altura que las colinas circundantes. Sobre la meseta se levantaba el complejo de la Biblioteca de Oro, que se había construido medio siglo atrás. Inmediatamente por debajo de la meseta había cuatro largos pisos cerrados con cristales oscuros, abiertos en la ladera empinada, casi invisibles desde el aire y difíciles de detectar desde la playa. La mayor parte de lo que pasaba en el complejo tenía lugar por debajo de la superficie.
La aeronave aterrizó en el helipuerto, y Chapman bajó a tierra, seguido de los demás miembros del club de bibliófilos. Se alejaron rápidamente, bajando la cabeza y los hombros para evitar las aspas giratorias del aparato. Al mismo tiempo, Preston dio una señal, y corrieron hacia el helicóptero el mismo número de guardaespaldas. Cada uno de ellos tomó la bolsa y el maletín de uno de los miembros.
En el aire salado por el mar flotaba la expectación mientras los ocho hombres caminaban hacia los edificios, seguidos por Preston y los guardias.
—Qué desilusión que esta noche no vayamos a tener bibliotecario, maldita sea —dijo Brian Collum mientras se ajustaba las gafas de sol.
—Es una verdadera pena que no vayamos a tener torneo —coincidió Petr Klok—. Lo echaré mucho en falta. Me había pasado dos días preparándolo con los traductores.
—Prepara otra cosa, Marty —le ordenó Maurice Dresser, el miembro más antiguo. El autoritario magnate canadiense del petróleo se adelantó; el fuerte sol le daba un color rosado a la piel del cráneo, por debajo del pelo blanco ralo—. Te lo encargo.
Los otros miraron a Martin Chapman de buen humor. Pero ahora que se había eliminado a Charles Sherback y a Robin Miller (sus únicos bibliotecarios), el torneo no podría celebrarse de ningún modo.
—Sí, Marty. Es tu problema —dijo Reinhardt Gruen, aparentando seriedad.
—Desde luego —dijo Martin Chapman, siguiendo la broma. Entonces, se le ocurrió una idea—. Para mí no hay nada imposible. Por eso me elegisteis director.
—Necesito tomarme una copa… y quiero ver el menú para empezar a hacer jugos gástricos —dijo Dresser, volviendo la cabeza—. ¿Quién se echa un tenis después?
Entraron en el complejo cubierto de césped, con sus hileras de rosales. Los tres sencillos edificios blancos, con sus columnas dóricas, bañados de la luz del sol, se alzaban como homenajes griegos al pasado. El agua brillaba en la piscina de dimensiones olímpicas. La pista de tenis estaba desocupada, pero saltaba a la vista que no sería por mucho tiempo. Por detrás del complejo se elevaba una enorme antena parabólica, vínculo de la isla con el mundo exterior. En tiempos, sobre la meseta y las colinas circundantes se había extendido un pueblo, cuya fuente de ingresos principal habían sido unas minas de sal de buena calidad. Pero las minas se habían agotado, y ahora los únicos habitantes de la isla, aparte del personal regular, eran los roedores y las gaviotas, flamencos y otras aves.
—Voy a echar de menos este lugar, maldita sea —dijo Collum.
—Lo mismo nos pasa a todos —asintió Grandon Holmes—. Es una pena tener que trasladar la biblioteca. Pero, por otra parte, siempre me han gustado los Alpes.
—Ya sabíamos que tenía que llegar este día —les recordó Chapman.
Pasaron en silencio ante dos casitas. En una había vivido Charles Sherback; la otra era la de Preston. Entraron en el gran edificio principal, que rodeaba un estanque con palmeras que le daban sombra. Chapman hizo una pausa para disfrutar de aquella imagen por última vez. Todo estaba como había estado en su última visita: decorado con muebles griegos; las paredes cubiertas de cuadros procedentes de toda Europa, dignos de museos. Las arañas de cristal veneciano arrojaban destellos, colgadas del techo con cadenas de hierro forjado. Había aquí y allá antiguas esculturas y jarrones griegos, sobre el suelo de mármol del monte Penteli, próximo a Atenas. En la pared del fondo del largo salón había una chimenea del mismo mármol, lo bastante grande como para poder entrar en ella varias personas. El aire estaba fresco, gracias al sistema gigante subterráneo de climatización. Había hombres que trasladaban muebles de otras habitaciones hacia el ascensor y los bajaban para que fueran recogidos después con camiones, que los trasladarían al barco carguero.
Las habitaciones de invitados estaban en aquella misma planta, en tres de las alas que rodeaban el estanque. Los miembros del club de bibliófilos se dividieron en dos grupos, cada uno de los cuales se dirigió a una u otra de las alas, a sus respectivas habitaciones habituales.
Chapman entró en su suite, seguido por su guardaespaldas, que se mantenía a la distancia prudencial de algo menos de dos metros.
—Eres nuevo —dijo Chapman volviéndose a mirar al hombre, que tenía la cara bronceada y al que no había reconocido.
—Sí, señor. Usted es Martin Chapman. Leí en el Vanity Fair un artículo que hablaba de usted, sobre la gran operación para comprar Sheffield-Riggs. La financiación fue una obra de arte. Me llamo Harold Kardasian. Preston me ha traído esta mañana de Mallorca, con otros dos.
Mallorca era bien conocida como lugar de residencia de mercenarios independientes acomodados. El guardia era robusto; por su manera de moverse se apreciaba claramente que era un atleta; tenía una cabellera castaña espesa con algo de gris en las sienes. Llevaba una pistola al cinto. Chapman supuso que tendría poco más de cincuenta años, y tenía una cierta clase: rasgos refinados, porte erguido, respeto sin caer en el servilismo. A Chapman le gustaba aquello.
—¿Estás contratado a corto plazo? —le preguntó.
—Solo he venido para los dos días que estará usted aquí. Había oído hablar de Preston durante años, de modo que me apunté sin dudarlo para poder trabajar con él. No sabía que tendría también el privilegio de trabajar a su servicio, señor Chapman.
Preston apareció en la puerta.
—Yo me ocupo de eso —dijo. Mientras Kardasian salía, dejó la maleta en el soporte y el maletín sobre el escritorio.
Chapman se acercó a la ventana. Miró al exterior, asimilando el panorama del cielo, de la isla tallada por los vientos y del mar de un azul increíble. Cuando Preston le entregó el menú, recorrió con la mirada el banquete de siete platos.
—Excelente —dijo—. ¿Lo has dispuesto todo para volar los edificios en cuanto nos hayamos marchado?
—Sí. Calculo que mañana por la tarde. Cuando hayamos terminado, habrá desaparecido cualquier prueba de que hayamos estado aquí nunca nosotros o la biblioteca.
Chapman asintió con la cabeza.
—¿Algún problema en la isla?
—Ninguno. Han llegado los cocineros y la comida. Llevan todo el día en la cocina. Algún altercado sonoro, pero sin peleas graves hasta el momento… Puede que este año me libre. Se ha sacado brillo a la plata. Se han pulido las copas de cristal. El vino está de pie. La biblioteca está más hermosa que nunca. He llamado a más hombres de seguridad de los habituales. Son cincuenta en total. Todos están orientados y conocen sus misiones.
—Bien. Envía a los traductores a mi despacho y diles que me esperen allí. Tengo que hablar con ellos después de hacer unas llamadas telefónicas.
Se volvió a mirar a Preston, y advirtió que este tenía un leve surco rojo que le bajaba por la mejilla.
—¿Alguna noticia sobre Judd Ryder y Eva Blake?
—Estuve a punto de alcanzarlos en Atenas otra vez. La cosa estuvo muy apurada.
—¿Es eso lo que te pasó en la cara? —preguntó Chapman, señalándosela.
Preston se llevó la mano a la mejilla e hizo una mueca.
—La cosa estuvo muy apurada, ya le digo. Ahora ya sé por qué no podíamos encontrar a Tucker Andersen: está con ellos. Hudson Canon se enteró de que han estado buscando la isla, conociendo nuestras coordenadas.
—¡Dios santo! Entonces, debemos contar con que vengan aquí.
Chapman reflexionó un momento.
—Por otra parte —prosiguió—, uno es un simple aficionado, y el otro ya no es el que era. Tú tienes cincuenta hombres, muy bien entrenados para el trabajo de la seguridad. Al fin y al cabo, ocuparnos de ellos en la isla puede ser nuestra mejor solución. Desaparecerán sin más, y en Langley no sabrán nunca lo que les pasó, ni dónde.