Washington, D. C.
MIENTRAS hacía un almuerzo tardío en su escritorio, en el cuartel general de Catapult, Tucker Andersen estudiaba la foto de la mujer rubia que podía ser aquella Robin Miller de la que se hablaba en la nota de Preston.
Su equipo había localizado a millares de mujeres con aquel nombre, desde niñas de pecho hasta ancianas, tanto en los Estados Unidos como en otros países. A base de filtros en función de la edad y de la ocupación, se había quedado por fin con aquella como más probable, una mujer que tenía por entonces treinta y cinco años. Había nacido en Escocia y tenía licenciaturas en Arte Clásico y en Biblioteconomía en la Sorbona y en Cambridge, y había trabajado con libros raros y manuscritos en Boston y en París. Había dejado dos años atrás su trabajo en la Bibliothéque. Desde entonces no había datos de que hubiera vuelto a trabajar en otras bibliotecas ni museos. Tampoco había datos de una nueva dirección. Cuando dejó aquel trabajo, había dejado también su apartamento. No había registro de su muerte. Ningún rastro suyo en absoluto.
Envió a Judd por correo electrónico la información y la foto y se recostó en su asiento, reflexionando.
Después, tomó su teléfono y llamó a Debi Watson, jefa de informática de Catapult.
—¿Hay noticias de la NSA sobre esos números de teléfono que te di?
Debi estaba vigilando los números que se habían encontrado en el teléfono desechable de Charles Sherback, uno de los cuales podía ser el de Robin Miller.
—No, señó. Le llamaré si sale algo. Todo depende de dónde están los satélites, y, claro está, hay que revisar millones de bloques de datos. La NSA se ocupa de ello por nosotros. Saben que es importante.
—Es crucial —la corrigió él—. Ponte en contacto con la Interpol y con la Policía de Atenas, y diles que les agradeceríamos mucho que nos informaran sin dilación si se encuentran con una mujer llamada Robin Miller. Creemos que puede estar en Atenas. Te enviaré los detalles por correo electrónico.
Dicho esto, colgó.
Llamaron a su puerta. Cuando respondió, entró Gloria Feit, recepcionista y factótum general, y cerró la puerta a su espalda.
Era de complexión pequeña, y estaba rígida.
—Ha vuelto. En el despacho de ella.
—¿Te refieres a Hudson Canon?
—Me pediste que te avisara. Pues te aviso de que ha vuelto.
—Estás irritada.
—¿Yo? ¿En qué lo notas? —dijo ella, llenando su cara de una sonrisa que le marcó las líneas alrededor de los ojos.
—Nadie va a poder sustituir a Cathy. Pero necesitamos un nuevo jefe. Hudson es temporal.
—Bueno, vale; me parece bien, si temporal significa «por poco tiempo».
—¿No te gusta?
Gloria se dejó caer en una silla y cruzó las piernas.
—La verdad es que sí que me gusta. Es que me apetecía ser mezquina.
Él se rio por lo bajo.
—Entonces, ¿por qué estás irritada?
—Porque no me estás contando lo que pasa. No te creerás que yo he filtrado algo sobre la operación de la Biblioteca de Oro, ¿verdad?
Conque era aquello.
—No se me ha pasado por la cabeza.
La verdad era que sí se le había pasado por la cabeza, pero no quería decírselo. Había tenido que pensar en todos y en cualquiera que hubiera podido tener acceso a la información.
—Bien —proclamó ella—. Así que, dime cómo vas con la operación.
—Gloria…
Ella soltó un suspiro y se puso de pie.
—Ay, bueno. Sé así si quieres. Pero sabes que puedes contar conmigo, Tucker. Lo digo en serio. Para cualquier cosa.
Se dirigió a la puerta y, una vez allí, se volvió hacia él.
—Cuando te ofrezcan el puesto de director de Catapult, y tú y yo sabemos que te lo ofrecerán, acéptalo esta vez. Por favor. Ya te he ido preparando.
Él se la quedó mirando mientras se cerraba la puerta, y sacudió después la cabeza, sonriendo para sus adentros. Después, se le borró la sonrisa. Se puso de pie y salió. Era hora de hablar con Canon.
Hudson Canon se ajustaba la corbata mirándose al espejo del despacho que había sido de Cathy Doyle. No le gustaba su aspecto. Su nariz chata, sus ojos negros redondos y sus mejillas gruesas ya no le parecían sólidas ni reales. Tenía algo de insustancial, de vaporoso; aunque él sabía perfectamente que era un hombre sólido en todos los sentidos.
Se volvió de nuevo hacia el despacho, celebrando que ya no estuvieran las fotos, las plantas y los efectos personales de Cathy. La noticia de su muerte lo había impresionado, y después se había llevado una impresión todavía más fuerte al recibir una llamada telefónica de Reinhardt Gruen, desde Berlín, que le había dicho lo que tenía que hacer, so pena de perder sus ahorros. Lo había invertido todo en el Grupo Parsifal, invitado por Gruen, y había ganado mucho más dinero del que había creído posible.
El teléfono móvil le vibró contra el pecho. Cerró la puerta con pestillo y atendió la llamada mientras se dirigía a su escritorio para sentarse. Ni los teléfonos móviles, ni los ordenadores de bolsillo, ni los aparatos con transmisión por ondas en general estaban permitidos en Langley ni en Catapult; pero él era allí el jefe, y nadie tenía por qué enterarse de que ahora debía llevar encima en todo momento aquel móvil desechable.
—Tenemos un problema con Judd Ryder y con Eva Blake. Nuestro hombre no ha enviado novedades, y sospechamos que andan sueltos de nuevo. ¿Dónde están? —le preguntó Reinhardt con tono amistoso y acento alemán.
—No lo sé.
—Se suponía que debía vigilar esto de cerca.
—No estoy seguro de poder conseguir esa información.
—Ach, ¿de verdad? —repuso el otro, con tono menos amistoso—. Usted es un hombre importante. Es jefe de Catapult. No le pueden ocultar nada.
Canon se armó de valor, quitándose de la cabeza la idea de perder su casa. Tenía mucha hipoteca, y había pensado hacer frente a los pagos de los seis meses siguientes con su cuenta de Parsifal. Ya había vendido su querido Corvette para comprarse un Ford de segunda mano. Las pensiones que tenía que pasar a sus dos exesposas, con la manutención de los hijos, lo estaban hundiendo.
—No es eso —dijo—. Mire, Reinhardt, esto ya ha llegado demasiado lejos. Está claro que esto no tiene fácil arreglo. En cualquier caso, Catapult no va a encontrar nunca su querida Biblioteca de Oro. Toda la misión ha sido un desastre.
—Quite a Tucker Andersen. Lleve usted mismo la misión.
—No puedo apartarlo de la misión. No tengo ningún motivo válido para ello. Si lo intentara, me encontraría con el agua al cuello, sobre todo ahora que Cathy ha muerto. Además, mi jefe quiere que tenga aquí a alguien con experiencia para que me apoye.
Gruen maldijo en alemán.
—Creemos que si Ryder y Blake están libres, se dirigen a Atenas —dijo—. Tenemos que saber a dónde exactamente, dentro de Atenas. ¿Sabe algo de una mujer llamada Robin Miller?
—No —respondió Canon sin mentir—. ¿Quién es?
Hubo una pausa fría.
—Vamos a dejar las cosas claras. ¿Cree de verdad que el accidente de coche de Catherine Doyle fue un accidente?
Canon sintió que se le acumulaba el sudor en las axilas.
—Necesitamos la información —le dijo Gruen—. Usted nos la conseguirá.
—En realidad, no es necesario —adujo Canon—. En cualquier caso, puedo clausurar la operación de aquí a pocas horas. Tengo permiso del jefe.
—Como sabe, tardaría más de unas pocas horas en poder hacerlo, y pueden pasar demasiadas cosas.
Hubo una pausa.
—Debe hacer que Tucker Andersen salga de la sede de Catapult. Cuando haya salido, telefonéeme inmediatamente. ¿Entiende lo que le pasará si no lo hace?
Tucker llamó a la puerta de Hudson Canon. Oyó con sorpresa que se abría el pestillo. ¿Por qué lo habría echado Hudson? Pero también era cierto que Hudson había sido en sus tiempos un agente de operaciones encubiertas de mucho éxito, y los hábitos de la discreción eran difíciles de dejar.
Se abrió la puerta, y el nuevo jefe lo recibió con una breve sonrisa.
—Adelante, Tucker. Yo también estaba pensando en ir a hablar contigo.
Tucker entró mientras Hudson se dirigía al escritorio.
—Dame novedades sobre cómo marchan las cosas —dijo Hudson, sentándose en el sillón, recostándose y uniendo las manos cómodamente tras la cabeza.
—No hay mucho de nuevo.
Tucker tomó una silla y relató los pocos cambios que se habían producido en las diversas misiones. Canon quería que le dieran novedades con más frecuencia que Cathy. No tenía importancia; cada uno tenía su manera de dirigir.
—¿Y la operación de la Biblioteca de Oro? —preguntó Canon.
—Me alegro de que hayas tocado el tema. Me estaba preguntando si habrás comentado por casualidad a alguien que mi gente se dirigía al Gran Bazar de Estambul.
—Por supuesto que no —respondió Canon inmediatamente, sin variar de expresión.
—No han localizado la biblioteca todavía —prosiguió Tucker—, y la última vez que hablé con ellos se disponían a salir de Estambul. Habían dejado a Preston, que es el limpiador que los ha estado siguiendo, en el Gran Bazar, vivo, pero atado. Tardaría un tiempo en liberarse.
—¿Dónde se dirigen ahora?
Aquel era el momento que había esperado Tucker, y le produjo náuseas. Después de hacer un ejercicio de memoria a fondo, sabía que no había escrito a nadie, ni hablado por teléfono con nadie, ni enviado correos electrónicos a nadie, ni había tomado notas para sí mismo, y solo había dicho a una persona el dato esencial de que Ryder y Blake no solo habían ido a Estambul, sino más concretamente al Gran Bazar, en busca de Okan Biçer y, a través de este, de Andrew Yakimovich.
Por ello, mintió:
—A Tesalónica.
Esta era una ciudad grande, al norte de Atenas, a una distancia lógica para que llegara allí Robin Miller, si es que estaba en Atenas. Siguiendo con la mentira, añadió:
—Se ha puesto en contacto con ellos una mujer llamada Robin Miller. A cambio de que la ayuden, se reunirá con ellos allí y les dirá dónde está la biblioteca.
—Así se resolverán muchos problemas…, si es que lo consiguen —dijo Canon. Respiró hondo y se estiró—. Pero lo de Tesalónica parece raro. Parecería más lógico Atenas, ¿no te parece?
¿Por qué había hablado de Atenas? A Tucker le subió un gusto amargo a la garganta.
—No; no estoy de acuerdo. En esta operación, todo ha sido imprevisible. Tesalónica es una ciudad grande e histórica. A mí me parece normal.
—¿Quién es Robin Miller?
—Tiene algo que ver con la biblioteca. Todavía no dispongo de los detalles.
Canon asintió con la cabeza.
—Entonces, todo son buenas noticias. Tu gente tiene otra pista bastante buena. ¿Por qué medios se dirigen a Tesalónica?
—A Judd no le dio tiempo de decírmelo.
—Ya veo. Bueno, entonces todavía podrás encontrar la biblioteca como si te la sacaras de la manga, por así decirlo.
Canon observó atentamente a Tucker con gesto de preocupación.
—¿Te haces idea del mal aspecto que tienes? Estás pálido. Tienes la ropa hecha un desastre. Ahora que toda la acción está en Europa, ya no tienes que preocuparte de que siga alguien por aquí. Hace una tarde preciosa. Sal a tomar algo de aire fresco. Date un paseo. Si prefieres ir en coche, coge el mío. Si no quieres irte a tu casa, al menos ve de tiendas y cómprate algo de ropa. Es una orden directa, Tucker: lárgate de Catapult ahora mismo.