Capítulo 59

HABÍA anochecido. Solo eran las diez, pero el Alexander’s ya estaba lleno de parroquianos a rebosar. Los taburetes de cuero estaban todos ocupados, y había más personas de pie detrás de ellos, bebiendo. El Alexander’s, calificado por la revista Forbes como el mejor bar de hotel del mundo, lucía mesas de mármol, anchas palmeras, y un tapiz del siglo XVIII que representaba a Alejandro Magno victorioso, expuesto en la pared que estaba detrás de la larga barra. Naturalmente, la clientela era de lo mejor de la ciudad y de fuera. Los olores de los ricos licores y de los perfumes de diseño aromatizaban el aire.

Martin Chapman bebía Loch Dhu, el único whisky negro con regusto suave a carbón vegetal. Paladeó su rico sabor, sintió su calor. Después de haber cenado en el Churchill’s con su esposa y con Keith y Cecilia Dunbar (inversores en los centros comerciales que construía en Moscú Chapman y Asociados), los cuatro se habían trasladado a un lugar central del bar, para dejarse ver. Chapman calculó que a aquella mesa estaban sentados unos treinta mil millones de dólares.

—Ah, no —decía Keith—. Las Caimán puede que estén bien para los indocumentados. Pero yo prefiero con mucho tener mi dinero en Liechtenstein.

—¿Y qué te parecen las islas británicas del canal de la Mancha? —preguntó Shelly, echando una mirada a Chapman, para demostrarle que también ella sabía alguna cosa.

Pero cuando Keith empezaba a explicarle la cuestión, vibró el teléfono de Chapman. Este miró la pantalla y vio que le llamaba Preston. Pidió disculpas y se apartó entre la multitud, sintiendo que se le clavaba en la espalda una mirada oscura de Shelly.

—¿Sí? —respondió, esperando que se tratara de buenas noticias.

—Estoy ante el hotel, jefe. Lo esperaré.

Se cortó la conexión. Chapman sintió una opresión en el pecho, y atravesó el vestíbulo del hotel a paso vivo. Se abrieron las grandes puertas principales, y él salió y bajó los escalones apresuradamente. Lo rodeó el aire oscuro de la noche. Preston estaba en la plaza, al otro lado de la calle.

—¿Está muy mal la cosa? —le preguntó Chapman al reunirse con él.

Preston no tenía señales de lucha; llevaba la ropa ordenada, iba bien peinado, con la cara y las manos limpias; pero, bajo los haces de luz de las farolas, irradiaba disgusto. Los dos echaron a andar juntos.

—No es un desastre absoluto —dijo Preston—. Acabé con Robin Miller con el espray de rauwolfia. Pensé que le gustaría saberlo.

La droga, elaborada a partir de la planta Rauwolfia serpentina, se había desarrollado en Tecnologías Bucknell bajo la dirección de Jonathan Ryder. Era un depresivo del sistema nervioso central que mataba en cuestión de segundos y desaparecía del cuerpo al cabo de unos minutos. Debía su nombre al botánico alemán Leonhard Rauwolf, del siglo XVI, cuyas anotaciones había descubierto Jonathan en uno de los manuscritos iluminados de la Biblioteca de Oro que trataban de árboles, plantas y hierbas. Preston tenía razón. Resultaba satisfactorio que una de las creaciones de Jonathan hubiera servido de instrumento de un paso positivo, dentro de un trato de negocios que había intentado impedir.

—El problema es que no recuperamos el Libro de los Espías —dijo Preston. Contó lo sucedido, con los labios contraídos—. Conseguí herir a Judd Ryder —dijo por fin.

—¿Cómo identificaste a Eva Blake? —le preguntó Chapman.

—No la reconocí al principio. Después, cuando se detuvo el metro, pasó ante mí en la salida, y me pareció reconocer su manera de andar de cuando la observé en Los Ángeles. Cuando salió al exterior, la miré por la ventana. El chico que había ido sentado a su lado le dio una bolsa de viaje lo bastante grande como para contener el Libro de los Espías; y después se reunió con ella un hombre que, por tamaño y por edad, podía ser Ryder.

Añadió más detalles.

Chapman reflexionaba enérgicamente.

—En Estambul te enteraste, por Yakimovich, de que el bibliotecario viejo había escrito en el libro la ubicación de la biblioteca. Mientras esté en circulación el libro, podríamos tener graves problemas. Y solo Dios sabe si hay otras pistas sueltas por ahí. No podemos correr el riesgo de que Ryder, Blake o quien sea encuentren la biblioteca. Llama por teléfono a Carolyn Magura para que se prepare. ¿Cuánto se tardará en trasladar la biblioteca?

El club de bibliófilos había decidido diez años atrás que, en vista de los rápidos avances de los seguimientos electrónicos y de las comunicaciones internacionales, podría llegar a darse el problema de que se descubriera la isla. Había llegado el momento de buscar una ubicación alternativa. Una región remota de los Alpes suizos, junto a un lago de aguas glaciares, al norte de Gimmelwald, había parecido perfecta. El lugar estaba dispuesto desde hacía años, cuidado por un equipo reducido de personas.

—Sí, señor. Lo prepararé todo —dijo Preston—. Calcule un día y medio.

—El banquete de esta noche será el último que haremos en la isla. Un digno final de una buena época. Prepara las cosas para hacer el traslado a la mañana siguiente.

Sintió un momento de nostalgia. Después, volvió a invadirlo la inquietud.

—¿Y qué hay del Carnívoro? ¿Lo has encontrado?

—La jefa de informática del señor Lindström no ha sido capaz de localizarlo.

—¡Dios! ¿Tu hombre de Washington ha eliminado ya a Tucker Andersen?

Preston calló un momento.

—Los dos han desaparecido —dijo por fin—. Los estamos buscando.

Chapman contuvo su ira.

—Sí; buscadlos. Yo voy a tomar medidas contra Catapult. No podemos consentir que la situación en Washington se ponga peor de lo que está.