LA tarde era luminosa; el sol se reflejaba en los parabrisas de los coches cuando la lujosa limusina de Martin Chapman se detuvo ante el hotel Grande Bretagne, en la platia Sintagma. El hotel, uno de los de mayor categoría del mundo, parecía un palacio, y Chapman valoraba su larga historia como sede del poder. Los nazis lo habían convertido en su cuartel general cuando ocuparon Grecia, durante la Segunda Guerra Mundial, y después había sido sede de la Fuerza Expedicionaria Británica. Allí se habían planificado guerras y se habían firmado tratados. Desde reyes hasta presidentes de empresas, desde miembros de la jet set hasta diplomáticos, aquel era su lugar de alojamiento natural, el único hotel que frecuentaba Chapman cuando iba a Atenas.
El chófer rodeó a paso vivo la limusina para abrir la puerta. Chapman bajó, con la melena de cabello blanco ondulado reluciente, con un brillo en los ojos azules, con serenidad en el rostro bronceado, con porte erguido. Los mozos acudieron aprisa. Se abrieron las pesadas puertas del hotel, y Chapman entró.
El gerente estaba esperando junto a una alta columna jónica que había en el vestíbulo, situado para producir un efecto perfecto, rodeado de las pinturas del siglo XIX y de las antigüedades del hotel. Hizo una reverencia y, tras las frases de bienvenida adecuadas, condujo a Chapman por el suelo de mosaico de mármol hasta el ascensor privado, sin pasar por el mostrador de recepción.
Subieron en silencio hasta la Suite Real del quinto piso. El gerente abrió la puerta, hizo otra reverencia, y Chapman entró en un rico mundo de damascos, sedas y muebles antiguos procedentes de Sotheby’c, impaciente por ver a su mujer. Pero no vio señales de ella. En su lugar, en el centro de la grandiosa sala de estar triple, estaba de pie Doug Preston con una caja de madera en las manos. Preston inclinó levemente la cabeza, indicando que la caja contenía lo que quería Chapman. El jefe de seguridad, que llevaba puesto un traje de tres piezas hecho expresamente para que no se le notara la sobaquera con la pistola, estaba serio.
Introdujeron el equipaje de Chapman en un carrito, y el gerente salió de la habitación tras hacer otra reverencia.
—¿Dónde está mi mujer? —preguntó Chapman.
—De compras, señor. Mahaira está con ella.
Chapman asintió e hizo una seña con la mano. Pasaron al comedor formal privado, cuya elegante mesa estaba dispuesta para una reunión de negocios de solo ocho personas, ya que Jonathan Ryder y Angelo Charbonier habían muerto. El club de bibliófilos tendría que buscarles sustitutos en el transcurso del año siguiente. El centro de mesa era un rico despliegue de orquídeas. Para cada participante había dispuestos sendos blocs de papel y costosas plumas Montblanc con el logotipo del hotel.
Preston cerró la puerta.
—El mayordomo servirá bebidas —dijo—. ¿Le pido alguna cosa más?
Chapman eligió un puro Partagas del humectador de madera de raíz. Lo hizo girar entre los dedos acercándoselo al oído, para oír el crujido sordo del buen tabaco. Le cortó la punta y lo olisqueó. Satisfactorio. Después de prender el puro con el encendedor de oro del hotel, fue a situarse junto a una de las altas ventanas que dominaban los monumentos más destacados de la ciudad.
—¿Cuánto te falta para encontrar al Carnívoro? —preguntó Chapman mientras fumaba, dominándose la furia.
Cuando habían transcurrido cuatro horas sin que el Carnívoro hubiera confirmado a Chapman el golpe, este había llamado al número que le había dado el asesino. Estaba desconectado. Después, había enviado un correo electrónico a Jack, el contacto. Le había llegado devuelto.
Preston acudió junto a Chapman, ante la ventana, y dijo:
—Es un problema. Como dijo usted, el Carnívoro tiene un nivel de seguridad muy alto. La dirección de correo electrónico se enrutó por varios países. Jan no ha conseguido todavía encontrar su origen, pero sigue trabajando en ello.
Jan Mardis era la jefa de seguridad informática de Carl Lindström.
—En cuanto al número desconectado, no podemos hacer nada al respecto. Me he puesto en contacto con el hombre que le recomendó a usted al Carnívoro, pero asegura que no tiene otro medio para ponerse en contacto con él y que ya no lo encontrará usted nunca. No entiende lo sucedido, pero, sea lo que sea, se figura que también él se ha quemado. Cuando el Carnívoro toma el dinero de un cliente, se puede confiar en él. Siempre cumple. Y no olvida nunca.
Chapman sintió un escalofrío al recordar la fría letanía de las reglas del Carnívoro. Pero se lo quitó de encima. Aquel canalla le debía un pago a cuenta de un millón de dólares.
—Encuéntralo. Quiero mi dinero, y después quiero que se le liquide.
Preston bajó la cabeza.
—Sí, señor. En cuanto Jan encuentre algo, tendré mucho gusto en deshacerme de él.
—Y ¿qué hay de Judd Ryder y de Eva Blake? Según nuestro agente en Washington, se dirigían a Tesalónica y se habían puesto en contacto con Robin Miller.
—Tienen que ir a Atenas. Me tomaron una nota personal mía, y el Carnívoro sabía que era auténtica. He puesto hombres en el aeropuerto, en las estaciones de ferrocarril y en el puerto para que los busquen. No sé cómo podrían haber localizado a Robin, pero es posible que lo hayan conseguido. Eso podría ser favorable para nosotros.
Hizo una pausa.
—Sé cómo encontrarla.
Chapman se quedó inmóvil, con el puro a medio camino de la boca. Observó a Preston, que estaba tranquilamente a su lado, con la caja todavía en las manos. Ni estaba nervioso ni pedía disculpas. De hecho, tenía una calma mortal. Sus ojos azules parecían hielo picado. Lo habían humillado, y quería venganza. Tanto mejor.
—Cuéntame.
—Hice que el piloto registrara el Learjet —dijo Preston—. Robin no se dejó el móvil. Si pensaba huir, se lo habría llevado, porque era el único que tenía. Ella no sabe que se le puede localizar por el móvil. Mi contacto en la NSA está esperando a que lo encienda, y en cuanto lo haga, la tendremos. Pero hay otro problema: Tucker Andersen se ha marchado, y el hombre al que contraté en Washington para que acabara con él ha desaparecido. Y Andersen también. He puesto a gente a buscarlos a los dos.
Chapman soltó unas sonoras maldiciones.
—¿Algo más?
—Mis hombres de Roma atraparon a Yitzhak Law y a Roberto Cavaletti.
—¿Los han matado? —preguntó Chapman al instante, con agrado.
Preston negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Ryder y Blake han acabado por dar muchos más problemas de lo que nos figurábamos ninguno. Teniendo a Law y a Cavaletti en nuestro poder, disponemos de una baza contra ellos cuando nos haga falta.
Chapman se lo pensó.
—De acuerdo. Podemos eliminarlos en cuanto queramos.
—Hay una cosa más. Después de liberarme en el Gran Bazar, hablé con Yakimovich. Dijo que Charles había dejado una tira de cuero con un mensaje, según el cual la ubicación de la Biblioteca de Oro está escondida en el Libro de los Espías.
—Jesús. El bibliotecario anterior sacó ese libro clandestinamente. ¿Sabía él que el libro contenía el dato de la ubicación?
—Fue él quien lo puso en el libro. Charles debió de encontrar algún mensaje que dejó el otro bibliotecario. En cualquier caso, no es problema. Recuperaremos el libro. Ryder y Blake no se acercarán a él siquiera.
Chapman dejó caer el puro en un cenicero y se frotó las manos.
—Dame la caja —dijo.
Pero cuando Preston se la estaba entregando, llamaron a la puerta. A una señal de Chapman con la cabeza, Preston fue a abrir.
Era Mahaira, con traje de lino beis, con los cabellos grisáceos perfectamente peinados enmarcándole el rostro suave.
—Madame me ha pedido que le diga que se retrasará, señor. Se ha encontrado con unos amigos que se han empeñado en que se quede a tomar el té con ellos. Lo lamenta mucho.
Chapman, molesto por la noticia, le dio la espalda. Mientras la oía alejarse con pasos suaves, reparó en la caja. La abrió rápidamente. Con un suspiro de placer, extrajo de su interior forrado en terciopelo un manuscrito iluminado, no solo espectacular por su belleza física sino también por lo que significaría para su esposa, y por la gran nueva fortuna que le reportaría.