EVA y Judd se apearon en la platia Sintagma, la plaza de la Constitución, centro de la Atenas moderna. La plaza, una extensión grandiosa de mármol blanco, se extendía a los pies del edificio del Parlamento, que brillaba serenamente a la luz de los focos. En el perímetro de la plaza había cafés elegantes con terrazas en cuyas mesas la gente comía, bebía y charlaba.
Mientras caminaban hacia la parada de taxis, Eva daba vueltas a la cuestión de si sería capaz de seguir con la misión. Cuando miraba a su alrededor, el tráfico de Atenas le parecía más denso de lo normal; las sombras, demasiado oscuras y peligrosas. Estaba preocupada, llena de agitación mental.
Se detuvieron cuando se hicieron visibles las ruinas del Partenón, que se cernían majestuosas sobre la alta Acrópolis. Las columnas y los frontones blancos y relucientes se veían desde muchos puntos de la ciudad, entre edificios y en los cruces de las calles.
—El Partenón sí que es una cosa grande —opinó Judd—. Y, antes de que me lo preguntes, te diré que no, no había estado nunca en Atenas. Esta es mi primera vez.
Ella forzó una sonrisa.
Tomaron un taxi al distrito Exarchia, cerca de la Politécnica de Atenas, un barrio bohemio y con personalidad propia que Eva había visitado antes de conocer a Charles. Se bajaron al pie de la calle Stournari y subieron hasta la platia Exarchia, centro neurálgico de la zona, donde los atenienses satisfacían su pasión por el debate político y los intelectuales acudían a declamar sus últimas teorías. La vida nocturna empezaba en Atenas en serio a partir de la medianoche. Eva veía por las cristaleras que los bares estaban muy animados.
—Vamos a buscar algo de comer —dijo Judd.
Entraron en una taverna llamada La Venganza de Pan. Un músico rasgueaba un bouzouki, semejante a una mandolina, y cantaba una canción marinera griega que hablaba de la nostalgia por un amor que estaba lejos. Se pasaron por la barra y Eva iba traduciendo mientras Judd elegía una botella de tinto Katogi Averoff de 1999, con noventa por ciento de cabernet y diez por ciento de merlot. Eva pidió la especialidad de la casa, musaca y calabacín relleno de arroz silvestre, para llevar.
Con sus compras en la mano, caminaron hasta doblar la esquina. Eva percibía la tensión de Judd, que seguía vigilando por si los seguía alguien, y notaba también su propia tensión, en su afán de decidir qué haría.
—Estás muy callada —le dijo él.
—Ya lo sé. Pensando, nada más.
Eva no tardó en ver el pequeño hotel que recordaba, de piedra rosada con molduras de piedra blanca y contraventanas esmaltadas de blanco, donde se había alojado años atrás.
—Hotel Hécate —leyó Judd—. ¿Es un dios o diosa griega?
—La diosa de la magia.
—Puede que sea un buen presagio —dijo Judd. Se la quedó mirando un momento, como si intentara leerle la mente—. ¿Vas a estar bien?
Entraba y salía bastante gente de los diversos establecimientos. Se abrió la puerta de un bar y salieron al exterior oleadas de risas. Eva no veía ninguna señal de amenaza.
—Claro —dijo—. Me quedaré por aquí fuera mientras tú tomas la habitación.
—No me vayas a dejar tirado.
Ella enarcó las cejas con sorpresa. ¿Había adivinado él que se lo había estado planteando? Antes de que hubiera tenido tiempo de responder, Judd se apresuró a entrar en el hotel.
Caminando por la acera, observaba a los demás transeúntes mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Había cometido muchos errores, y ahora temía que seguir participando en la operación fuera un error más. ¿Qué clase de hombre era en realidad Judd, para hacer un trabajo tan violento? ¿Podría prescindir de la violencia? ¿La emplearía alguna vez contra ella?
Cuando llegó a la esquina, emprendió de nuevo la vuelta hacia el hotel. Se sentía responsable de haber puesto en peligro a Yitzhak y a Roberto y de haber sido la causante del asesinato de Peggy. Pero cuando había descubierto que Charles estaba vivo y que le había dejado un mensaje, se había puesto a seguir la pista ciegamente, para saber algo más de lo que podía haber sentido él hacia ella en realidad. Mientras pensaba en ello, pasaron a su lado un hombre y una mujer ancianos, cogidos de la mano, hablando entre sí como si no les importara nadie más en el mundo. Eva sintió una punzada de pena.
Judd apareció en la entrada de vehículos, junto al hotel. Oteó la zona, e hizo después un gesto discreto de asentimiento con la cabeza.
—¿Todo bien? —preguntó a Eva cuando se reunió con ella.
A ella le atrajo la mirada una sombra negra que corría por la entrada de vehículos, y fue consciente de pronto de lo difícil que era distinguir a oscuras un perro de un lobo. Suspiró.
—Gracias por todo, Judd. Esta noche te traduciré el mensaje de Charles, pero mañana tomaré un avión para volverme a casa.
Él no intentó hacerle cambiar de opinión.
—Me alegro de que hayas aguantado tanto. Has sido de gran ayuda, Eva.
Entraron por la puerta trasera del hotel y subieron por las escaleras. La habitación era más grande que la de Estambul, y también tenía dos camas. Esta tenía vistas al hotel de al lado y, muy por debajo de ellos, a la entrada de vehículos. El Partenón brillaba a lo lejos.
Mientras Judd echaba el pestillo a la puerta, Eva dispuso la comida en una mesa, junto al radiador, y se quitó el bolso de bandolera para sacar la escítala y la tira de cuero.
Él, mirándola con expectación, dejó caer la bolsa de viaje en la cama que estaba más cerca de la puerta y sacó su Beretta y la pistola S&W de nueve milímetros con silenciador que había quitado a Preston.
Eva desabrochó el cierre del bolsillo lateral de su bolso y metió la mano dentro. Sintió inmediatamente una humedad horrible. Sacó la escítala y la tira.
—Oh, no —susurró—. No.
—¿Qué?
—Se ha corrido la tinta.
Le mostró la larga tira de cuero, mojada; las letras se confundían unas con otras.
—Ha debido de pasar en el yate, cuando nos empapamos. ¿El mensaje es legible?
—Todavía no lo sé.
Eva tomó una caja de servilletas de papel del buró, se sentó en la otra cama y puso la tira bajo la luz fuerte de la lámpara. Mientras ella la iba secando, él se sentó frente a ella, inclinado hacia delante, con los antebrazos apoyados en los muslos, observándola, tenso.
—Las letras están borrosas —le comunicó ella—. Pero quizá pueda sacar algo en limpio.
Recordando cómo lo había hecho Andy Yakimovich, enrolló cuidadosamente la tira alrededor de la escítala, apretándola y colocándola suavemente mientra se aseguraba de que las letras borrosas formaban líneas. Trabajó largo rato en la habitación silenciosa. Por fin, asió los dos extremos de la escítala, sosteniendo el cuero en su sitio con los pulgares.
—Algunas palabras se entienden —dijo—. Puedo leer en parte donde dice que el secreto está escondido en el Espías, pero no leo la frase siguiente.
Las palabras que venían después, que eran la despedida final, le cortaron el aliento.
—Diligo te, Eva. 8/3/08.
—¿Qué es eso? —preguntó Judd, inclinándose hacia delante. Ella se lo tradujo:
—«Te quiero, Eva».
Judd miró donde estaba mirando ella.
—Está fechado un mes antes de la desaparición de Charles —observó—. Eso responde a una de tus preguntas. A una pregunta fundamental, me figuro.
Ella titubeó, sintiendo un arrebato de emociones.
—Siempre tuve a Charles por mi fuerza, por mi ancla. Cuando tenía dudas o me desviaba, él me centraba de nuevo. Ahora pienso que aquello era lo que él entendía por amor. Pero la verdad es que no era interés ni preocupación por mí. Sencillamente, no soportaba que yo no fuera tan centrada, tan compulsiva como era él.
Miró a Judd.
—Seguimos sin saber en qué parte del Libro de los Espías está escrita la ubicación de la biblioteca —concluyó.
Se produjo un largo silencio de desilusión profunda.
Judd irguió la espalda.
—Tendré que encontrarlo yo mismo en el Espías.
Pero el libro era enorme. Sería imposible descubrir el mensaje sin contar con una pista ni con ayuda experta. Y había un problema todavía mayor: Judd no sabía siquiera dónde estaba el libro.
—No te preocupes, Eva. Vuélvete a tu casa mañana, en todo caso —le dijo, con mirada firme—. Cuando te dije que lo has hecho muy bien, lo decía en serio. La verdad es que tu ayuda ha sido preciosa. Sin ti, seguramente habría fracasado en Roma o en Estambul.
Sonó el móvil de Judd, y él lo cogió.
Eva miró su reloj. Pasaba de las cuatro de la madrugada.
—Sí, Tucker —dijo Judd. Escuchó, apretando la mandíbula. Contó a Tucker el intento del Carnívoro de acabar con ellos, y cómo había cambiado de opinión; después, el descubrimiento de que la tira de cuero estaba deteriorada—. Estamos en el hotel Hécate. Entendido. Ten cuidado.
Eva le vio pulsar el botón de cierre de la llamada.
Cuando se volvió hacia ella, estaba muy serio.
—Cathy Doyle, la jefa de Tucker, ha muerto en accidente de tráfico, y parece que el hombre que ocupa su lugar es la filtración. Otro pistolero a sueldo acaba de intentar eliminar a Tucker.
—Ay, Dios. ¿Cómo está Tucker?
—Enfadado. Preocupado. Como de costumbre. O sea, bien. Está en el aeropuerto de Baltimore. Se viene para aquí para ayudar.
—¿No tenía información nueva sobre el Espías ni sobre la Biblioteca de Oro?
—No; pero ha dado mi número de móvil a la NSA, de modo que, en cuanto se active alguno de los números del teléfono de Charles, nos avisarán a él y a mí. Hay más cosas. Preston contrató al tipo que intentó acabar con Tucker después de que lo dejásemos atado en el Gran Bazar.
—De modo que Preston vuelve a estar activo, tal como pronosticó el Carnívoro. ¿Sabía Tucker algo del Carnívoro?
—Ha dicho que el Carnívoro es uno de los secretos sucios del mundo clandestino. No interesa matarlo porque es demasiado útil para muchos bandos, y, en todo caso, es demasiado escurridizo como para encontrarlo. Al parecer, Langley tuvo tratos con él de vez en cuando en tiempos de la guerra fría. Tucker me ha dicho que, según ha oído, el Carnívoro tiene unas reglas blindadas, pero que él, personalmente, no ha tenido nunca ningún motivo para perseguirlo.
—¿No te parece que la muerte de Cathy Doyle ha sido algo más que un accidente?
—Sí. Qué gilipollas son.
Eva observó a Judd mientras este se daba una palmada en los muslos, se ponía de pie y se paseaba por la habitación.
—¿Por qué no me pides que me quede? —le preguntó ella—. Mis conocimientos te pueden resultar útiles.
Él se volvió, con expresión severa en su rostro musculoso.
—A las personas, o bien les gusta este trabajo, o lo soportan porque tienen un sentido de misión, de compromiso con algo más grande, con algo dirigido al bien común. En religión, se le llama fe. En una nación, es el patriotismo. El peligro de muerte les merece la pena. Yo no puedo pedirte que te quedes. Podrías morir.
—¿A ti te gusta este trabajo?
—Nunca me ha gustado. En cuanto haya terminado esto, voy a volver a la vida civil en serio. Me parece que ya he aportado bastante. Ahora le toca a otros.
—¿Serás capaz de vivir en paz?
—Si lo que me preguntas es si tengo recuerdos obsesivos, o si tengo grandes probabilidades de subirme a una torre con un rifle de francotirador y ponerme a abatir a todos los que se me pongan por delante, la respuesta es no. A la mayoría de nosotros no nos dan esas cosas. Ni siquiera nos enzarzamos en peleas a puñetazos en los bares. No somos más que personas normales que hemos hecho un trabajo duro y que tenemos algunos malos recuerdos.
Eva se llenó de alivio. Comprendió, con claridad repentina, que había estado dando vueltas a sus propios miedos personales.
—Charles y el club de bibliófilos conspiraban en algo que debería haber sido bueno, pero ellos lo hicieron malo y lo convirtieron en una pérdida para la civilización, una pérdida tan grande que es incalculable —dijo—. La Biblioteca de Oro pertenece al mundo. Yo poseo unos conocimientos que te ayudarán a encontrarla y a encontrar a esa gente espantosa que está detrás de ella. Con algo de suerte, lo conseguiremos a tiempo de evitar que pase aquello que tanto temía tu padre, sea lo que sea.
Respiró hondo.
—Yo también quiero comprometerme —prosiguió—. Hacer que la misión sea mía también, e intentar ser más valiente de lo que fui nunca en los años con Charles y en la cárcel. He cambiado de opinión. Quiero seguir hasta el final.
Él se sentó en su cama, frente a ella.
—¿Estás segura? —le preguntó, observándola, con seriedad en sus ojos grises.
—Absolutamente —respondió ella. Y lo decía de verdad.
—Me alegro. Tengo la sensación de que siempre has sido valiente. Pero hazme un favor: que no te guste demasiado el trabajo.
—Ni soñarlo.
Eva dejó la escítala a un lado y se volvió hacia él, cruzando las piernas. Había tenido una idea.
—Tenemos que buscar otro modo de abordar esto —dijo—. Empezaré por el tatuaje de Charles. Ha debido de hacer temblar a todo el club de bibliófilos. Hasta el más mínimo indicio de que alguien pudiera desvelar la situación de la biblioteca representaría una amenaza para ellos. Eso es un primer punto. El segundo es que, cuando vi a Charles y a Robin juntos, había algo de intimidad entre ellos. No sé si eran amigos íntimos, colaboradores estrechos, o puede que amantes. Pero, si no me equivoco, está unida a Charles, lo que quiere decir que el tatuaje de este debe de haberla convertido en sospechosa. Sé que yo misma sospecharía. Vuelve a leer la nota de Preston.
Judd sacó la hoja arrancada del cuaderno.
—«Robin Miller. Libro de los Espías. Solo sabemos que Atenas, de momento».
—El principio de la nota es como una lista. «Robin Miller. Libro de los Espías». Punto uno, punto dos. Después llegamos al núcleo del asunto: «Solo sabemos que Atenas, de momento». El tono me hace pensar que no saben dónde está el Libro de los Espías ni dónde está Robin Miller; solo saben que están en Atenas, y que deben encontrarlos.
—Crees que no solo tiene ella el libro, sino que ha huido con él —dijo él.
—Es muy posible.
Judd tomó su móvil.
—La llamaré —dijo.
Marcó uno de los números encontrados en el teléfono de Charles Sherback.
—Me sale un mensaje grabado —dijo a Eva.
Después, dijo:
—Señora Miller, me llamo Judd Ryder. Estoy en Atenas, y tengo los recursos necesarios para protegerla de Preston. Quisiera comprar el Libro de los Espías. Llámeme en cuanto pueda. Dejaré encendido mi móvil.
Después, marcó el otro número y dejó el mismo mensaje.
—Crucemos los dedos —dijo ella.
Judd pasó al baño y volvió a salir con dos vasos. Abrió la botella de vino para que se fuera aireando.
—Voy a darme una ducha —dijo—. Comeremos después.
Sacó de la bolsa de viaje una camiseta y unos pantalones cortos limpios y entró en el baño. Eva oyó la música del agua de la ducha y se paseó por la habitación con los brazos cruzados, abrazándose a sí misma, sintiendo alivio por haber tomado la decisión de quedarse, y esperando que Robin llamara pronto. Después, sacó lo que llevaba en el bolsillo lateral del bolso y lo extendió todo para ponerlo a secar.
Judd apareció con gotitas relucientes en sus cabellos cortos teñidos de rubio, con la cara mojada y relajada. La camiseta estaba húmeda y se le ceñía a la cintura estrecha. Los músculos de su estómago eran increíbles, como barras de acero, y bajo los pantalones cortos tenía unas buenas piernas, largas y rectas, con vello castaño dorado y ensortijado, precioso. Le dio la espalda, aparentando estar muy ocupada sacando su camisa y sus pantalones cortos. Después, entró en el baño sin mirarlo otra vez.
—Tómate el vino —le dijo sin volver la cabeza—. Pórtate bien.
—Te dejaré la mitad.
El agua caliente la relajó. Se lavó el pelo, y se sorprendió al ver el color negro que le corría por la cara. No se había teñido el pelo nunca en su vida. Después de secarse con la toalla, se puso la tobillera electrónica, se abotonó la camisa y se puso los pantalones cortos.
Cuando salió del baño, Judd estaba sentado ante la mesa, inspeccionando de nuevo el cuaderno de Charles.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó ella, instalándose en la silla que estaba frente a él.
—Nada.
—¿No ha llamado Robin?
Judd negó con la cabeza.
—Háblame de tu familia.
—¿No figuraba eso en mi dossier? —le preguntó ella.
—Solo los datos básicos. Madre, padre, hermano, hermana y tú. Ellos se trasladaron de Los Ángeles a Iowa. Tú no. La verdad es que me gustaría saber algo.
Eva titubeó.
—En realidad, no hay mucho que contar. Mi padre trabajaba en la construcción. Mi madre limpiaba en las casas. Papá bebía mucho. Le daban arrebatos y abofeteaba a mamá cuando esta intentaba convencerlo de que lo dejara. Al fin, también ella se dio a la bebida. Entonces se llevaron mejor, pero la situación seguía siendo penosa. No podíamos traer a nuestros amigos a casa porque nunca sabíamos lo que nos íbamos a encontrar.
—Tú eras la mayor, ¿verdad?
—Sí, y seguramente la que tuve más suerte. En Alcohólicos Anónimos te explican la figura del mediador familiar, del pacificador…, esa era yo. Aquello me salvó de caer yo también en el alcohol, porque siempre estaba procurando aliviar las cosas para proteger a mi hermano y hermana pequeños. Después, papá empezó a perder un trabajo tras otro, y su tío le ofreció un puesto en una empresa de maderas que tenía en Council Bluffs. Yo había tenido por entonces mi roce con la ley. Ellos se portaron bien conmigo y me apoyaron. Pero cuando se hubieron marchado todos, yo me quedé en Los Ángeles para ir a la universidad.
Tenía los hombros tensos. Levantó los brazos sobre la cabeza y se estiró.
—No querías acabar como ellos.
—No, no quería; pero no por eso dejé de quererlos. Vinieron a visitarme a la cárcel varias veces. No sé cómo pudieron juntar el dinero necesario, pero lo hicieron.
Eva se mordió el labio.
—El amor es un sentimiento loco, ¿verdad? —añadió.
Él la estaba mirando con un brillo de bondad en los ojos.
—Vamos a comer —dijo.
Judd sirvió vino mientras ella sacaba la comida. La musaca estaba caliente y muy sazonada; el calabacín con arroz silvestre, crujiente. Era una comida sencilla pero buena, y en aquellos momentos la habitación del hotel, a la luz de la lámpara, parecía acogedora y segura.
—¿Y tu familia y tú? —le preguntó ella, mientras comía.
—Ya conoces una parte. Mi padre era ambicioso; pero, cuanto más subía, a mayor presión estaba sometido y más tenía que viajar. Cuando yo empecé a ir a la escuela, mi madre volvió a trabajar, de maestra de jardín de infancia. Después, al cabo de un par de años, lo dejó, para estar libre cuando mi padre estaba en casa. Era estupendo para mí. Mis amigos siempre tenían la puerta abierta. Mi madre les hacía pastel de chocolate y galletas de avena, y nos dejaba jugar fuera y ensuciarnos.
Reflexionó, mirando su vino.
—Lo que era duro para los dos era no tenerlo en casa. Pero, cuando estaba, llenaba la casa con su personalidad, y nos dedicaba todo su tiempo. Ahora que lo recuerdo, me queda claro que intentaba compensarnos.
—Estoy segura de que a él también le gustaba estar contigo.
—Eso espero —dijo él, y bajó la cabeza—. Has de saber que mi padre me empezó a contar historias sobre la Biblioteca de Oro cuando yo era pequeño. Ya debía de saber algo de ella por entonces. Y eso me hace pensar que ya estaría en el club de bibliófilos cuando se tomó la decisión de reclutar a Charles. Sabiendo las dotes de gestión que tenía mi padre, he de creer que, aunque él no tomase las decisiones últimas, al menos debió de enterarse de los preparativos.
A Eva se le cortó la respiración. Después, se quitó de encima su rabia.
—Tú no eres él —dijo—. Tú has tomado tus propias decisiones, y a mí me parece que son diametralmente opuestas a las de él. Creo que has heredado sus rasgos mejores.
Judd vertió en los vasos el vino de color granate hasta acabar la botella, y alzó el suyo.
—Por nuestra colaboración —dijo, sonriendo.
Ella hizo chocar el borde de su vaso con el de él, y le sonrió mirándolo a los ojos.
—Por que encontremos la Biblioteca de Oro.