Capítulo 56

PRESTON reconoció a Robin Miller por su manera de caminar, que es el rasgo corporal que a la mayoría de la gente se le olvida ocultar cuando se disfraza. Se había fijado en ella al verla andar a toda prisa bajando por Dionysiou Areopagitou, a media manzana de donde había puesto fin a su última llamada de móvil; pero el pelo y la ropa casi lo habían engañado. Después, cuando pasó por delante de él, había observado claramente su andar, el movimiento rítmico de su cuerpo, los pasos cortos, su manera de cargar el peso por la parte exterior de las plantas.

Hizo una señal a Magus y a Jerome, y los tres corrieron tras ella. Preston la asió del brazo.

—Te echábamos de menos, Robin.

A Robin se le llenaron los ojos de terror.

—Suéltame —dijo, intentando liberarse.

—Magus —dijo Preston.

Magus la asió del otro brazo, y la llevaron al borde del bulevar peatonal. Ella empezó a forcejear.

—Basta —le ordenó—. Lo único que queremos es el Libro de los Espías. No es mucho pedir, ¿no te parece?

—Y después me mataréis.

—¿Por qué motivo? Tú no puedes hacernos daño de ninguna manera. No sabes dónde está la biblioteca. La verdad es que sabes muy pocas cosas, ¿no?

Robin enarcó las cejas. Pareció entender lo que quería decir él en realidad.

—Tienes razón. No sé nada de la biblioteca. Ni quién trabaja allí, ni quién es su dueño.

—Así me gusta.

Preston ordenó a Jerome que se quedara vigilando al principio de una entrada de vehículos entre dos edificios de pisos.

—¿Por qué tenemos que entrar allí? —preguntó ella, volviendo la vista atrás, inquieta, mientras la llevaban por la entrada de vehículos.

Tenían delante un aparcamiento al aire libre, pero sin gente. En las ventanas que daban al aparcamiento no había nadie.

—No te interesa que te vean con nosotros —dijo él—. Así no habrá nadie que te haga preguntas. Ahora estás sola. Libre de cargas del pasado, ¿no es así?

Ella levantó la vista hacia él, confundida al parecer por su actitud comprensiva.

—¿Dónde está el libro? —le pregunto él, adoptando un tono cálido—. Si nos lo dices, te dejaremos aquí. Solo tendrás que hacer otra cosa: dejarnos cinco minutos de ventaja, y salir por ahí —añadió, indicando con un gesto de la cabeza un paso de peatones que rodeaba la parte posterior de los edificios.

—¿De verdad no piensas pegarme un tiro?

—Estoy seguro de que a estas alturas ya tienes claro que soy un hombre práctico. Estamos en el centro de Atenas. Cuando hay cadáveres, los policías empiezan a hacer preguntas. Si te fijas, verás que no he sacado la pistola de su funda.

—Me buscarás más tarde.

—¿Por qué me iba a molestar, si tengo el libro?

Ella lo miró fijamente durante un largo rato, y asintió por fin con la cabeza.

—Está en la estación de metro de Acrópolis. Tengo la llave de la taquilla.

Sacudió el brazo, y él se lo soltó. Cuando se metió la mano en el bolsillo de la camisa, le asomó al rostro un gesto de consternación.

—Quizá te la has guardado en otro bolsillo —dijo Preston, conteniendo su impaciencia.

Magus le soltó el otro brazo, y ella se buscó frenéticamente en los pantalones, y después en el otro bolsillo de la camisa.

—Ha desaparecido —dijo ella—. Y también han desaparecido mi cartera y mi teléfono móvil. No entiendo cómo se me puede haber caído todo…

—¿Qué más ha pasado? —le preguntó Preston al instante.

—Puede que Eva Blake o Judd Ryder me lo quitaran de alguna manera —dijo, desviando la vista—. Me reuní con ellos. Pero no les dije nada. No saben que el libro está en una taquilla de la estación de Acrópolis.

Él, haciendo un esfuerzo, siguió hablándole con voz suave y tranquilizadora.

—Eso está bien. Cometiste un error, pero lo enmendaste al no darles más información. ¿Dónde se alojan, y dónde piensan ir ahora?

—No lo sé. Hui de ellos.

—Muy lista; pero la verdad es que siempre he admirado tu inteligencia. Apuesto a que recuerdas el número de la taquilla.

—Claro —dijo ella, y se lo dio.

—¿Estás segura de que ese es el número correcto?

—Claro que lo estoy.

—Como premio, te voy a dar un regalito.

Preston sonrió, mientras ella abría los ojos con asombro. Sacó una botellita azul, le retiró la tapa y apretó la boquilla, dirigiendo el espray hacia la cara de ella.

Robin soltó un grito ahogado y se apartó. Demasiado tarde. Preston dejó que siguiera caminando, observándola mientras perdía velocidad y se le doblaban las rodillas. Él recorrió con la vista el aparcamiento y las ventanas de los edificios contiguos. No había nadie a la vista.

Robin, llevándose un puño al pecho, se derrumbó, mientras le ondeaban los amplios pantalones. Agitó las piernas de forma espasmódica. Una muerte silenciosa, discreta, era una de las grandes ventajas de aquel derivado de la Rauwolfia serpentina.

Preston echó una mirada por la entrada de vehículos hacia Jerome, que le indicó con un gesto de la cabeza que todo iba bien, y se arrodilló junto a ella para registrarle la ropa. Encontró un grueso sobre bajo la cintura del pantalón, y se lo entregó a Magus.

—Dime lo que hay dentro —dijo, mientras seguía buscando; pero no encontró nada más.

Magus soltó un leve silbido.

—Lleva aquí un buen fajo de euros.

Preston se incorporó y tomó el sobre.

—Tenemos que actuar deprisa. Estad atentos por si veis a Judd Ryder y a Eva Blake.

La estación de metro Acrópolis estaba en la calle Makrigianni, frente a varios cafés y bares animados y junto al Centro de Interpretación de la Acrópolis. Preston y sus hombres, mirando a todas partes, entraron a toda prisa en la estación, pulcra y moderna, y bajaron corriendo por unas escaleras automáticas. Al pie de las escaleras, pasaron aprisa ante las reproducciones de los frisos del Partenón y se detuvieron ante las máquinas electrónicas de billetes. Dos escaleras mecánicas más abajo, llegaron a la consigna automática.

Mientras se detenía con quejido de frenos un tren del metro, Preston corrió entre las taquillas, mirando alternativamente a los pasajeros que subían al tren y los números de las cabinas, hasta que encontró la que buscaba. Sus hombres acudieron para plantarse uno a cada lado, ocultándolo a la vista, mientras él sacaba la navaja y forzaba rápidamente la alta puerta de la taquilla.

Y miró dentro. No había ninguna mochila negra. Ni estaba el Libro de los Espías. En el fondo estaba la maleta de ruedas de Robin, y en el estante superior, su teléfono móvil… abierto y encendido. Comprendió, enfurecido, que Ryder se había figurado que emplearían el móvil para localizarlos. Ryder tenía el Libro de los Espías y se estaba burlando de él.

Preston se apoderó del teléfono, cerró la taquilla de un portazo y se volvió. Sonó un timbre que anunciaba que se iban a cerrar las puertas del tren.

—Corred —ordenó.

Sus hombres y él se dirigieron corriendo a puertas distintas del tren. Como estaban bajo tierra, no podía llamar por teléfono a los demás hombres que había hecho venir a Atenas para ordenarles que vigilaran las estaciones de metro siguientes de la línea. Cuando el tren arrancó, observó que en el vagón en que iba estaban ocupados poco más de la mitad de los asientos. Caminó rápidamente por el pasillo, pero no vio a Ryder ni a Blake. Vio dos mochilas; una era marrón, y la otra, verde.

Revisó el teléfono de Robin, con la esperanza de que contuviera el número de Judd Ryder. Y soltó una maldición. Ryder lo había limpiado. Sintiendo palpitaciones de ira, pasó por la puerta y entró en el vagón siguiente, dispuesto a encontrarlos.