Capítulo 62

Provincia de Jost, Afganistán

DESPUÉS de un desayuno copioso, Syed Ullah salió al porche delantero de la casa de ladrillo rojo donde vivía con su mujer y con los hijos y nietos que le quedaban, así como con las esposas e hijos de sus cuatro hermanos, que habían muerto luchando contra los soviéticos, contra los talibanes, contra Al Qaeda o contra clanes y tribus locales.

La gran casa, restaurada de sus escombros en tierras que habían pertenecido a su familia desde hacía mucho tiempo, tenía dos pisos, que se alzaban sobre la tierra dura. Tras ella había una antena parabólica emisora, junto a un carro de combate soviético T-55 oxidado. A un lado había un huerto, con perales, melocotoneros y moreras, como recordaba él que lo había habido cuando era niño. Lo había plantado todo en los últimos años. Como decía a su hijo menor, el único que le quedaba, los árboles jóvenes eran como el futuro: eran fuertes, pero había que protegerlos.

Sus guardias armados, con turbantes y gafas de sol envolventes, rondaban alrededor del muro de piedra reconstruido que rodeaba la extensa finca. Una docena de ancianos de la tribu (hombres mayores, de aspecto imponente, de narices aguileñas y barbas patriarcales) se alineaban ante el porche para presentar sus respetos. Ullah, a sus cincuenta y cuatro años, se había ganado el puesto a base de combatir a sus rivales y matarlos; pero así había funcionado la cosa durante décadas. Los hombres tenían poca comida para llenar el vientre, pero muchas municiones para sus fusiles. Él apenas recordaba la época en que las cosas no eran así.

El señor de la guerra estaba sentado en su silla de madera de alto respaldo, en su porche delantero de ladrillo. Se ajustaba la faja, y comía almendras garrapiñadas mientras saludaba a los ancianos con cortesía, aceptaba sus pésames respetuosos, arbitraba disputas vecinales y les aseguraba su protección. Eran cabezas de familias numerosas, con hijos, nietos y bisnietos a los que necesitaba.

—¿Será mañana por la noche? —le preguntó el último anciano. En su rostro curtido había una impaciencia que daba a entender que habría esperado que alguien se lo preguntara antes que él.

—Esta noche —le corrigió Ullah; y se dirigió a los demás—. Quedaos en vuestras casas con vuestras esposas. Vuestros hijos saben lo que tienen que hacer.

Y se marcharon, ahuyentando a las gallinas y adentrándose por las montañas para bajar después hacia la población, de unos tres mil habitantes. Ullah vio en las colinas una pequeña patrulla estadounidense que circulaba por una pista de tierra en dos HMMWV (los llamados coloquialmente Humvee) pintados de camuflaje. Alguien bajaba por un camino peligroso guiando a un burro que portaba un bulto alto.

El señor de la guerra se puso de pie. Era un gigante, fuerte y corpulento, con una cara feroz que era capaz de sonreír con facilidad. Pero en esto residía la fuerza de los pastunes, en el aguante. Estaba muy orgulloso de las tradiciones de sus antepasados, guerreros, poetas, héroes, bromistas y hospitalarios. Amaban la tierra y amaban a sus familias. Las invasiones y ocupaciones que habían sufrido durante siglos no los habían cambiado en nada; solo habían servido para reforzar su devoción. La devoción de él. Su familia debía sobrevivir; eso era lo primero. Después, su clan; y después, su tribu.

Estudió la amplia extensión de montañas abruptas, en cuyas altas laderas brillaba la nieve. Ascendían al cielo cintas serpenteantes de humo de las casas lejanas, en su mayoría de adobe con tejado de paja. Un laberinto de hilos de humo se elevaba sobre la ciudad, donde muchos edificios habían quedado reducidos a polvo por los combates y los ataques. La provincia de Jost era una encrucijada de comercio y de contrabando, y estaba en los puntos de mira de los talibanes y de Al Qaeda, que pasaban clandestinamente del norte de Waziristán, cruzando la frontera en Pakistán. Venían ocultos por la oscuridad de la noche para reclutar, para hacer negocios y para asesinar a colaboracionistas, que solían ser de la Policía Local.

En la parte opuesta de la ciudad estaba la base adelantada estadounidense, secreta y de alta seguridad, pintada con colores y envuelta en redes de camuflaje para que resultara invisible desde el aire y difícil de ver desde tierra. No ascendía de ella ningún humo, ya que tenían un gran generador que les proporcionaba toda la energía que necesitaban.

Ullah alzó la cabeza y olisqueó el aire. Olía el cordero, dulce y sabroso, que se asaba en la cocina de la casa. Un buen almuerzo. Desde que él había tomado el control de aquella región devastada por la guerra, su familia y él comían bien; y, si no fuera por Martin Chapman, contaría con más fondos todavía, con la cuenta extranjera que le había bloqueado Chapman. Tendría pocos ingresos por el opio y la heroína hasta que se recogiera la cosecha de las adormideras, en otoño. Necesitaba que Chapman le desbloqueara el dinero, y por ello aquella misma noche sus hombres se pondrían los uniformes del Ejército de los Estados Unidos que había proporcionado Chapman y eliminarían a unos cien habitantes del pueblo y de las aldeas próximas, escogidos entre los que se le oponían, y todo quedaría registrado por las cámaras de periodistas de tribus amigas de Pakistán. Así tendría por fin su dinero, además de lo que le pagaría Chapman por la tierra que quería comprarle.

En aquel momento, los dos Humvee del Ejército giraron tomando el camino que conducía a su casa. Los guardias se volvieron hacia ellos y levantaron las cabezas, observándolos también.

El señor de la guerra dio una voz hacia el interior de la casa para pedir té, y se paseó por el porche. Cuando llegó el té, en una bandeja esmaltada, se sentó en su silla.

Los Humvee entraron en el complejo, rugiendo, y se detuvieron entre una nube de polvo blanco. Había soldados apostados tras las ametralladoras que iban montadas en cada vehículo; llevaban los cascos bien calados para protegerse del sol de la mañana, y los ojos ocultos tras gafas de sol negras.

El jefe de la base avanzada, el capitán Samuel Daradar, saltó del asiento del pasajero del vehículo que iba delante y caminó hacia él a largos pasos, quitándose la gorra y pasándose el brazo por la frente.

Pe kher ragle —dijo Ullah, dándole la bienvenida, aunque sin ponerse de pie.

—Me alegro de verle, señor Ullah —respondió el capitán Daradar en pastún mientras subía los escalones—. ¿Está usted bien?

El capitán, de treinta y pocos años, tenía la piel dorada, ojos negros límpidos y expresión sobria.

—Sí, gracias a la bendición de Alá. ¿Me hará usted el honor de tomar el té conmigo?

—Por supuesto. Le agradezco su hospitalidad.

Mientras sus hombres esperaban en los Humvee, Sam Daradar se sentó en la otra silla, cuyo asiento y respaldo eran más bajos que los de la silla del señor de la guerra. Era como si se sentara junto a un rey que presidiera en un trono. Aquellos pequeños detalles con que Ullah hacía recordar su poder le habrían hecho gracia, si no hubiera sido porque cada uno de ellos era un indicio mortal del entramado complejo de lealtades y de odios entre las tribus pastunes, y porque los afganos, en general, solían ser capaces de albergar más sentimientos antiextranjeros de lo que podían concebir los occidentales.

—Va usted de patrulla —dijo el señor de la guerra, dando muestras de un interés amable—. ¿Ha encontrado algo?

Sirvió el té en tazas dispuestas sobre la mesa de madera que estaba entre los dos.

—Solo el viento, el cielo y la tierra —dijo Sam, con una breve sonrisa.

—Así se habla, como un verdadero pastún. Nunca entenderé por qué emigró su familia a los Estados Unidos.

—Allí también tenemos nuestros grandes espacios abiertos. Venga usted a visitarme a Arizona alguna vez. Le enseñaré el Gran Cañón —dijo el capitán, y tomó un trago de té—. Hoy me han transmitido unas informaciones que pensé que le gustaría conocer a usted. Desde que ustedes nos ayudaron a expulsar a los talibanes y a los de Al Qaeda, hay en el país dos mil clínicas y escuelas nuevas, se están creando puestos de trabajo constantemente, y se ha reconstruido por completo el mercado de Jost. Casi siete millones de niños han recibido enseñanza primaria, el nuevo banco central es sólido, y la moneda es estable.

—Todo eso es bueno —dijo Ullah—. Me agrada.

Sonrió, exhibiendo una hilera de anchos dientes blancos.

—Sin embargo, hay muchos problemas —añadió—. Mire usted a su alrededor. Qué pobreza. Mi gente pasa hambre. Se debe a la corrupción de Kabul. Eso no lo puede resolver nadie.

También se debía a la corrupción de Ullah, pero Sam no estaba dispuesto a decirlo. Los países en vías de desarrollo tendían a tener bancos centrales y ejércitos relativamente eficientes, pero fuerzas policiales corruptas y despreciadas por la población; y Afganistán no era ninguna excepción a esta regla. También la corrupción explicaba por qué era más fácil construir carreteras que implantar la ley y el orden, por qué era más fácil construir una escuela que un Estado. Por mucha educación que hubiera, de nada le servía a un juez que tenía que hacer frente a jefes de la droga, dispuestos a asesinar a su familia. A la gente venida de fuera le resultaba casi imposible reformar un sistema como aquel; y, aunque a Ullah le gustaba considerar que funcionaba con independencia respecto de Kabul, formaba parte de un sistema muy deteriorado.

—Me preocupan los rumores de que hay talibanes por aquí hoy —le dijo Sam.

—Ah; de modo que es a eso a lo que debo el honor.

—Y de que se está preparando algún tipo de acción, con talibanes o sin ellos.

Los talibanes eran principalmente pastunes, y tanto unos como otros eran, al igual que los de Al Qaeda, musulmanes suníes. En un país en que los hombres que tenían las armas reinventaban su lealtad a cada nuevo poder que iba llegando, era inevitable que hubiera en sus filas antiguos combatientes talibanes y de Al Qaeda. Hasta el propio Ullah se había declarado talibán en tiempos, hasta que los talibanes habían prohibido el tráfico de drogas cuando habían tomado el poder en el país. A partir de entonces, habían sido enemigos suyos.

—La culpa es de Pakistán —dictaminó el señor de la guerra—. Deberían impedir que los talibanes cruzaran la frontera. Los inventaron ellos.

—Estoy de acuerdo; pero ni Pakistán ni Afganistán lo consiguen —dijo Sam con suavidad—. Sé que usted no quiere más que lo mejor para su pueblo. Cuénteme lo que está pasando.

Ullah alzó las espesas cejas negras, y le tembló el grueso bigote. Le apareció en el rostro una expresión de inocencia absoluta.

—No he oído nada —dijo el señor de la guerra—. No dude que le llamaré si me entero de algo, aunque solo sea un rumor. ¿Quiere más té?

Los hombres que estaban en la mezquita de la población se pusieron de pie, se inclinaron y volvieron a ponerse de pie, concluyendo así la oración del mediodía. La sala estaba llena de un espíritu de veneración del que Ullah se enorgullecía. Era su mezquita; él había pagado hasta el último ladrillo y azulejo.

Pero entonces, el mulá del turbante blanco y el rostro joven, de barba bien recortada, mandó a todos que se sentaran. Los fieles se acomodaron en sus esteras de oración. Ullah soltó un suspiro y bajó el cuerpo, cruzando las piernas.

El mulá estaba de pie ante ellos con su vestidura negra, larga y suelta, con un Corán entre las manos.

—Cuando el Profeta y sus compañeros fueron a la yihad, llevaban banderas negras, porque la guerra no es cosa buena —dijo—. Hoy día, cuando vamos a la yihad, no debe ser porque queramos luchar, sino porque nos vemos obligados a luchar por el islam y por la libertad de Afganistán. Pero esa tarea corresponde al Ejército y a la Policía, no a los ciudadanos particulares.

Ullah acomodó mejor el trasero, soltando un quejido para sus adentros.

—No hay más Dios que Alá, y nuestra vida en la Tierra es servirle solo a Él —siguió diciendo el mulá. Miró fijamente a Ullah—. Pero el ser humano es débil; y hay mulás imprudentes con ideas equivocadas que han desobedecido las leyes del Corán y han enviado a la gente por caminos peligrosos. Estas luchas entre unos musulmanes y otros, y contra Occidente, son por el poder, no por Alá. Alá no quiere que nuestro pueblo mate. Hace mucho tiempo, el mundo musulmán sufrió los ataques de la Cruzada de los cristianos, que querían hacer desaparecer del planeta todo el islam. La yihad era entonces una guerra de supervivencia, un último recurso. Alá nos enseña que la mayor yihad es la lucha interior de cada uno de nosotros por el alma, la yihad del corazón. El corazón es un lugar sagrado, y debemos procurar siempre no hacernos daño unos a otros, jamás.

Cuando hubo concluido el sermón, Ullah, haciendo caso omiso del mulá ostensiblemente, tomó su AK-47 y caminó hacia la salida, seguido de cerca por sus dos guardias. Se dijo para sus adentros, con desagrado, que aquel mulá era nuevo y muy joven. Todavía le faltaba mucho que aprender acerca de lo que decía verdaderamente el Corán.

Por delante de él, salía también de la mezquita el jefe de la base avanzada, Sam Daradar. El militar debía de haber llegado tarde y se habría quedado en el fondo. Ullah redujo el paso, dejando que se adelantara. Después, salió al umbral y vio cómo se subía Daradar a un Humvee. Se saludaron con gestos de la cabeza y con sonrisas.

Ullah esperó con impaciencia mientras uno de sus hombres iba corriendo por el coche. Pero, cuando llegó el Toyota Land Cruiser plateado, advirtió una expresión extraña en el rostro de su conductor.

Frunciendo el ceño, subió al asiento del pasajero; el otro guardia pasó al asiento trasero y profirió inmediatamente un leve sonido en el fondo de la garganta. Ullah se volvió al instante. Tendido en el suelo del coche estaba Sher Chandar, con su turbante talibán negro a su lado y rodeado de su shalwar kameez y su chaleco, como las alas del ángel de la muerte.

—En marcha —ordenó el jefe talibán.

—Debería haberte matado hace mucho tiempo —gruñó Ullah.

Cuando el vehículo hubo adquirido velocidad por la calle, saltando sobre los baches, Chandar se rio e indicó el camino. La calle se convirtió en una pista de tierra y, más adelante, en una senda que los conducía ladera arriba, alejándose de la casa de Ullah. Cuando empezaron a bajar por la ladera opuesta, habiendo perdido de vista la población, la base militar y la casa, Chandar se incorporó en el asiento, recorrió con la vista las estribaciones montañosas desnudas y dio más instrucciones.

Regresaron, trazando un amplio círculo, hacia la parte trasera de la finca de Ullah, y descendieron por fin, dando tumbos, a una vaguada profunda por donde transcurría un pequeño arroyo que regaba una extensión amplia de cipreses y de pinos. El señor de la guerra se intranquilizó: aquel bosque era donde debían reunirse sus hombres aquella misma noche.

Chandar ordenó que se adentraran entre los árboles y que detuvieran el Toyota junto a las cajas americanas, que estaban cubiertas de lonas negras. Media docena de hombres con turbantes negros aparecieron de entre la espesura, como si se hubieran materializado, apuntando con fusiles de asalto. Hombres de Chandar.

—Apaga el motor.

Cuando los hubo rodeado el silencio, Chandar señaló el montículo de cajas.

—¿Un regalo para los talibanes?

Ullah no dijo nada.

—Hay un cambio de planes —le dijo Chandar—. Sé lo que ibais a hacer esta noche. No mataréis a los lugareños…, algunos son talibanes. En vez de ello, tus hombres se pondrán los uniformes americanos y se armarán con las armas americanas, como esperaban. Una vez disfrazados de ese modo, podrán acceder al interior de la base militar. Y allí matarán a todos los infieles.

A Ullah se le secó la garganta.

—No es posible —dijo.

Chandar rio por lo bajo.

—Tú tienes un poco más de imaginación que todo eso. Tus periodistas pakistaníes lo grabarán desde lejos. Creerán que los americanos están en guerra unos con otros, por una rencilla tribal como las que tenemos aquí. Eso te proporcionará la publicidad que necesitas para conseguir que se cierre la base. Eso es lo que quieres, ¿no?

Ullah soltaba maldiciones para sus adentros.

—Esos infieles americanos no cuentan con la bendición de Alá —siguió diciendo Chandar—. Nosotros hemos trabajado contigo en estos últimos años. Tú nos has hecho favores. Nosotros te hemos hecho favores. Si Kabul se enterara de nuestros tratos…

Dejó la frase sin concluir, pero Ullah comprendió inmediatamente la amenaza. A pesar de toda su debilidad, el Gobierno de Kabul todavía tenía dientes. Si se enviaban allí las tropas suficientes, podrían borrar de la superficie de la tierra a su familia y a él.

—Los americanos harán investigaciones —alegó Ullah—. En lugar de ello, te ofrezco un compromiso. Dejaré ilesos a todos los lugareños que quieras.

—No basta. Queremos la muerte de los soldados americanos. La orden procede directamente del sur de Waziristán.

En otras palabras, de Al Qaeda.

Ullah volvió la cabeza para echar una ojeada al rostro pétreo de Chandar. Después, recorrió con la vista a los seis hombres armados que lo apuntaban inflexiblemente con sus fusiles.

El problema era que, aunque hubiera matado a Chandar cuando tuvo la ocasión, habría ocupado su lugar otro, que habría venido a asesinarlo a él. No había manera de vencer en aquella lucha. Cuando hubo llegado a esta conclusión, sintió un momento de alivio. El plan de Chandar podía llegar a dar resultado.

—Haré lo que queréis, si vosotros os prestáis a ayudarme más tarde —decidió—. Los americanos me van a comprar el terreno de la base militar para poner en marcha un negocio. Todavía no sé en qué consiste. Necesito que me garanticéis su seguridad.

—Si está bien pagada…

Ullah sonrió.

—Por supuesto. Bien pagada.

Una vez concluido su trato de negocios, el jefe talibán bajó del coche y se reunió con sus hombres en la arboleda. Y desaparecieron.

—A casa —ordenó Ullah.

Volvía a oler mentalmente de nuevo el dulce aroma del cordero que se asaba en la cocina. El plan nuevo empezaba a gustarle, lo que le permitiría disfrutar de una buena comida.

Mientras volvían a la casa dando un rodeo, sonó su teléfono vía satélite. Atendió la llamada, y oyó la voz de Martin Chapman. Él lo saludó en pastún.

—¿Va todo según lo planeado? —le preguntó Chapman.

—Por supuesto —le aseguró tranquilamente el señor de la guerra, pensando en los infieles que morirían—. Será una gran noche, para mayor gloria de Alá.