Capítulo 61

Atenas, Grecia

LA luz deslumbrante del sol de la mañana iluminaba la tranquila habitación del hotel. Mientras Judd dormía, Eva estaba echada en la cama, vestida de nuevo con sus vaqueros y su camisa verde. Estaba tensa; estiró los brazos sobre la cabeza y miró por la ventana, por donde se veía un gavilán ratonero que trazaba círculos perezosamente en el cielo azul. Eva había pasado mala noche, despertándose, dormitando y volviéndose a despertar, acosada por la sensación de que ella ya sabía en qué parte del Libro de los Espías era probable que el bibliotecario hubiera escrito la ubicación de la Biblioteca de Oro… Solo le faltaba caer en ello.

—¿Cuánto tiempo llevas despierta?

Volvió la cabeza. Judd la miraba, con los ojos grises soñolientos, con el pelo teñido de rubio revuelto. Eva lo observó, buscando síntomas de fiebre.

—No estoy segura. Puede que una hora. ¿Cómo te encuentras? —dijo ella, mientras le preparaba aspirinas, analgésicos y un vaso de agua.

—Mucho mejor. Has estado pensando —dijo él. Se incorporó, apoyándose en un codo, y se tomó la medicación.

—Sí. Pensando en qué parte del Espías habría dejado un mensaje el bibliotecario. He estado repasando una y otra vez todo lo que me dijo Charles y lo que recordaba de su cuaderno. Sé que tengo cerca la solución.

Judd guardó silencio.

—Lástima que Charles no dejara una pista distinta —dijo por fin.

Ella frunció el ceño.

—Repite eso.

—Lástima que Charles no dejara una…

—Pista distinta. Eso es —exclamó Eva. Se incorporó en la cama, emocionada—. Yo había estado buscando lo que no habíamos empleado antes. Un gran error.

Corrió hasta el gran Libro de los Espías, que estaba sobre la mesa, cerrado.

—¿De qué estás hablando?

Judd, en camiseta y pantalón corto, acercó una silla y se sentó junto a ella.

—Si afeitamos la cabeza a Charles fue por la historia de Histieo y el esclavo mensajero. De modo que puede ser que la pista no solo nos indicara que mirásemos el cuero cabelludo de Charles; puede que nos diga también en qué parte del Espías debemos buscar. Sé que he visto la historia en alguna parte del libro.

Pasó las páginas con rapidez. Por fin, hacia la mitad del gran libro, encontró el relato en una página propia, tan ornamentada como las demás, decorada con figuras de soldados persas y griegos en los márgenes. El resto del espacio estaba lleno de letras cirílicas negras que relataban la antigua narración.

—No veo nada fuera de lo común —dijo Judd, mirando fijamente.

—Yo tampoco. Voy a traducir rápidamente el relato para mis adentros.

Al irlo leyendo, no tardó en ver con claridad que lo narrado venía a ser lo mismo que había contado Heródoto en su crónica siglos atrás. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza del libro.

—¿Nada?

Eva negó con la cabeza. Después, tomó el libro.

—Necesito luz —dijo.

Se sentaron en el borde de la cama de ella, donde entraba a raudales por la ventana la luz del sol. Sosteniendo el libro en su regazo, se inclinó sobre él. En su vida profesional de conservadora había aprendido cuán cierta era una vieja máxima: «El demonio se esconde en los detalles». Después de haber echado una mirada general, estudió los espacios entre las letras y entre las palabras, y las pinceladas. No habiendo observado nada que le llamara la atención, pasó a las figuras pintadas de soldados.

Se irguió.

—Creo que lo he encontrado. Mira esto, Judd.

Señalaba unas letras minúsculas que estaban bajo los colores.

Judd se aproximó mucho para observarlas.

—Son casi invisibles —dijo.

—No están puestas para que se vean. Representan las palabras latinas que sirvieron de indicación al pintor que dio color a los dibujos. Esta V significa viridis, «verde». Por eso, la túnica del esclavo está pintada de diversos tonos de verde. La R significa ruber, «rojo»; las manzanas de ese árbol que tiene detrás. Y, naturalmente, el cielo tiene una A de azure, «azul».

Judd frunció el ceño, confuso.

—Entonces, ¿qué significan las palabras lat y long, y los números que las acompañan?

Ella sonrió.

—Eso mismo me pregunto yo. En primer lugar, nunca había visto tres ni cuatro letras seguidas para indicar un color en una página manuscrita. En segundo lugar, ninguna de las dos es una palabra latina.

Él le devolvió la sonrisa.

—Como estamos buscando la situación de la isla, supongo que se trata de abreviaturas —dijo—. Y si tenemos en cuenta que también hay números… «latitud» y «longitud».

—¡Eureka, como dijo Arquímedes!

Judd tomó su móvil y lo activó.

—En estos casos es cuando resulta verdaderamente útil estar conectados a internet. Léeme lo que tienes, y veremos si tenemos razón.

Bajó el móvil para que también ella pudiera ver la pantalla. A medida que iba marcando en el teclado, apareció el mapa mundial de Google, que fue desplazándose más y más, ampliando la zona sur del mar Egeo.

Judd arrugó la frente.

—Nada. Ninguna isla. Ni un atolón. Ni siquiera un montón de piedras.

Ella sintió un escalofrío.

—Prueba de nuevo —le dijo, y le fue dando las cifras una a una.

Él marcó cada una con cuidado. El mapa volvió a centrarse en un mar vacío. A Eva se le hundieron los hombros. Judd probó con otros mapas de dominio público. En la habitación no se oía más que el sonido del teclado. Pero cada mapa no mostraba más que el mismo resultado descorazonador.

Se quedaron callados.

—No es lógico —insistió ella—. La explicación más sencilla y más directa de las abreviaturas y de los números que aparecen en el libro es que son unas coordenadas. Aunque esos mapas fueran antiguos, deberían mostrar una isla.

Él la miró fijamente.

—No es así. Dios mío, si no me equivoco, esto es una verdadera exhibición del poder del club de bibliófilos.

Volvió a pulsar el teclado.

—A causa del terrorismo, el gobierno mandó a Google y a otros servicios de mapas online que no mostraran determinados puntos del mundo. En unos casos se trataba de unas instalaciones del gobierno. En otros, de una zona de interés que era clandestina por algún motivo. Las empresas privadas que hacían trabajos para la defensa también podían pedir al gobierno que bloquease determinados puntos.

—¿Cómo ha podido conseguir el club de bibliófilos que el gobierno ocultase su isla?

—Tendrían a alguien introducido, o puede que sobornaran a alguien. Vamos a comprobar esto.

Buscó el mensaje de texto de la NSA que había recibido el día anterior, y leyeron juntos la lista de islas que se habían aproximado a la que había descrito Robin.

—Dios mío —susurró Eva mientras miraban juntos la lista—. Una de las islas tiene las mismas coordenadas que dice el libro.

La invadió una oleada de emoción y de alivio. Echó los brazos al cuello de Judd, y él la abrazó con fuerza. Ella siguió así un momento, sintiendo el palpitar regular del corazón de él, su aliento caliente en su oído.

Después, se apartó.

—Será mejor que llames a Tucker —le dijo.

El maestro espía llegó en cuestión de minutos, con los mismos pantalones chinos arrugados, camisa azul de botones y chaqueta de sport del día anterior. Eva vio que tenía más marcadas las arrugas de la cara y que, tras las gafas de concha, tenía enrojecidos los grandes ojos por falta de sueño. Pero llevaba bien cuidados el bigote castaño claro y la barba gris, e irradiaba atención máxima.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó mientras echaba el pestillo a la puerta.

—Vaya que sí; lo ha encontrado ella —dijo Judd, señalando a Eva.

Ella sonrió con agrado.

—Pero he tardado lo mío… —dijo.

Se sentaron todos a la mesa, y Eva explicó cómo habían descubierto la solución.

—Volveré a ponerme en contacto con la NSA para pedirles las últimas fotos de satélite y datos sobre la isla —dijo Judd con energía—. Eva, ¿tu portátil sigue funcionando, o se mojó cuando estábamos en el yate?

—Está bien, porque lo llevaba en el bolsillo principal del bolso.

—Bien. Pasaré allí lo que nos envíe la NSA.

—¿La isla tiene nombre? —preguntó Tucker.

—Solo tiene un número —le dijo Judd.

—Hazlo —le ordenó Tucker—. Ahora mismo.