Condado de Fairfax, Virginia
CATHY Doyle estaba agotada. Era casi la una de la madrugada y el día había estado cargado de trabajo y de las presiones habituales asociadas con sacar adelante con éxito las diversas misiones que tenía en marcha Catapult. Mientras atravesaba con el coche el río Potomac para entrar en el estado de Virginia, camino de su casa, encendió la radio. Pero estaban dando un reportaje sobre nuevos ataques terroristas en el este de Afganistán, y ella ya conocía bastantes datos sobre ello; lo que menos le hacía falta era que le repitieran aquellas noticias sombrías. Apagó la radio.
Virginia era una tierra de núcleos urbanos congestionados entre anchas extensiones de bosques y tierras de labranza. A ella le encantaba; siempre le recordaba al estado de Ohio, donde se había criado. Tomó una carretera secundaria de dos carriles, bañada por la luz de la luna. A aquellas horas el tráfico era ligero; las casas, distantes unas de otras, estaban casi todas a oscuras.
Pensó con nostalgia en sus dos hijas gemelas, que estaban de vuelta en casa por las vacaciones de primavera de la Universidad de Columbia, y en su marido, abogado en el Departamento de Trabajo, que acababa de volver de una conferencia en Chicago. Estarían todos dormidos, y ella tampoco tardaría mucho en estarlo.
Tarareando para sus adentros, observó la carretera. Apenas había tráfico, y sintió que se relajaba. Estaba pensando de nuevo en su casa y en su cama, cuando advirtió que había un coche tras ella. Miró el velocímetro. Estaba fijo en los sesenta y cinco kilómetros por hora, donde ella quería; y el otro tipo también. Alguien más que se dirigiría a su casa para dormir a gusto.
A su derecha clareaba el bosque, y pudo ver el río, con su superficie ondulada, pintada de plata sedosa por la luz de la luna. También aquello le gustaba. La naturaleza con toda su belleza. Bajó un poco la ventanilla. Entró silbando el aire, el aire fresco de la noche con su sabor a la humedad del río. Volvió a encender la radio, y esta vez encontró una emisora que daba blues. Ay, sí.
Acomodándose en su asiento, echó una ojeada al retrovisor. Y después miró fijamente. Los faros del otro vehículo se iban acercando, bombardeando de luz su coche. Pisó el acelerador para alejarse. Cuando pasó de los noventa por hora, volvió a mirar por el retrovisor. Su perseguidor estaba más cerca todavía. Seguía sin haber más tráfico cuando empezó a ascender la cuesta alta y larga que terminaría por descender hacia el valle donde estaba su casa, a solo tres kilómetros más allá.
Volvió a mirar por el retrovisor. El otro vehículo había dejado el carril y había pasado al del sentido opuesto. Era una camioneta grande. No había puesto el intermitente, ni tampoco había reducido la velocidad.
Ella clavó el pie en el acelerador, acercándose a los ciento diez por hora. La camioneta se retrasó, de nuevo en el carril de la derecha. Pero, acto seguido, sus faros volvieron a aproximarse bruscamente. Mientras ella pisaba a fondo el acelerador, el otro pasó al otro carril y la adelantó. A ella se le secó la boca mientras subían la cuesta juntos a toda velocidad.
Frenó para quedarse atrás. Demasiado tarde. La camioneta impactó de lado con su coche. Ella, furiosa, se esforzó por controlar el volante. La furgoneta volvió a golpearla, aguantando, empujándola hacia el barranco que daba al río. Esta vez se le escapó el volante de entre las manos.
Llena de terror, asió el volante mientras el coche atravesaba el guardarraíl, superaba el borde del barranco y se despeñaba entre pinos jóvenes, chocando contra peñascos. Las colisiones sucesivas la agitaron de un lado a otro. Cuando el sedán voló sobre el borde de una última cortada y se precipitó hacia el río, sintió un momento de colisión cegadora, y después, nada.
Washington, D. C.
A las ocho de la mañana, en el cuartel general de Catapult había un ambiente solemne y silencioso, a pesar de que ya había llegado todo el personal del turno de mañana. Una sensación de duelo y consternación invadía el edificio. Había corrido la noticia del accidente mortal de Catherine Doyle. Tucker se había enterado hacía unas horas, despertado por su viejo amigo Matthew Kelley, director del Servicio Clandestino. Al ver que Cathy no llegaba a casa, su marido había llamado. Después, la Policía Estatal de Virginia había encontrado su coche sumergido en el río, con solo un fragmento del techo visible. El vehículo estaba muy abollado, lo que concordaba con el terreno por el que se había despeñado, y al parecer Cathy se había ahogado. Habría un informe oficial, y los resultados del forense saldrían al cabo de unos días.
Tucker rondaba por el antiguo edificio de ladrillo, hablando con su gente, consolándolos y consolándose a sí mismo a la vez. Cathy había sido buena jefa, exigente pero justa, y la apreciaban. Los animó a que volvieran al trabajo. Sus agentes del extranjero contaban con ellos. Además, así lo habría querido Cathy, y ellos lo sabían.
Por la tarde ya se había avivado el ritmo; las voces hablaban del trabajo, los teléfonos sonaban, los teclados funcionaban. Volvió a su despacho e intentó concentrarse. Por fin, se impuso el hábito de toda una vida y se concentró en su trabajo.
—Hola, Tucker.
Hudson Canon estaba en la puerta con aspecto de preocupación. Era un director adjunto del Servicio Clandestino; había sido agente de campo durante mucho tiempo hasta que lo habían hecho venir a Langley para que supervisara a un grupo de personas que, a su vez, preparaban misiones y las dirigían. De poca estatura, aire digno y muy musculoso, producía la impresión de un bulldog del mejor pedigrí, con su nariz chata, sus ojos negros y redondos y sus mejillas gruesas.
—¿Cómo vas? —le preguntó Canon.
—Es una noticia terrible, claro está. Echaremos mucho de menos a Cathy.
—Gloria dice que todos están trabajando de firme, pero he de decir que este sitio parece un poco un mausoleo. Maldita sea. Yo estimaba mucho a Cathy. Una gran mujer.
—Siéntate —dijo Tucker, indicándole un asiento—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Canon esbozó una rápida sonrisa y se sentó ante el escritorio.
—Matt Kelley me ha enviado a ocupar el lugar de Cathy hasta que se designe a un nuevo jefe —dijo—. ¿Te interesa el puesto?
—Qué rapidez…
—Ya te digo. ¿Te interesa?
Tucker sintió un peso en el alma.
—Déjame que me lo piense.
Ya le habían ofrecido el puesto a él antes de que se lo dieran a Cathy, y lo había rechazado.
—Todavía no he ido al despacho de Cathy —siguió diciendo Canon—. He dicho a Gloria que recoja todas sus cosas particulares antes de instalarme yo allí. Mientras tanto, quisiera que me pusieras al día. Empieza por las misiones más calientes.
Canon cruzó las piernas y hablaron. Tucker le informó sobre Berlín, Bratislava, Kiev, Teherán, y otros puntos. Canon ya conocía los datos básicos de cada una de estas misiones por los informes semanales de Cathy.
—He oído decir que puede que hayáis tenido una intrusión en el sistema de correo electrónico o de internet.
—Debi lo está estudiando —le dijo Tucker—. Alguien entró, en efecto, y pudo acceder al correo electrónico de Cathy durante cosa de tres minutos.
Canon torció el gesto.
—Lo suficiente para robar más de lo que querríamos ninguno de nosotros.
—Estoy de acuerdo. Pero no sabemos con certeza qué se llevaron. Puede que no tocaran nada. En cualquier caso, ese camino ya está cerrado, y el equipo de Debi está en alerta máxima, buscando hasta los menores indicios de cualquier intento de intrusión. Desde entonces no se ha llegado a descubrir nada más. El problema es que la ruptura se produjo durante el turno de noche, cuando teníamos menos personal. Pasaron por alto al invasor… Está claro que era buenísimo.
—Ya veo. ¿Qué más tienes para mí?
Tucker emprendió una descripción de la operación de la Biblioteca de Oro. Cuando hubo concluido, Canon se recostó en su asiento, reflexionando.
—¿Es esto un empleo prudente de los recursos de Catapult? —le preguntó por fin—. Todavía no tienes ninguna prueba de que haya relación con el terrorismo. ¿A quién demonios le importa la Biblioteca de Oro? Que es una reliquia maravillosa de la antigüedad…, ¿y qué? Ese es el terreno de los historiadores y de los antropólogos. Es una pérdida de un tiempo que podría dedicarse mejor a misiones más trascendentes.
Tucker se puso rígido.
—Comprendo tu punto de vista, pero ahora ya estamos muy metidos en ello. Tengo a un contratado y a una civil en estado de fuga, perseguidos. Y un muerto que apareció vivo y que decía que era el bibliotecario jefe. Ahora también está muerto, y esta vez es de verdad. Y hay otros cadáveres, como los de Jonathan Ryder y los Charbonier.
—¿Has descubierto por medio de Ryder o de los Charbonier algo acerca de la situación de la biblioteca?
—Todavía no. La vida de Jonathan es mucho más fácil de investigar. Tenemos los datos de sus viajes; pero era hombre de negocios internacional y volaba por todo el mundo. Son muchas ciudades y poblaciones. En cuanto a los Charbonier, tenemos que trabajar con los franceses para conseguir información, y eso es difícil. Ya sabes lo reservados que pueden llegar a ser.
—Será otro callejón sin salida.
—Puede. Pero las dos personas que tengo en Estambul tienen una buena pista. Debemos seguirla.
—¿Una buena pista? ¿De qué se trata?
—Un hombre llamado Okan Biçer. Vende caligrafía en el Gran Bazar —dijo Tucker, echando una mirada a su reloj—. Se supone que sabe dónde se encuentra un viejo conocido del marido de Eva Blake, un tratante de antigüedades llamado Andrew Yakimovich. Esperan que Yakimovich tenga guardado algo para dárselo a Blake, algo que les indique dónde está la biblioteca.
Hudson Canon dio muestras de estar pensándoselo. Por fin, asintió con la cabeza.
—Yo ya había manifestado a Cathy mis reservas sobre si esta operación merecía la pena o no, pero ella me convenció para que le diésemos algo más de tiempo. Tus argumentos a favor de darle más tiempo también son válidos. No obstante, yo también he consultado a mi jefe. Sobre todo ahora que ya no está Cathy y que tendremos que reorganizar Catapult, vamos a tener que replegarnos. Tienes treinta y seis horas para encontrar la biblioteca. El jefe dice que, si para entonces no sabes dónde está, cerremos el grifo y pongamos fin a la operación.