Capítulo 33

MIENTRAS pasaban velozmente los rastros rojos de las luces traseras de los vehículos, Preston esperaba con impaciencia en el exterior de la terminal del aeropuerto internacional de Ciampino, el segundo en importancia de Roma. Lo había elegido porque estaba más próximo al corazón de la ciudad y, por tanto, era más eficiente. La eficiencia tenía ahora una importancia especial. El informe de su hombre en Roma había sido malo. Angelo y Odile Charbonier habían muerto a tiros, mientras que Judd Ryder, Eva Blake, Yitzhak Law y Roberto Cavaletti habían desaparecido. Miró su reloj, con pésimo humor. Las ocho de la tarde.

Cuando se detuvo ante él una larga furgoneta negra, abrió la puerta corredera lateral y pasó al interior. El vehículo se sumó al tráfico del aeropuerto, y él se puso en cuclillas en la parte trasera, junto a los cadáveres. Levantó la manta. Angelo Charbonier tenía cara de rabia en la muerte. Odile tenía la cabeza cubierta de sangre seca y esquirlas de hueso.

Avanzó gateando hasta el asiento individual que estaba detrás del conductor.

—Has tardado lo tuyo en llegar.

Iba al volante Nico Bustamante, hombre muy corpulento que todavía llevaba puesto su chándal gris. Soltó una maldición en italiano, y dijo después en inglés:

—¿Qué se esperaba? Ya le dije que aquello era un desastre y que teníamos que limpiarlo.

Vittorio, que iba en el asiento contiguo al del conductor, asintió con la cabeza. Esbelto, de complexión delgada pero fuerte, se había quitado la ropa de correr tricolor y se había puesto unos pantalones vaqueros y una camisa también vaquera.

—Vuelve a decirme exactamente lo que os encontrasteis —le ordenó Preston.

—Al signore y la signora Charbonier, asesinados los dos en la cocina —dijo Nico—. Registramos la casa. Allí no había nadie, y no encontramos ninguna salida oculta. Los objetivos no salieron por la puerta principal. Lo sé porque dejé apostados hombres en ambos extremos de la calle. Y tampoco salieron por la parte trasera: allí estábamos nosotros.

—Fue como si se hubieran evaporado en el mundo de las almas —dijo Vittorio, santiguándose.

Mientras se detenían en un semáforo, Preston preguntó:

—¿Y cuando limpiasteis la cocina?

—En la basura solo había los desechos normales… Lo digo porque sé que me lo va a preguntar usted. Lo único raro eran unas salpicaduras de sangre que estaban demasiado lejos del signore y de la signora para ser suyas.

—De modo que alguien más salió herido. Di a tu gente que comprueben a los vecinos, los hospitales y la Policía.

Nico sacó su teléfono móvil mientras salía con la furgoneta a la Via Appia Nuova, congestionada de tráfico.

Mientras Nico hacía la llamada, Preston preguntó a Vittorio:

—¿Qué se hace con los Charbonier?

—Está todo organizado. En Ostia Antica espera un yate alquilado a nombre de ellos.

Ostia Antica era el antiguo puerto de mar de Roma, donde el río Tíber desembocaba en el mar Tirreno. En la actualidad, la ciudad era poco más que una librería, un café, un minúsculo museo y algunas ruinas llenas de mosaicos; pero era un lugar apropiado para los Charbonier: en el anfiteatro de Ostia Antica se había estrenado hacía unos dos mil años la tragedia Medea, de Ovidio, de la que no se conservaba ninguna copia… salvo en la Biblioteca de Oro.

—¿Y después? —insistió Preston.

—Meteremos en el yate al signor y a la signora, nos adentraremos en el Mediterráneo con él, y en alta mar lo desvalijaremos todo y lo abandonaremos. Parecerá que los asaltaron unos piratas para robarles.

—¿Tenéis sus maletines?

—Por supuesto. Los recogimos en el hotel, y pagamos también la cuenta.

Preston asintió con la cabeza, satisfecho. Tenía pendiente otro problema mayor: ¿dónde se habían metido Blake, Ryder, Law y Cavaletti?

Mientras la furgoneta tomaba el camino de Ostia Antica, Preston repasó mentalmente todo lo que sabía. Parecía que al menos uno de los cuatro estaba herido, pero no de tanta gravedad como para no haber podido huir. Necesitaba que los operativos de Roma los encontrasen a todos. Pensó en el tatuaje de Charles; el equipo de seguridad había desmontado los despachos de Charles y de Robin y la casita en que vivían los dos, pero no habían encontrado nada relacionado con el tatuaje ni ningún registro de la ubicación de la biblioteca. El tatuaje le hizo pensar en el director; este ya iba en el avión con Robin Miller. Si el director sacaba algún dato a Robin, llamaría por teléfono a Preston.

Cuando estaba pensando en ello, sonó su teléfono móvil.

—¿Sí?

Era su contacto de la NSA.

—Su persona de interés ha encendido el móvil y ha hecho tres llamadas desde Roma.

—¿Desde dónde, exactamente?

Preston sintió un arrebato de esperanza. Era el teléfono móvil de Eva Blake; él había encontrado el número en el móvil de Peggy Doty después de acabar con ella en Londres.

—Aeropuerto de Fiumicino.

Preston soltó una maldición. Era el otro aeropuerto, y estaban demasiado lejos para llegar en poco tiempo.

—¿A quién ha llamado?

—A Adem Abdullah, Direnc Pastor y Andrew Yakimovich. Puedo darle los números que marcó. Todos en Estambul. Dos de ellos tienen dirección.

—¿Ha escuchado las conversaciones?

—Bien sabe que no, Preston. No puedo ir tan lejos, ni siquiera por usted.

—¿A quién llamó en primer lugar?

—A Yakimovich. Fue una llamada corta, de menos de un minuto…, a un número desconectado. Las otras dos llamadas duraron cinco y ocho minutos.

—¿Cuáles son sus números y direcciones?

Anotó los datos en el cuadernito de bolsillo que llevaba siempre encima. Cuando ya no necesitaba una anotación, arrancaba la hoja y la destruía. Le quedaban pocas hojas.

—Gracias, Irene. Tendrá que apagar su teléfono móvil durante el vuelo. Cuando vuelva a activarlo, avíseme, llame por teléfono o no. Tengo que saber dónde está exactamente.

La NSA era capaz de determinar situaciones con una precisión de centímetros, en función de los satélites que estaban en órbita. Preston puso fin a la conexión y miró a Nico.

—Da la vuelta. Llévame otra vez a Ciampino.

Tomaría otro avión privado y llegaría a Estambul antes que ellos.