Estambul, Turquía
EL aire se llenaba de un catálogo de los idiomas del mundo mientras la multitud entraba en el Gran Bazar por la puerta de la Luz de los Otomanos. Eva miraba a un lado y otro mientras Judd y ella avanzaban con el río humano. Si bien muchas mujeres llevaban vestidos de verano con los hombros desnudos y con la falda por encima de la rodilla, otras se cubrían el pelo con tocados khimar tradicionales y el cuerpo con abrigos largos. Algunos hombres lucían feces y largos bigotes y otros iban afeitados y llevaban traje, o llevaban la piel al descubierto con camisetas de tirantes y pantalones cortos.
Habían estado vigilando la presencia de Preston o algún indicio de que los estuvieran siguiendo. Antes de salir del hotel, habían cambiado su aspecto para reducir al mínimo las probabilidades de ser descubiertos. Ahora, ella tenía el pelo negro, muy recogido en un moño en la nuca, mientras que los cabellos castaños de Judd estaban teñidos de rubio y muy cortos. Judd llevaba gafas con cristales claros y tenía aspecto de turista vikingo bronceado.
Ella había pasado la noche inquieta, preguntándose cómo podía haber juzgado tan mal a Charles, y si Judd iría a traicionarla también de alguna manera. La verdad era que no consideraba responsable a Judd de lo que hubiera hecho su padre, a pesar de lo cual, en todo aquello había algo que la inquietaba. Esperaba poder seguir confiando en él.
En el interior, el mercado estaba animadísimo. Completamente cubierto con cúpulas, con gruesos muros exteriores con sus puertas y portones, tenía unas cuatro mil tiendas, con kilómetros y kilómetros de calles y avenidas y con rincones escondidos que solo conocían los locales.
Judd le estaba ofreciendo una visita guiada.
—Es el centro comercial cubierto más grande del mundo, y el zoco más famoso. Esta calle es la principal, la Kalpakçilarbaşi Caddesi. Mira todas las tiendas de oro. Son las que le dan fama.
La Kalpakçilarbaşi era un túnel de luz con elevada cubierta abovedada, altas ventanas y paredes claras adornadas con azulejos azules exquisitos. Parecía interminable, irradiaba riqueza y buen gusto, con los escaparates llenos de joyas, placas y artículos decorativos de oro que relucían.
Judd fue guiando por un gran laberinto de callejuelas y pasajes, todos ellos bulliciosos de público. La vista cambiaba una y otra vez. Pasaron ante mezquitas, bancos, cafés y restaurantes. Desde las puertas de los han (las tiendas), los tenderos anunciaban en voz alta sus mercancías en diversas lenguas: la viagra turca más fuerte, la cerámica más fina, los mejores relojes, las antigüedades más encantadoras, los iconos más religiosos.
De pronto, se oyó un grito. Una mujer se volvió llevándose las manos a la cara con desesperación.
—¡El bolso! ¡Me ha robado el bolso! —gritó en alemán.
El tironero se alejaba corriendo con su larga cabellera flotando al viento; dobló una esquina, y se perdió de vista. La cosa había sido tan rápida que nadie había tenido tiempo de reaccionar. Mientras alguien indicaba a la mujer por dónde se iba a una comisaría de Policía, Eva y Judd pasaron a otra calle y llegaron por fin a su destino.
Era una zona pequeña de tiendas, sin salida, alrededor de un patio con azulejos; un resto pintoresco del Estambul antiguo. Las paredes estaban decoradas con fotos de derviches levógiros en sus danzas extáticas. Los han exhibían sus mercancías en el exterior. Se jugaba al chaquete en mesas de madera en el patio, y los jugadores bebían té en vasos en forma de tulipán. Eva detectó una banda de carteristas, compuesta de una madre y tres hijos, pero no vio que se estuviera robando a nadie.
—Veo la tienda —dijo a Judd.
En los escaparates del han se exhibían páginas antiguas con textos caligráficos. Cuando entraron en la tienda les sonrió un hombre maduro, robusto, que llevaba un caftán bordado.
—Merhaba—. «Bienvenidos».
Se hizo cargo al momento del aspecto de los dos, y pasó a hablar en inglés.
—Británica y sueco, ¿verdad? Les interesan nuestros hermosos textos caligráficos antiguos, claro está. Deben llevarse a su casa muchas páginas. Cuélguenlas en las paredes. Impresionen a toda su familia.
Eva recordó una foto de Okan Biçer que había enviado Tucker por correo electrónico. Aquel mercader no era él.
—Venimos a ver al señor Biçer, Okan Biçer —dijo ella—. Un amigo nos habló de él.
—Ah, tienen amigos comunes. Sin duda, su amigo los envió a que comprasen caligrafía. Tenemos la mejor de Estambul. De toda Europa y Asia.
—Me llamo Eva Blake —dijo ella, intentándolo de nuevo—. Andrew Yakimovich es amigo personal mío. Nos dijeron que el señor Biçer sabría dónde se encuentra Andy.
Él la examinó con astucia con sus ojillos negros, y después a Judd.
—¿No quieren caligrafía? Qué pena. Déjenme su número de teléfono y su dirección, y ya veré.
La cortina de abalorios que separaba la tienda de la trastienda se agitó como si alguien hubiera empezado a entrar pero se hubiera vuelto atrás…, o como si hubieran estado escuchando. Cuando el dependiente echó una mirada nerviosa atrás, Judd echó a andar hacia la trastienda, sorteando al dependiente.
El dependiente siguió a Judd apresuradamente.
—Hayir, hayir, —«No, no»—. Okan no está aquí. No está aquí.
Eva, tras echar una ojeada a los demás clientes, que los miraban con curiosidad, siguió a Judd, que apartó al mercader de un empujón, atravesó la cortina y abrió una puerta de madera. Un olor dulzón, empalagoso, llenaba el pasillo estrecho.
Avanzaron por él a buen paso, seguidos de cerca por el dependiente, que se lamentaba retorciendo las manos. Cuando pasaron por fin bajo un arco de piedra, Eva y Judd se detuvieron ante el espectáculo que les salió a la vista.
—Qué demonios… —exclamó Eva.
Había hombres descamisados tendidos en divanes desvaídos a lo largo de las paredes de piedra, con los ojos entrecerrados, con los feces puestos en la cabeza a diversos ángulos propios de borrachos. Algunos se apoyaban en los codos y sostenían largas pipas cuyas cazoletas se calentaban en lamparillas de aceite. En las cazoletas había píldoras marrones, de textura de cera… Opio. Era un fumadero de opio a la antigua usanza. Los hombres se volvieron hacia sus visitantes, a la luz de las lamparillas, con ojos ausentes, moviendo las mejillas para seguir inhalando los vapores embriagadores.
Okan Biçer estaba de pie entre los hombres; se frotaba los codos, muy turbado. Su cara, larga y delgada, estaba sudorosa, y los ojos le saltaban nerviosamente de un lado a otro. Hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza al dependiente, que se encogió de hombros y volvió hacia la tienda.
Biçer, reponiéndose, se adelantó e hizo una reverencia.
—Este no es lugar para ustedes. Debemos salir de aquí. Después me dirán todo lo que puedo hacer por ustedes. Por ahí —dijo, señalando hacia la figura del dependiente que se retiraba.
Pero Eva ya se dirigía hacia un hombre que dormía tendido de costado en un diván. Su gran fez le cubría una oreja, y una de sus manos regordetas le colgaba hasta el suelo. Era cincuentón y tenía la cabeza grande, pelo gris espeso, mejillas redondas y pesadas y labios de una sensibilidad poco común. Tenía bolsas enormes y oscuras bajo los ojos, casi como cardenales, pero así es el opio. Solo llevaba puestos unos pantalones sueltos y unas zapatillas de tenis sin cordones, y roncaba suavemente.
Ella lo agitó del hombro.
—Despierta, Andy. Andy Yakimovich. Despierta.
Yakimovich, el tratante de antigüedades, se volvió hasta quedar tendido de espaldas, esparciendo el grueso vientre blanco. Roncó con más fuerza.
Judd asió a Yakimovich y lo dejó sentado, apoyado en la pared de piedra.
—Despierta, Yakimovich. Polis. —«Policía».
Abrió los ojos bruscamente, y la habitación se vació. Biçer huyó por otra puerta, hacia un lado, y los demás hombres se pusieron de pie trabajosamente y lo siguieron, tambaleantes. La adormidera del opio era uno de los cultivos principales de Turquía y, en virtud de acuerdos internacionales, los Estados Unidos compraban todos los años una parte importante del opio producido legalmente en el país. Pero, al igual que en los Estados Unidos, el uso no medicinal del narcótico era ilegal en Turquía.
—Polis? —murmuró Yakimovich, preocupado. Miró a Judd—. ¿Es usted de la Policía? No parece Policía. ¿De qué clase de Policía es usted?
Eva dio un golpecito a Judd en el brazo, y este se apartó.
—Hola, Andy. Soy Eva Blake, la viuda de Charles Sherback. Creo que Charles te dejó algo para mí.
A Yakimovich le vagó la mirada.
—No sois de la Policía. Marchaos.
Ella lo asió de la barbilla sin afeitar.
—Mírame, Andy.
Cuando él se hubo centrado en ella, le repitió:
—Me llamo Eva Blake. Soy la viuda de Charles Sherback. Quiero lo que te dejó para mí. Judd, saca la escítala.
Judd extrajo de la bolsa de viaje el objeto cónico de oro y se lo entregó. Brillaba aún con aquella luz escasa y se apreciaban sus grabados y su belleza. Eva se lo mostró a Yakimovich.
Una mirada tierna se asomó a los ojos de este. Le arrancó el bastón. Sujetándolo con ambas manos, se lo apretó contra el corazón.
—Te he echado de menos —murmuró.
—Creo que Charles me dejó un mensaje para enrollarlo alrededor de la escítala. Lo necesito… ahora mismo.
Él entrecerró los ojos.
—Absque argento omnia vana —dijo. Después esbozó una sonrisa que él debía de considerar encantadora.
—¿Qué quiere? —preguntó Judd.
—Es un dicho latino: «Sin dinero, todo es inútil». Quiere que le paguemos.
Eva arrancó a Yakimovich la escítala. Él la siguió ávidamente con la mirada.
—¿Quieres recuperarla? —le preguntó ella.
Él asintió con la cabeza.
—Sí. Por favor.
—Danos el mensaje de Charles y podrás quedarte con la escítala.
Yakimovich enfocó la mirada. Pareció por primera vez que veía de verdad a Judd y a Eva. Se estremeció, al tiempo que soltaba un suspiro.
—De acuerdo. Está en mi local.