Capítulo 53

CUANDO hubo concluido la reunión del club de bibliófilos, Chapman abrió la puerta. Mahaira estaba sentada en la antesala, con las manos plegadas en el regazo en actitud formal. Mientras los miembros del club desfilaban ante ella, dispuestos a prepararse para salir por la noche, ella se levantó, sonriendo.

—Se está bañando —susurró.

Él cruzó la alfombra con impaciencia, sacándose del bolsillo la foto antigua de la hermosa y rubia Gemma, grabándose en la mente su imagen.

Sonrojado de emoción, volvió a guardarse la foto y abrió la puerta que daba al santuario opulento del baño, con su amplia ducha de cristal, su espejo ornamentado de cuerpo entero y su suelo, paredes y techo de mármol. El aire estaba impregnado de la fragancia del aceite de baño con aroma de camelias. Bajo la suave luz de la lámpara de techo de cristal estaba la inmensa bañera, dispuesta en un pedestal en el centro de la gran sala. Salían burbujas a la superficie, y por encima de ellas estaba su hermosa mujer.

Llevaba el pelo amontonado sobre la cabeza, una masa de rizos dorados; los suaves hombros eran frágiles y tiernos. Se volvió para mirarlo, con juventud vibrante en sus ojos de color violeta, su nariz aguileña y su buena barbilla.

—Ya estás aquí por fin, Martin. Qué maravilla verte —dijo con voz melodiosa—. Dame una toalla, ¿quieres?

—Después —dijo él. Se quitó la ropa y se dirigió hacia ella.

Ella soltó una risa cantarina. Arrugó una toallita de baño y se la arrojó, empapada.

Él la esquivó y subió al pedestal, desnudo. Se metió en el agua templada de la bañera.

Ella se deslizó por el agua hacia él, levantando una cascada de burbujas.

—Te he echado de menos —dijo—. Ay, cuánto te he echado de menos.

—Yo también te he echado de menos —dijo él. La atrajo hacia sí, pasándole las manos con ansia por los pechos, por los muslos.

Humm —ronroneó ella—. Humm, humm.

Él la inclinó hacia atrás y le mordisqueó los hombros. Le besó el hoyuelo de la garganta. Ella se reía alegremente, y las vibraciones lo hacían estremecerse. Sintió las manos de ella en su pene, acariciándolo, retorciéndolo, tirando de él.

Con el cerebro inflamado, febril, metió las manos bajo su trasero y la levantó, clavando los dedos entre el músculo. Ella le lamió las orejas, la punta de la nariz, y unió su boca a la de él. El sabor de ella lo llenó de una oleada titánica. Con las piernas de ella a horcajadas sobre él, la bajó despacio y, en un arrebato cálido, la depositó en el suelo y le hizo el amor. A Gemma.

Se vistieron en la suite principal, mientras sonaba la música de Beethoven desde el alto armario. Los largos rayos del sol poniente se extendían por la alfombra y les tocaban los pies desnudos.

Ella, con una falda blanca larga con cintura ajustada y un top rojo de seda sin hombreras, se sentó en una butaca de brocado, se puso unos zapatos de tacón tachonados de diamantes y se ciñó las minúsculas correas a los tobillos delgados.

—Bueno, qué desperdicio —dijo ella, riéndose. Se incorporó a su asiento e indicó con un gesto la cama, bien hecha—. Había pensado esperarte allí, desnuda.

—¿Cómo está Gemma? —preguntó él con tono de normalidad mientras se ajustaba la corbata ante el espejo. La veía a ella, reflejada. Se había puesto el maquillaje, y sus labios eran como rubíes. Se parecía tanto a Gemma en el físico y en la voz, que la nostalgia le partía el corazón.

—Mamá está bien. Está en Montecarlo con su nuevo novio. Quisiera que sentara cabeza. Te está costando una fortuna.

Gemma se había casado cinco veces, pero nunca con él. El verano en que los dos se habían licenciado en la universidad, la familia de ella le había planteado una alternativa: o ponía fin a su relación con él, o la desheredaban. Para que ella no tuviera que pasar por el dolor de aquella elección, él se había marchado de California y había cruzado todo el país, a dedo, hasta llegar a Nueva York, donde se había arrojado al mar infestado de pirañas de las finanzas, decidido a ganarse la riqueza con la que resultaría aceptable para ella. Cuando la hubo ganado, ella ya se había casado con su segundo marido, que bebía, jugaba, y había acabado con todo el dinero de ella. Aquel marido era el padre de Shelly.

—En la fiesta de Saint Moritz estaba preciosa —dijo Shelly—. Pero no me dijo nada del collar ni de los pendientes de la familia. Ni de la diadema nueva que me compraste. Me lo puse todo, ¿sabes?

—Ya me lo había dicho Mahaira. Me alegro de que te gusten tanto.

—A mamá también le encantan los diamantes. Debe de echarlos mucho de menos. Le ofrecí el collar y los pendientes, pero no quiso aceptarlos. Creo que te ha odiado desde que tengo uso de razón. ¿Por qué? Ella no me lo quiere decir.

—Me parece que es más por la actitud de sus padres que por la suya propia.

Aquello era lo que decía siempre, porque no había entendido nunca por qué Gemma se había enfurecido tanto contra él por haberse marchado de California. Era por alguna tontería, de empeñarse en que ella tenía derecho a participar en una decisión tan importante. Ahora, se quitaba de encima las preguntas de su esposa centrándose en lo que era capaz de entender:

—Dudo que me haya odiado nunca de verdad; pero ahora estoy de acuerdo en que la diferencia de edad entre tú y yo no le gusta nada.

Y esperaba, por otra parte, que le diera celos.

Shelly sacudió la cabeza, haciendo flotar sus cabellos dorados sobre sus hombros desnudos, y observó su anillo de compromiso con un diamante de cuatro quilates y la alianza con diamantes.

—Cuando compraste las joyas de nuestra familia para ayudarla, pensé que lo superaría.

Él no dijo nada. Satisfecho con el ajuste de su corbata, se volvió.

—¿Estarás aquí mañana? —le preguntó ella con interés.

—Tengo negocios —respondió él con suavidad.

A ella le asomó al rostro una mirada fría.

—De acuerdo. Entonces iré en avión a Cabo. Me han invitado unos amigos.

—¿Dónde está tu chal, querida? Llegaremos tarde al cóctel.

Cuando estaban separados, la añoraba. Pero cuando estaban juntos… Al fin y al cabo, no era Gemma.

Mientras cruzaban la sala de estar, le vibró el móvil contra el pecho.

Lo sacó, mirando a Shelly.

—Lo siento, querida.

Ella asintió con la cabeza con el rostro helado. De alabastro.

Él entró en el comedor y cerró la puerta.

Era Preston, y parecía lleno de júbilo.

—Acabo de recibir una llamada de mi contacto de la NSA. Robin Miller ha encendido su móvil y lo ha vuelto a apagar. He traído por aire a hombres de la biblioteca, para apoyo y para que traigan material, y estamos en Plaka; aquí es donde estaba ella. Ahora la encontraremos enseguida; a ella, y el Libro de los Espías.