Capítulo 45

TUCKER Andersen rondaba por su despacho ponderando si llamaría por teléfono o no a su viejo amigo Matt Kelley, jefe del Servicio Clandestino. Pero solo contaba con un indicio de que la filtración fuera de Hudson Canon. Era posible que se hubiera descubierto por algún otro medio que Judd y Eva estaban en el Gran Bazar. Para denunciar a un colega había que estar perfectamente seguro de lo que se decía.

Se detuvo ante su librería de pared. No era tan imponente como la enorme biblioteca de Jonathan Ryder, ni mucho menos, pero todos los libros los había elegido él cuidadosamente. Repasando con la mirada los títulos, principalmente tratados de política y de inteligencia y novelas de espionaje, recordó los viajes que había realizado mentalmente al leerlos, aprendiendo y divirtiéndose con las vidas, las ideas y los conocimientos de otras personas. Recordó aquello que había escrito Philip K. Dick: «A veces, la reacción más lógica ante la realidad es volverse loco».

Sacudió la cabeza y se sirvió un whisky. Sí que debía salir de allí, probablemente. Un paseo de una vuelta a la manzana podría despejarle las ideas. Pero, por otra parte, era Hudson Canon quien se lo había propuesto, y aquello lo incitaba a quedarse donde estaba. Miró por la ventana mientras tragaba whisky, y vio que se había hecho de noche. Maldita sea, estaba cansado de la fría habitación para transeúntes del piso de arriba donde había estado durmiendo.

Se decidió; tomó la chaqueta de sport y metió los brazos en las mangas con energía. Se dirigió al centro de comunicaciones. Debi Watson seguía allí.

Tenía un aspecto de juventud y de atención que resultaba repelente.

—¿Tienes algo nuevo para mí? —le preguntó.

—No, señó.

—Llama a tu contacto de la NSA —le dijo—. Dale mi número de móvil. Quiero que me llame directamente a mí si sale algo de esos dos números de móviles desechables. Si sabes algo de Robin Miller, llámame a mi móvil.

Dio media vuelta y se marchó, mientras ella, a su espalda, le decía que así lo haría.

Se detuvo ante la mesa de Gloria.

—Dame mi móvil. Voy a salir.

Ella lo miró por encima de sus gafas de cerca con montura con los colores del arco iris.

—Ya iba siendo hora. Pareces una fiera enjaulada.

—Gracias. Con eso me animas mucho.

—Es lo que pretendo —dijo ella, entregándole el móvil seguro.

Tucker tuvo una idea, aunque no le gustó.

—¿Sigue aquí Hudson? —preguntó.

—Ya lo creo. El hombre está trabajando con tanto ahínco como si fuera el jefe de Catapult.

—¿Te ha encargado que le avises si me marcho?

—Sí —dijo ella con ojos de sorpresa—. También él se preocupa por ti.

—No se lo digas.

—¿Por qué, Tucker?

—Tú haz lo que te digo, maldita sea.

Ella enarcó las cejas.

—Oye, que no estamos casados… todavía. A Karen le van a entrar celos.

Tucker suspiró. Gloria tenía razón: estaba hecho un cascarrabias.

—Perdona. No se lo digas al jefe, por favor.

—Vale —dijo ella alegremente.

Pero en cuanto Tucker se apartó, vio un movimiento. Debía de haberse abierto la puerta de Canon, porque se estaba cerrando en ese momento. Tucker volvió a su despacho, abrió el cajón de su escritorio que tenía cerrado con llave y sacó su Browning y la sobaquera. Se quitó la chaqueta, se puso la sobaquera y echó dentro la Browning. Titubeó, y sacó por fin del cajón el fajo de billetes, las dos carteras con documentos de identidad falsos, y otros materiales.

Se dirigió de nuevo a la salida.

—¿No te has marchado todavía? —le dijo Gloria cuando pasó ante su mesa.

—Se me habían olvidado los caramelos.

—Qué tonta. Debí habértelo recordado. Si alguien me pregunta, ¿a qué hora digo que volverás?

—Ah, dentro de media hora. O nunca.

Hizo una pausa.

—Eso último no lo he dicho.

Ella volvió a enarcar las cejas, pero él se limitó a asentir con la cabeza.

Salió por la puerta lateral que daba al aparcamiento de Catapult. La noche de abril era fresca, y cuando se forzó a sí mismo a reducir la marcha para caminar a ritmo normal, advirtió que no corría ni una brisa. Pasó ante los coches del personal y salió a la acera. Era un anochecer suave de primavera. Inspiró el aroma de la hierba recién segada de la finca contigua.

Empezó a caminar calle abajo, observando quién más iba por la acera y con la cabeza un poco ladeada para poder ver de reojo los coches que se aproximaban. La gente iba del metro a su casa, de vuelta del trabajo y de la escuela; gente cansada que llevaba bolsas de la compra o maletines, o que empujaban carritos de niños. La calle estaba llena de tráfico; muchos vehículos iban despacio, buscando lugares donde aparcar. En aquel barrio, principalmente de casas adosadas, había pocos garajes o aparcamientos particulares cubiertos.

Una mente entrenada funciona como un ordenador, y Tucker iba clasificando automáticamente aquel despliegue de humanidad. Se concentró por fin en un hombre que llevaba una cazadora gris suelta con la cremallera subida hasta media altura, vaqueros oscuros y zapatillas deportivas negras, a unos doce metros a su espalda. A la luz de las farolas parecía bastante inofensivo, pero había algo en su manera de moverse: su soltura, la facilidad con que daba cada pisada, su atención. Tenía la atención puesta en un destino que no tenía nada que ver con el descanso del hogar.

Tucker dobló una esquina, y después otra. El hombre lo seguía, sorteando al resto de los transeúntes que quedaban atrás, dejando siempre a varios entre uno y otro. Tucker rodeó otra manzana y se dirigió hacia el oeste por la avenida Massachusetts. El hombre seguía con él, pero más cerca, probablemente esperando el momento oportuno. Bien podía llevar oculta un arma bajo su cazadora gris.

Tucker siguió aprisa hasta el mercado de Capitol Hill, un punto popular del barrio, pequeño, estrecho, y, a aquella hora, lleno de público. Fue hasta el fondo de la tienda y se detuvo ante el refrigerador, aparentemente para ver los refrescos disponibles, pero en realidad para apostarse tras el extremo, desde donde podría ver por el pasillo hasta la puerta de entrada.

El hombre entró, saludando con un gesto de la cabeza al chico de la caja y mirando a un lado y otro con aparente despreocupación mientras seguía hacia la carnicería. En la tienda estaban haciendo algunas reformas. Tucker vio dos tablas de madera apoyadas en la pared, al final del pasillo del fondo. Girando la cabeza lo justo para cerciorarse de que el hombre lo había localizado, entró en el pasillo poco iluminado. Antes de doblar la esquina, miró atrás. El hombre venía hacia él con expresión de simpatía.

Tucker asió una de las tablas y salió aprisa por la puerta giratoria de vidrio al aire fresco de la noche. Altos árboles arrojaban sombras oscuras sobre el pequeño aparcamiento. Se apostó inmediatamente contra el muro de la tienda, empuñando la tabla. La puerta giratoria fue perdiendo velocidad. Cuando se aceleró de nuevo, metió la tabla entre los paneles en movimiento. Y sacó la Browning.

Cuando el panel de la puerta giratoria dio contra la tabla, Tucker se adelantó y apuntó con la pistola hacia el interior de la puerta.

El hombre, atrapado, incapaz de alcanzar la madera, intentaba empujar la puerta hacia atrás para volver al interior de la tienda. Hinchaba los hombros con el esfuerzo, pero la puerta no se movía: solo giraba en el sentido de salida. El hombre se volvió, con furia en el rostro. Tucker calculó que tendría algo menos de treinta años. Llevaba barba de varios días; tenía el pelo castaño, corto, y cara corriente. Una cara sin ningún rasgo digno de recordar, salvo los hoyuelos de las mejillas. Cuando vio a través del cristal el arma de Tucker, levantó inmediatamente la mano para llevársela al interior de la chaqueta.

—No lo hagas —dijo Tucker, negando con la cabeza.

La mano se movió dos dedos más.

—Los dos sabemos que pensabas acabar conmigo —le dijo Tucker—. Mi solución será dispararte yo primero. Empezaré por el vientre, y después iré apuntando a los diversos órganos.

Una herida en el vientre era la más dolorosa de todas, y solía ser mortal cuando afectaba a órganos.

El hombre entrecerró los ojos con furia, pero dejó de moverse.

—Bien —dijo Tucker—. Saca la pistola. Despacio. Déjala junto a tus pies. No la dejes caer. No queremos que se dispare la condenada.

El hombre sacó el arma a cámara lenta y la dejó en el suelo.

—Ahora voy a sacar la tabla. Después, saldrás. Tendremos una conversación agradable.

Sin dejar de apuntarlo con la pistola, Tucker se agachó y extrajo el madero. La puerta giratoria se movió, y Tucker se apoderó de la pistola del hombre. En cuanto este hubo salido, le dijo:

—Por ahí.

Caminaron hasta la sombra oscura de un árbol.

—Dame tu cartera —ordenó Tucker.

—No la llevo.

Aquello no le extrañó. Cuando un limpiador entrenado salía a hacer un trabajo, iba libre.

—¿Quién eres?

—Eso no le importa, en realidad, ¿verdad, viejo?

—Enséñame las porquerías de los bolsillos —le dijo Tucker—. Con cuidado.

El hombre sacó de los vaqueros unas llaves de coche.

—Déjalas caer.

Las dejó caer entre los dedos, y después se volvió del revés el fondo de los bolsillos de los vaqueros para mostrar que allí no había nada más. Hizo lo mismo con los bolsillos exteriores de la cazadora. Se abrió la prenda con solo dos dedos de cada mano, mostrando que no tenía bolsillos interiores. Llevaba un polo sin bolsillos.

—¿Dónde llevas el dinero? —le preguntó Tucker.

—En mi coche. Está aparcado donde empecé a seguirle.

En otras palabras, aparcado cerca de Catapult. Tucker reflexionó.

—¿Quién te contrató?

—Mire, esto no era más que un encargo. No es cosa personal.

—Para mí, sí que es personal. ¿Quién coño te contrató?

El tono de amenaza mortal impresionó al hombre. Se le dilataron las pupilas.

—Hijito, yo sé matar sin dejar huellas —le dijo Tucker con seriedad fúnebre—. Hace mucho tiempo que no lo hago. Esta noche parece buen momento para volver a practicar el deporte. ¿Quieres que te haga una demostración?

El asesino a sueldo frustrado se revolvió, inquieto.

—Preston. Me dijo que se llamaba Preston. Me hizo una transferencia a una cuenta mía.

Tucker asintió con la cabeza.

—¿Cuándo recibiste su llamada?

—Hoy. A última hora de la tarde.

Con un movimiento brusco, Tucker avanzó un paso y golpeó al hombre en la sien con su Browning. El hombre se tambaleó, y Tucker lo golpeó de nuevo. El hombre cayó de rodillas sobre el asfalto; después, se deslizó hacia atrás hasta quedar sentado, y por último se derrumbó, inconsciente.

Tucker extrajo la munición del arma del hombre y se la guardó en el bolsillo. De nueve milímetros. Podría resultar útil más adelante. Sacó unas bridas de plástico y ató con ellas al hombre las manos a la espalda y los tobillos. Lo hizo rodar hasta dejarlo contra el tronco de un árbol, donde era más densa la sombra.

Tucker activó su móvil y pulsó el número de Gloria. En cuanto esta respondió, le dijo:

—No digas mi nombre. Ponme en espera y ve a mi despacho y cierra la puerta. Habla conmigo desde allí.

Hubo una pausa de sorpresa.

—Claro, Ted. Tengo tiempo para una charla privada, si es breve.

Ted era su marido.

Cuando volvió a hablarle, Tucker le dijo:

—Estoy detrás del mercado de Capitol Hill, afuera. Voy a dejar aquí a un limpiador que ha intentado acabar conmigo. Está atado, y le he quitado la munición. Ven por él.

—¿Qué? Ay, demonios, ¿en qué te has metido ahora?

—Hudson Canon es un traidor.

—¿Hudson quería que salieras por lo del limpiador?

—Sí.

Gloria soltó una maldición.

—Ya sabía yo que algo andaba mal. ¿Qué quieres que haga con ese tipo cuando llegue allí?

—Seguirá inconsciente. Está atado. Mételo a rastras en tu coche, y déjalo aparcado en el sótano de Catapult. No quiero que Canon se entere de nada de esto, por razones evidentes. Tampoco se lo digas a Matt Kelley. Puede que en Langley haya otro topo, y podría conducir hasta la gente de la Biblioteca de Oro. Estamos haciendo un cortafuegos de seguridad, ¿entendido?

—Entendido.

—El chico dejó aparcado su coche en alguna parte cerca de Catapult. Dejaré sus llaves en el reborde por encima de la puerta trasera de la tienda. Localiza el coche y regístralo. Llámame si encuentras algo.

—He de suponer que no vas a volver.

—No, hasta que haya terminado la operación de la Biblioteca de Oro. Oficialmente, me estoy tomando unas vacaciones cortas y merecidas.