Atenas, Grecia
EL amigo del Carnívoro llevó a Eva y a Judd en su avioneta hasta el aeropuerto internacional de Atenas, y allí tomaron el ferrocarril de cercanías Proastiakos hacia el noroeste, a través de la noche, e hicieron transbordo a la línea tres de metro, que los llevaría hasta la ciudad. Habían estado bien atentos a la presencia de cualquier persona que pareciera demasiado interesada por ellos. El vagón del metro estaba abarrotado; los viajeros dormían o hablaban en voz baja. Eva estaba impaciente por llegar a un hotel donde pudieran estar solos y ella tuviera la oportunidad de enrollar la tira de cuero alrededor de la escítala para traducir el resto del mensaje de Charles.
Iba mirando por la ventanilla; el metro pasaba velozmente ante casas y edificios de pisos construidos con el estilo arquitectónico de bloque de cemento, generalizado en la arquitectura griega moderna. De cuando en cuando se apreciaban ruinas antiguas, iluminadas entre la noche. La yuxtaposición de lo nuevo con lo antiguo resultaba tranquilizadora en cierto modo; el pasado venía al encuentro del presente y hacía que pareciera posible el futuro. Eva se aferró a sus esperanzas de futuro, sentada junto a Judd y muy consciente de su presencia. Judd tenía muchas cosas que le gustaban…, pero también algo que le daba miedo.
Le miró las manos, que Judd llevaba apoyadas en los muslos, y recordó la estatua de David, gran obra maestra de Miguel Ángel, en Florencia. Miguel Ángel había dicho que, cuando se había puesto a tallar el mármol, este había dejado al descubierto las manos de un matador. Las manos de Judd se parecía a las del David, muy grandes y fuertes, con venas destacadas. Pero al tallar el rostro de David, Miguel Ángel había desvelado una dulzura y una inocencia sutiles. Eva echó una mirada al rostro curtido de Judd, cuadrado y rudo bajo sus cabellos teñidos de rubio; su nariz aguileña, su buena mandíbula. Allí no había dulzura ni inocencia; solo fuerza de voluntad.
—¿Cuántos años tienes, Judd? —le preguntó.
A pesar de su estado constante de atención, el cuerpo de Judd parecía relajado. No había manera de saber con certeza cuánto tiempo tardaría Preston en enterarse de que el Carnívoro no los había eliminado. Preston podría estar persiguiéndolos ya.
—Treinta y dos —dijo él—. ¿Por qué?
—Yo también. Apuesto a que eso ya lo sabías.
—Figuraba en el dossier que me pasó Tucker. ¿Importa para algo mi edad?
—No. Pero pensé que podrías ser mayor. Has pasado por muchas cosas, ¿verdad?
Él la miró fijamente.
—¿Por qué dices eso?
—En la cárcel había mujeres que tenían un aire de… Es difícil describirlo. Supongo que diría que de haber tenido un pasado arduo. Tú eres algo así.
Lo que no le dijo era que aquellas mujeres procedían de entornos violentos, y que muchas de ellas estaban condenadas por asesinato u homicidio. No obstante, parecía que tenían la necesidad de pelearse, a pesar de que las consecuencias eran graves para ellas, ganasen o perdiesen en la pelea. Pero ella no había visto nunca a Judd comenzar una pelea, ni siquiera buscarla. Después, recordó con un escalofrío lo que había dicho él, que no quería tener más sangre en las manos.
—Estuve encubierto en Irak, y después en Pakistán —le explicó él—. De Inteligencia Militar. Naturalmente, fue «arduo» en los dos sitios. Pero también hubo cosas buenas. Pude colaborar en la reconstrucción de varias escuelas. Los iraquíes estaban reconstruyendo el país, y la educación era una de sus grandes prioridades. Mi padre preparó envíos de libros para sus bibliotecas.
—Eso no me suena a trabajo de Inteligencia Militar.
—Tuve algún tiempo libre. Lo dediqué a eso, sobre todo al final.
Eva advirtió algo más en su voz.
—¿Y antes de aquello?
Él sonrió.
—¿Siempre hacéis tantas preguntas las lumbreras?
—¿Yo soy una lumbrera?
—Tu doctorado te da derecho al título.
Eva recorrió con la mirada a los demás pasajeros.
—Piensa lo que quieras de mí, incluyendo mi pasado turbio. Yo no sé casi nada de ti.
Él se rio levemente.
—Al menos, estoy seguro de que no eres culpable de homicidio por imprudencia de tráfico. Lo siento. He dicho una tontería —añadió, al ver la expresión de Eva, y volvió la vista al frente de nuevo.
Eva no dijo nada y siguió sentada en silencio.
Él prosiguió por fin.
—Descubrí una información sobre un agente de Al Qaeda en Irak, y al final pude atraparlo y me lo llevé para interrogarlo. Solo Dios sabe cómo se hizo con una cuerda, pero el caso es que así fue. Se ahorcó en su celda. Su hermano también era de Al Qaeda, y vino por mí. Aquello duró varias semanas. Me estaba incapacitando para hacer el resto de mi trabajo, y yo no era capaz de localizarlo. Entonces, hubo un cambio. Parecía como si él hubiera perdido el interés. Yo no lo entendía… hasta que me pasaron un mensaje haciéndome saber que me iba a castigar liquidando a mi novia.
A Judd le palidecieron los dedos al apretar las manos.
—Ella también era de Inteligencia Militar. Una analista estupenda. Me pasaron la información justo cuando ella llegaba al control de seguridad, como de costumbre. Una mujer musulmana tropezó y cayó junto al puesto de seguridad, y la maleta que llevaba se le escapó de entre las manos y se deslizó bajo el jeep de mi novia. Había parecido accidental, pero los guardias entraron en acción al instante. La mujer consiguió liberarse y huir un instante antes de que explotara la maleta. Era un artefacto explosivo improvisado, claro está. La mujer llevaba un burka, pero uno de los soldados le vio unas piernas con pantalones vaqueros y unos pies grandes con botas militares de hombre.
Judd respiró hondo.
—Murieron cuatro personas, entre ellas mi novia. Más tarde, recibí otro mensaje. Decía, traducido, «El que siembra, recoge». Del Nuevo Testamento, claro está. Del apóstol Pablo. Aquel hijo de perra, un yihadista islámico, me citaba la Biblia para justificar que la había asesinado.
—No me has dicho cómo se llamaba ella —dijo Eva con suavidad.
Él se aclaró la garganta.
—Amanda. Amanda Waterman.
—Cuánto lo siento. Es horrible. Te debiste de sentir responsable de su muerte.
—Seguiría viva. Su trabajo no era tan peligroso.
—Apuesto a que quisiste matar a aquel hombre por lo que había hecho.
Él se puso tenso.
—No pude encontrarlo.
—¿Todavía quieres matarlo?
Judd la miró vivamente.
—¿Me culparías por ello?
—Cuando yo llegué a creer en la posibilidad de que hubiera ido yo al volante y de que hubiera matado a Charles, tardé mucho tiempo en aceptarlo —dijo Eva, e hizo una pausa—. Nadie fue a Irak sin conocer los riesgos que corría. Los dos tuvisteis mucha suerte de encontrar el amor.
Eva percibió la tristeza en su propia voz, y se la quitó de encima.
—Mucha gente no llega a encontrarlo nunca —concluyó.
Él asintió con la cabeza, con expresión granítica.
No obstante, Eva se preguntó si sería aquella la única historia que estaba detrás de las miradas heladoras que le había visto en el rostro. Una de las manos de Judd se movió hacia la de ella, para cogérsela. Eva recordó cómo la había arrastrado él hacia sí cuando había estado a punto de caerse del yate; cómo la había rodeado con sus brazos y la había abrazado con fuerza, cómo le había besado el pelo…, el sonido maravilloso de su corazón palpitante. Su olor húmedo, almizclado. Se había jugado la vida para salvarla. En aquel momento, ella no había querido más que acurrucarse contra él y olvidarse de los tiempos difíciles. Pensar que su instinto protector era el comienzo del amor. Pero la verdad era que ella no sabía lo que pensaba de él de verdad, ni mucho menos lo que sentía, ni si una persona con un gran dolor en el corazón y un pasado violento podría llegar a tener alguna vez la estabilidad suficiente para un amor perdurable. ¿Podría tenerla ella, siquiera?
Dio a Judd un rápido apretón en la mano, y se la soltó.
—Te está sonando el móvil.
Judd se sacó el teléfono del bolsillo.
—Un correo electrónico de Tucker. Una buena noticia: cree que puede haber localizado a Robin Miller. ¿Qué te parece a ti? —le preguntó, pasándole el aparato.
Eva analizó la foto de la mujer que aparecía en la pantalla del móvil: ojos verdes y cabello espeso, rubio ceniza, pero sin flequillo. La boca era redonda y carnosa. Se indicaba la edad de la mujer, su estatura y su peso.
—Las señas coinciden con las de Robin Miller —le dijo—. Pero, si no fuera porque sé lo que sé, diría que no es ella. Por otra parte, Charles se hizo cirugía plástica cuando ingresó en la biblioteca, de manera que también ella pudo hacérsela. En tal caso, podrían haberle acortado la nariz subiéndole la punta, y ponerle un implante en la barbilla. Los ojos, el color del pelo y el resto de la cara son iguales.
—¿Serían idénticos con cirugía plástica?
—Sin duda.
Eva seguía pensando en la muerte de la novia de Judd.
—Lo que me dijiste del yihadista de Al Qaeda y el último mensaje que te dejó es interesante. También hay una versión en el Antiguo Testamento. Job dijo: «Los que labran iniquidad y siembran maldad, cosechan eso mismo». Después, miles de años más tarde, Cicerón escribió: «Como has sembrado, así cosecharás». En todo caso, lo que me llama la atención es que se encuentra también en el Corán, que vino unos siete siglos más tarde, después de Cicerón: «¿Has considerado lo que has sembrado?». Ese yihadista debía de tener al menos una cierta cultura. De lo contrario, habría recurrido a lo que conocía, el Corán.
—Yo también había pensado en ello. Pero no pienso volver, y solo Dios sabe dónde está, o si está vivo siquiera. Además, tú y yo tenemos un problema mucho más urgente, el de cómo encontrar a Robin Miller y la Biblioteca de Oro.
«Y salir vivos», pensó ella.