Capítulo 50

LOS miembros del club de bibliófilos habían ido registrándose en el hotel Grande Bretagne a lo largo de la mañana. La reunión empezó puntualmente a las dos de la tarde, y la llegada de los miembros cargó la sala de una energía eléctrica. Todos medían de un metro ochenta para arriba y, a pesar de los treinta años de diferencia entre los más jóvenes y los de edad más avanzada, todos ellos se movían con elegancia de atletas y tenían el cuerpo esbelto y en forma.

Habían sido escogidos cuando eran jóvenes prometedores que luchaban por el dinero y por el poder; se les había cultivado, orientado y financiado, como a Martin Chapman. A pesar de todo, de entre los que recibían tales atenciones eran muy pocos los que llegaban a ingresar en la fraternidad del club secreto de los bibliófilos. Los que ingresaban eran ejemplos vivientes del antiguo ideal griego del hombre perfecto.

Chapman, al observarlos mientras charlaban de pie alrededor de la mesa, sintió orgullo. Llevaba cinco años de director. Podían llegar a ser revoltosos, pero era comprensible. Para conseguir cosas era precisa la agresividad valiente, y eran guerreros en los negocios y en lo que no eran los negocios…, otro rasgo esencial del ideal griego. Pero, al mismo tiempo, lo inquietaba el grado de energía más alto de lo común que estaban mostrando, y las miradas de reojo que le dirigían. Había algo que los incitaba, y él se temía que sabía de qué se trataba.

Miró al mayordomo, que estaba sirviendo bebidas. No empezarían la reunión hasta haberse quedado solos.

—Estás loco, Petr —decía uno, divertido.

—Pasas demasiado tiempo en la biblioteca —comentó otro, de buen humor.

Petr Klok tomó un martini de la bandeja de plata del mayordomo, y proclamó:

—Este es un universo organizado, basado en el número. Los antiguos lo sabían. Los mercados, sus precios y sus ciclos se mueven siguiendo ritmos armónicos.

Era un hombre con barba, con el pelo cortado con elegancia; tenía cincuenta años, y era el primer checo que había hecho una fortuna de mil millones de dólares. Aprovechando las reformas privatizadoras de su país, había empezado con poco, adquiriendo una compañía de seguros a base de créditos y avales de los fondos de la Biblioteca de Oro, y la había ido ampliando hasta convertirla en un imperio que se extendía por Europa y por América.

Brian Collum encontró en la bandeja del mayordomo su copa de Barolo.

—¿Estás afirmando que los altibajos financieros no son aleatorios? —preguntó. El natural de Los Ángeles, que empezaba a encanecer, de rostro largo y hermoso, era el miembro más joven, con solo cuarenta y ocho años. Era el abogado de la biblioteca.

—Estudiad los códigos geométricos que se ocultan en el Timeo de Platón —insistió Klok—. Después, conectadlos con la arquitectura de los templos hindúes, con los triángulos aritméticos de Pascal, con el alfabeto egipcio, con el movimiento de los planetas y con las pautas consonantes en las vidrieras policromadas de las catedrales medievales. Todo eso os dará ventaja en los mercados.

—A mí me interesa, por mi parte. Al fin y al cabo, Petr predijo el crash mundial de 2008 —les recordó Maurice Dresser. Era canadiense, y había pasado de buscador de petróleo aventurero a dirigir un imperio petrolero de billones de dólares. Tenía el pelo blanco, que ya le clareaba, y rasgos fuertes. A sus setenta y cinco años llevados con vigor, era el de mayor edad.

—Puede que Petr se adelante a su época. No sería el primero —dijo Chapman con tono de estar planteando un desafío. Hizo una pausa, hasta que todos le prestaron atención. Había visto la oportunidad, y esperaba tranquilizarlos planteando un pequeño torneo—. Veamos lo que sabéis. He aquí el tema: en el 350 antes de nuestra era, Heráclides estaba tan avanzado a su época que descubrió que la Tierra giraba sobre su eje.

Collum alzó al instante su puro para pedir la palabra.

—Un siglo más tarde, Aristarco de Samos descubrió que la Tierra giraba alrededor del sol. También se adelantó mucho a su época.

—Pero, en la misma época, Aristóteles se empeñaba en que no nos movemos y somos el centro del universo —dijo Dresser, sacudiendo la cabeza—. Un gran error, raro en él.

Hubo un instante de silencio, que cortó Chapman.

—Reinhardt —dijo.

Reinhardt Gruen asintió con la cabeza.

—En el siglo XVI, la mayoría de los científicos volvían a creer que el mundo estaba inmóvil. Un error. Por fin, Copérnico descubrió de nuevo que rotaba y que giraba alrededor del sol. Los hechos tardaron una barbaridad de tiempo en volver a salir a la luz.

Gruen, de Berlín, tenía sesenta y ocho años y era propietario de un conglomerado mundial de medios de comunicación.

—Pero no se atrevió a publicar sus hallazgos —recordó Klok—. Eran demasiado polémicos y peligrosos. Las iglesias cristianas ignorantes combatieron aquella idea durante los trescientos años siguientes.

—¿Carl? —dijo Chapman.

—Afirmaban que se oponían a las enseñanzas de la Biblia.

Carl Lindström, de aspecto regio, con cabellera rubia que encanecía, tenía sesenta y cinco años y era fundador de la poderosa empresa de software Estrategias Lindström, con sede en Estocolmo.

—No basta —exclamó Collum en son de desafío.

Martin Chapman, en calidad de director, ejercía también de árbitro.

—Tienes que darnos más, Carl —dijo.

—Creía que ya os sabías la Biblia a estas alturas, so idiotas —dijo Lindström de buen humor—. Lo dice en los Salmos: «El mundo está tan bien asentado, que no se moverá».

—Muy bien. ¿A quién le toca ahora? —preguntó Chapman.

Thomas Randklev levantó su vaso largo de cóctel.

—A la salud de Galileo. Comprendió que Copérnico estaba en lo cierto, y escribió sus propios libros sobre la cuestión. De modo que la Inquisición lo encarceló por hereje.

Randklev, de Johannesburgo, tenía sesenta y tres años y dirigía empresas mineras en tres continentes.

—Grandon. Tú eres el último —dijo Chapman.

Grandon Holmes, de cincuenta y ocho años, londinense, dirigía el gigante de las telecomunicaciones Servicios Internacionales Holmes.

—El mundo occidental solo aceptó en la Ilustración que la Tierra rotaba sobre sí misma y se desplazaba alrededor del sol, más de un milenio después de que Heráclides lo descubriera por primera vez.

Todos bebieron, sonrientes. El torneo había terminado sin errores históricos, y cada uno había aportado algo. La sala se había llenado de un ambiente de calor amistoso y de propósito compartido. «Todo un éxito», pensó Chapman con alivio.

—Muy bien —los felicitó.

—Pero el hecho de que se haya vindicado a Copérnico y a los demás no quiere decir que Petr tenga razón con todas sus tonterías financieras —insistió Collum.

—Hablas como abogado —dijo Petr, risueño—. Eres un Neandertal, Brian.

—Y tú te crees un maldito vidente —repuso Collum. Sonrió, y volvió a beber.

Como todos estaban servidos, Chapman dijo al mayordomo que saliera. Cuando se hubo cerrado la puerta, el grupo se instaló alrededor de la mesa. Chapman advirtió que el ambiente había cambiado, se había vuelto tenso.

Incómodo, ocupó el asiento de la cabecera, donde lo estaba esperando la caja de madera.

—Maurice, esta reunión la has convocado tú. Empieza.

Maurice Dresser cambió de posición sobre la mesa la pluma que tenía delante, y levantó la vista.

—Como miembro más antiguo, a veces tengo el deber de darte a conocer algunas quejas. Nos has estado ocultando algo, Marty.

—Dame más detalles, por favor —respondió Martin Chapman, sin perder el tono coloquial.

Dresser se inclinó hacia delante en su asiento y unió las manos.

—Jonathan Ryder, Angelo Charbonier y nuestro buen bibliotecario, Charles Sherback, han muerto asesinados —dijo—. Sospechamos que tú has tenido algo que ver con eso. Pediste a Thom, a Carl y a Reinhardt que buscaran información. Para ello, hubo que hacer chantaje a una senadora estadounidense, entrar en un ordenador de una unidad secreta de la CIA y asesinar a una oficial de la agencia, una tal Catherine Doyle. No nos hemos dado cuenta del alcance de tus actos hasta que hemos hablado unos con otros. ¿Qué demonios está pasando?

—La base del secreto es la contención —dijo Reinhardt Gruen, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Esto llega mucho más lejos de lo que yo había creído.

—Nos has puesto en riesgo de ser descubiertos —dijo Carl Lindström en tono acusador.

—Si se investiga el Grupo Parsifal, pueden llegar hasta nosotros —dijo Thom Randklev con ojos de furia.

Parecía que la sala vibraba de tensión.

Chapman miró los rostros fríos, uno tras otro. Volvió a maldecir en su fuero interno a Jonathan Ryder por haber desencadenado los desastres que, como fichas de dominó, lo habían llevado hasta aquel precipicio.

Se aclaró la voz.

—El Grupo Parsifal está a salvo, porque ha ganado demasiado dinero para demasiada gente importante como para que estos consientan que se sepa nada de él. Para cambiar este equilibrio, tendrían que darse unos descubrimientos de nivel catastrófico, y no se ha producido ninguna catástrofe.

Los primeros fondos de apoyo para la Biblioteca de Oro habían sido reducidos pero adecuados, y se habían ido transmitiendo a lo largo de los siglos para garantizar la custodia y la seguridad de la biblioteca. Pero en la segunda mitad del siglo XX, con el auge del comercio internacional, y cuando el grupo selecto de protectores de la biblioteca adoptó su estructura formal del club de bibliófilos, se impuso el sentido común. Se creó un proceso de selección de miembros. Los éxitos de los miembros abrían oportunidades, y se realizaban inversiones que en caso necesario se apoyaban persuadiendo a los miembros de Parsifal a que prestaran su colaboración.

En la actualidad, los fondos del grupo, de unos seis billones de dólares, estaban registrados, regulados y controlados por diversos frentes. Tenían mucho de lo que estar orgullosos. La Biblioteca de Oro tenía una sede permanente, se conservaba en las mejores condiciones, y no se vería amenazada nunca mientras siguiera bajo su control. Se ocupaban de ello y obtenían su recompensa.

—Eso es lo de menos, maldita sea —dijo Holmes—. Los peligros nunca se deben tomar a la ligera. Has jugado con cosas serias que nos pueden afectar a todos. Queremos saber por qué, y dónde quieres llegar con ello.

Chapman no respondió. En vez de ello, abrió la caja de madera y extrajo un pequeño manuscrito iluminado, de unos veinte por quince centímetros, y lo dispuso en vertical para que lo vieran los miembros del club de bibliófilos. Se oyeron suspiros contenidos. La portada estaba revestida de un despliegue deslumbrante de diamantes, que formaban círculos, triángulos y rectángulos que se cortaban entre sí, todos ellos rellenados por completo de más diamantes. Eran de la máxima calidad y refulgían como el fuego.

—Conozco el libro —dijo Randklev, el zar de la minería. Citó la traducción de su título: —Gemas y minerales del mundo. Escrito a finales del siglo XIV. Es de la Biblioteca de Oro.

—Estás en lo cierto —le dijo Chapman. Después, se dirigió a todo el grupo—: Los diamantes de la cubierta me despertaron la curiosidad, de modo que pedí a un traductor que revisara el libro, y él encontró la historia de esos diamantes. Quizá recordéis que el persa Mahmud invadió Afganistán a finales del siglo X. Estableció su capital en Gazni y llevó el país a la cúspide de su poder, como centro de un imperio que llegaba a los actuales Irán, Pakistán y la India. Una de las fuentes de su riqueza eran los diamantes —añadió, señalando con la cabeza el rico libro—. Diamantes que se extraían de una mina enorme, en la actual provincia de Jost, próxima a Gazni. Después, unos doscientos años más tarde, Gengis Kan arrasó Afganistán, pasando a sus habitantes a cuchillo. Redujo a escombros a Gazni y otras poblaciones. La devastación fue tan absoluta que no se llegaron a reparar ni siquiera los canales de riego. Cuando Tamerlán invadió a su vez el país a principios de la década de 1380, destruyó lo que quedaba. La mina se olvidó. En la práctica, se perdió.

—La provincia de Jost es un lugar peligroso para los negocios, Marty —advirtió Reinhardt Gruen, el magnate de los medios de comunicación. Miró a unos y otros y se explicó—. El Gobierno afgano se ha hecho cargo de la seguridad del país; pero no cuentan con un ejército lo bastante numeroso, y las fuerzas de Policía locales están desbordadas, y en muchos casos son corruptas. Por ello, se supone que se encargan de la tarea los gobernadores de las provincias, lo cual es cosa de risa. En Jost, que yo recuerde, el territorio se lo han repartido entre varios señores de la guerra locales. Estos señores de la guerra pueden estar conchabados con los talibanes y con Al Qaeda.

—Mierda, Marty —exclamó Grandon Holmes, el rey de las telecomunicaciones, atravesándolo con la mirada—. En ese ambiente no puede funcionar ninguna mina. Y, lo que es todavía peor, estarías ayudando a los yihadistas.

—La realidad es precisamente lo contrario —les dijo Chapman con tranquilidad. Aquella era la conclusión a la que había llegado Jonathan Ryder—. El señor de la guerra que manda en la zona donde está la mina se llama Syed Ullah, que odia a los talibanes y, por ende, a Al Qaeda. Cuando mandaban los talibanes, en la década de los noventa, aplastaron el negocio de la droga. La heroína y el opio eran la mayor fuente de ingresos de Ullah, y lo siguen siendo hoy. Así que, como veis, los talibanes y los de Al Qaeda son sus enemigos. Tiene un ejército de más de cinco mil hombres. Jamás consentiría que los yihadistas se infiltraran en su territorio ni que se apoderaran de él.

Algunos de los que estaban sentados a la mesa asintieron poco a poco con la cabeza.

A Thom Randklev le brillaron los ojos.

—¿Sabes dónde está exactamente la mina?

—Lo sé. Iba a compartirlo con todos vosotros —mintió Chapman—. Solo que habéis hecho que os lo cuente antes de lo que esperaba. Y, claro está, tú tendrás la contrata de la explotación minera, además de tu parte, Thom.

Randklev se frotó las manos.

—¿Cuándo empiezo?

—Ese es el problema —les dijo Chapman—. El trato no está preparado para la firma.

Les relató, con tono tranquilo y presentándolo todo de la manera más positiva posible, los hechos de las últimas semanas, desde que Jonathan Ryder había descubierto la cuenta bloqueada de Syed Ullah en el banco internacional que había adquirido Chapman, hasta la fuga de Robin Miller del Learjet, en Atenas. Después, explicó lo que faltaba por hacer en Jost, y que Judd Ryder, Eva Blake y Robin Miller seguían huidos, pero que no tardarían en encontrarlos.

Cuando hubo terminado, se produjo un largo silencio.

—Jesús, Marty —dijo uno.

—Esto es un lío de mil demonios —dijo otro.

—No es un lío tan grande —dijo Chapman—; y pensad en la fortuna que se puede ganar.

—Si la mina es tan grande como dices, seríamos unos imbéciles si dejásemos el negocio —opinó Holmes.

—¿Cuánto crees que vale? —preguntó Klok.

—Según lo que he leído, la gente de Mahmud apenas llegó a raspar la superficie —dijo Chapman—. Y, claro está, tenían la desventaja de trabajar con herramientas primitivas. Yo diría que producirá al menos cien billones. A lo largo de varias décadas, claro está.

Hubo sonrisas alrededor de la mesa. Después, risas. El futuro era bueno.

Dresser cerró el debate.

—Yo diría que cuentas con toda nuestra colaboración, Marty. Pero asegúrate muy bien de controlar la situación —añadió, con una mirada severa—. Haz lo que tengas que hacer. No la jodas. Si la jodes, habrá consecuencias.

Recorrió con la vista las expresiones pétreas de los demás. Los hombres asintieron con la cabeza.

—Y no te gustarán.