Atenas, Grecia
MIENTRAS entraba por la ventana una brisa fresca, Judd estaba sentado con Eva y Tucker a la mesa de la habitación del hotel, con el ordenador portátil de Eva ante los tres. Estudiaban las fotos y la información geográfica que les había facilitado la NSA sobre la isla sin nombre donde podía estar alojada la Biblioteca de Oro.
Había riscos rocosos, anchos valles y colinas onduladas. La isla tenía veinticinco kilómetros cuadrados de hermosa naturaleza virgen, a excepción de unas plantaciones de frutales y una meseta en su parte sur sobre la que se alzaban los tres edificios que había descrito Robin.
—La biblioteca podría estar en el edificio grande —dijo Eva—. Pero si viven allí veinte personas todo el año, ¿dónde se alojan? No parece lo bastante grande.
Judd repasó las fotos pequeñas que aparecían en la pantalla hasta que encontró tres en las que se veía la meseta en ángulo. Trabajando rápidamente, amplió las imágenes y eligió la mejor. Tenía una resolución excelente; se apreciaban detalles de hasta quince centímetros. Todas las fotos se habían tomado hacía solo una hora.
—Cuatro pisos subterráneos —anunció Tucker—. Esto responde a una de las preguntas. Lástima que los cristales sean oscuros. No hay manera de ver el interior.
—Ahora se entiende. Apuesto a que la biblioteca está allí abajo en alguna parte. Sería lo óptimo para evitar la luz del sol y controlar la humedad, la temperatura, etcétera.
Ya habían visto guardias armados de patrulla en jeeps (treinta hombres, dos en cada vehículo) por las pistas de tierra que recorrían la isla y que daban acceso a sus zonas más remotas. Judd se centró en una de las parejas.
—Fusiles de asalto M4. No se andan con bromas. ¿Reconoces a alguien, Tucker? —le preguntó, mostrándole una foto tras otra.
—No; son todos desconocidos —dijo Tucker—. Mira alguna de las playas. Vamos a ver qué otras medidas de seguridad tiene la isla.
Judd picó en una foto y la fue ampliando cada vez más.
—Ahí están tus cámaras de seguridad, Tucker. Y mira: detectores con sensor de movimiento y de calor.
—Estupendo.
—Hemos visto ardillas y aves. ¿No dispararían las alarmas de los detectores? —preguntó Eva.
—El sistema se puede programar para que no se active con la fauna silvestre —explicó Judd.
Analizaron las demás playas y los acantilados que rodeaban la isla, y encontraron por todas partes la misma protección estricta.
—Es una fortaleza —dijo Eva con voz de desánimo.
Judd se centró en el muelle, donde estaba atracado un carguero. Había hombres que transportaban cajas al barco.
—Están cargando algo —dijo Eva, mirando atentamente—. Me pregunto qué significa esto.
—¿Habéis visto perros guardianes, alguno de los dos? —preguntó Judd, mientras se acomodaba en su silla, quitándose de la mente el dolor de la herida de bala que tenía en el costado.
Ambos negaron con la cabeza.
—Ya es algo. De acuerdo; vamos a centrarnos en el acantilado que está por debajo del complejo.
Estudiaron las fotos.
—Muy empinado —dijo Tucker—. Yo diría que tiene al menos ciento cincuenta metros de altura. Si intentásemos escalarlo, sería imposible esquivar las cámaras y los detectores.
—Tienes razón. Vamos a comprobar la parte superior de la meseta.
Judd amplió más fotos en las que se apreciaba la piscina, una zona de merendero y una antena parabólica. Un jardinero regaba las plantas de un patio exterior, y una mujer disponía cubos de pelotas en las pistas de tenis. Dos pistas de tierra que procedían del este y del oeste convergían al norte del complejo y se convertían en una carretera de hormigón de dos carriles que transcurría hacia el sur, pasaba junto a la antena parabólica y descendía bajo el flanco este de la casa principal. Allí, en la extensión llana contigua a la casa, había una montaña de cajas y de cajones. Unos hombres las cargaban en un camión. Judd siguió la carretera hacia el este y vio que no solo se desviaba hacia el norte, sino también hacia el sur, hasta el muelle.
—Esto no me gusta —murmuró. Seleccionó fotos del exterior de los edificios.
—No hay monitores —dijo Tucker—. Debieron de figurarse que nadie que representara una amenaza iba a poder acercarse tanto. Céntrate en las ventanas de la planta baja de la casa grande.
Judd así lo hizo. Los ventanales rodeaban toda la planta baja del edificio, para ofrecer las vistas del mar. Altos paneles de vidrio estaban abiertos al aire. Vieron en el interior de la sala principal a dos mujeres maduras con faldas y blusas blancas, que llevaban bebidas en bandejas.
—No hay indicios de Preston —dijo Judd—. Ni tampoco de Yitzhak ni de Roberto.
Advirtió entonces que había más cajas apiladas contra la parte trasera del edificio.
Amplió las fotos, centrándose en las cajas. El montón era tan alto y tan ancho que parecía una pared. Junto a las cajas, esperaban muebles cubiertos con sábanas.
Tucker se acercó a la imagen.
—Dios mío, están recogiendo las cosas para mudarse. Mierda.
—Puede que mañana ya se hayan marchado —asintió Judd—. Podríamos perder la Biblioteca de Oro.
En la habitación se hizo un silencio inquieto.
—Esto no va a ser fácil —observó Eva—. Hay muchos más guardias de los que nos dijo Robin. Solo en los jeeps hemos visto a treinta.
—Dijo que esta noche era el banquete anual —le recordó Judd—. Esperaba que habría más seguridad; pero tienes razón: esto se vuelve cada vez más peligroso. Puede que tengan a Yitzhak y a Roberto de rehenes, de modo que tenemos que salvarlos, además de descubrir quién está detrás del asesinato de mi padre y qué relación tiene con el terrorismo la Biblioteca de Oro. Sea cual sea, mi padre debía de considerarla inminente. Y ahora tenemos la presión adicional de que están trasladando la biblioteca. Si no entramos pronto, puede que no volvamos a encontrarla nunca.
—¿Podemos pedir ayuda a Catapult? —preguntó Eva a Tucker—. ¿Y a Langley?
El maestro espía tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—En vista de que es probable que Hudson Canon esté trabajando para el otro bando, no nos interesa que descubra dónde estamos ni lo que hacemos. Es más seguro no contárselo a nadie. Pero tengo una solución parcial. En la bahía de Souda, en Creta, hay una pequeña base naval estadounidense. No está lejos de la isla. Si ahora no tenemos desplegado allí ningún equipo de operaciones especiales, Gloria podría escabullirse de Hudson lo suficiente para mover un poco los hilos para que envíen un par de ellos para una misión corta.
—Me gusta la idea —asintió Judd—. Un poco de ayuda nos vendrá bien.
Tucker sacó su móvil, lo encendió y marcó.
—Gloria no responde —les dijo. Después, hablando al teléfono—: Soy Tucker. Llámame en cuanto recibas el mensaje.
Judd consultó su reloj y frunció el ceño.
—Gloria sabe que la operación está caliente —dijo—. ¿No debería responder pase lo que pase? En nombre del cielo…, debe de estar en su casa, en la cama. Allí es plena noche. La llamada debería haberla despertado.
—No, si ha desactivado el móvil —le recordó Tucker—. Voy a ver mi correo electrónico.
También Judd consultó el correo electrónico en su móvil. Después, comprobó los mensajes de voz.
—Nada.
—Echa una mirada a esto —dijo Tucker con seriedad, volviendo la pantalla hacia Judd y Eva.
Canon os persigue. He hablado con Debi, que me ha dicho que ha puesto a la NSA a seguir tu móvil y el de Judd. Te envío esto desde una BlackBerry nueva. Sin codificación. Voy a tirarlo. Estás solo. ¡Quitaos de encima esos móviles! Lo siento.
La consternación llenó el cuarto.
—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Judd, poniéndose de pie de un salto.
Eva abrió la bolsa de viaje y echó algunas cosas dentro.
—Ahora vuelvo con mis cosas —dijo Tucker, y salió corriendo por la puerta.
A los pocos minutos habían preparado el equipaje. Cuando Judd abrió la ventana y se asomó para mirar hacia abajo, Tucker se asomó por la puerta.
—Dame tu móvil —dijo.
Judd se lo arrojó.
—¿Qué vas a…? —empezó a decirle.
Pero Tucker ya había desaparecido.
Judd cerró la cremallera de la bolsa de viaje.
—Iré yo primero —dijo.
Se echó la bolsa al hombro y salió a la repisa de la ventana. Silbaba un viento cálido. Estaban a cinco pisos por encima de una entrada de vehículos que parecía un callejón estrecho. Al otro lado había otro hotel, de ladrillo y tan alto como el de ellos. La luz del sol se filtraba entre los dos, dejando en sombras la mitad de la entrada de vehículos.
—Vamos, Eva —dijo Judd. Metió una mano por la ventana y sintió que ella se la asía con fuerza.
Eva salió gateando con precaución a la cornisa, junto a Judd, con el bolso en bandolera a la espalda. Miró a un lado y otro.
—Gracias a Dios que hay una escalera de incendios —dijo—. Después de lo de Londres, puedo decir que tengo experiencia.
—Aquí estoy —anunció Tucker desde dentro, por detrás de las piernas de los dos.
Se apartaron, y él se izó a la cornisa.
—Mi habitación da a la parte trasera del hotel —dijo—, y había en la calle un autobús con equipajes en la baca, preparado para marcharse. Era una oportunidad que no se podía desaprovechar. Tiré encima los móviles. Ahora tendrán que seguir un blanco móvil. Es probable que Canon tenga a la NSA haciendo un seguimiento constante de nuestros móviles.
—Así podríamos ganar algo de tiempo —asintió Judd.
Judd apoyó un pie en el peldaño de metal y empezó a bajar. Sintió cómo temblaba la escalera de incendios cuando subió a ella Eva, y después Tucker. Miró atrás para cerciorarse de que iban bien.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar a la isla? —preguntó Eva.
—¿Sabes saltar en paracaídas? —replicó Tucker.
—¿Quién, yo?
—Me figuraba que no. La manera más segura es llegar de noche, con paracaídas negros y equipo. En esta ciudad tengo un antiguo colega que pude ayudarme con ello. Espero que el banquete de la Biblioteca de Oro sea una buena distracción que sirva para cubrirnos, pues parece que vamos a arrojarnos a la boca del lobo sin poder contar con ningún apoyo.
Judd sintió un escalofrío.
—No podemos llevarte con nosotros —dijo a Eva—. No estás entrenada. Es demasiado peligroso, maldita sea.
—No vais a dejarme atrás —dijo ella con un fulgor en los ojos—. Saltaré en paracaídas con uno de vosotros. Mis conocimientos acerca de la biblioteca os pueden hacer falta.
Tucker tomó una decisión.
—Tiene razón —dijo—. Esto es demasiado importante como para echarlo a perder.
A Judd no le gustó. Mientras llegaba al tercer piso, lo inundó una oleada de preocupación. Después, se quedó inmóvil. Los dos hombres que acompañaban a Preston en el metro llegaban caminando desde la parte trasera del edificio, volviendo la cabeza a un lado y otro, escuchando lo que les decían por teléfonos móviles que se sujetaban contra el oído con la mano. Cada uno tenía la otra mano en el interior de la chaqueta. Todavía no habían levantado la vista.
—Mierda —murmuró Eva detrás de Judd.
Judd sacudió el cuerpo para soltarse los músculos. Se oyó el sonido de un motor potente, y un autobús turístico grande, blanco y gris, entró en el paso de vehículos, detrás de los hombres, dirigiéndose despacio hacia la calle. Sonó un breve bocinazo que hizo que la pareja de asesinos se retiraran aprisa hacia un lado (hacia el lado del hotel de ellos) para dejar paso al autobús. Estaban a menos de diez metros.
Judd susurró por encima del hombro:
—Vamos a reunirnos con nuestros móviles.
Tucker suspiró y asintió con la cabeza. Eva lo miró fijamente, y asintió brevemente también. Judd siguió bajando con todo el silencio que podía, mientras se acercaba el autobús.
Pero, entonces, crujió tras él la escalera de incendios. Los hombres de Preston, al oír el ruido, levantaron la vista simultáneamente. Les aparecieron las pistolas en las manos cuando el autobús turístico rodaba bajo la escalera de incendios.
—¡Vamos!
Judd saltó y aterrizó pesadamente sobre dos maletas planas de lona.
Eva y Tucker cayeron cerca de la trasera del autobús. Todos ellos se refugiaron entre los montones de equipaje. Unos gritos siguieron al autobús mientras este doblaba para salir a la calle.
—¿Estáis bien? —preguntó Judd inmediatamente.
Los otros asintieron con la cabeza y se volvieron, observando el hotel. Preston salió corriendo por la puerta principal e hizo una señal. Una furgoneta se detuvo ante la acera con chirrido de frenos, y Preston subió de un salto. El pesado autobús no era ningún coche de carreras, y Preston no tardaría en alcanzarlo.
—¿Es ese quien yo creo? —preguntó Tucker, que había estado mirando los pantalones vaqueros y la chaqueta negra.
—El mismo —dijo Judd—. El gilipollas de Preston.
—Ay, maldita sea —dijo Eva—. ¿Qué hacemos ahora?
—Improvisar. Vamos —dijo Judd, arrastrándose rápidamente hacia el lado del autobús que daba a la acera.
El aire estaba lleno de los ruidos del tráfico. Iban cuesta abajo, pasando por la platia Exarchia. A lo largo de la avenida había restaurantes, hoteles y edificios de oficinas. Ellos lo veían todo desde su punto de vista elevado.
—Conozco esta zona —dijo Eva, que miraba hacia delante—. ¿Veis aquel edificio grande de la manzana siguiente? Allí es donde nos interesa ir. Es un aparcamiento.
Miraron atrás. Entre la furgoneta de Preston y ellos ya solo había un coche.
—¿Sabéis una cosa? Esto ya me tiene harto —concluyó Tucker—. Ocupaos vosotros del aparcamiento. Yo me encargo de Preston. Os alcanzaré después.
Sacó la Browning.
—¿Estás seguro? —le preguntó Judd.
—No soy tan mayor, Judson.
El autobús siguió avanzando despacio. Cuando se aproximaron al aparcamiento, Tucker se incorporó lo suficiente como para resultar visible desde la furgoneta. Asomándose por encima de los equipajes, Judd vio que la furgoneta pasaba al carril contiguo para estar más cerca de Tucker.
—Pero sí que es mayor —dijo Eva, preocupada.
—Con que solo sea verdad la décima parte de lo que he oído contar de él, podrá arreglárselas de sobra.
Mientras Tucker apuntaba con su pistola, ellos se volvieron para atender de nuevo al aparcamiento. Estaban a solo un edificio de distancia. Asiéndose de los raíles del borde de la baca, se deslizaron por el costado del autobús, con las piernas colgando por el aire, se dejaron caer y se tambalearon sobre el suelo. Al mismo tiempo se oyó un tiroteo desde la parte superior del autobús y desde la furgoneta, al otro lado. El autobús dio un bandazo. Judd vio brevemente las caras de los pasajeros, primero atónitos al verlos a Eva y a él y que después, horrorizados, volvieron todos la vista hacia el otro lado del autobús al oír los disparos.
Judd sacó la Beretta y corrió hacia el lado del conductor de un coche que acababa de entrar en el aparcamiento.
—Deme las llaves —exigió al conductor cuando este salió del coche.
El conductor estaba pálido. Abrió el puño, y las llaves empezaron a deslizársele.
Judd se apoderó de ellas, y Eva subió al asiento del pasajero. Judd oyó el fuerte estrépito del choque de un vehículo y vio de reojo que la furgoneta de Preston había chocado contra un coche que venía en sentido opuesto. Tucker se deslizó por la parte trasera del autobús; cayó al suelo, subió a la acera y corrió hacia ellos. Mostraba una sonrisa siniestra en la cara arrugada.
Judd abrió la puerta trasera del coche y se puso después al volante. Encendió el motor. Tucker, jadeante, se dejó caer en el asiento trasero y cerró la puerta de un portazo.
—¿Has acabado con Preston? —le preguntó Judd.
—No lo sé —gruñó Tucker—. Pero esa furgoneta lleva en el techo tantos agujeros que parece un buen queso suizo.
—Sigue al frente —indicó Eva—. Este aparcamiento tiene salida a la otra calle. No nos encontrarán nunca.
«Hasta la próxima vez», pensó Judd; pero no dijo nada. Pisó el acelerador.