Capítulo 36

Sultanato de Omán

EL aeropuerto internacional de Muscat estaba en un arenal llano, por encima del golfo de Omán. A lo lejos se alzaban grupos de pozos de petróleo llenos de luces centelleantes, con patas como palillos que se hundían en las aguas negras del golfo. Cuando Martin Chapman bajó de su Learjet, la noche tenía el olor del desierto. Estaba jadeando de ira: Robin Miller había robado el Libro de los Espías y se había escapado. Magus, con un equipo, la buscaba en Atenas; pero era un problema más, y en aquel momento él no necesitaba más problemas.

El peligro que más le preocupaba era el de Judd Ryder, que era de la CIA. En esta única palabra se encerraba toda la preocupación del mundo: en Langley disponían de los recursos, de los conocimientos, de la experiencia, del ánimo necesarios para conseguir mucho más de lo que llegaría a saber el mundo. Tener un roce con la agencia no era cosa baladí, y cuando se tenía, no quedaba más opción que poner fin al asunto rápidamente; por eso mismo estaba entonces Chapman en Omán.

En la sección de Oman Air de la ultramoderna terminal para pasajeros había movimiento, pero sin bullicio. Chapman avanzaba sin dedicar una sola mirada a los azulejos, a las palmeras en macetas ni a las decoraciones murales al estilo árabe antiguo. Tras doblar por un ancho pasillo de llegadas y salidas, siguió las instrucciones que se había aprendido de memoria para dirigirse hacia una tienda duty free. Cerca de la puerta del baño estaba agachado, fregando el suelo, un empleado del aeropuerto, con uniforme de limpiador de color arena del desierto y pañuelo de beduino a cuadros en la cabeza.

Cuando Chapman pasó a su lado, oyó que subía hacia él una voz que decía:

—En la cuarta puerta a su izquierda hay un almacén. Espere dentro. No encienda la luz.

Chapman estuvo a punto de perder el ritmo de su marcha. Se rehízo rápidamente y fue hasta la puerta del almacén. Cuando estuvo dentro, encendió la luz. El pequeño cuarto estaba lleno de estanterías donde se guardaban artículos de limpieza, toallas de papel y papel higiénico. Apagó la luz y se quedó de pie en la oscuridad, contra la pared del fondo, con una linterna pequeña tipo lápiz en una mano y con la otra mano dentro de la chaqueta, en la empuñadura de su pistola.

La puerta se abrió y se cerró como un suspiro.

—Jack me dijo que necesitaba usted ayuda.

La voz era baja. Parecía que el hombre se había quedado de pie junto a la puerta.

—Soy caro, y tengo mis reglas. Usted ya conoce lo uno y lo otro. Jack dice que ha accedido a mis condiciones. Antes de que sigamos, debo oírselo decir a usted.

—¿Es usted Alex Bosa?

Chapman suponía que se trataba de un pseudónimo.

—Algunos me llaman así.

—El Carnívoro.

—También se me conoce por ese nombre —dijo el hombre, sin expresión en la voz.

Chapman tomó aire. Estaba en presencia de un asesino a sueldo independiente legendario, de un hombre que había trabajado para todos los bandos durante la guerra fría. Ahora solo hacía trabajos de cuando en cuando, pero siempre con tarifas astronómicas. No existían fotos suyas; nadie sabía dónde vivía, cuál era su nombre verdadero, ni siquiera en qué país había nacido. Por otra parte, no fallaba nunca, y nadie descubría nunca quién lo había contratado.

El asesino a sueldo hablaba con voz tranquila.

—¿Accede a mis condiciones?

Chapman sintió un principio de cólera. El jefe era él, no aquel hombre tenebroso que tenía que vivir oculto tras seudónimos.

—Traigo un cheque bancario al portador.

Debían hacerse dos pagos: la mitad ahora, y la mitad después de completado el trabajo, con un total de dos millones de dólares. Librarse del problema de la CIA bien lo valía.

—¿Quiere usted el trabajo o no? —preguntó.

Silencio. Por fin, el otro dijo:

—Cuando llega el momento de dar el golpe, trabajo solo. Eso quiere decir que la gente de usted debe haberse retirado. No debe desvelar nunca nuestra relación. No debe intentar nunca descubrir mi aspecto ni quién soy. Si lo intenta de alguna manera, iré por usted. Le haré el favor de matar con limpieza, por respeto a nuestra relación de negocios y al dinero que me habrá pagado usted. Después de esta noche, no intentará volver a reunirse conmigo. Cuando esté terminado el trabajo, me pondré en contacto para comunicarle cómo quiero recibir el último pago. Si no me paga, también eso le costará que vaya por usted. En cualquier caso, yo solo hago trabajos de eliminación con personas que no se merecen respirar. Eso lo decido yo, no usted. Le daré un nuevo número de teléfono por el que podrá ponerse en contacto conmigo cuando disponga de la información adicional sobre el paradero del objetivo. ¿Está de acuerdo?

Aquella voz tranquila tenía, no obstante, una carga de amenaza sobrecogedora. Chapman advirtió que había asentido con la cabeza a pesar de que, en aquella oscuridad, el hombre no podía verlo de ninguna manera.

—De acuerdo —dijo en voz alta.

El Carnívoro tenía la especialidad de hacer que sus golpes parecieran accidentes, y aquello era lo importante. Chapman no quería que en Langley tuvieran nada que pudiera relacionarlo con él mismo ni con la Biblioteca de Oro.

—Dígame por qué hay que acabar con Judd Ryder y con Eva Blake —le exigió el Carnívoro.

Cuando Chapman tomó la decisión de recurrir a profesionales externos, había acudido a una fuente también externa al club de bibliófilos, a un intermediario al que se conocía únicamente por el nombre de Jack. Jack y él habían arreglado el trato por medio de correos electrónicos encriptados. Repitió entonces al Carnívoro su historia:

—Ryder procede de la inteligencia militar y es muy hábil. Blake es una delincuente; mató a su marido conduciendo borracha. No me cabe duda de que usted habrá comprobado ambos datos. Se han enterado de una transacción de negocios secreta que estoy preparando, y quieren quitármela. Intenté razonar con ellos, pero no entraron en razón. Si me la quitan, me costará miles de millones. Lo peor es que ahora intentan matarme a mí. Van camino de Estambul. Pronto tendré información sobre su destino concreto.

—Entiendo. Ahora, me marcho. Deje el sobre en el estante, a su lado. Abra la puerta, y diríjase inmediatamente a su avión.

Dio a Chapman su nuevo número de móvil.

Hubo un movimiento de aire; la puerta se abrió y se cerró rápidamente, y Chapman volvió a quedar rodeado de oscuridad. Advirtió que estaba sudando. Dejó en el estante que tenía a su lado el sobre que contenía el cheque bancario al portador por importe de un millón de dólares, y salió.

Mientras caminaba por el pasillo, buscó con la vista por todas partes al limpiador de uniforme marrón con pañuelo de beduino. Había desaparecido.