Estambul, Turquía
JUDD contempló desde la ventanilla del avión las luces rutilantes de la legendaria Estambul. Absorbió el espectáculo de la ciudad que había sido en tiempos la poderosa Constantinopla, corona del Imperio bizantino, y lugar de origen de la Biblioteca de Oro.
Eva se despertó.
—¿Qué hora es? —preguntó. Parecía nerviosa.
—Las doce de la noche.
Cuando el avión aterrizó y empezó a rodar hacia la terminal del aeropuerto internacional Ataturk, Judd consultó su teléfono móvil.
—¿Hay algo de Tucker sobre dónde está Yakimovich? —le preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—Ningún mensaje, ni por correo electrónico ni por teléfono.
—Si Tucker no es capaz de encontrarlo, a nosotros nos puede llevar días enteros.
Aunque no parecía posible que los siguieran, en Roma habían hecho una parada camino del aeropuerto, no solo para comprar provisiones sino para disfrazarse. Ahora, al desembarcar del avión, Judd ayudó a Eva a sentarse en una silla de ruedas. Eva se acurrucó, con la cabeza caída hacia delante como si durmiera. Una manta le cubría el cuerpo, y un pañuelo le ocultaba el pelo. Judd dejó en el regazo de ella su bolso y una bolsa de viaje grande con asas, nueva, que contenía otras compras que habían hecho. Él iba vestido de enfermero privado, con pantalones blancos, chaqueta de nieve blanca y gorra blanca. Llevaba metida bajo el labio interior una torunda de algodón que hacía que el labio le asomara, con lo que la barbilla le parecía más pequeña.
Manteniendo las mejillas flácidas y la mirada perezosa, ajustó sus mandos interiores hasta que llegó a dar sin esfuerzo la imagen de asistente, no demasiado listo, de la buena señora que iba en la silla de ruedas. Mirando discretamente a un lado y a otro, la empujó hasta la terminal internacional y enseñó en la ventanilla de visados el pasaporte falso de él y el auténtico de ella. Les sellaron los pasaportes y pasaron la aduana. Aunque la terminal estaba menos congestionada que en las horas de mucho tráfico, aún había bastante gente. Más allá del puesto de seguridad había todavía más gente esperando; muchos enseñaban letreros con los nombres de pasajeros.
Mientras llevaba la silla de ruedas por el largo pasillo hacia las puertas de salida, Judd seguía en alerta máxima. Así fue como detectó a la persona que menos quería ver: Preston. ¿Cómo diablos se había enterado de que tenía que ir a Estambul? Judd, con tensión en el pecho, lo observó de reojo. El asesino, alto y ancho de hombros, estaba apoyado en la pared exterior de un quiosco de periódicos, aparentando leer el International Herald Tribune. Llevaba la misma ropa que en Londres: pantalones vaqueros, cazadora de cuero negra y, probablemente, pistola.
Judd se había dejado la Beretta en Roma, porque no llevaba la documentación necesaria para subir a un vuelo comercial con un arma de fuego. Consideró las posibilidades. Parecía poco probable que Preston hubiera podido verle la cara desde el suelo del callejón, en Londres. Por otra parte, era posible que el asesino se hubiera enterado de alguna manera de quién era él y se hubiera hecho con una foto suya.
Le llegó un susurro inquieto de Eva.
—Preston.
—Ya lo veo —dijo Judd en voz baja—. Estás dormida, ¿recuerdas?
Ella volvió a sumirse en el silencio, mientras él seguía empujando la silla de ruedas a paso tranquilo.
Preston observaba la multitud por encima del borde del periódico. Movía los ojos, al tiempo que su cuerpo parecía relajado y despreocupado. No solo miraba uno por uno los rostros de las mujeres, sino también de los hombres de la edad, del color de pelo, de la altura adecuada; esto dio a entender a Judd que Preston se había enterado de alguna manera del aspecto que tenía él. Preston examinaba las parejas y a las personas solas sin saltarse a nadie, sin dar a nadie por descartado. Se descolgó una radio del cinturón, y escuchó y habló por ella. Aquello significaba que tenía allí cerca a un limpiador, como mínimo.
Cuando Preston volvió a colgarse la radio del cinturón, observó a Judd y a Eva. Y se centró en ellos.
A Judd le quemó su mirada como un hierro candente. No lo miró a su vez, y tampoco aceleró con la silla de ruedas. Cualquiera de estas dos cosas habría despertado todavía más la curiosidad de Preston. Vio entonces a una mujer alta que caminaba airosamente, tirando de una maleta pequeña. A pesar de lo tardío de la hora, llevaba gafas de sol grandes, de famosa… y tenía el pelo largo y rojo, como el de Eva.
Judd vio la oportunidad; llevó la silla de ruedas junto a la mujer y hundió los hombros incluso más para parecer menos interesante todavía con su uniforme de asistente. Preston apartó los ojos, interesado por la mujer. Se apartó del quiosco de prensa siguiendo a la mujer, que adelantó rápidamente a Judd y a Eva dirigiéndose a un mostrador de alquiler de coches.
Judd respiró. Sacó a Eva por las puertas de cristal y la llevo hacia la fila de taxis.
En cuanto el taxi amarillo hubo salido de la terminal, Judd cerró la ventanilla de la mampara entre los asientos delanteros y los traseros. Era un vehículo antiguo, con la tapicería raída, pero el vidrio era grueso y el conductor no podría escuchar la conversación.
—¿Cómo puede habernos encontrado Preston? —preguntó Eva de nuevo—. Los Charbonier se enteraron de lo de Yakimovich y Estambul, pero murieron antes de haber podido contárselo a nadie.
—Resulta difícil de creer que Tucker tiene otra filtración. Los de informática estarán cubriendo el cuartel general como un hongo atómico. Quizá se trate de nosotros. ¿Es posible que Charles te pusiera un chip en Londres?
Mientras hablaban, Judd iba mirando atrás en busca de algún indicio de Preston.
—Aunque así fuera, ya no llevo esa ropa. Pero ¿por qué iba a molestarse? Creía que ya me tenía. ¿Viste que alguien nos siguiera en algún momento?
Él negó con la cabeza. Guardaron silencio.
—Vale; vamos a empezar desde el principio —dijo Judd por fin—. No es un chip, y no es un hacker que haya entrado en los ordenadores de Catapult.
—Si Charles viviera, sabría que vamos en busca de Andy Yakimovich —opinó ella.
—El único cabo suelto que se me ocurre es Peggy Doty. Pero ella no sabía nada de Yakimovich ni de Estambul, de modo que Preston no puede haber obtenido la información de ella.
Eva soltó una maldición de pronto.
—¡Claro! El móvil de Peggy. Quien mató a Peggy pudo encontrar en él mi número.
Extrajo el móvil de su bolso.
—Las únicas llamadas que hice fueron en el aeropuerto de Atenas, buscando a Andy. Llamé a Estambul.
—Dámelo.
Judd encendió el teléfono y observó la pantalla hasta comprobar que el aparato estaba conectado a la red. Bajó su ventanilla y lo arrojó a la caja abierta de una camioneta que pasaba junto a ellos.
Eva sonrió.
—Preston tendrá ahora algo que perseguir —dijo.
Él le devolvió la sonrisa. En aquel asiento trasero estrecho del taxi, se miraron profundamente a los ojos sin darse cuenta siquiera. Durante un largo instante transcurrió entre ellos una intimidad cálida. A Judd se le aceleró el corazón.
Eva, sin decir nada, apartó la vista, y él volvió la cabeza para mirar por la ventanilla lateral. Aquel era el problema que tenía el compartir peligros. Conducía inevitablemente al establecimiento de un vínculo de algún tipo, y uno de los tipos posibles era el sexual. Percibió la incomodidad de ella, su distanciamiento repentino; pero no estaba dispuesto a abordar el tema y ponerse a explicar lo que acababa de pasar. Ni que a él le había gustado.
Se despejó mentalmente para sus adentros. Estaban en las afueras de la ciudad. Cuando pasaron por un cruce muy transitado, dijo al taxista que los dejara allí. Era posible que Preston hubiera tomado nota de la matrícula del taxi.
Después de ayudar a Eva a subirse a su silla de ruedas, pagó al taxista. Las luces traseras del taxi se perdieron de vista entre el tráfico, y él dio la vuelta a la silla y tomó el camino contrario. Oteó los alrededores con cautela.
—Hay un callejón más adelante —le apuntó Eva.
—Lo veo.
Judd empujó la silla hasta el callejón.
Ella se levantó y se quitó de encima la manta y el pañuelo, dejándolos en el asiento de la silla de ruedas. Sacó de la bolsa de viaje de asas una chaqueta de color azul medianoche. Mientras él se sacaba la torunda del labio inferior, se despojaba de la chaqueta de asistente y se desabrochaba los pantalones blancos, ella se puso la chaqueta y, sin mirarlo a él, cogió su bolso y corrió a apostarse para vigilar.
Él se puso rápidamente unos vaqueros, un polo marrón y una chaqueta de sport también marrón. Plegó la silla de ruedas y la dejó apoyada en la pared, junto con las demás prendas descartadas. Se volvió a mirar a Eva; su figura esbelta quedaba empequeñecida por la alta boca del callejón, y parecía de alguna manera más desenfadada y más impávida de lo que había esperado él.
Se reunió con ella llevando la bolsa de viaje.
—¿Has visto algo?
—No hay señales de Preston. ¿Hacia dónde vamos?
Caminaron seis manzanas, doblaron una esquina y Judd detuvo otro taxi. A los veinte minutos estaban en el barrio Sultanahmet, en el corazón del casco histórico antiguo, no lejos del palacio de Topkapi, de Santa Sofía y del Hipódromo. El taxi se detuvo y bajaron.
Caminaron diez minutos más hasta que llegaron a una calle estrecha, de un carril y medio de ancho como mucho. No había coches, pero por el centro de la calle transcurrían vías de tranvía. Altos edificios de piedra de siglos pasados se apoyaban unos en otros, con tiendas y almacenes en los bajos y en los primeros pisos. Inspiró. En el aire de la noche flotaba el aroma exótico del comino y del tabaco perfumado con manzana.
—Esta es la Istiklal Caddesi —le dijo—. Cadessi significa «avenida». Nuestro hotel está a cuatro manzanas.
Mientras seguían caminando, ella le comentó:
—Parece que conoces muy bien Estambul. ¿Habías estado aquí otras veces?
—No. Lo busqué en Google.
El hotel era una estructura recubierta de estuco, con puerta de entrada sencilla de madera y, a la derecha, dos ventanas con contraventanas. La calle era tranquila; las tiendas estaban cerradas y no había restaurantes, cafés ni bares que atrajeran al público.
Judd redujo el paso.
—Tenemos un pequeño problema. Tú solo tienes tu pasaporte verdadero, lo que significa que tienes que dar tu nombre en el hotel. De modo que voy a entrar yo primero, y me registraré con uno de mis alias. Después, saldré a buscarte.
A una señal de él, Eva se ocultó en el portal de una tienda de bisutería. Su chaqueta y sus pantalones vaqueros oscuros se fundían con las sombras.
«Está aprendiendo», pensó Judd mientras se apartaba de su lado y entraba en el hotel. El interior era oscuro y profundo, con maderas antiguas sin barnizar y tapicerías ajadas. Tal como lo había esperado, el empleado le entregó una caja de cartón sencilla que llevaba escrito en mayúsculas en la tapa el nombre falso que había empleado. Judd dio las gracias a Tucker mentalmente. Hizo un pedido al servicio de habitaciones, caminó hacia el ascensor del fondo y siguió adelante hasta salir por la puerta trasera.
Cuando apareció en la entrada del callejón no pudo ver a Eva, por lo bien que estaba oculta en la entrada de la tienda.
Ella salió aprisa, con interrogación en la mirada.
—Todo bien —le dijo él mientras desandaban su camino por el callejón—. Les he dicho que mi hermano vendría a reunirse conmigo dentro de un par de días.
—Creía que solo tenías primos.
Él sonrió.
—Ahora tengo un hermano.
Subieron hasta el sexto piso por las escaleras traseras. Ella había acordado con él que era más seguro que los dos se alojaran juntos. La habitación tenía dos camas pequeñas y estaba amueblada de manera austera, con muebles del recargado estilo turco antiguo.
Mientras ella entraba en el baño, él dejó la bolsa de viaje en la cama más próxima a la puerta y abrió la caja. Dentro había una nueva pistola semiautomática subcompacta Beretta, igual que la que él había tenido que dejar en Roma. La revisó, la cargó con munición de la caja y se probó y ajustó la sobaquera de lona. Una vez satisfecho, fue a la ventana. Las luces de la ciudad se extendían ante él en un panorama rutilante, incitante.
—Ven a ver esto —dijo. Abrió los dos batientes verticales de la ventana y se asomó.
Ella salió del baño; había recuperado por fin su aspecto atractivo. Él juzgó que empezaba a sentirse segura de nuevo. Olía a fresco, a jabón y a agua de rosas.
Ella también se asomó a la ventana.
—¡Qué vista tan espléndida!
—Estambul es la única gran ciudad del mundo que abarca dos continentes —dijo él—. Se levanta sobre siete colinas, igual que Roma. El barrio Sultanahmet, donde estamos nosotros, está sobre la primera colina por el sur. Es el centro histórico de la ciudad. ¿Ves aquello?
Un castillo de fuegos artificiales multicolores se esparcía sobre las aguas oscuras del Mármara.
—Eso es de un barco de boda. Mira las mezquitas iluminadas. Las cúpulas y los minaretes. Los templos y las iglesias. El laberinto de calles tortuosas.
La noche daba a la antigua ciudad una cualidad especial, como si esta se estuviera revitalizando en secreto mientras dormían sus habitantes.
—Debía de tener un aspecto parecido durante el periodo bizantino, cuando los emperadores estaban conquistando el mundo y recopilando los mejores libros.
—Es hermoso. ¿Todo esto lo has aprendido de Google?
—De mi padre. Siempre tuvimos la intención de visitar juntos la antigua Constantinopla. Así fue como aprendí que a Estambul la llamaban la Ciudad Deseada por el Mundo. A él le gustaba este hotel en especial. Tiene asociada mucha historia.
Se volvió hacia ella con tensión en el pecho.
—Si mi padre era miembro del club de bibliófilos cuando Charles se afilió a la biblioteca, puede que fuera responsable de alguna manera del cadáver en la tumba de tu marido, y de que te metieran en la cárcel. Solo quería decirte que lo siento.
—Charles me dijo que habían tenido intención de matarme, pero que él les convenció para que no lo hicieran —dijo Eva. Soltó un suspiro profundo y sintió que se abría un vacío entre los dos—. Sé que querías a tu padre. Lo que hiciera o no hiciera él, no tiene nada que ver con lo que eres tú. No es culpa tuya.
Pero él percibió que, de alguna manera, quedaba manchado en la mente de ella. Volvió al interior de la habitación, recordando. Cuando él era niño y adolescente, su padre faltaba de casa durante periodos de tiempo cada vez más largos. Los había trasladado de una parte de Washington a otra, mudándolos a casas cada vez mayores y más caras. La soledad de su madre. Los bonitos regalos que traía de cada viaje: obras de arte, joyas, muebles, libros. Su padre no solo se hacía más rico, sino también más esbelto y más fuerte. A medida que se le volvía gris el pelo, sus conversaciones se habían ido centrando con mayor frecuencia en lecciones que quería transmitirle. Piensa por ti mismo. Todo lo que puedas aprender es poco. Solo tú puedes protegerte a ti mismo. El dinero resuelve casi todos los problemas.
—Me dijiste que trabajas con contrato para la CIA —dijo Eva—. ¿A qué te dedicabas antes?
—Inteligencia Militar. El Ejército. Me retiré cosa de un mes antes de que mataran a mi padre.
—Eres un chico rico con todas las oportunidades del mundo. Apuesto a que a tu padre le habría encantado que hubieras seguido la vía directa hasta llegar al despacho del director en la Bucknell.
—Es verdad.
Aquel había sido el sueño de su padre, en efecto.
—Pero terminaste en el Ejército. ¿Por qué?
—Parecía lo correcto. Y no: fue antes del 11 de septiembre.
—De manera que te rebelaste, convirtiéndote en un tipo recto. Pero eso no es todo, ¿verdad? ¿Quién eres tú en realidad, Judd Ryder?
Él no tenía respuesta para esto. Un golpe en la puerta lo salvó. Se acercó en silencio a la puerta mientras sacaba la pistola, y miró por la mirilla. Había llegado la cena.
Comieron en una mesilla del rincón: albóndigas de cordero con salsa de limón, ensalada de berenjena asada, de sabor penetrante, y una ración de nueces picadas y pimientos rojos. Charlaron en voz baja; y, cuando terminaron, él sirvió raki, un licor anisado de aspecto lechoso, bebida turca que solía tomar con su padre en su casa. Cuando estaba dando una copa a Eva, sonó su teléfono móvil encriptado.
Ella miró hacia la cama de él, donde estaba el móvil.
—Espero que sean buenas noticias.
Él ya estaba tomando el aparato. Cuando pulsó el botón de aceptar la llamada, confirmó los deseos de Eva diciendo:
—Hola, Tucker.
Ella dejó la copa y escuchó la conversación, para lo cual Judd activó el altavoz del móvil.
—¿Habéis llegado? —preguntó Tucker.
—Sí; estamos en el hotel —dijo Judd—. Tu paquete nos estaba esperando. Gracias. Has de saber que Preston estaba en el aeropuerto. Lo esquivamos. Esta vez no ha sido una filtración; nos localizaron por el teléfono móvil de Eva.
—Dios santo —dijo el maestro espía, con voz de frustración.
—¿Has descubierto algo acerca de Yakimovich? —le preguntó Judd.
—Sí; tengo una buena pista de una fuente de Estambul. En el Gran Bazar hay un mercader de caligrafía antigua que se supone que sabe dónde se encuentra Yakimovich. Se llama Okan Biçer, y entra a trabajar hacia las tres de la tarde. Te enviaré por correo electrónico su foto y las señas de su tienda.
Cuando Judd se hubo aprendido de memoria las señas y hubo examinado la foto, cortó la conexión y volvió a arrojar el móvil sobre su cama. Después, alzó la copa, y Eva hizo otro tanto. Hicieron chocar los bordes con un tintineo suave. Al beber, evitaron la intimidad de un cruce de miradas, el dolor de su pasado común y la preocupación por lo que les traería el día siguiente.