EVA lo miraba atónita.
—¡Quieto, Judd! —exclamó, y corrió hacia Serin; el aire le agitaba los cabellos negros alrededor del rostro.
—No. Eva. ¡Ven aquí! —le ordenó Judd, mientras se sentaba en el banco, detrás de Serin, y se deslizaba hacia un lado para tener una vista más amplia del perfil del hombre y mantenerse a una distancia más segura. Lo apuntaba constantemente con la Beretta.
Eva, con los ojos muy abiertos, asió el reposabrazos del asiento para moverse por el yate inestable.
—¿Me he perdido algo? —preguntó a Judd, situándose a su lado.
Serin había perdido el fez, y sus rasgos de color de almendra habían cambiado, dejando al descubierto una profundidad de algo que Judd no era capaz de definir, pero que sentía que él mismo lo tenía, y no le gustaba. De algo de predador. La piel de la cara de Serin también parecía distinta, y Judd comprendió de pronto que el hombre iba disfrazado. Era un disfraz estupendo, con tinte para la piel y los últimos materiales artificiales que, al embadurnarse con ellos la piel y dejarlos secar, producían arrugas y surcos profundos en la superficie. La gran nariz también podía ser postiza.
—Esto ha sido lo que en los servicios de inteligencia se llama una película —explicó Judd a Eva con voz sombría—. Es un montaje que parece completamente real.
Hizo un gesto hacia Serin con la pistola.
—Cuénteselo —le ordenó.
Este no titubeó.
—Yo tengo mis reglas —dijo Serin entre el ruido de los motores y del viento—. Son inviolables. Mi cliente accedió a todas ellas. Una de las reglas es que solo hago trabajos de eliminación con personas que no se merecen respirar, y que yo soy el que lo decide. Mi cliente me contó una historia convincente sobre ustedes dos, y por eso acepté el trabajo. Mandó a Preston que preparara una película en la que vosotros dos os creeríais que yo podía ayudaros a escapar. Así que, cuando Preston comprendió que estabais en el almacén de Yakimovich, eliminó a dos de los suyos y me llamó.
—Siga —dijo Judd.
—Desde aquel momento, me hice cargo yo. Pero cuando llegasteis vosotros, empecé a tener mis dudas. Las personas a las que yo elimino no se preocupan por el estado de un viejo. No le preguntan cómo está. Estabais dispuestos a acabar con Preston si se movía, porque él había intentado haceros lo mismo a vosotros antes; pero estabais igualmente dispuestos a esperar para determinar si yo representaba una amenaza o no. La gente mala asesina primero, y no se preocupa de hacer preguntas después. Por todo esto, yo tenía que enterarme de más cosas. ¿Queríais matar a mi cliente y robarle un negocio importante, como alegaba él? Por último, supe que decíais ser unos cazatesoros que perseguíais una quimera, un manuscrito antiguo llamado el Libro de los Espías. Esto no concordaba con el perfil que me había dado mi cliente. Entonces volví la cabeza para mirarte a ti, Judd, y perdí el control del timón. Mi especialidad es hacer que los trabajos parezcan accidentes, y por eso tenía pensado acabar con vosotros aquí. Perder el control del barco me ofreció una bonita oportunidad. No hay muchas.
—¿Por qué cambió de opinión?
—Porque, por Dios, yo conozco la naturaleza humana, y en mi mundo es una naturaleza mala, corrompida y desagradable. Como vosotros no lo sois, tuve que acabar por creeros. Ahora os digo que me alegro. Tú me recuerdas a mi hija —añadió, mirando a Eva—. Tenéis la misma edad, más o menos, y las dos sois muy guapas de maneras semejantes. Según la foto que me dieron, el color natural de tu pelo es pelirrojo. Ella lo tiene cobrizo.
El yate seguía navegando en línea recta, subiendo y bajando con las olas del mar. El viento aullaba alrededor de ellos.
—No puedo fiarme de usted —concluyó Judd.
—Lo comprendo. No obstante, os llevaré de todos modos con mi amigo y a su pista de aviación.
—¿Quién le contrató?
—Eso no te lo diré.
—¿Son sus reglas?
Él asintió secamente con la cabeza.
—He sobrevivido muchos años, en una actividad en la que la mayor parte de mis colegas han sido abatidos. Es raro que muramos de viejos. Las reglas no están hechas para cobardes ni para descuidados. Exigen disciplina. El rey Lear despotricaba contra el universo cuando este lo castigaba por haber quebrantado sus reglas. Yo no quiero correr la misma suerte. Además, cuanto más tiempo viva, más posibilidades tendré de volver a ver a mi hija.
—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Judd.
El asesino a sueldo lo perforó con la mirada de sus ojos negros.
—El Carnívoro —dijo. Y sonrió.
Tracia, Turquía
El Carnívoro apagó los motores del yate en aguas tranquilas, cerca de una extensión de costa deshabitada al norte del pueblo de Barbados. Judd echó el ancla; tomaron unas linternas y se quitaron los zapatos. El Carnívoro se despojó del caftán. Debajo llevaba unos pantalones vaqueros negros y una camiseta también negra. Tenía una tonicidad muscular excelente, pero en la falta de elasticidad de su piel se apreciaba el peso de los años. Judd supuso que tendría cincuenta y tantos.
Se remangaron los vaqueros y llegaron a la orilla caminando por el agua. Judd llevaba la bolsa de viaje, y Eva, en bandolera, su bolso. Allí estaba más tranquilo el viento. Cruzaron la playa, y el Carnívoro los guio subiendo un acantilado por unos escalones tallados en época antigua.
Cuando llegaron a lo alto, hicieron una pausa. Había salido la luna, que arrojaba una luz misteriosa por las hectáreas de vides dispuestas en buen orden, sobre espalderas de alambres que transcurrían entre postes de madera retorcida. Las vides empezaban a echar la hoja. El aire tenía un olor crudo, a tierra recién labrada.
Emprendieron el camino por una pista estrecha y polvorienta, entre las vides.
—¿Quieres contarme de qué va todo esto, Judd? —dijo el Carnívoro.
—¿La reciprocidad es otra de sus reglas?
—Y es buena, ¿no te parece?
—A mí me gusta —dijo Judd—. Pero, no; me ocuparé de esto yo.
La pista se ensanchó, y los tres siguieron caminando hombro con hombro.
El Carnívoro echó una mirada a Judd y dijo, pensativo:
—Sí; creo que lo harás…, si es que es posible ocuparse de ello siquiera. Pero en lo que se refiere a la reciprocidad, consideraré que estamos en paz proporcionándoos vía libre para que lleguéis a Atenas.
—¿Estará ya libre Preston? —preguntó Eva, preocupada.
—Debe de estarlo —dijo el Carnívoro—. Llevaba gente de apoyo.
—¿Y si yo hubiera decidido matarlo, cuando estábamos en el Gran Bazar? —dijo Judd—. Entonces se le habría quemado a usted la película.
—Habría funcionado igual —explicó el Carnívoro—. Él se habría despertado y te habría atacado. Yo habría salvado la situación ayudándote a ti a escapar y a él a salir vivo, y la película habría seguido adelante.
Judd cambió de tema.
—¿Y la nota de Preston, esa en la que hablaba de Atenas? ¿Era de verdad, o era un montaje?
—De verdad. Era una anotación propia suya. Aportaba autenticidad, y os daba serios motivos para creer que lo que estabais viendo era real. Lo que es más importante todavía, no esperábamos que vivieseis lo suficiente como para hacer uso de ella, ni de ninguna otra cosa que pudieseis haber descubierto allí.
—¿Tiene usted información sobre el Libro de los Espías y sobre Robin Miller? —le preguntó Eva.
—No era asunto mío.
—¿Y sobre la Biblioteca de Oro?
El Carnívoro frunció el ceño.
—He oído hablar de ella. ¿Es eso de lo que se trata todo esto?
—Sí —dijo Judd. Pero no añadió nada más. Las serpientes venenosas como el Carnívoro a veces mudaban la piel, pero no por ello dejaban de ser imprevisibles sus mordeduras… y venenosas.
—¿Qué dirá usted a su cliente?
—Nada.
Judd apreció furia en aquella única palabra de respuesta. El Carnívoro se estaba desquitando de su cliente por haberle mentido. Aquello significaba también que el cliente creería, al menos durante algún tiempo, que Eva y él habían muerto.
—Esto os da un tiempo —dijo el Carnívoro—, pero también es bueno para mi negocio. Cuando uno vende muerte, debe asegurarse de que las reglas quedan claras, y de que, cuando se quebrantan, hay un coste. Y también significa que no tenéis que plantearos matarme —añadió, echando una mirada a Judd—, y que yo no tengo que tomar medidas preventivas para asegurarme de que no lo intentáis.
Estas palabras, aunque se habían pronunciado con calma y con naturalidad, produjeron un escalofrío a Judd.
—No le pagarán —dijo Judd.
—He cobrado la mitad. Me quedaré con eso.
—¿De dónde procede usted? —preguntó Eva al Carnívoro—. ¿Dónde vive ahora? ¿Cómo se dedicó a este negocio? Habla casi como un estadounidense.
—Lo siento, Eva. La verdad es que es mejor que no lo sepas. En una ocasión, un asesino de la KGB, de la antigua época de la guerra fría, fue a buscar a mi hija, creyendo que yo había muerto y que se vengaría de mí eliminándola. Por fortuna, ella fue capaz de salvarse. Si alguien se entera de que tenéis información sobre mí, vuestras vidas podrían correr peligro, y no hay ninguna garantía de que tuvierais tanta suerte como tuvo ella.
Al llegar a lo alto de una suave cuesta vieron una casa, grande y amplia, de piedra desgastada por los elementos, con tejado de tejas azules al estilo otomano. Había luz dentro y, cuando se acercaron, se encendieron luces exteriores que iluminaron macizos de flores, extensiones de césped y un mirador de piedra. Había barriles de vino vacíos amontonados contra cobertizos. Hacia el fondo había una estructura grande, de tablas, que sería probablemente donde se elaboraba el vino y donde se dejaba envejecer.
Se abrió la puerta de la casa y apareció un hombre de poco menos de sesenta años, con una escopeta echada sobre un brazo.
—¿Quién anda ahí? —gritó en turco y en inglés.
—Hugo Shah, soy un viejo amigo de tiempos pasados —respondió el Carnívoro—. Te acordarás de mí, de Alex Bosa.
—Alex, has venido otra vez a probar mi vino. Es un honor para mí.
Después, cuando se acercaron, Shah lo miró atentamente.
—¿Alex? Sí, eres tú. ¡Qué disfraz tan magnífico! ¿A qué te dedicas ahora?
—A nada bueno, como de costumbre.
Shah se rio. Los dos se dieron la mano, y los cuatro entraron en una zona de estar, decorada con papel pintado de buen gusto y gruesas alfombras. Había buenos muebles antiguos aquí y allá, y un sofá y unos sillones ante una bonita chimenea.
—¿Quiénes son tus amigos, Alex? —preguntó Shah.
—No tiene importancia. Necesitan tu ayuda, lo que significa que yo necesito tu ayuda. ¿Tienes disponible esa avioneta tuya?
—¿A estas horas? —dijo Shah, entrecerrando los ojos mientras observaba al Carnívoro—. Ya veo. Se trata de una emergencia. Muy bien; los llevaré yo mismo. ¿Quieres acompañarnos?
—Te esperaré aquí, con el vino.
Shah sonrió abiertamente.
—Excelente. Dame un momento, por favor.
No tardó en regresar, con una chaqueta y un maletín.
Cuando los cuatro salieron al exterior, Shah les habló de sus viñas.
—Cultivo uva gamay, cabernet y papazkarasi. Tengo pensados dos buenos tintos que abriré para los dos, Alex… Volveremos a ser Alex y Hugo.
A unos ochocientos metros de la casa entraron en un garaje grande donde los esperaba una avioneta monomotor Cirrus SR20. Ayudaron a Shah a sacar el avión al exterior empujándolo. Shah echó una ojeada a la manga de viento y olisqueó el aire.
—Me despido ya —dijo el Carnívoro, apartándose.
Subieron a bordo. Judd se sentó junto a Shah, y Eva detrás. Mientras el motor se calentaba, Judd miró por la ventanilla. El Carnívoro sonreía. Levantó la mano y se llevó dos dedos a la sien a modo de saludo desenfadado.
Judd no pudo evitar devolverle la sonrisa. Le dirigió a su vez un saludo con dos dedos.
—¿Dónde vamos? —preguntó Shah cuando empezó a girar la hélice.
Judd volvió la cabeza. Eva lo estaba mirando. Cuando habló, percibió la fuerza de su propia voz…, así como su tono apremiante.
—A Atenas.