En algún lugar de la costa del Mediterráneo
POR encima del mar color turquesa, subiendo por un largo valle verde, como a las tres cuartas partes del camino hasta lo alto, se alzaba una pequeña villa de piedra. Tenía casi cuatrocientos años de antigüedad. A su alrededor había cuatro casitas de piedra, dos a cada lado, construidas hacía más de un siglo para acomodar a la gran familia de un señor. Por las antiguas paredes blancas de los edificios trepaba la hiedra verde, y en las ventanas había jardineras donde florecían los geranios rojos.
Hacía una tarde hermosa; el aire llevaba el perfume de la madreselva en flor. Don Alessandro Firenze estaba sentado al aire libre, bajo su denso emparrado, a un lado de la villa. Allí estaba la larga mesa de madera y las sillas de alto respaldo donde se reunía con sus compadres para beber vino y contarse historias de los viejos tiempos. El señor, hombre sesentón, estaba sentado en su silla habitual, a la cabecera de la mesa, con un sombrero de paja echado para atrás. Estaba solo, sin más compañía que su libro y su Walther de nueve milímetros, que estaba en la mesa junto a un vaso largo de té helado.
Levantó los ojos de la República de Platón. Una de las ventajas de estar semirretirado era que podía darse aquellos caprichos. Cuando era joven y alocado, había descuidado su educación. Durante la última docena de años, había dedicado una gran parte de su tiempo libre a leer, y el resto a cuidar de su huerto, de sus vides y de sus abejas. Y, naturalmente, de vez en cuando le salía un trabajo fuera.
Miró a su alrededor, gozando de aquel pedacito de paraíso terrenal que tanto significaba para él. Advirtió la salud vibrante de los arbustos y de las plantas de flor que crecían alrededor del césped de la parte delantera. Su extenso huerto se veía detrás de la casa, rodeado de una cerca de estacas blancas de poca altura, y junto al huerto había una enorme antena parabólica y un generador eléctrico con revestimiento a prueba de bombas y de incendios. Mucho más lejos, había una colonia de colmenas en cajas blancas. Más abajo de las viviendas, las laderas estaban revestidas de viñas bien cuidadas y salpicadas de olivos retorcidos. La finca tenía una extensión de trece kilómetros cuadrados, de modo que no había vecinos que lo molestaran.
Vio a través de la ventana de una de las casitas a Elaine Russell en su cocina. Su marido, George, había ido al pueblo por provisiones. Junto a la casita de estos había otra, ante la cual Randi y Doug Kennedy echaban la siesta al aire libre, en hamacas. Al otro lado de la villa, Jack O’Keefe (conocido en tiempos como Jack O’Keefe el Rojo) trabajaba en su ordenador, y se le veía por la ventana de su cuarto de estar. En la otra casita residían otros compadres suyos, dos hermanos. Para todos ellos, el trabajo de inteligencia era una parte tan integral de su ser como sus venas y sus tendones; por eso también ellos estaban solo semirretirados. Disfrutaban de los trabajos del señor, y le servían de vara de medida moral siempre que él necesitaba un debate.
Cuando se disponía a volver a su libro, vino hacia él desde la puerta de su casa Jack, a un trote corto. El señor observó su paso suelto, recordando los tiempos en que aquel hombre, mayor que él, era capaz de correr los ochocientos metros más deprisa que la mayoría de los habitantes del planeta. Jack, que venía a medir un metro setenta y cinco, seguía teniendo una elegancia felina. Pero parecía preocupado, y tenía tensión en el rostro arrugado.
El señor no dijo nada.
—Tenemos un problema, maldita sea —dijo Jack, dejándose caer en la silla contigua a la suya—. Alguien ha estado intentando localizar el origen de los correos electrónicos que crucé con Martin Chapman. El canalla no lo ha conseguido, pero se ha acercado mucho. He codificado los dos servidores de internet que creé en Somalia y en las Antillas y los he cerrado. Ahora no podrá encontrarnos de ninguna manera.
El señor sintió una explosión de furia ardiente dentro de su cabeza. No dijo nada, esperando a que amainara la tormenta. Su mal humor ya le había provocado demasiado dolor, a sí mismo y a sus seres queridos.
—Explicaste a Chapman las reglas —dijo el señor—. Yo se las dije. Él accedió. Ya las ha quebrantado dos veces.
—Lo he investigado un poco, a él y a Douglas Preston. Preston ha sido de la CIA, el muy canalla. Ya podría haberse encontrado una manera mejor de ganarse la vida a estas alturas. En todo caso, según la empresa de inversiones de Chapman, este está ahora en Atenas. Yo deduzco que Preston está con él, buscando a Eva Blake y a Judd Ryder. Como me dijiste que este asunto estaba relacionado con la Biblioteca de Oro, pasé aviso a nuestros contactos, y tengo algunos resultados interesantes.
A mucha gente que quería investigar a los ricos y a los poderosos no se le ocurría nunca dirigirse a las fuentes menos evidentes: los servicios de protección, los guardaespaldas independientes, mercenarios privados, organizadores de festejos, cocineros, servicios de empleadas domésticas y niñeras, tripulaciones de barcos, pilotos…, todos los que estaban al servicio de los opulentos.
—¿Tienes una pista? —preguntó el señor.
—No lo dudes. No se me habría ocurrido venir a hablar contigo sin tenerla. El problema es que es arriesgada.
Mientras Jack le explicaba las posibilidades, el señor se quitó el sombrero y se frotó el flequillo gris con el antebrazo. Hacía años que le habían quemado las huellas dactilares; le habían alterado el rostro muchas veces con cirugía plástica. Tenía el cuerpo de un hombre de cuarenta y tantos años, aunque la piel le había envejecido; el régimen de hormonas, vitaminas y ejercicio no podía conseguirlo todo. Escuchó, asintiendo con la cabeza. Sí: aquello serviría.
—No será fácil —advirtió Jack de nuevo.
—Ahora mismo estaba leyendo a Platón.
El Carnívoro cerró el libro y lo dejó junto a su Walther. Tendió la vista sobre su finca tranquila, deseando que estuviera allí su hija. Pero a ella no le caía bien él.
—Es un libro profundo —comentó—. No estoy de acuerdo con todo lo que dice. Pero dice una cosa que parece que sí se cumple: «Solo los muertos han visto el final de la guerra».
Se puso de pie.
—Convoca a los compadres. Nos reuniremos dentro de la villa para hacer los preparativos.